Lejana tierra mía
Para Yolanda Izquierdo, mi hermana de San Juan.
En cierta ocasión, hace muchos años, fui mendigo y dichoso en la meseta de Anatolia. Los burgueses, con sus vidas más o menos confortables, en las casitas adosadas con jardines adosados, las ventanas abiertas durante los jadeos del verano y los fuegos encendidos al abrigo del invierno, no están, no pueden estar, en capacidad de sospechar la felicidad que esconde el carecer de todo, desde lo más pequeño hasta lo más grande y andar de vagabundo por los caminos anchos de Anatolia.
Carecer, por ejemplo, de una butaca (con la mesita y la lámpara), una cama, una cocina, una palangana, un reloj de arena (o una clepsidra), un calendario, un gato (y el consiguiente recipiente de comida), un álbum de recuerdos, unos espejuelos bien graduados, un abanico, alguna novela de novecientas páginas; y, por supuesto, un techo donde poder mirar sin sobresalto cómo caen los aguaceros.
Incluso yo, hasta el instante de convertirme en vagabundo, nunca fui capaz de sospechar la dicha que entraña carecer de la más pequeña posesión. Es más, si me fui de mi archipiélago entre el mar Caribe y el Golfo de México, fue porque temía las carencias y la ausencia de techo.
En Cuba, sin embargo, no era lo mismo. Una indigencia fiscalizada, es decir una indigencia diseñada, controlada, vigilada por el Estado (Ogro Filantrópico), una pobreza manipulada por el poder, carece del elemento esencial del indigente dichoso: la libertad. Si no es por decisión propia, la pobreza es solo pobreza. Lo grande de ser vagabundo no es la penuria, sino el libre albedrío. Y sin la esperanza de recompensas, humanas o divinas. Y si las hipotéticas recompensas se hallan situadas en el futuro, que es lo hipotético por antonomasia, no, por supuesto que no: la llamada “pobreza irradiante” nada tiene de irradiante.
Cómo llegué a la meseta de Anatolia es la historia de una fatigosa, complicadísima peripecia que evitaré al intranquilo lector. Será justo imaginar que, desde el momento en que cualquier hombre sube a balsa, bote, patera, faluca, cayuco, canoa, sampán, piragua, yola (palabra esta última que prefiero, por ciertas resonancias afectivas), puede terminar en cualquier parte: en Key West, en Boca Ratón o en las extrañas aguas de la bahía de Duck, donde Dios (que, como todo el mundo sabe, es el demonio) creó una isla llamada Tasmania. Cuando la vida está en riesgo, la meta carece de importancia. De modo que llegué a la meseta de Anatolia como podía haber llegado a las cataratas Victoria: gracias a esa condición caprichosa que ha tenido (y tiene) la diáspora de los cubanos.
Cuando huyes, ni sabes ni te importa adónde vas a parar. En mi caso, el destino era la huida: la meta careció de importancia. Luego de intentar diversos caminos y de levantar casas precarias que se venían abajo con el primer viento platanero, aprendí a dormir bajo los puentes de las extrañas y blancas ciudades, surgidas como en medio de sueños intranquilos.
Antes de que me sucediera, pensé en la indigencia como un largo y terrible proceso. Luego comprobé que nada estaba más lejos de la realidad. No había procesos. Nadie te avisaba. No se acercaban heraldos con la noticia. Supe que tenía más que ver con el Camino de Damasco (aunque en mi caso terminara siendo el Camino de Diyarkavir).
Un día desperté sin casa y sin bienes, así como Saulo pasó a ser Pablo gracias a un relámpago y la caída de un caballo (golpe en la cabeza incluido). Sobrevinieron entonces las dos o tres noches (inevitables) de consternación y dolor. Algún rato de nostalgia y llanto. Un efímero deseo de morir, que se mitigó en cuanto supe de cuánto era capaz de ofrecer por un mendrugo de pan.
El día en que me vi bajo el cielo crecido y las piedras altas del valle de Göreme, tuve la impresión de que nunca había estado tan cerca de la vida. Y sé que sonará presuntuoso. No tiene importancia alguna. En aquel punto, en aquella estación, qué más da el juicio de provincianos y pedantes. Ni siquiera fue preciso para mí saber que por allí anduvieron los primeros cristianos. No hizo falta agregar historia o mito a lo que era una realidad poderosa. Nada de pensar en el siglo II o III: mucho menos en el XXII o XXIII.
Caminé, dormí, hice mis necesidades bajo los fresnos, a la sombra (o no sombra) de la vegetación esteparia. Comprobé que la palabra “intemperie” se puede cubrir de aristocracia. Me bañé (una especie de bautizo) en el primer río que apareció en el camino. Y cuando no había ríos, acudía a los charcos que iban dejando las lluvias (escasas) en las huellas de los animales.
Canté los boleros más arrabaleros en rincones indiferentes. Tuve la certeza de que esos parajes nunca antes habían escuchado un bolero de Benny Moré o de Pedro Flores. Tampoco sabían de mis pasos: titubeantes por las noches, audaces por las mañanas. Todos ignoraban de qué lejanos retiros, sofocos y obeliscos llegaba yo con mis pocas pertenencias.
Descubrí el extraordinario placer de encontrar otros vagabundos. Como los caminos eran siempre ásperos, ayudaba un rato de conversación, y sobre todo reír juntos de alguna ilusión antigua. Y mientras yo canté un bolero, otro se arrancó a bailar una mazurca.
Un anciano me habló de las guerras y me obligó a pedir perdón por los muertos. Fue injusto, aunque me hizo bien. Un negro alto, con aspecto de príncipe, me narró la muerte de su hijo. Una señora habló de un largo trasiego a través del Sahara. Una niña contó la historia del viaje de un niño muy pequeño a través de Suecia. Recuerdo una muchacha atractiva que me enseñó el mejor modo de dormir al borde de los caminos. Y sí, lloramos y reímos, y nadie, ni nosotros mismos, sabía qué hacíamos y aún menos el porqué. Por eso se me reveló la devoción que puede esconderse tras ciertas frases, como “sudor ajeno” u “olor corporal”. Ah, ¡cómo olvidarlo!, el rubor de compartir algunos higos.
Nada, sin embargo, como el encuentro con aquellos dos jóvenes, un ciego y el amigo que lo guiaba, armados con sendas guitarras. Los encontré en las proximidades de Kirşehir, junto a las aguas sucias del lago Seyfe. Llegaban de más lejos que yo. Venían, dijeron, de la inmensidad de las Pampas. (Cada vez que pronunciaban “Pampa” la hacían acompañar por el sustantivo “inmensidad”). Y los delataba el acento y aquella rara mirada (aun la del ciego), mirada de nostalgia que tanto se parece a la sabiduría.
Pasamos varios días por el desierto, junto al agua que lo contradecía, viendo volar los pájaros (en el aire todos los pájaros eran iguales) que venían al lago a saciar la sed. El ciego se llamaba Mauro y tenía tan hermosos los ojos grises, que parecían llenos de vida. Dudo haber visto un joven tan bello en todo mi vagabundeo. Rafael, su acompañante, tampoco carecía de belleza, solo que con algo más de oscuro y terrenal, puesto que, según confesó, había nacido en la frontera con Brasil y Paraguay.
Los mejores momentos de aquel encuentro, tenían que ver con un silencio de presagio. La conversación se apagaba poco a poco. Escuchábamos el aleteo de los pájaros como si golpearan el agua. Luego, silencio, todo silencio. Absoluto. Rafael rasgaba su guitarra. Mauro hacía lo mismo. Y la voz de Mauro se alzaba sobre la tarde:
Lejana tierra mía,
Bajo tu cielo, bajo tu cielo,
Quiero morirme un día
Con tu consuelo, con tu consuelo…
No puedo describir el momento: ni sé hacerlo, ni hace falta. Son esas brevísimas cosas que ni siquiera la palabra escrita puede compartir. Recuero el lago gris, las lomas que sacudían el horizonte, los pájaros que parecían dibujados en el aire y la voz de Mauro:
Dime, estrellita mía,
Que no son vanas mis esperanzas,
Bien sabes tú que pronto he de volver
A mi viejo querer…
Y así fue como aprendí a leer los mensajes del cielo y de la tierra, que, aunque se complementan, no son los mismos. (Alguien dijo —no recuerdo quién— que el mundo es un libro cuya lectura, por alguna razón, abandonamos).
Supe del insomnio de las noches y de la otra satisfacción de dormir durante días. Descubrí estrellas y las nombré. Hallé hombres y mujeres magníficos: también los nombré. Volví a conocer el artificio del horizonte. Estuve más de cinco mil días sin ver el mar. Me bañé, eso sí, en ríos que no existían en los mapas. Y lo más milagroso: logré bañarme varias veces en los mismos ríos.
Subí y bajé montañas que aparentaban catedrales. Fundé ciudades efímeras. Morí como un miserable y resucité como un dios. ¿Qué más se puede pedir? No muchos conocen el júbilo de andar por entre un campo de altas piedras, mientras cae la noche (árida) sobre las comarcas del Asia Menor.
900 kilómetros
Todavía me faltaban unos trescientos kilómetros para llegar hasta Sandino, y ya estaba convencido de…