Miñuca Villaverde

Boleros

Dicen que la distancia es el olvido.

Así decía la canción que se oía por los radios que más de uno colocaba junto al sillón en los portales de La Habana.

Antes que el olvido de la distancia, que todavía no había tenido efecto, se oían danzones. Mucha flauta, demasiada para cuando se es niño. Niña, en mi caso. Luego se aprendió a admirar aquellas flautas. Eran músicos de verdad los que las tocaban.

Difícil instrumento, capaz de emitir bellos sonidos. Pero ese no es el cuento que hoy quiero narrar.

Soñé que comía. Y mucho. No sé en qué etapa del sueño estaba que solo recuerdo esa parte. No sé si soñé con alguien conocido, querido o no. Cuando se quiere de veras, como canta otra canción, uno se despierta con el deseo en el cuerpo de ver a la persona amada. En este caso no había sensación alguna de ese tipo.

Un vacío, sí. Eso fue. A pesar de haber comido mucho.

Sueño siempre con un restaurante al extremo de un centro comercial. Sirven la comida por libras, dependiendo del número de comensales. Uno se para junto a un mostrador y pide así, por libras. Yo pedí unas bolitas de algo. Como alimento chino. Se me deshacía en la boca. Como aquel beso que una vez di, quizás en un sueño, en el que no encontraba la lengua del contrincante. 

No sé si tenía miedo de exponerla a la mía, si tenía alguna, o si tenía miedo que mi novio apareciera de repente en el sueño (yo tenía un novio que nunca vi) y nos cogiera in fraganti. Solo alcancé a morder los labios. Muchos labios parecían. Luego me arrepentí más de una vez por haberlo hecho. Porque me llegué a preguntar, ¿y si era homosexual y estaba haciendo un paripé de machito conmigo? ¿O si en realidad no tenía deseos de encontrar mi lengua? Y yo haciendo el esfuerzo por gusto. Y en los sueños también se gasta energía aunque uno crea que se descansa. 

Por suerte nunca he soñado que hago el amor con alguien a quien tenga que ayudar a hacerlo. De hecho, si lo hago ni sé quién es la persona con la que lo hago. Es un  sueño en el que busco mi satisfacción y nada más. Nada de amor, nada que recordar, nadie a quien tener que extrañar u olvidar y sufrir cuando la distancia se entromete entre los dos.

Nada de dejar que alguien se haya convertido en parte del alma del soñador. Yo, en ese caso.

Pero vuelvo al inicio. Al tema de la canción. Y más que al tema, a su letra. Leí en algún blog, que busca en el pasado de la vida de su autor, en el pasado de su país más bien, que existía un profesor universitario respetado por algunos, y despreciado por otros por haberse atrevido a mencionar en una clase la letra de una canción como ejemplo, supongo, de obra literaria. Lo que le valió que dijeran que su clase estaba a nivel de chancleta. El problema también era que el profesor era negro, tenía un diente de oro, y flaco, para colmo.

La canción a la que hizo referencia no fue mencionada en el artículo, pero sí que se dice en este, y a su favor, que este maestro de literatura había dado a conocer a sus alumnos a más de un escritor nuevo del entorno. Algunos que han pasado de una manera u otra a la posteridad, en y fuera de su país. Mientras que él es desconocido en el suyo, y ni hablar en el extranjero. Pero esa letra de esa canción, que nunca yo sabré o se sabrá de cuál se trataba, y da igual, posiblemente es pura literatura, pues casi todas ellas, boleros, lo son. Surrealistas muchos. 

No tuvo que decirlo el profesor fosforito. Solo hay que tomar por ejemplo aquella otra que habla de cómo la amante inquieta le prohíbe al enamorado fumar en la cama. Cosa que él recuerda cuando ya la distancia los separa. Es la forma en que él se acuerda de cuánto ella lo amaba y cuidaba. Parece que se sentía culpable de haberla dejado por otra, a quien no le importaba que ardiera así. Pero él seguía siendo cautivo de los caprichos del corazón de aquella que le dio la verdad que nunca había soñado: la de que era peligroso fumar en la cama. Eso es poesía, diría el maestro.

Como no hay segundas partes para la canción del fumador, no se sabe si se quemó o no luego de abandonarla. Solo que no necesariamente la distancia a la que se vieron obligados por el engaño de él, terminó en olvido.

Habría que ver si en otros casos, cuando el distanciamiento no ofrece peligro, la distancia conlleva el olvido.

Volveré sobre mis pasos en una próxima disertación sobre la distancia, el olvido, la angustia de no tenerte más, etc. 


Miñuca Villaverde

Hoy no sé bien por cuál canción empezar. Ayer fue la distancia, y el olvido, y hasta prometí hablar de angustias en las muchas canciones que pueblan la historia de nuestros pueblos latinoamericanos. 

En casi toda esa literatura, como diría el maestro chancletero, existe la angustia de no tenerte cerca. De no tenerte más. En ella me eduqué. No porque las muchachas que trabajaban en casa las cantaran o las escucharan en la radio; cosa prácticamente prohibida de hacer, la de poner el radio a todo volumen mientras limpiaban los pisos cubanos de losas o sacudían los anaqueles con plumeros de plumas de animales, o lavaban los cristales de las compuertas que daban a la sala. Sala en la que colgaban grandes cortinajes en las dos ventanas que daban, respectivamente, al portal y al camino que llevaba al garaje; camino prácticamente más estrecho que los autos que por entonces se vendían, haciendo que el chofer pasara mil apuros para no rayarlo antes de llegar a su guarida final. Allí, en un cuartico en lo alto, me iba yo a estudiar a solas y a aprovechar el silencio para escuchar en la radio los boleros de moda.

No fueron ellas entonces las que me enseñaron las letras de aquellas canciones. Ni tarareaban, las pobres, para acompañar sus tareas, aquellas noches junto al mar que yo viví con un novio con el que nunca me casé (él esperaba que sus padres murieran y por el camino seleccioné a otro).

Pero esa es otra historia. 

La historia a la que me remito hoy es a esa en la que mi playa se vistió de amargura, porque la barca del supuesto amante del sueño que tuve hoy, largo y complicado como él mismo, tenía que partir. Era extranjero y estaba de visita. Y saber que no lo besaré más nunca, porque no volverá a mi sueño, me llena de angustia. Aunque tampoco en el sueño lo besé.

Empiezo por el principio. Estoy en una finca junto al mar. O sea, que de un lado el mar, o un charco, vamos a decir, que no se veía el horizonte acuoso, sino unos matorrales más allá de la hondonada de agua. Y de este lado la tierra, y más matorrales. Incluyendo montañitas de excrementos de perros, que parecían acumulados allí para servir de abono. Había que darles la vuelta para alcanzar el pasillo que conducía a la casa. A la que debía ir en busca del joven visitante, alto y rubio, que se decía conocedor de las artes marciales y los pensamientos esotéricos que muchas veces acompañan a algunas de estas. 

Uno que apareció en el sueño, mulato, para describirlo mejor, bien vestido y delgado también, preguntaba por alguien que supiera de esas artes. Me brindé a buscarle al personaje que he nombrado. Subí las escaleras que llevaban a su apartamento. Al llegar allí encontré a muchos niños correteando de un lugar a otro. Él así se convirtió en parte de mi alma, quiero decir, mi familia, pues algunas de las niñas que lo rodeaban eran mis dos hijas de pequeñas. Pero no por eso dejaba de tener su atractivo para mí. Sentí cariño, espontáneamente, sin pensar que esto pudiera traerme, al despertarme y perderlo, ansiedad de tenerlo en mis brazos.

Es que al verme se acercó a mí y me agarró la mano. Le escuché decir que tenía que hacerlo. Tenía yo los ojos cerrados y me dejé hacer eso que él decía que tenía que hacer: acariciarme la mano, como en un tierno masaje, arriba y abajo. Por mucho tiempo.

Y en el sueño yo volví a dormir. Era un sueño imposible que buscaba la noche, éramos dos seres en uno. Al final fuimos dos gotas de llanto, no en una canción, solo en un sueño. Eso, un sueño. Tal vez sería mejor que no volviera. Ni él, ni la caca de los perros, ni el charco de agua, y que el mulato no apareciera en ese sueño imposible. Podría terminar siendo un castigo, como dice la canción de la que quizás hable en próximas disertaciones.


Y vuelvo con la angustia. ¿Qué necesidad hay de escuchar la voz de un desconocido una y otra vez? O una vez más antes de morirse. Qué placer morboso. En aquella sala llena de cortinas en una Habana, como dirían los viejos de aquella época, pletórica, de qué no sé, pero pletórica, palabra que nosotros los jóvenes no usábamos, nos inclinábamos por el lenguaje sencillo. O por mantenernos en silencio, en especial en las clases. Para evitar esos minutos de castigo en el colegio tras finalizar las clases que nos quitaban el placer de salir juntas a alcanzar el tranvía (los había por entonces) o el autobús de regreso a casa. Y a encontrarnos con los varones, separados en otras aulas de nosotras. Querubines de niños. Casi ni nos conocíamos, solo cuando nos juntábamos en algún baile improvisado en casa de alguno. 

Que yo sepa ningún matrimonio salió de nuestras aulas. Ni nos comprendíamos ni nos conocíamos, de ahí que no hubo llantos de amor entre nosotras. Tengo que volver a la sala. La angustia de no volver a escuchar su voz, pletórica de halagos, de insinuaciones  me ha hecho olvidar qué iba a decir. 

El problema es que Dios me hizo quererte en esa historia de amor, como no hay otra igual, que me ha convertido la vida en algo oscuro, porque ya no estás más a mi lado, corazón. Esa era la canción que me gustaba oír cuando me encerraba en esa sala pletórica de espejos, de pequeños camafeos, de butacones tapizados, para estudiar el examen que me tocara. Si de Matemáticas, mejor. La única asignatura que permite su estudio con esa música de fondo, ya que son dos lenguajes diferentes. (Puede que los lectores impacientes no censuren estas digresiones, mientras sean mesuradas). 

La cita no es mía, por supuesto, pertenece a Plutarco cuando precisamente hacía eso, apartarse de la historia que narraba de una batalla entre Darío y Alejandro, y se ponía a hablar de lo caliente que era la tierra de Babilonia en donde cualquier planta se daba de maravilla mientras que la hiedra no aparecía en sus jardines colgantes. No aguantaba ese calor, decía.

Pero yo sé que estoy ligada a ti más fuerte que la hiedra, y Babilonia se queda chiquita con el poema amoroso que se lanza a afirmar que donde estés mi voz escucharás llamándote con mi canción, ya que más fuerte que el dolor se aferra nuestro amor como la hiedra. Evidentemente de las paredes de Babilonia no surgía el amor y la mata no se aferraba a ellas.

Hoy no soñé, así que creo que termino aquí, sin más, mis alegatos a la pujante literatura de aquellas canciones que de joven escuché paseando por el Malecón habanero en un auto convertible mientras las olas del Norte que llegaba en invierno nos empapaban. Razón de más para acurrucarse uno contra el otro.

Pero ya no estás más a mi lado corazón…


Miñuca Villaverde

La ola de aquel Norte que saltó el muro del Malecón, todavía no destruido por efectos de la Revolución y su descuido de cuanta cosa linda había en La Habana, arrastró nuestro carro hasta un montículo cerca de un hotel. Empapados como estábamos, nuestras ropas se pegaron y se enredaron más fuerte que la hiedra. Aquella matica que no se daba en Babilonia por lo caliente de su tierra. En Cuba tampoco.

Con el carro todavía en marcha me atreví a encender el radio, a sabiendas de que no lo escucharías. Sonaban la música y canciones que salían del rojo escarlata de las bocas tan divinas de las mujeres, solo mujeres, que componían la orquesta Anacaona.

Dime que sí que me quieres. Te reías del patinazo que había dado el auto. Y mirabas mis piernas, silueteadas por la tela mojada que se pegaba a ellas. Dime que sí me amas. Sentí tu mano posarse en mi rodilla. ¿Tus besos serán para mí? Hicimos un pacto entonces. Y no con Dios. Yo nunca supe cuál. 

Me dejé llevar por las olas que iban y venían, y con cada una se borraba el beso anterior.

Entraban de improviso, como el ángel anunciador que vi en un palacio. Ya no estás más a mi lado, corazón, recordé sentada en sus escaleras, temiendo poner mis manos sucias de espagueti sobre los frescos de las paredes. 

En cuadros gigantescos se contaba la historia del Hijo del Hombre. Desde cómo anunciaron que vendría (luego lo detallo) hasta su crucifixión. 

La única vez que estuve sola contigo, abrazada a ti, sin nadie entre nosotros, fue en una tarde de fiesta, en una cabaña en el campo, ese campo que todos dicen es bello, con sus palmas muy altas. Miedo me daba esa soledad.

La misma que sentí cuando en otra ocasión, y en otro baile, en aquel salón de un cabaré lleno de estrellas, de tules y tacones muy, muy finos, te vi bailar con otra. Ay, qué vida tan oscura, bailaba yo en los brazos de otro.

Y en ese otro palacio, no de la música y lleno de chinos, descubrí otra cabaña.

Sentada en un taburete roto, sin moverse, estaba ella, con el rostro alzado, asustada, viendo cómo entraba volando en aquel cuartucho el Ángel, anunciador de un inesperado mensaje. El que nunca se arrodilló en el piso sucio y roto de la pintura. Su ropaje era de lujo. 

Esas palabras tan dulces puede que sean sinceras, parecía contestar ella a lo que él anunciaba.

Pero no, no, y no, no te las voy a creer. 

Quiero mencionar a José, que ejercía su oficio de carpintero en un patio colindante, igualmente deteriorado que la cabaña. Parecía no notar la presencia del visitante, y mucho menos escuchar lo que se decía allá adentro. Pero si así fuera, bien hubiera podido robar la letra de otra de nuestras canciones, y tararearle a ella aquello de… hoy resulta que no soy de la estatura de tu vida. Por mi parte te devuelvo mi promesa de adorarte. Y ni siquiera sientas pena por dejarme, que ese pacto no es con Dios.


Miñuca Villaverde



3er Premio de Reportajes Editorial Hypermedia

Operación “La Miriam”

Pedro Antonio Bruzón Sosa

Ganador del Tercer Premio de Reportajes “Editorial Hypermedia 2019”.