El poeta Delfín Prats, en el atardecer, llegó a mi casa y me dijo que a las nueve de la noche tenía un encuentro con Reinaldo Arenas en la esquina de Radio Centro, donde también operaba la matriz nacional de la radio y la televisión cubana, antigua CMQ.
Me habían hablado del héroe literario por varias vías, siendo la principal la versión del Monje Maldito. Era como si las Moiras así lo hubieran dispuesto.
Primero, me habían hablado de un escritor distinguido en París con un premio a la mejor novela extranjera. Luego, me referían la historia de un escritor fugitivo: una suerte de sombra, de fantasma que existía escondiéndose de la policía en algún lugar de La Habana.
En aquel atardecer, cuando Delfín Prats, otra figura de la literatura cubana cuya fama se propagó entre los jóvenes poetas desde que conquistara un Premio David con su libro Lenguaje de mudos (fue inmediatamente convertido en pulpa cuando algún estúpido funcionario lo consideró contrario a los principios revolucionarios), me dijo que estaba citado con el misterioso escritor, pregunté si podía asistir al encuentro.
No había leído todavía ningún texto del insigne escritor a quien ya había idealizado como un bandolero de los tiempos modernos. Mi iniciación en la literatura la había efectuado con maestros rusos y franceses.
Siempre que intentaba saber quiénes escribían en Cuba la experiencia resultaba insoportable. La única excepción, en aquel momento, que me permitió intuir que la literatura cubana estaba salvada, me la proporcionó Virgilio Piñera con sus cuentos.
Delfín Prats, cuyo verdadero nombre es Hiram Prats y el nombre “Delfín” es un juego de palabras (confesión del autor), fue uno de mis pocos amigos que tenían la familiaridad de entrar a mis habitaciones y descansar en mi único lecho (un pin-pan-pun) y comenzar a recitar de memoria y con su magnífica voz poemas de su libro Lenguaje de mudos, mientras yo preparaba el té negro que podíamos conseguir en aquella época a precio asequible en cualquier farmacia.
Así que, poco antes de las nueve de la noche, Delfín y yo, subiendo por La Rampa, caminábamos en dirección a 23 y L. Una rara alegría me embargaba; se parecía a una nostalgia. Y, en la medida que nos acercábamos al lugar, yo sospechaba en el rostro de los paseantes quién sería Reinaldo Arenas.
Entonces Delfín, al percibir mi pesquisa, se volvía para decirme que aún no. De todas formas, yo continuaba insistiendo al fijarme en el porte aristocrático de alguien que me recordaba a un miembro de la UNEAC, en el despliegue multicolor de alguna pájara espantosa, en la lascivia indecorosa de unos ojos chismosos. Y Delfín me decía que no.
Cuando llegamos a un muro de baja altura que servía de cantero de tierra, exactamente bordeando la esquina de 23 y L, donde se sentaban los paseantes, Delfín se adelantó y le estrechó la mano a un ser que llevaba por indumentaria un pantalón acampanado y un viejo saco deportivo, y dijo: “Te presento a Reinaldo Arenas”.
Mientras yo estrechaba la mano del escritor, me fijé que su rostro y su porte eran provincianos y me sentí defraudado. Y, aunque abrió la boca y escuché sus primeras frases que caían hacia la noche, lenta, lentamente, estirando las vocales, no supe que su aspecto gris (que en nada lo favorecía) simplemente era una escafandra dentro de la cual se ocultaba un condenado.
Nos preguntó si nos apetecía una merienda en la cafetería de la CMQ. Y mientras hablaba tampoco supe que nos miraba con ojos de náufrago. Si movía los brazos como un ahogado era porque su noche se había convertido en la inmensidad de un mar sin horizonte.
Tampoco supe que era un niño grande y solitario, ya muerto por dentro. Sólo ahora que lo evoco puedo verlo aferrado a su última esperanza: el sexo triste de la promiscuidad efímera.
Dentro de la cafetería, después que la camarera nos tomó el pedido, Delfín nos dijo que saldría a la calle a buscar un teléfono donde realizaría una llamada inaplazable.
No retengo qué hablamos Reinaldo y yo en aquel momento, pero sí que Delfín se demoraba y Reinaldo comenzó a inquietarse, amén de que la merienda ya estaba servida y tuvimos que empezar sin él.
Contra todo pronóstico y para mi estupefacción, de repente irrumpieron en el local cinco tipos de civil que sin identificarse nos ordenaron ponernos frente a una pared, apoyando nuestras manos en ella y separando los pies hasta que el cuerpo adquiriera la forma de una X.
Hubo un cacheo, sin que tocaran nuestras partes pudendas. En aquella época todavía no existía el carnet de identidad y uno de los policías hurgaba en nuestros bolsillos, depositando sobre la mesa nuestras pertenencias. Supongo que algunos de los presentes de aquel pueblo fanático y aterrorizado del año 1975, que asistía involuntariamente a la escena, nos tomaron por delincuentes comunes.
El jefe del equipo represivo, refiriéndose a Reinaldo, leyó un documento que decía: “Ex convicto de subversión sexual”. Y, refiriéndose a mí: “Ex convicto de la Ley 1231 contra la vagancia”.
Entonces me volví, sintiéndome humillado, hacia la cara provinciana de Reinaldo, y tampoco me fue posible descifrar, en aquel instante, que quien me devolvía la mirada era el propio Celestino antes… que anocheciera.
En cuanto Reinaldo supo que yo vivía solo, en el viejo edificio del Hotel Monserrate, y que en el lugar también vivía Roger Salas (Coco la Salá), no ocultó ante Delfín el deseo de establecer una relación más estrecha.
Así, después de la merienda, Delfín se despidió de nosotros y Reinaldo y yo terminamos sentados en el muro del Malecón hasta la medianoche, donde pude conocer una buena parte de su historia. Y desde donde me invitó, para el siguiente día, a que lo visitara en la casa de la doctora Elia Calvo, a pocos metros de la estatua de Antonio Maceo, y compartir una comida.
* Fragmento del libro inédito El Aprendiz.
Comprender los riesgos: De los virus a las dietas pasando por las erupciones solares
Por Vaclav Smil
Pedir una existencia libre de riesgos es pedir algo completamente imposible, mientras que la búsqueda por minimizarlos sigue siendo la principal motivación del progreso humano.