Las apariciones críticas de Antonio Bascó


“Antonio Bascó con Lutero en Harvard Art Museums. Sin Fecha”.


Nos conocimos a mediados de los años ochenta, en el desnivel del vestíbulo de la Facultad de Letras. A partir de entonces, coincidimos a menudo en bibliotecas, galerías, bares y cines de La Habana. También en casa de amigos y conocidos comunes, algunos de ellos creadores casi tan fascinantes y elusivos como él.

Recuerdo que estos artistas se concebían como obra y crítica de su obra en un mismo movimiento, algo que les permitía controlar su producción, circulación y consumo en los más mínimos detalles. La mayoría mantenía relaciones con la mística y los saberes esotéricos. Relaciones abiertas, no necesariamente casuales, tan provechosas y variadas como el caldo teosófico de Madame Blavatsky.

Unos pocos, Bascó entre ellos, eran ascetas holgados, desasidos de un entorno a menudo abigarrado y comprometedor. Hasta donde recuerdo, ese ascetismo suyo no afectaba en modo alguno su trato con los demás, aunque siempre estaba ahí, como un gesto similar al distanciamiento brechtiano, solo que más discreto, pues no iba dirigido a un público —nunca hubo público ni espectadores en las obras de Bascó— sino a los cómplices selectos de su incesante creación. 

Digo “incesante creación” en sentido literal. Bascó fue el más prolífico de los artistas cubanos de fines del siglo XX. Se podría objetar que nadie ha visto sus lienzos, instalaciones, grabados; que no existe documentación de sus happenings, intervenciones, montajes…

La objeción sería válida en cualquier otro contexto. No se puede juzgar el arte de aquella época por su archivo material, menos aún por su documentación. Ni el arte, ni ninguna otra cosa.

Juzgar la historia de Cuba de las últimas décadas por su registro material nos llevaría cuando más a reconstruir la idea de la realidad cubana postulada en ese archivo y a omitir el devenir en que esa historia consiste.

Para acceder a nuestra historia hay que indagar en las ausencias —de objetos, obras, documentos, creadores— que son su huella más auténtica. Hay que estructurar silencios y desapariciones, hacer acopio de reflejos y sombras que delatan —¡qué palabra!— la escamoteada realidad.

Cuando se está en la certeza de que nuestra realidad no consta, las estrategias creativas se tornan mucho más opacas, inclusive herméticas. Desde esta certeza, creaba Antonio Bascó.

Por su energía y espontaneidad, por su carácter abierto y participativo, las apariciones de Bascó pertenecen al arte de acción. Por sus medios y métodos, y por el carácter único de sus realizaciones, estas obras establecen algo más que un estilo que podríamos llamar “intervención hiperrealista” o “creacionismo crítico”, dependiendo de en dónde se quiera poner el énfasis.

Lo distintivo de las intervenciones era un hacer con los otros, donde la crítica del ser, de cada ser, de cada hacer y de cada acontecer transformaba a los presentes en personajes protagónicos de su propia irrealidad, perdurables más allá del espacio y del momento acotado por la intervención.

Personajes más afables que los de Luigi Pirandello, pero también más problemáticos para las convenciones del arte. Contrario a lo que sucede con el arte de acción, quienes participaban en las obras de Bascó no tenían la sospecha de ser parte de ellas, menos aún de presenciarlas. Las apariciones críticas pertenecen a la historia del clandestinaje creativo.

Supongo que, al hablar de “crítica”, algunos van a formarse una idea equivocada de las apariciones. La crítica de Bascó no era una valoración de vidas, obras y circunstancias ajenas, como sugiere “Antonio Bascó, pintor de brocha gorda”, un artículo absurdo y algo difamatorio publicado hace algún tiempo en La Habana Elegante

Tampoco tenía nada que ver con la epistemología kantiana, ni con las diversas prácticas de sapiencia y terapia orientadas a develar realidades ocultas, identidades reprimidas y demás entelequias. La crítica de Bascó consistía básicamente en eliminar los obstáculos a nuestras propias e insospechadas posibilidades de ser.

Su proceder más común era un intercambio afable, a menudo lúdico, otras veces íntimo, casi siempre cómplice, en el que, por adición y descarte, íbamos soltando lastre y construyendo puentes para alcanzar una plétora de realidad compartida que se sentía como un júbilo, una efervescencia vital que nos permitía acceder al más amplio registro de nuestra escala emocional.

En presencia de Bascó, todos éramos más. Por eso creo que el nombre de “intervención hiperrealista” da una idea apropiada de sus apariciones. Sin recurrir a fármacos ni sustancias psicotrópicas, las apariciones lograban la intensidad calidoscópica de las alucinaciones. Prescindiendo de tarecos, nos conducían al plano de la realidad aumentada.

La experiencia estética en ellas no era una toma de conciencia —anagnórisis, catarsis…— sino una toma de ser. Algo verdaderamente mágico en aquellas circunstancias. Y en cualquier circunstancia.

Una obra así, se entiende, resulta incompatible con cualquier demarcación entre realidad y ficción. Tampoco tolera objetos, artefactos, artificios o instrumentos de arte, por más comunes y cotidianos que sean. La “brocha gorda” de Bascó era el propio Bascó.

Releo lo que he escrito y compruebo que voy dando una imagen de este genio habanero que se ajusta mucho más a la de un actor dramático que a la de un artista visual. Conviene apuntar aquí que el teatro experimental fue su primera pasión.

Mientras nosotros leíamos algunas obras de Brecht, Artaud, Weiss, Beckett, Ionesco… —y muy rara vez pisábamos una sala de teatro—, Bascó estudiaba las obras y sus puestas en escena, el método Stanislavski, el kabuki, el Teatro No, los ejercicios de Barba, las reflexiones de Grotowski y las peripecias de Brook.

También seguía por La Habana a Vicente Revuelta. Hacia un teatro pobre tuvo en Bascó el mismo efecto que las obras de caballería en Alonso Quijano. Si el teatro era reducible al mínimo esencial de la relación actor-espectador, se preguntaba, ¿cuál sería el mínimo esencial de la creación visual? ¿Cuál era el mínimo esencial de la creación a secas?

Aquellas preocupaciones suyas por las esencias y los mínimos me hicieron temer entonces que Bascó derivaría hacia el arte conceptual o hacia la filosofía. Es cierto que sus diatribas contra el arte conceptual eran frecuentes y públicas, pero su atención al fenómeno revelaba también un sospechoso interés, casi fascinación.

Alguna vez me dijo: “El arte conceptual no es ni siquiera un chiste, porque un chiste se agota plenamente en la risa”. Nunca entendí de qué iba aquello.

Tampoco le divertía el anti-consumerismo del arte conceptual, mucho menos el cubano. “El anti-consumerismo —decía— presupone la práctica de comer por lo menos un par de veces al día”.

Sus ready-mades favoritos eran los apagones. “Yo no los creo, los encuentro y los recontextualizo mediante el ayuno”.

Resultaba difícil tomarse en serio nada de esto o imaginarse a Bascó ayunando en La Habana. En cualquier caso, aquellas preocupaciones suyas por el arte conceptual nunca se tradujeron en obras. Creo entender por qué.

En Bascó convivían el artista y el filósofo en compartimentos estancos, sin contaminación. El arte conceptual perturbaba aquel arreglo. La transgresión, el exceso, aquel anarco-imperialismo burlesco que desdibujaba las fronteras del arte, la creación y su crítica, emplazaban por igual al artista y al filósofo.

Ahora pienso que su obra fue una respuesta a aquel emplazamiento. “No hay nada extraño —me decía— en que un arte que decide cuestionárselo todo termine cuestionándose a sí mismo. El Gran Vidrio de Duchamp es una obra dirigida a los críticos y cuestiona no solo sus nociones de arte, obra de arte, artista, representación y demás, cuestiona también su existencia. La existencia del crítico profesional, ciertamente, pero también y sobre todo la existencia del crítico que hay en cada uno de nosotros. Lo que queda en entredicho a partir de Duchamp es la crítica misma como actitud privilegiada para la creación y la recepción del arte. Pero ya no es posible renunciar a la crítica, hay que moverse a otro plano. A partir del Gran Vidrio, la plástica debe tener la fuerza del soplo de Dios en la arcilla original. Yo trabajo con arcilla”.

Bascó, que tenía buen humor y disfrutaba del humor en sus más variadas formas, desconfiaba de él en arte y literatura. “La literatura y el arte —me decía— provienen de la zona grave de la existencia, donde no alcanza la luz. El humor, aún el más físico, es siempre un conceptualismo, y los conceptualistas de todas las épocas se quedan siempre en el umbral, no saben bien qué hacer cuando cae la noche y se difuminan las claras aristas de los conceptos. Llegada esa hora, que llega, los creadores tenemos que avanzar a ciegas y descifrar el mundo tomándonos el pulso. Crear a ciegas no afecta a los músicos ni a los poetas; más bien, los beneficia. Esta es una tragedia particular de la plástica”.

El sufrimiento y la soberbia fueron los ejes del plano en que se desplegó la obra creativa de Bascó. Algunos creen ver también en ella cierta dimensión política, pero lo cierto es que a Bascó jamás le interesó la política. Si alguna vez se ocupó de ella, se debe al hecho innegable de que en Cuba el sufrimiento le debe tanto a la política.

Bascó, que llevaba sobre los párpados toda la tristeza del mundo y el peso neto del no ser propio y ajeno en la mirada, es el único cubano que da cierta idea del Buda. No era sabio ni santo, pero sí un desvelado ante el sufrimiento concreto y un superdotado innato para aliviar el sufrimiento. Por eso no tardaba en convertirse en el amigo preferido de todas sus amistades y también, para horror de ellos, en el amigo preferido de sus madres, sus novias, sus hermanos y mascotas.

También es cierto que Bascó padecía de disfemia. No es un dato menor. En Bascó la disfemia era un arranque creativo incompatible con su estética, una caída imaginaria en la grieta que separa el sentido y lo sentido, presentida justamente al asomarse a las palabras.

No sé si algunos tomaran su trabazón elocutiva por algo cómico o trágico. Yo siempre tuve muy claro que aquel silencio agónico era una pausa metafísica tan inevitable como involuntaria. Y presenciar aquella pausa me permitió hacerme una idea de la duda de Dios antes del “hágase mundo” y de la tensión del instante anterior al Big Bang.

Lo puedo ver ahora mismo arqueando el cuerpo hacia atrás, ladeada la cabeza, su rostro transfigurado en máscara sagrada, la muerte de bronce impresa sobre la tez y el semblante, los ojos de estatua homérica y la boca extendiéndose como un arco de triunfo para tragarse los guerreros, la guerra y las miserias de la guerra.

Luego, de aquella misma boca emanaba la alfombra roja de los reyes con todas sus galas y celebridades a cuestas. Saber que existe un puente entre el ser y el no ser, entre aquello y nosotros, se lo debo a Bascó.

Yo también soy, como tantos, y Dios sabrá cuántos somos, una más de sus obras.




entrenamiento-en-el-fin-del-mundo-el-artico-se-convierte-en-zona-de-guerra

Entrenamiento en el fin del mundo: el Ártico se convierte en zona de guerra

Por Helen Warrell

El deshielo del mar, el aumento de las tensiones y el redescubrimiento de lo que implica dominar el arte de la guerra en el Ártico.