Jorge Valls por Geandy Pavón.
*
¿Cómo fue que mi soledad de tigre
se encontró con tu soledad de ardilla,
que mi soledad de nutria helada
se empató con tu soledad de duende?
¿Cómo fue que tu frecuente muerte
se hermanó con mi suerte diaria irrealizada?
Cuando nos sumergimos como dos piedras
hacia la luz de la noche.
Y cuando las veletas locas
giraban vertiginosamente
produciendo no sé qué música celeste.
Y clavábamos postes
importados del cielo
para marcar la estepa despiadada del mundo.
Y se andaba
pisando el suelo apenas,
necesitando eternas rosas.
*
Un día, hijo, cuando ya estemos en el cielo,
cuando ya nada estorbe ni derribe
la poca luz que con amor alzamos,
cuando ya no pueda hacerte daño
marchitándote con mi propia agonía,
cuando nada nos sea extraño ni horrible
y lo miremos todo con la paz librada,
te diré que sentía lo que tú sentiste,
que se llagó mi planta con igual escollo,
porque éramos los dos la misma masa,
y suero idéntico de alcohol y estrellas
nos dilataba el grano.
Todo el cielo temblaba nuestras luces
y un infierno en las sombras se empozaba.
Toda la primavera azul, de añil florida,
irradiaba de nardos nuestro espacio,
y un seco invierno gris
los tallos subterráneos retorcía.
Teníamos los ojos deslumbrados de nieve
que solo los picachos,
como en sueños,
apenas si nuestros dedos tocaron.
Tuvimos sed de sol y de caminos,
y hambre de derramadas datileras.
Por las crestas de las ciudades en flor
hacíamos remolinear nuestro espíritu,
y no sé qué rebaños
de faunos y corderos
balando nos buscaba en el valle.
Nos inclinábamos a recoger todas las rosas
y en todas las espinas nos hincábamos.
Nuestro amor era un conejo pálido
siempre acosado por los perros
o estrangulado por las víboras.
Íbamos de la inopia al reino,
y la nuestra fue siempre una promesa.
Allá donde no existan cuchillos
para cortar las frágiles arterias,
ni nos corrompa el agua
una hez de alimañas muertas,
cuando al fin sea la pureza alcanzada,
nos contaremos sonriendo
los cuentos de nuestras muertes,
y a la luz indomeñable
andaremos por fin nuestros senderos.
*
Mi rostro es un muro.
Lo espolvoreo de talco, lo lavo;
lo dejo morir surcado de coleópteros.
Y sigue siendo un muro.
Mi rostro es una nada
hecha de la carencia de miradas,
del idioma incoherente
con el que nos despedazamos,
un humo, el vuelo de una mosca.
Mi rostro es una piedra.
Cuando mi rostro es de agua,
las sonrisas me saludan como pájaros.
Pero el agua pasa
y mi rostro es entonces de aire,
y solo saben de él las hojas rotas
que se caen al polvo.
Mi rostro es un hueco
y no puedo quitármelo.
*
Te engendraré con el dolor de mis tuétanos.
Te nutriré con la exprimidura de mis vísceras.
Te sostendré con la rigidez de mis huesos.
Te pondré nombre
y te untaré los óleos de mis olivas en tu frente.
Aromaré con mi jazmín tu rostro,
y toda la plata pura de mis ríos
la verteré en tus cuencas.
Te haré de luna un sable para matar dragones
y con plumas del sol te haré el penacho.
Te llevarás mis ostras en tus conchas.
Con yerba blanda te pondré una almohada.
De mis cenizas se alzarán tus llamas,
y entre las hojas verdes del mirto
recogerás mi esencia.
Porque yo no soy yo, ni tú eres tú,
sino todo es Aquel que nos reúne
y al signo de sus lanzas nos convoca.
Jorge Valls.
*
Cuando los hombres acaben de botar a Dios
lo recogerán los animales;
las palomas: esas siempre lo han tenido.
Las hojas de los árboles
estarán más que contentas
porque lo van a tener del todo,
jugando por las copas
como un niño que nada entre la espuma.
La tierra madre se echará a llorar
por sus largos y dulcísimos ríos,
porque será como aquel día
en que él le dio su calor másculo
y ella se sintió traspasada y fecundada,
y adivinó lo que podía ser la sangre.
Las estrellas con él, como torrentes,
se correrán por las llanuras del cielo.
Todo eso si acaban de botarlo.
(Ya lo tienen domesticado
y puesto en un corralito aparte).
Pero, quién sabe…
Hay una conspiración entre los niños y las flores,
entre los mendigos y los aguaceros,
entre los locos del crepúsculo y la luna.
Toda una raza inferior de pordioseros
está comprometida
y se levantan los harapos y cantan.
Quién sabe si harán un pacto con las madreselvas
y se lo llevarán,
entre varillas de azucenas, al bosque
para coronarlo.
*
Muérete pronto, hijo mío, que aún es tiempo.
Luego vendrán los sabios de este mundo
con sus pequeños ojos enlentados
y encharcarán la vida
de logaritmos y raíces cubicas,
y no te dejarán ni una esquinita
para una muerte hermosa, apasionada,
limpia como un cáliz de un lirio.
Muérete, mientras haya tiempo
para un salto al infinito.
Luego habrá tanta salud, según dicen,
que va a dar asco andar
con los ojos encendidos.
Habrá tantos edificios
(todos de acero, por supuesto)
y habrá tantos bombillos
que el sol será un pequeño y miserable objeto,
rudimentario y primitivo.
(La luna es una píldora en una probeta).
La yerba será entonces
una pobre yerba avergonzada
en medio de los triunfos humanos.
Y ya habrán enseñado a los oídos
que no hay nadie para recoger los gritos;
(solo creches, asilos y hospitales,
pero todos clínicamente pulcros).
Entonces no podrás morirte.
No habrán dejado ni un simple cáncer.
Te aplicarán una sicoterapia
para cada tristeza tuya.
No tendrás ni siquiera tu tristeza.
Y yo te quiero tanto, muchachito.
Te quiero tanto y por todas las cosas
(las visibles y las inefables)
que no puedo soportar el dolor de este presagio.
Estoy besando tus ojos y tus oídos
y tu corazoncito rojo y palpitante
(el tuyo, hijo, el que yo quiero).
Y estoy enjuagando tu recuerdo con mis lágrimas.
Vamos a morirnos pronto,
ahora que aún es posible,
para que el jazminero vaporoso
suelte sus jazmincitos perfumados
sobre nuestras sombras viajeras.
*
Venía del estiércol
trepando por un chorro de orine;
su cara tersa y mojada
sus ojos aterradamente viles.
Vino del caño de la letrina,
corría endiabladamente de las muertes
que habitaban el palo y las extrañas.
Una salpicadura miserable
me ofendía las piernas.
Luego, un susto me contrajo la carne.
Saltó y huyó, la cola larga y calva,
el bigote asqueroso,
mucilaginoso.
Yo no quise matarla porque estaba viva
y era mi hermana,
la que más se me parece.
Mi hermana, la rata,
que se perdió de un brinco
en el vientre abierto de la cloaca.
*
¿Servirán estas cosas
que se hacen cuando de todo volvemos,
hasta del susurro;
cuando la mano regresa
de la caricia no dada?
Yo amo la espina que me encona el dedo
porque nació del tallo de la rosa.
Amo hasta la miseria mía
tan en peligro de deslizarse;
hasta la espuma donde le gritan los peces.
Yo amo este polvo
que se desgrana en mis dedos
como si untara en la cara del viento.
Amo el agua que baja
y el agua que se queda,
la modesta agua gris de los lavabos.
(La penumbra jaspeada de alhelíes
donde el rumor más leve hace canto).
Caen, bajo las alas de las garzas,
las desprendidas voces.
Un pájaro de pico cárdeno
labra el rubí sangrante de mi carne.