Catálogo de despedidas

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A los cinco años me despedí de mi tío favorito, el que comía ―las guardaba en el bolsillo de la camisa mientras yo no miraba― mis comiditas de piedrecitas y matas y cambiaba las cabezas de mis muñecas.

No imaginaba cuántas veces iba a repetir ese acto. Todo lo que recuerdo es subir una y otra vez a la escalera eléctrica del aeropuerto y mover la mano en señal de adiós al otro lado del cristal de la terminal 3 o 2, no lo sé, no me importa.

A los ocho, despedí un poco a mi madre. No se iba del país, se iba de mi casa.

Mi maestra de segundo también me dejó. Era una muchacha demasiado buena para una jauría de 20 niños tristes.

Mi mejor amiga de primaria, la única que se quedaba en el aula conmigo durante los recesos y no me rechazaba por ser una gorda, rata de biblioteca, se fue a Uruguay.

Se la llevaron sus padres. Me enviaba cartas, hasta que un buen día el ritmo de la vida se impuso y no supe más de ella. Creo que regresó, creo que es doctora.

A los catorce, se fue mi abuela. No quise entrar a terapia, no me quise despedir. Ella no lo podía hacer, no era justo.

Lloré por la pérdida de mi padre, él, que era toda mi familia. Ya no tenía mamá y eso me dolió más que saber que no tendría más abuela.

Los psicólogos dijeron que me resistía a crecer, que no sabía lidiar con la pérdida de mi infancia. Tenían razón. Crecí como pude, cómo supe.

Me enamoré la primera vez. Viví cuatro años con un hombre que tenía pareja. A veces tenía que regresar a mi casa. Ella solo vino dos veces por año. Yo esperaba que él me eligiera.

No fue así, no hay forma de competir con una mujer-visa.

De ahí en adelante, lo que vino fue un largo desfile de desencuentros.

Mi mejor amigo se fue a Italia.

Mi amiga más antigua lleva años diciendo que se va. En diez años nos hemos despedido muchas veces. Ya no sé si me duele o solo espero que acabe de escapar de esta Isla cárcel y sea feliz.

Con Alejandro dormí solo una noche. Dormir es un eufemismo. Hablamos la noche entera y luego cerramos los ojos un par de horas.

Él pensaba en el camino. Afianzaba su decisión. Maldecía haberme encontrado tan tarde.

Yo rogaba en silencio, a un Dios en el que no creo, para que no muriera en la travesía, para que llegara a salvo.

Nos abrazamos en medio de la calle desierta, a las 5 de la mañana. Lloramos los dos, por lo que pudo haber sido.

A Daniel le hice infinidad de poemas. Se llevó una foto de mis senos y una pipa artesanal, un barco de papel hecho con el papel de una caja de cigarros.

La frontera la cruzaron solo él y los poemas. Lo demás fue quemado.

De Yailin me empecé a despedir desde el primer día. Todo estaba claro, no quisimos hacer dramas.

El último día me dejó en mi casa. Llovía. No pudimos besarnos, no hicimos promesas, yo nunca he querido irme.

A Daniela la supe desaparecida muchas veces. La imaginé en cárceles. Supe de sus hijos solos y de su padre, que moría un poco solo también.

Daniela quería un país mejor. Un día supe que al fin podría escapar definitivo. No más persecución, no más cárceles o interrogatorios.

Me alegré. Tampoco hubo más poesía, recitada a la luz rojiza de una lámpara de sal.

La familia que he construido en el último año se va también. No sé si ellas se llevan las historias o yo me las quedo, porque me quedo también la ciudad.

Creo que las compartimos.

Ahora me vuelvo a enamorar. Conocí a un muchacho con voz y alas de pájaro, un muchacho con los ojos más limpios y sinceros de esta Isla.

Un muchacho que dice que no va a entregar su vida a este país sin fe, cada vez más vacío. Dice que no va a tener hijos aquí, porque esta no es la vida que quiere dar a sus hijos. Míos también, quizás.

Yo también creo injusto legarle a mis hijos este catálogo de despedidas.

Este país me ha quitado mucho.

Hace poco perdí el último resquicio de mi resistencia. Perdí las ganas de quedarme.








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Whigman Montoya Deler

Whigman Montoya Deler

“Y me pregunto: ¿cómo se fuga una isla?”.