Siempre he dicho, una y otra vez, que tengo la suerte de estar asistido por grandes mujeres. Y cuando lo digo algo extraño me ocurre, toda vez que exagero la suerte por encima de la ganancia que resulta del contrato social de relaciones afortunadas.
Lo cierto es que no todo es ni está sujeto a la suerte; es, también, que esa asistencia se gana con auténtico respeto y muchas cuotas de consideración. Llevo años abrazando el hacer femenino como propio, gestionando maniobras discursivas en nombre de su validación, ensayando anatomías teóricas ajenas, abriendo espacios para el debate y fundando un cuerpo escritural, creo, a fecha de hoy, bastante solvente.
Hace tan solo unos días, y a propósito de esta muestra y del estado real del ejercicio de la crítica de arte en Cuba, hablaba, indistintamente, con Janet Batet y Lupe Álvarez, dos mujeres de armas tomar, dos generosas divas del ámbito teórico y del despliegue exegético. Hablábamos, justo, de esa suerte de dandismo en paralaje que se está produciendo en el actual contexto de la cultura cubana como una repuesta reactiva que justifica “la figuración” y “el show” por encima de toda responsabilidad con los enclaves del pensamiento crítico de rigor y las derivaciones de una práctica curatorial no asumida como un ejercicio pertinente y responsable.
En este último punto, relativo a la curaduría como instrumento de significación, debo decir que me resultó tremendamente jugoso mi escarceo sofista con Suset Sánchez, a la que muchas veces convierto en mi lectora cómplice más aguda y lapidaria. Cuando le pasas un texto a Suset un jueves, y el viernes descubres en la pantalla de tu teléfono una llamada entrante en la que figura su nombre, ya sabes: se acabó el querer.
Llego a la conclusión que todos hacen crítica y todos —también— ensayan hacer curadurías más o menos atractivas, pero la mayor de las veces convalecientes. La palabra curaduría se vacía cada vez más de su esencia raigal, de su sino, para convertirse en el espacio de la especulación comercial y en el ámbito de la figuración mediática.
De hecho, me atrevería a aseverar que la curaduría en Cuba está corriendo mejor suerte en manos de quienes, entendemos, no clasificarían dentro del paradigma purista de la nominación profesional que les designa como tales. Pienso, por ejemplo, en un artista como Adonis Ferro y en un filólogo como Abel González. Ambos, en sus notables diferencias y estilos, sí que gestionan la curaduría como una maniobra de validación —de claro acento gnoseológico— ciertamente congruente y responsable.
También está el caso, bastante inquietante y tremendamente lúcido, de Magela Garcés Ramírez, cuyas curadurías suponen siempre un constante ejercicio de interpelación con cierta propensión al (re)juego tautológico.
Otra curadora de fuste sería, sin duda, Laura Arañó Arencibia, quien ocupa una gestión curatorial de carácter revisionista y crítico con una audacia y un rigor a todas luces admirable. Su trabajo, desde el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana, se advierte como un clarísimo ejemplo de buena práctica profesional.
No quiero decir con ello que el joven crítico y curador Jorge Peré, con exceso de vehemencia a ratos y una arrogancia insostenible la mayor parte del tiempo, sea un fraude como curador. No lo es en modo alguno, pero lo cierto es que se equivocó en su apresurado enjuiciamiento sobre Miami desde la inopia más absoluta y se equivoca ahora, de un modo escandaloso también, con una muestra que resulta peligrosamente contraproducente frente a su propio enunciado, en su engañosa necesidad y de cara a sus presuntos fines: ¿cuáles son?, ¿qué busca?, ¿hacia dónde apunta?, ¿qué solventará esta muestra?, ¿cuál es el verdadero horizonte donde rubrica su tesis?
Puzzle, lo escribí entonces y lo repito ahora, fue, desde todo punto de vista, un ejercicio intelectual-curatorial brillante. Lo fue porque el curador supo arbitrar con responsabilidad y audacia el objeto de esa tesis curatorial: esa que se centró en el carácter de una reflexión acerca del actual panorama de las artes visuales en Cuba y la gestión de un ámbito de debate para satisfacer los derroteros de esa misma práctica. Entonces, y no ahora, se produjo una sinergia necesaria y deseada entre el impulso de ambición/figuración del curador y el solvente arbitraje del objeto de especulación curatorial.
Sin embargo, y con independencia del valor de algunas de las obras reunidas en El arte de no estar calladas, debo entender que este modelo expositivo deviene acto de oportunismo confesado, un gesto de validación bastante mediocre y una puesta en escena donde abunda más la tiranía del silencio y del ostracismo que el empoderamientode un dispositivo retórico oportuno y necesario a favor de ellas.
Escribí en un texto reciente, publicado en esta misma columna, que “el actual cambio de dirección de la crítica en Cuba (o el cambio, al menos, en la gestión de ese pensamiento crítico), da pie a innumerables conjeturas y fabulaciones. El nuevo rumbo acusa un mayor interés por el discurso general que no por la aproximación puntual a las poéticas, una mayor vocación expansiva que contrasta con la idoneidad del modelo reflexivo y una necesidad de figuración desmedida que convierte al crítico en una suerte de dandi, al cabo, sin oficio ni beneficio. Lo significativo de este panorama no es tanto qué tipo de crítica genera, sino las razones de esos modelos críticos al uso: su ‘rentabilidad’ y su ‘eficacia’. Habría, por tanto, y en palabras de Lupe Álvarez, ‘que someter a un escrutinio severo los marcos desde dónde se articulan esos discursos’. Habría que examinar esas operatorias paradójicas, esos devaneos intestinos y hormonales para alcanzar, si acaso, cierta claridad respecto de los mismos”.
Insistía en el mismo texto en que “la crítica de arte en Cuba se está convirtiendo en una suerte de falsificación mitológica, una especie de universo autorreferencial que habla más del crítico que de los sistemas de reflexividad de las obras y de sus horizontes enfáticos. Una crítica que soporta el ego que el logos. Esa crítica, sospecho, nace, per se, con su fecha de caducidad”.
Algo similar ocurre, con sus variantes, en los dominios de la práctica curatorial dentro de la Isla. La curaduría es, antes que nada, un ejercicio intelectual especulativo y retórico, es un acto de re-escritura, un frente narrativo, un asidero para la visitación, refutación o aprobación de tesis más o menos sólidas y congruentes. Es, por encima de todo, un procedimiento de cocreación, de fundación, de avistamiento. Pero es, también, un arbitraje que ha de estar sujeto, queramos a no, a la responsabilidad lapidaria de sus lugares de enunciación.
El arte de no estar calladas, resulta, por tanto, una maniobra de “figuración del curador”, al estilo del dandi de turno que usa el escaparate de visibilidad y el ardid de la rentabilidad mediática, en lugar de proponer una aproximación analítica medianamente seria y coherente al devenir de la voz femenina y feminista del arte cubano de los últimos treinta años.
Asistimos a una puesta en escena en extremo vulnerable que admite cualquier radicalismo del pensamiento crítico, toda vez que su propia hechura y su realización se advierten sospechosas. Una genealogía del arte femenino en Cuba (o del feminismo en cuestión), mínimamente decente y oportuna, hubiera operado con muy otras variables y desde muy otras estrategias de afirmación.
Leo el texto curatorial de la muestra, firmado por su curador, para descubrir una afirmación que es tan retórica coma falsa: retórica porque el curador piensa que el papel lo soporta todo y que la mayoría somos parte de esa cofradía de la ignorancia que peligrosamente rige el destino de una buena parte de la más joven intelectualidad cubana que habita dentro de la Isla; falsa, porque tal promesa se desautoriza con una simple lectura de los nombres que conforman esta cuestionable nómina.
Afirma Peré que esta exposición es “un viaje singular, nada despreciable, desde los años noventa hasta el presente (…) Para ello tiene por coartada a la visualidad y sus varios matices, las prácticas y gestos artísticos que animan a buena parte de nuestras creadoras más constantes junto a otras voces emergentes; fieles, en principio, a una recta vocación frente al arte que las conduce a no estar calladas”.
Cuando leo que esta exposición localiza su punto de partida en los noventa, no puedo más que escandalizarme y sonreír a un tiempo. ¿Cómo y de qué manera podría aceptar semejante falacia cuando su trazado de firmas es, cuanto menos, risible de cara a tal afirmación?
Se trata, parece, de un gesto que ansía, nunca mejor dicho, gestionar un posible ámbito para el debate acerca de la pertinencia y de la urgencia del discurso femenino en el contexto de las artes visuales en Cuba. Por lo que sorprende, y mucho, la prefiguración de una nómina bastante “noble” que excluye a las auténticas amazonas del arte cubano. Esas que son las responsables —primeras y últimas— de la existencia de un discurso feminista en el tejido del arte insular, con sus adentros y sus afueras.
Ningún discurso curatorial sobre el tema, por festinado e impropio que se pretenda, por divertido o superficial que sea, podría ignorar los nombres de Sandra Ramos, Sandra Ceballos, Belkis Ayón, Ana Mendieta, Aimée García, Flora Fong, Ana Albertina Delgado, María Magdalena Campos-Pons, Consuelo Castañeda, Lidzie Alvisa Jiménez, Tamara Campos, Gertrudis Rivalta, Cirenaica Moreira, Marta María Pérez Bravo, Liset Castillo, Glenda León y la mismísima Tania Bruguera, silenciada, excluida y maltratada por todo el aparato represor y que el curador obvia de un plumazo como si no existiera.
La mayoría de ellas, valga subrayar, cuentan con talleres dentro de la Isla y en Miami, a pocos minutos de La Habana.
Escandaliza pensar en un proyecto que busca, se supone, dibujar ese “mínimo mapa” y descubrir en su visionado estas ausencias, cuando me consta son bien conocidas por el curador.
Al final, lamento expresarlo con tanta claridad, este tipo de proyectos siguen alimentando, más si cabe, esa terrible ignorancia respecto de la historiografía del arte cubano, de sus fuentes y afluentes infinitos, que advertí en mi reciente paso por La Habana mientras dialogaba con artistas y curadores jóvenes. De hecho, él no me dejaría mentir: este fue un tema que tratamos el curador de la muestra y yo, haciéndonos la manicura, entre vinos, cervezas y unos cuantos puros de su parte.
Estas ausencias, oportunas algunas e imperdonables otras, ponen en crisis fronteriza el enunciado de esta muestra, así como su idoneidad y pertinencia. Es, en suma, una mascarada, la declaración de una torpeza y la celebración de una miopía que rezará como mancha en el currículum mediático del curador.
Al menos, entre tanto despropósito, silencio pactado y olvido conveniente, salvó el nombre de Rocío García. Una artista extraordinaria y gran amiga que, si bien me apuran, no es tampoco el ejemplo más elocuente para demostrar la sostenibilidad de ese discurso, aunque su obra haya devenido, con todos los derechos, en el icono indiscutible de las disidencias sexuales en el texto visual cubano.
Sorprende mucho, frente a estas mismas ausencias, la sospechosa inclusión de una artista como Aimée Joaristi, también amiga y con la que tuve la suerte de trabajar durante tres años. Hablamos de una artista de origen cubano afincada en Costa Rica cuyos vínculos con la isla son apenas inexistentes, por no mencionar su desconocimiento absoluto y falta de pertenencia al espacio cultural cubano.
Tal vez por ello, puede que el propio Peré se mostrara vacilante en su decisión de “excluirla” en dos ocasiones del proyecto, siendo finalmente incluida en un gesto bastante bochornoso que induce a especular —con menor o mayor acierto— en las razones de esa inclusión. Si de Rocío García se conoce la seriedad, la magnificencia de su obra y un magisterio fuera de toda sospecha; de Joaristi se conocen, en cambio, la instrumentalización de la condición vulnerable del otro y las maniobras que le han granjeado su inclusión en varias colectivas dentro de la Isla.
Sin embargo, y habida cuenta de ello, debo señalar, para ironía del curador, que Aimée Joaristi, “la excluida”, firma una de las mejores obras que figuran dentro de la trama enfática de esta exposición. Una pieza que se sirve, nunca mejor dicho, del extraordinario poema de Janet Batet dedicado al coño peludo: motivo icónico de la acción Manifiesto Púbicoque llevara a cabo la artista en varias capitales del mundo, incluida La Habana y Matanzas.
Es en este punto donde tendría que subrayar que no niego, mucho menos escatimo el valor de la obra de las artistas incluidas en este extraño dispositivo, más cerca del aprendiz que del profesional avezado. En algunos casos, incluso, he escrito sobre ellas y sus imaginarios, precisamente desde una perspectiva de género. La cuestión aquí es de paridad y de pertinencia.
Son diez nombres de la joven promoción que, en lo personal, hubiera reducido a cinco, ofreciendo espacio de visibilidad y de representación a cinco nombres de entre las artistas citadas más arriba. Tan solo ese detalle de escogencia, de selección rigurosa y de lucidez curatorial, habría supuesto una cuota de virtud a un proyecto que pasará, con honores, a la historia de las exposiciones mediocres. Es en estos casos donde el juego de figuración, el impulso juvenil y hasta la apropiación de una idea ajena, ponen en crisis la solvencia de un gesto intelectual, a todas luces urgente y necesario.
El discurso cultural no está para que juguemos con él; está, en cambio, para que seamos responsables con las maniobras y arbitrajes que resultan de su uso. La validación y la legitimación, como consecuencia del ejercicio de la crítica y de la curaduría como instrumento de pensamiento, no deberían estar sujetas a este tipo de escarceos y sí a la idoneidad de un discurso oportuno que, como mucho, exhiba atisbos de coherencia y de sagacidad analítica[1].
Finaliza el texto curatorial con un juego de palabras, suerte de mea culpa del curador, que no provocarían en mí más que indiferencia si no fuera porque debo repasar su posición y someter a discusión sus resultados.
Afirma Peré: “me complace sobremodo lo que me deja esta exposición. Incluso lo que en ella pueda echarse de menos, la ausencia de ciertos nombres tenidos como imprescindibles cuando de estos gestos se trata, me incita a pensar positivamente en su naturaleza: jamás quedará dicho todo, aun cuando la intención sea decirlo”.
La frase es el colmo de la ingenuidad, por no decir que soporta el gesto de una irresponsabilidad pueril poco menos que cuestionable.
Siempre he pensado que ciertos ejercicios de validación deberían de hacerse fuera de la isla, o al menos en otros espacios y en otras condiciones en las que los árbitros del poder cultural puedan operar ajenos a la censura y la autocensura que fagocitan la legitimidad y estatura de cualquier pensamiento crítico deseable. Si no puedes o no tienes el valor que se necesita, diría yo, no lo hagas.
Pero trazar este mapa endeble y penoso, sin la obra incuestionable de Tania Bruguera y las poéticas sofisticadas de la(s) Sandra(s) (Ceballos y Ramos), las tres con capitales enormes de obras dentro de la isla, es, como poco y como mucho, una desfachatez y una cobardía.
En un intento de honestidad y de franqueza a inicios de la nota curatorial, señala Jorge Peré: “La idea de esta exposición es menos mía que de otras dos personas por todos conocidas: el Sr. Corchea y el crítico Andrés Isaac Santana”, desbrozando las razones argumentales que, según en él, nos debe a ambos. Y se apresura a afirmar, refiriéndose a mí, que:
“De otro lado, tendría que hablar sobre el editor temerario que es Andrés Isaac, y esa nueva empresa que ahora convoca su interés investigativo, cuyo título anticipa gozosamente los términos de una renovada polémica: Clítoris. No bien terminaba la ciclópea antología crítica Lenguaje sucio, cuando Andrés me comenta (más bien me convoca) sobre ese nuevo proyecto editorial. Su incitación me estimulaba a la arena del ensayo, cosa que entre tanto artículo disperso a veces echo de menos. Sin embargo, si ya habría un libro excelentemente orquestado por varias voces críticas, lo mejor, a mi juicio, era producirle un correlato visual a esa antología”.
Si bien agradezco, lo mismo que el Sr. Corchea y Elvia Rosa, esta deferencia, no deja de desconcertarme el hecho de que Jorge Peré considere —entre cierta cuota de razón y mucho delirio el suyo— que este dispositivo curatorial sediento, pudiera, ni remotamente, erguirse como un posible, menos aún deseado, correlato visual de Clítoris. Me temo que la pasión denodada o la ceguera de esas gafas con las que un día decidió mirar hacia la ciudad de Miami, le han pasado factura.
Me temo que, en efecto, habrá que esperar el feliz nacimiento de Clítoris para que podamos hablar, de un modo más sólido y coherente, acerca de las satisfacciones intelectuales, el peso y el alcance de las prefiguraciones estéticas de índole y ascendencia feminista dentro de prolijo mapa del arte cubano.
Habrá que esperar, insisto, para que el debate en torno a estas cuestiones medulares, se asista de un volumen ensayístico-crítico en el que todas las artistas arriba mencionadas gozan de sus respectivos capítulos a modo de poderosos núcleos discursivos convertidos en islas.
Habrá que esperar, y ahora con impaciencia desmedida, a que otros (u otras) árbitros de la crítica y de la curaduría ejerciten las maniobras del arte de hablar frente a este ejercicio de silencio.
Silencio, hermana, silencio…
Galería
[1] La nómina de El arte de no estar calladas la configuran: Rocío García, Katiuska Saavedra, Marianela Orozco, Ariamna Contino, Diana Fonseca, Adriana Arronte, Mabel Poblet, Alejandra Glez, Liz Capote, Aimée Joaristi. El solo hecho de haber sometido a diálogo estos nombres con otros de la promoción dura, hubiera puesto, incluso, en mejor posición la carrera de algunas artistas tan jóvenes que, sin ir más lejos, apenas cuentan con un aparato crítico de legitimación en torno a la naturaleza e idoneidad de sus respectivos discursos. La celeridad, la promesa mediática insulsa, la figuración ansiosa y el efectismo, pasan factura a un gesto que podría haberse convertido en un ejemplo de “buen hacer”, categórico y rotundo. La curaduría, en este caso, es traducida en los términos de un ejercicio de marketing.
Miami: geografía no tan lejana
Me encantan las nuevas nomenclaturas para referirse a Miami. El epíteto “geografía no tan lejana” proviene de la nota del Granma con motivo del Premio Casa de las Américas otorgado a Abel González Melo. Los términos de “ciudad menor” y “oasis miamense” se los debemos a Jorge Peré.