“Un juez dictará sentencia al sicario que Irán envió para matarme en territorio estadounidense. Es la prueba de que el país donde busqué refugio protege las libertades que amo”.
Crecí en un pequeño pueblo del norte de Irán, donde aprendí a gritar “muerte a América” a los siete años, junto con todos los demás niños de la escuela. En la ideología de la República Islámica, Estados Unidos es el monstruo, el Gran Satán, el Otro. Cada mañana gritábamos esas palabras hasta quedarnos sin voz, no por convicción, sino porque no unirse era peligroso.
En casa, en nuestro televisor en blanco y negro, veía horas de programas en los que clérigos barbudos advertían a las mujeres que, si un solo mechón de su cabello se escapaba bajo el velo, serían condenadas al infierno por toda la eternidad. Pero no había que esperar al más allá para conocer el castigo. De adolescente, la policía de la moral del régimen me golpeó por dejar libres unos cuantos cabellos y por atreverme a llevar el pañuelo demasiado suelto. Fui encarcelada por los “crímenes” de escribir consignas políticas y repartir panfletos que cuestionaban el régimen islámico. En una celda de prisión, aprendí lo peligrosa que podía ser la verdad en la República Islámica.
En el auge del movimiento reformista en Irán, en 2005, me convertí en periodista parlamentaria. Pero antes de que nadie leyera mis escritos, mi apariencia causó controversia: un diputado amenazó con golpearme hasta dejarme inconsciente porque unos rizos rebeldes se asomaban bajo mi velo. Habría cumplido su amenaza de no ser por otros funcionarios y periodistas que lo detuvieron.
Más tarde, cuando escribí sobre la corrupción de los miembros electos, fui expulsada de mi puesto. Era 2009, y aún tenía la esperanza de que el cambio llegara por las urnas, aunque sentía una mezcla de esperanza y peligro como nunca antes. Días antes de las elecciones, los agentes de inteligencia del régimen me citaron, me amenazaron y me obligaron a firmar una declaración prometiendo no informar sobre los comicios. Cuando ignoré las advertencias, vandalizaron mi coche. Los autores dejaron una tarjeta de presentación: una sola esposa colgando de la manija de la puerta del conductor.
Esa noche no pude dormir. Recuerdo haberme quedado mirando el techo, pensando en mis opciones. Comprendí que el silencio no me salvaría. Tenía que elegir: quedarme en Irán y arriesgar la cárcel o la muerte, o marcharme y mantener viva mi voz.
Me fui.
Como miles antes que yo, forzada al exilio, dejar mi país natal fue como arrancarme una parte del alma. Pero el exilio me dio libertad. Aquí, en Estados Unidos, por fin podía respirar. Podía hablar sin temer el golpe en la puerta a medianoche. Poco a poco aprendí que ya no tenía que mirar por encima del hombro. Esa conciencia, por simple que parezca, fue revolucionaria.
Tardé un tiempo en adaptarme a mi nueva vida. Aunque era libre, conservaba ciertos hábitos. Por ejemplo, solía usar un sombrero para cubrir parte del cabello, un gesto simbólico hacia las creencias religiosas de mis padres. Aún recuerdo el día en que me quité el sombrero por primera vez para conducir mi programa Tablet en Voice of America. Esperaba, casi por reflejo, que me llovieran los golpes.
Cuando aterricé en Nueva York en 2009, no estaba persiguiendo el “sueño americano”. Solo buscaba seguridad. Naturalmente, experimenté un choque cultural al enfrentarme con aspectos de la vida cotidiana que muchos estadounidenses dan por sentados.
El primer impacto fue bajo tierra. En el metro, me senté al lado de un hombre. Nadie se escandalizó, nadie me miró, nadie me pidió que me moviera. En Irán, el simple acto de sentarse junto a un hombre que no es de tu familia podía costarte una reprimenda moral, una bofetada o un viaje en la furgoneta de la policía de la moral.
Luego llegó otra revelación: ver jugar a los Brooklyn Nets en el Barclays Center. En Irán, tenía prohibido hacer algo tan simple como asistir a un partido de baloncesto, por el delito de ser mujer. Fueron esas pequeñas cosas, acumuladas con el tiempo, las que me hicieron sentir la libertad.
Crecí creyendo que la música era peligrosa, pues a las mujeres no se les permite cantar en público en Irán. Pero un día, en una esquina de Manhattan, empecé a tararear y luego a cantar en voz alta, sin castigo y sin atención. Nadie corrió a silenciarme. Nadie afirmó que mi voz corrompía la moral pública. Poco después, monté en bicicleta por el sendero junto al río Hudson —el cabello suelto, el viento en la cara, cantando para mí misma—. En Irán, el Líder Supremo llamaría a eso inmoral. Pero aquí, solo era tráfico. Los coches tocaban bocina, nadie se inmutaba, y yo reí tanto que casi caí. Grité: “¡Amo mi vida!”.
Pero los tentáculos del régimen iraní son largos. Incluso en suelo estadounidense ha intentado eliminar a disidentes como yo.
En 2021, el FBI me informó que era el objetivo de un complot de secuestro. Agentes de inteligencia iraníes habían contratado a detectives privados para vigilarme en Brooklyn. Acamparon frente a mi casa, siguieron mis movimientos y planearon secuestrarme para llevarme a Venezuela, aliada cercana de Teherán. Sonaba absurdo, como sacado de una película de espías.
Pero era real. El FBI frustró el plan a tiempo.
Luego vino algo aún más oscuro. En 2022, un sicario llamado Khalid Mehdiyev merodeó frente a mi casa en Brooklyn, observándome mientras regaba mi jardín, ese pequeño pedazo de verde que había creado. Cada planta llevaba un recuerdo: albahaca y menta de la cocina de mi infancia, un cerezo por mi madre, un duraznero por mi padre. Supe durante su testimonio en el tribunal que aquel día vio su oportunidad cuando yo estaba en el porche, pero por pura casualidad su arma seguía en el coche. Cuando volvió a buscarla, yo ya había entrado, sin saber el peligro que acechaba afuera.
Al día siguiente, cuando regresó, el FBI lo arrestó.
En marzo de 2025, me senté en una sala del tribunal de Manhattan frente a los hombres acusados de orquestar esos complots. Me temblaban las manos mientras los miraba a los ojos, pero estaba decidida a dar mi testimonio. Quería enviar un mensaje a los clérigos de Irán: en Estados Unidos, las fuerzas del orden me protegen, no me hostigan, por ser periodista.
Hoy, esos sicarios serán sentenciados en un tribunal de Manhattan. Esto es más que una victoria personal. Es un recordatorio de por qué vine a Estados Unidos: de cómo este país me ha dado un lugar al que llamar hogar, libertad para expresarme y protección frente a quienes desean hacerme daño. Mi vida en América demuestra que los dictadores no respetan fronteras. Incluso aquí, en mi casa, a veces miro por encima del hombro. Pero creí que Estados Unidos podía ser un santuario para quienes se enfrentan a la tiranía, y aún lo creo.
Es irónico que una niña que una vez gritó “muerte a América” haya recibido, ya adulta, una segunda vida en el mismo país que le enseñaron a odiar. Cuando digo que América significa libertad, no hablo de la libertad para buscar riqueza o poder. Hablo del derecho a una vida ordinaria: el derecho a sentarse, cantar, nadar, bailar, moverse, existir sin pedir permiso.
* Artículo original: “How the Country I Was Taught to Hate Saved My Life”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.











