Compartimos con los lectores de ‘Hypermedia Magazine’ un fragmento del libro Leviatán. Policía política y terror socialista en Cuba, del periodista Yoe Suárez, sobre los Órganos de la Seguridad del Estado (OSE) en Cuba.
Esta obra fue ganadora del I Premio Ilíada para libros de no ficción, en Alemania, premiada por un jurado compuesto por los periodistas Johan Ramírez (Venezuela), Isaac Risco (Perú) y Amir Valle (Cuba).
El libro se presentará en Madrid el martes 22 de octubre de 2024, a las 6:30 pm, en la sede de la Editorial Deslinde (Calle Paredes de Nava 31, Madrid, CP 28017).
En el vuelo de Iberia, regreso a La Habana. No paro de pensar en el techo fantástico y multicolor del salón de DD.HH. en Ginebra, Suiza, o en el lujoso Palacio de Wilsom. Tampoco en las coincidencias que encontró entre los regímenes de Cuba y Vietnam la joven ayudante del Relator Especial de Naciones Unidas para Libertad Religiosa.
No puedo olvidar el sobresalto en el estómago cuando el Relator especial del Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias, José Antonio Guevara, señaló al Estado cubano ante el Consejo de DD.HH. por evidentes violaciones del debido proceso y un juicio injusto contra el líder del Movimiento Cristiano Liberación, Eduardo Cardet, el biólogo Ariel Ruiz Urquiola, y el emprendedor Omar Rosabal Sotomayor.
“Tomamos nota del informe”, soltó desde su sillón el representante de La Habana. “Lamentamos que esté solamente disponible en inglés”, refunfuñó sobre el multilingüismo del foro, y por supuesto, rechazó “el uso de los procedimientos especiales de Naciones Unidas con fines políticos”.
El régimen cubano, que niega la existencia de presos políticos en la Isla y la subordinación del sistema judicial a los intereses del Partido Comunista de Cuba (PCC), suele impugnar en escenarios internacionales cualquier crítica a su accionar en materia de derechos humanos.
Por su parte, el Relator especial dijo que, si bien esos números muestran el gran problema internacional de las detenciones arbitrarias, “en un gran número de casos aquellos individuos detenidos arbitrariamente fueron liberados”. Ninguno de ellos es cubano.
A las 9 de la noche, cuando aterriza el vuelo 6621 de Iberia en La Habana, camino hacia la caseta de Frontera. Allí una oficial de Inmigración me retira el pasaporte. Intuyo que es para lo mismo que las dos veces anteriores: la Seguridad del Estado me retendrá e interrogará por un tiempo.
Salgo de la fila, entre las miradas curiosas de los otros viajantes, y voy a dar a una esquina del amplio y atestado salón del aeropuerto.
Saco la laptop y elimino algunos borradores de reportajes que ya tengo en la nube. La apago.
Al rato, una señora vestida de aduanera se me queda mirando:
─¿Tú eres Yoel?
─Sí.
─¡Ah! Todo el mundo te anda buscando, quédate ahí para avisar.
Se alejó y la perdí entre la gente.
Minutos después, pasó un joven mulato, con el que comparto los 175 centímetros de estatura.
Iba vestido de civil, con mi pasaporte abierto en un mano y una credencial al cuello con el impreso Invitado o algo parecido.
Con voz suave me pidió que lo acompañara. Subí tras él unas escaleras hasta El Cuartico. No tenía ninguna señalización con esas dos palabras, pero lo supe.
Se trata de una oficina de la Seguridad del Estado en la Terminal 3 del aeropuerto Internacional José Martí, donde otros colegas han estado.
El mulato me pidió que tomara asiento, y pasó a una de las cuatro divisiones de la estancia. Yo quedo frente a la cámara que ya conocía y con un buró de por medio entre mi silla y otra.
El agente demora unos minutos, sale de nuevo y pide que vayamos a fuera porque, creo entender, no tiene cómo poner el aire acondicionado.
Bajamos nuevamente. Lo espero justo donde me había encontrado sentado.
Un joven alto y de espejuelos, con un abrigo Nike, pareció quedar desconcertado porque alguien me escoltara. Dice “this people are not easy”. Me explica, en inglés, que es de Kenia y está retenido en el aeropuerto desde las 2 de la tarde porque, supuestamente, necesitaba visa cubana para entrar al país. Dice que años atrás ha llegado a Cuba sin visa y no ha habido problemas. Lo peor de todo es que en Inmigración ¡nadie ha podido hablar en inglés con él!
Yo le cuento que soy periodista independiente. Se asombra, no de que la Seguridad del Estado me detenga para interrogarme sobre mi trabajo, sino de que sea cubano, cree que soy extranjero.
Conoce bien a Cuba, pero no a los cubanos. Señala detrás de mí a tres jóvenes dormidos en un mueble: son de Sri Lanka, llevan en el aeropuerto desde las 10 de la mañana y perdieron su vuelo esta noche porque Inmigración les dijo que debían esperar. En sus caras se ve el agotamiento. Yo también estoy agotado.
Pasa al fin el agente de los OSE y me pide que lo siga de nuevo. Despido al keniano deseándole suerte y pienso en cómo la ineficiencia de una institución le ha costado el desespero a los ceilaneses.
Ya en la sala de interrogatorios, con la cámara en la pared del frente apuntándome de nuevo, llega un joven gordito, chato, trigueño.
Se sentó de su lado del buró, abrió una libreta y antes de empezar a hablar me preguntó si tenía celular. Le dije que no; y me dijo “voy a poner el mío de este lado”, y sacó el suyo del bolsillo y lo llevó a un salón contiguo.
Aquello me pareció un guiño a mi texto de un mes atrás “Delito de prensa”, donde relato cómo un colega en Guantánanamo pasó su celular y el mío a otra habitación de su apartamento, temiendo que los OSE pudieran activarlos remotamente y espiar nuestra charla.
─Bueno, Yoel, como estás ─empezó.
─Cansado ─le dije.
Realmente, no tenía deseos de alargar aquel interrogatorio, necesitaba llegar a casa para ver a Caleb y a mi madre, que posiblemente me estaba esperando afuera.
─Imagino, es un viaje largo ─dijo con voz pausada─. Bueno, yo soy el Capitán Danilo, atiendo a los periodistas independientes, que es el ámbito en el que te mueves. No te preocupes, que esto lo haremos lo más rápido posible. Estuviste en Suiza, ¿verdad?
─Sí.
─¿Por trabajo o motivos personales?
─Por trabajo y motivos personales.
─¿Cómo se explica eso?
─Fui por motivos profesionales, pero también me encontré con algunas amistades.
─¿Estuviste en algún otro país?
─No.
─¿Con quién te reuniste en Suiza?
─Con personas de la sociedad civil y con colegas.
En esa amplísima nomenclatura caben escritores, documentalistas, editores y mil gentes más. Ahí se pierden los representantes diplomáticos o los coordinadores de los encuentros, personas a las que el régimen tanto le interesa identificar.
─Bueno, Yoel, no te quiero robar más tiempo ─dijo el Capitán Danilo, amablemente─. Si quieres decir algo más, algo sobre el trabajo que hacemos…
─¿La Seguridad del Estado?
─Sí.
─Bueno, me parece muy incómodo este asunto de las detenciones, los interrogatorios. Eso lo hemos hecho saber muchos colegas y yo mismo.
─Claro, entiendo. Lo que pasa es que tu trabajo y el mío siempre se van a encontrar. He estado al tanto de lo que escribes. En Diario de Cuba, mayormente, ¿verdad? He seguido tus últimas publicaciones ahí y sé que lo que escribes es porque quieres que el país salga adelante. Tú y yo no vemos las cosas igual, pero no te voy a ver nunca como un rival. Eres un cubano, igual que yo.
Cuando terminó de hablar, pensé que el de Danilo era un buen discurso, políticamente correcto, demagógicamente castrista.
La Seguridad del Estado no es una institución para “puentear”, ese verbo creado por Enrique Pineda Barnet, sino para defender un statu quo que se opone a gente como yo.
─Sé que eres un muchacho brillante, porque estoy al tanto de tu trayectoria estudiantil. Te he venido siguiendo y hace rato quería conversar contigo ─continuó el agente─. Pero no quería hacerlo después de lo que te ocurrió en Guantánamo, que sé que no fue favorable para ti. Imaginé que ibas a estar molesto. Tampoco quería ir a tu casa. Pero me alegra que nos conociéramos así, frente a frente.
Quedé en silencio. ¿Por lo que me había pasado en Guantánamo el mes pasado? ¿Para que aquello terminara lo antes posible?
En verdad, necesitaba irme a casa. Asentí leve y mecánicamente, de vez en vez, hasta que el Capitán Danilo cerró la libreta, se puso en pie y me invitó a salir de la oficina.
Bajamos las escaleras y el joven mulato me pidió seguirlo. Entregó mi pasaporte en una caseta de Frontera y pasé a la segunda Cuba.
La primera Cuba, que recibe a artistas, reporteros y activistas contestatarios, es un limen de advertencias. Son las 9:50 de la noche. Contrario a lo que esperaba, en Aduana no revisan exhaustivamente mi maleta. La agarré de la lenta y desvencijada estera y me largué.
Afuera no estaba esperándome mi madre. Ella siempre iba, a pesar de mis ruegos porque se quedara en casa, que no haga el viaje transoceánico de Playa a Boyeros en este país sin transporte.
Nunca había faltado. Me hielo por un minuto. Danzan en mi mente dos variantes: los buses están ausentes por la crisis de combustible anunciada oficialmente, y la segunda, que la Seguridad del Estado la ha retenido.
Para colmo, no puedo llamarla: mi celular quedó en Guantánamo y desde entonces la incomunicación me pesa.
Subo y bajo los dos pisos del aeropuerto un par de veces, hasta convencerme de que no está. Cuadro con un taxi por diez CUC hasta la casa.
Pido al taxista que me preste su móvil para llamar. Timbre, timbre, timbre.
Cuando mi madre agarra el teléfono, respiro: está en casa, por causa de la variante uno. El aire fresco de la noche cubana, la larga noche que empieza, acaricia mi cara por la carretera.
El Gran Terror de la Revolución fue una noche de fusilamientos. Unos seis mil, según el escritor Juan Abreu, y largos presidios.
Todo el que disintiera del nuevo régimen, o denunciara y se opusiera al avance del socialismo en la Isla, tenía grandes probabilidades de acabar ante una entidad creada por Fidel Castro para administrar la purga política: los Tribunales Revolucionarios. Su ejecutor principal, como ya veremos, fue la policía política.
Entre 1959 y 1961, esa fuerza represiva, conocida también como G2, cambió de nomenclatura un par de veces.
En ese mismo período, pasaría, de estar bajo el mando de las Fuerzas Armadas Revolucionarias a responder al recién creado Ministerio del Interior.
Ramiro Valdés Menéndez fue promovido a ministro y así quedó al mando del entonces Departamento de la Seguridad del Estado (DSE) Isidoro Malmierca Peoli, con todos los organismos de la policía secreta en sus manos.
El rumbo de los servicios secretos se marcó, desde su inicio, por el ascenso a sus mandos de antiguos miembros del Partido Socialista Popular, como el caso de Mario Morales Mesa, jefe del Buró de Gángsters, convertido en Buró de Atentados en 1961, encargado de proteger a Fidel Castro y otros líderes políticos del régimen.
Ese año, Fidel Castro nombra a un joven llamado José Abrantes como “jefe de su escolta y después, tras el asunto de la Bahía de Cochinos, lo propulsa a la dirección del DSE”, contó en sus memorias el exjefe de Seguridad personal de Fidel Castro (una de las subdivisiones de trabajo de los OSE), Juan Reinaldo Sánchez.
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