Cuba, tradición e imagen (II): Una cultura de la resistencia

Si alguien asume algún día la temeraria labor de valorizar cabalmente la literatura y el arte cubanos, le será fácil constatar que sus mejores autores, sus mejores artistas —los más auténticos, los más universales, los más cubanos— han hecho sus obras en el desamparado exilio o en el acoso desesperado, tanto en este siglo como en el pasado. No puede ser de otro modo en un sitio donde de la noche colonial se pasó, saltando por diversas dictaduras de opereta, a la pesadilla totalitaria más perfecta en su siniestro esplendor, que ha conocido la humanidad. Pesadilla, que ya abarca la mitad del mundo y que impunemente amaga con engullirse al resto.

Quizás esa incesante circunstancia (esa fatalidad), de desarraigo y acorralamiento, sea la que haya hecho posible que una isla geográficamente tan pequeña haya dado artistas realmente desmesurados. Piénsese solo que, en el siglo pasado, tuvimos un Martí y un Casal, creadores de toda una revolución literaria; un Heredia y un Zenea, revitalizadores del romanticismo. Bajo el acorralamiento y el acoso escribieron Virgilio Piñera y Lezama Lima sus obras fundamentales. A la intemperie de un desamparado exilio trabajan hoy Lydia Cabrera, Enrique Labrador Ruiz y Guillermo Cabrera Infante, para solo mencionar algunos. 

Esa tradición, esa ecuación, no por terrible, menos grandiosa, de persecución igual a creación, exilio igual a invención, se continúa y enriquece con las nuevas generaciones de creadores que, con admirable testarudez, aún siguen empecinados en confirmar el ciclo casi mítico del artista cubano: con el estímulo de una breve embriaguez juvenil, de una fugaz aparición, de un rumor, de un perfume, de una estafa, de una airada indignación, enaltecer el tiempo.

El último éxodo cubano —el éxodo del Mariel— confirma y enriquece esa tradición de la cultura cubana: la de ser una cultura de la resistencia y del exilio.

Precisamente las intenciones de la actual dictadura castrista son las de despojarnos también de nuestra tradición, adulterando, distorsionando y desprestigiando al exilio. Con ese fin, el gobierno de Fidel Castro ha lanzado una campaña internacional contra el éxodo del Mariel, intentando demostrar, por cualquier medio y con cualquier método, que los cubanos que abandonan la isla no son más que delincuentes comunes o enfermos mentales.

Con el fin de otorgarle credibilidad a esa campaña, las autoridades cubanas han llegado a la cúspide del cinismo, y de una falta de escrúpulos y de respeto a sí mismas, sin paralelo en la historia universal de la infamia, al liberar a criminales que el mismo sistema había formado y condenado, lanzándolos junto con enfermos mentales y agentes terroristas hacia los Estados Unidos, mezclados entre más de cien mil ciudadanos honestos que como seres humanos solo deseaban abandonar la isla para seguir siéndolo.

Todos sabemos de qué modo la prensa norteamericana ha resaltado las “hazañas” de los criminales y los agentes secretos introducidos por Castro en los Estados Unidos. Los que casi no han aparecido en la prensa ni en la televisión son los poetas, los escritores, los pintores, ni los miles de trabajadores que ya están ubicados en todo el país, y que, precisamente por desarrollar una labor hermosa y útil, no causan ruido. 

Escribir un poema o trabajar ocho horas en una oficina o en una fábrica es un acto menos estruendoso que cometer un asesinato o poner una bomba. He aquí por qué la inmensa mayoría de los exiliados cubanos no han tenido el “honor” de aparecer en los titulares de los periódicos norteamericanos.

Creo, sin embargo, que ni la prensa norteamericana, ni nosotros, tenemos intenciones de convertirnos en un instrumento más del castrismo, es decir, de la Unión Soviética.

Es posible que los cubanos lo hayamos perdido casi todo, menos nuestra intuición para buscar la libertad y reconocer su enemigo. En cualquier época y lugar del mundo ejercer y defender la libertad ha sido un riesgo. Todos los cubanos que hemos abandonado esa prisión que es hoy Cuba lo hemos hecho para poder seguir ejerciendo ese riesgo; nunca para hacerle el juego al dictador, ni para confundirnos, ni aterrorizarnos por sus diligentes esbirros o por sus torpes o bien remunerados colaboradores.

No podemos olvidar que los diez mil ochocientos cubanos que se asilaron en la embajada del Perú, en La Habana, lo hicieron a riesgo de sus vidas. Y muchos de ellos nunca han podido salir de Cuba ni se sabe cuál ha sido su fin. No podemos olvidar que en un sistema donde no existe ningún tipo de derecho ni de legalidad, el ser humano es cosa realmente frágil y está merced de las abruptas y violentas torpezas que ostenta el poder. Tampoco podemos olvidar que hace solo unos meses la embajada del Ecuador en La Habana fue violada e invadida por el ejército de Fidel Castro (por él mismo dirigido) y que de las veintitantas personas que se habían refugiado solicitando asilo político (incluyendo mujeres y niños) nada sabemos actualmente; ninguna noticia se ha vuelto a publicar sobre el asunto, salvo las que al Granma, es decir, al mismo Estado, le interesa fabricar y difundir.

Quizás las vejaciones que se les aplicaron a esos cubanos, ya en territorio extranjero, nos hagan llegar a la conclusión de que, si no nos representamos y defendemos nosotros mismos, nadie lo hará. ¿Quién se acuerda ya de esos asilados legales sacados por la fuerza, con golpes, disparos y gases lacrimógenos, de la embajada del Ecuador en La Habana? ¿Dónde están? ¿Qué han hecho por ellos la UNESCO, la ONU, la OEA, el Tribunal de Derechos Humanos y demás instituciones nominales? ¿Qué dijo sobre esto el New York Times? ¿Dónde está la protesta del Pen Club y demás organizaciones liberales o progresistas?

Lo mismo que les ocurrió a los cubanos en la embajada del Ecuador, hubiera podido pasarles a los asilados de la embajada del Perú, y hoy, esos cadáveres o prisioneros serían solo (quizás) el recuerdo de efímeros titulares en periódicos locales. En cualquier época y lugar toda persona que intenta escapar de una prisión lo hace a pesar de los carceleros y a riesgo de ser aniquilada. Ese es el peligro que corre actualmente todo cubano que intente salir de esa prisión tan bien custodiada que es hoy Cuba.

Los que de una u otra manera se arriesgaron y huyeron, abandonando íntimos vínculos, paisajes cómplices y dulces costumbres, dando así testimonio de una insobornable condición vital superior a cualquier circunstancia, merecen no solo todo tipo de consideración y solidaridad, sino también un lugar destacado junto a la dignidad humana.

En Cuba, la resistencia de esa dignidad contra los que quieren abatirla configura toda nuestra historia. Esa batalla podría describirse (y no se trata de una simple metáfora literaria) como la batalla entre una planta y un árbol. 

La planta es la caña de azúcar; el árbol, la palma.

La caña ha sido siempre para nosotros una planta agresiva, extraña e invasora, vinculada a la esclavitud, la explotación y el poder; la palma, en tanto, resume un desinteresado y autóctono frescor, una esbeltez desasida y libre, un ritmo que ondula; la caña va siempre unida al trabajo obligatorio, a paisajes abatidos y monolíticamente estandarizados; la palma, albergue de las criaturas que aman y conocen la altura, surge como repentinamente, impregnándonos con su aérea y amable suavidad; dentro de su agresiva rispidez, la caña solo puede guarecer alimañas o criaturas subterráneas. Siglo tras siglo la creciente maraña de la plantación cañera ha hecho sucumbir nuestro horizonte, propagando el rencor y las diferencias. La palma, en tanto, nos agrupa e identifica dentro de su nobleza, exaltando lo mejor de nuestras nostalgias. Un cañaveral es un resentimiento compulsivo trazado por la práctica mano de la ambición; un palmar es un batir victorioso que se difumina contra el cielo. La caña extiende el fuego y aniquila la imaginación; la palma —como dice Lydia Cabrera— “coge el rayo y se lo guarda dentro”.

En los últimos quince años, Cuba, basta plantación cañera administrada ahora por la Unión Soviética, ha desarrollado también un ejército especializado en derrumbar palmares.

Con la ayuda de la técnica, las palmas vuelan ahora dinamitadas o buldoceadas. Recuerdo —en 1970, en los campos de Pinal del Río, donde fui “situado” durante “La zafra de los 10 millones”— escuchar los estampidos de la dinamita demoliendo palmares para incrementar la producción cañera.

No es, pues, todo esto —como ya dije más arriba—una simple metáfora poética. Es una realidad más concreta y trágica: nuestro propio paisaje, nuestras propias tradiciones, también corren el riesgo de perecer.

Del avance de esa planta contra ese árbol provienen muchas de nuestras calamidades. De la resistencia de lo aéreo y libre contra la chata ambición se sostiene y enriquece nuestra tradición artística, acostumbrada a estimularse, como diría Lezama, con lo difícil, y a convertir el recuerdo y el estupor en futuro resistente a través de la invención.

Pues en última instancia, ese hecho de nuestro paisaje invadido por dictaduras y ambiciones sucesivas y atroces, ha determinado que la creación artística, la necesidad de rebeldía y libertad, haya tenido que trasladarse fuera de su contexto para poder seguir manifestándose, dejando en definitiva un saldo positivo y trascendente: la configuración de una cultura, de un pueblo, de un palmar inagotable que rebasa desmesuradamente sus dimensiones geográficas, situándose en el territorio de los permanente y de los incesante.

Siendo la literatura y el arte en general, un reto, una búsqueda sucesiva, un tratar de componer lo que no existe, la configuración de una ilusión, una visión, o un sueño; es decir, lo que se alimenta de lo imposible, podemos afirmar que nuestra actividad creadora no se agotará jamás. Pues para nosotros lo imposible es lo único que permanece. En gran medida nuestro futuro creador está en el recuerdo —o en su invención—; recuerdo que se vuelve precisamente futuro, es decir, reto y resistencia, concreta esperanza, gracias a esa incesante y terca manifestación artística, concebida siempre en el ostracismo o en la lejanía y la intemperie. Tradición no por desesperada menos grandiosa, que desde hace más de un ciclo, nos ampara con su desamparo.

(Nueva York, noviembre de 1981).



* Ciclo de conferencias ofrecido por el escritor Reinaldo Arenas tras su llegada a los Estados Unidos en 1980 y recogido bajo el título “Cuba, tradición e imagen”, en ‘Necesidad de libertad’ (Kosmos Editorial, 1986).





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Cuba, tradición e imagen (I): El mar es nuestra selva y nuestra esperanza

Por Reinaldo Arenas

El mar es lo que nos hechiza, exalta y conmina. La selva, como el mar, es la multiplicidad de posibilidades, el misterio, el reto. El temor a perdernos y la esperanza de llegar”.