Cuando llamaron para decirlo, yo estaba en la sala de mi casa. Creo que quien habló al teléfono fue él.
No recuerdo dónde estaban los niños. Creo que asentí y salí al balcón.
Estoy tratando de evocar alguna sensación directa del momento en el que supe que mi madre había muerto.
Era de día. Seis años después, permanezco en esta especie de limbo: mi consciencia a la vez afirma y niega el hecho en toda su inevitabilidad. Disonancia cognitiva.
¿Qué hacemos cuando alguien muere?
La respuesta inmediata sería llamar a los amigos y familiares que estuvieron al tanto. No sé cuánto tiempo estuve hablando. No lloré hasta la noche. Algo frío se gestaba en mí. Fue una operación muy extraña.
Decirlo en voz alta una y otra vez. Ponerlo fuera.
Las propias palabras pierden el sentido: “ha muerto”, “ya murió”. Lo sabido, desde hacía semanas.
No recuerdo la voz, pero recuerdo que cantaba. Mientras limpiaba o cocinaba. Para dormirme, cuando era una bebé. En los conciertos. En las fiestas. Ensayando conmigo para los actos del matutino y los concursos de la escuela.
No recuerdo dónde fue, pero cantamos juntas con Teresita Fernández, cuando yo era niña. Teresita vio mi entusiasmo y acabó por llamarme a cantar con ella al escenario. En algún momento, hubo una grabación de ese concierto, pero yo nunca la escuché.
Aún tengo en mi casa de La Habana la rosa blanca que mi madre se llevó del cementerio cuando fuimos a visitar la tumba de Teresita, pocos días después de su entierro. Estaba nublado y habíamos escuchado “No puede haber soledad” antes de salir. El lejano 2013.
No puede haber soledad para ti mientras yo exista
No puede haber una tarde tan triste que hiera tu alma y te haga llorar
Yo quiero ser para ti una flor que perfume tu desencanto
Ala del cisne más blanco que ha hecho volar tu corazón
Lo próximo sería preparar la despedida. Enterrar el cadáver o, en su defecto, cremarlo.
Mi madre quiso que la cremaran y nosotros decidimos esparcir sus cenizas en la costa de Cojímar. Mi padrino alquiló una guagua pequeña para movernos a todos hasta allá. Cojímar es un lugar apartado, rodeado de mar y lleno de ruinas.
A mi madre siempre le gustaron la decadencia y los edificios destartalados. Hace muchos años, empezó una serie de fotografías de ruinas habaneras con una Kodak minúscula que hacía fotos pixeladas.
Con esa camarita gris hice la mayor parte de mis primeras fotos. Debe estar también entre los tarecos de mi apartamento en La Habana. Las fotos todas estarán en algún CD. Temo que se pierdan para siempre pero, cuando no pienso en eso, me da igual. Y casi nunca pienso en eso.
Hay más cenizas en un humano de lo que imaginaba. Pesan más de lo que había calculado.
En Cuba, las urnas funerarias son feísimas. Mi abuela escogió una azul. Supongo que era la opción menos terrible.
Finales de junio y el sol perpendicular al mar. Un montón de ausencia.
Algunos amigos de mamá. Algunos familiares. Algunos amigos y no tan amigos míos. Gente, en su mayoría, a la que no veo jamás.
He hecho mi mejor esfuerzo para recordar, pero no sé quién habló. Yo canté “Las tardes del sol, las noches del agua”, de Fito Páez, pero no la terminé.
Mi padrino y mi tío Leo volcaron las cenizas entre las olas.
Un poco más tarde también yo fui al agua, transparente como si nada hubiera pasado.
Imagen fracturada de mi madre. Detalles sueltos, breves. La idea, más que el recuerdo cada vez. Estoy tratando de entenderla a través de cualquier medio posible. Sus textos, su carta astral, el tarot. Conocer a mi madre se convierte casi en un ejercicio adivinatorio. Pequeñas sesiones de espiritismo.
Cáncer con ascendente Capricornio y la Luna en Aries. Quirón en la tercera casa.
Dificultad para la comunicación. El tres. La Emperatriz. Madre. Creadora. Nutricia. ¿Habrá alguna manera de adivinar el pasado?
Doy tumbos entre páginas web sobre el significado de los arcanos mayores y las páginas de su último libro de cuentos, aún inédito. Doy tumbos entre Whatsapp e Instagram, intentando procrastinarlo todo.
No escribir, o al menos no escribir sobre ella. Evitar el reconocimiento de la desmemoria y aprovechar el olvido. Todo a la vez, y la necesidad intensa de tocar algo de realidad con apenas la punta de los dedos.
Hay algo dentro de mí que sigue resistiéndose. Hay heridas que no puedo escribir porque no me pertenecen del todo.
Al final viene lo más difícil. El resultado. Recoger las ropas y los objetos. Definir qué se queda y qué se dona.
Lavar todo lo que vino del hospital. Regalar algunas cosas. El testamento, quizás. Mi madre no tenía absolutamente nada a su nombre. Ni siquiera una cuenta en el banco.
Cargó siempre con la pena de no pertenecer a ningún sitio más que a La Tierra, de no poseer nada más que a sí misma y tres libreros enormes.
Los dedos detenidos sobre el teclado. Quería escribir un texto feliz, pero me he dado cuenta de que me cuesta más recordar la felicidad que la tristeza. Quería escribir algo menos sobre mí, pero no puedo hablar desde otro ángulo.
Vamos a intentar articular esto: sentir es algo extremo.
Me pregunto: ¿qué hacemos cuando alguien muere? Aguardar los pésames. Escribir un obituario.
Mi mamá nació el 4 de julio de 1972, a las 21:00 horas.
Mi mamá escribía cuentos, poemas y guiones. Mi mamá leía muchísimo. Mi mamá publicó tres libros y tuvo tres hijos.
Mi mamá bailaba salsa como una profesional.
Mi mamá me llevaba consigo a todas partes cuando yo era pequeña.
Mi mamá quería viajar, pero nunca pudo salir de Cuba. Mi mamá quería vivir en La Habana para siempre, escribir sus textos y tener un restaurante llamado “La cocina de la abuela”.
Mi mamá tenía depresión clínica y sabrá Dios cuántos traumas.
Mi mamá murió en un piso muy alto del hospital “Hermanos Ameijeiras”, el 21 de junio del 2017, en Terapia Intensiva.
Despojada de todo, definitivamente.
Ichikawa ‘in memoriam’
“Las discusiones con amigos y con personas a quienes quiero realmente, me desarman”. “La guerra que hago tiene para mí visos de automutilación”.