Aitana, hija de Nansen Tápanes.
Con la sucesión de sus cuatro estaciones, en el curso circular de un año, toda fecha significativa comporta un momento repetitivo que, al mismo tiempo, es una vuelta a un comienzo absoluto de renovación in illo tempore, o comienzo de los tiempos; un regreso a un estado de indeterminación inicial antes de cualquier caída.
Así –diría una antropología de lo sagrado– todo lo verdaderamente significativo, creador y poderoso en la vida humana, siempre ha tenido lugar en el principio de los tiempos, en la época en que los mitos que fundan la vida individual y la de un grupo social específico toman cuerpo, organizan la realidad caótica y, lo que es más importante, se “narran”. Es ahí donde la vida sale de su agostamiento cotidiano y entra en contacto con esa fuerza primigenia que habita en los comienzos.
Esa toma de contacto con el principio es un momento único, donde cada vida personal y destino humano tienen la posibilidad de liberarse de viejas ataduras, recomponerse y lanzarse hacia un horizonte mayor. Ese nuevo horizonte –lo intuimos, más que lo sabemos– es un espacio que, como decía un poeta francés, debe transitarse “con el corazón alegre de un joven pasajero”.
Desde muy joven, opté por no celebrar ninguna de estas fechas significativas relativas a mi vida. Lo que es peor, y con suma arrogancia de mi parte, de las vidas que me rodeaban. Soberbio e ignorante como todo joven para quien la vida parece extenderse como una pradera verde e infinita que convida, tuve una banal ocurrencia, una frase “pimpante” (elegante), sacada de una mala lectura y comprensión errada del budismo. Aún no he nacido, solía pensar y decir a todo el que me preguntara por la celebración de algún cumpleaños mío.
Por supuesto, una lectura diferente del budismo me hubiera hecho comprender que todo lo que surge en el universo fenoménico, es decir, en el plano que habitamos –o Samsara–, brota de causas inherentes a ese propio universo; causas que generan efectos que no podemos controlar, mezclados a su temporalidad interna, y de condiciones azarosas, pero precisas, que se van concatenando no sin un alto nivel de incertidumbre. Y que esta temporalidad aleatoria parece regir lo mismo a nivel de la biología celular que del plano macrocósmico.
Aquí, la comprensión del número 7 como número perfecto y su imparidad asociada a una vida rítmica que fluye indetenible, así como sus tantos múltiplos y multiplicidades, resulta fundamental.
El 7 enlaza el Cielo y la Tierra, es decir, espíritu y materia, orden y el caos. En el 7º día, el Sabbat, se remansan los 6 días anteriores de ardua creación divina. Y 7 eran también los cuerpos celestes que inclinaban nuestros pasos. En el plano biológico: los 7 días del cigoto, el curso de las enfermedades, los 7 años de la pubertad, los 15 de la salida de la niñez y entrada en la adultez (si le sumamos lo que el psiquiatra Ronald D. Laing llama los 9 meses de la experiencia uterina). Toda la vida, biológica y espiritual, parece cursar amarrada al número 7 y sus potencialidades.
En realidad, visto en el tiempo vital que me ha tocado y con algo de lucidez retrospectiva, fue el veneno escéptico, pesimismo e indiferencia hacia la felicidad que inconscientemente me inocularon en mi infancia, el que me formó, o, más bien, me deformó.
De forma general, sea anclado en una falsa idea de la felicidad o en un no menos falso veneno interior y corrosivo, tenemos un concepto equivocado de quiénes somos y qué fuerzas orientan o dirigen nuestra vida, hecha de casualidad y necesidad. Un punto oscuro, lo llama el psicoanálisis, desde el cual nos es imposible mirar la realidad tal cual es; pero que, sin embargo, es la sombra que proyectamos sobre el mundo, y organiza la realidad que habitamos.
Ese punto negro, desde el cual trasladamos la propia incognoscibilidad hacia el mundo que nos rodea, pudiera ser equivalente a la mancha en el fondo de la retina del ojo: mancha desde la que se asoma, a nuestra vida cotidiana, la primera edad, oscura, amenazante y desordenada del universo, sea en forma de caos, enfermedad y locura.
Diferente, aunque con un sentido similar, lo dijo en forma contundente León Bloy, ese francés católico e intransigente en busca del Absoluto: nadie sabe realmente quién es. Con lenguaje más simple, me lo repetía, me lo martillaba, un buen amigo y profesor de filosofía, cada vez que conversábamos largas horas: uno es lo que realmente es; no lo que uno cree que es.
Vanidosa e ingenuamente, tendemos a creer que escogemos las ideas que llegamos a considerar “nuestras”; que elegimos la ideología rectora, guía de nuestra praxis cotidiana. En realidad, son ellas quienes nos escogen. Y lo que parece más grave, a veces se alimentan –y más, se ceban– de los peores aspectos de nuestra personalidad o de la estructura del carácter que conformamos en la infancia en el contacto vital con nuestros mayores.
Y ya toda esta comedia de enredos y espejos, que devuelven imágenes reales o distorsionadas, navega hacia un seguro naufragio vital; naufragio que formará la casi totalidad de la vida. O puede también ocurrir que nos llegue cierta madurez y, con ella, el momento de entender a nuestros padres y en alguna medida disculparlos. Comprender que también ellos fueron resultado de un destino propio, es decir, de lo ineludible que gravitó sobre sus vidas y no pudieron evitar y, tal vez, ni siquiera comprender.
Más importante aún, creo, es darnos cuenta de que, con esta comprensión, llega el momento de decir: no podemos replicar esos comportamientos.
Sin embargo, también sucede que, en esta comedia tantas veces surcada por el resentimiento y el rencor que llamamos vida, ocurren hechos imprevistos que nos brindan una suerte de gravitación, de gravedad existencial.
Me casé, y con eso llegó a mi vida un elemento de vitalidad; alguien que amaba –y ama– celebrar ese milagro de la existencia cotidiana; milagro construido a puro corazón, para el otro, para sustentar, para acoger la existencia del otro.
Así, con el nacimiento de nuestra única hija, comenzamos a celebrarle sus cumpleaños: sus primeros cinco cumpleaños. Después, otras celebraciones familiares, pequeñas o mayores. Mi esposa no dejaba pasar fecha significativa.
Y fue así que llegó a nuestras vidas el misterio indescifrable: la enfermedad de mi hija. La leucemia linfoblástica aguda que tomó su joven organismo de apenas 10 años. Siempre he pensado en ese momento como un día azul de verano y radiante sol.
Unos niños juegan y alborotan en el patio de una escuela. De repente, ese cielo azul es surcado por un casual y fiero relámpago. Entre tantos, ella es fatalmente “la escogida”. Ese relámpago cegador sin conciencia, o con una conciencia profunda que se nos escapa, cae encima de ella.
Toda la vida no te alcanzará para preguntarte el por qué la “tocó” esa luz, oscura y siniestra, que multiplica los glóbulos blancos hasta límites monstruosos. Te preguntarás y nunca llegarás a saberlo, porque ni la ciencia está en condiciones de dar una respuesta precisa. ¿Por qué? ¡Porque, sencillamente, no hay un por qué!
La vida comienza, entonces, no solo a gravitar, sino a pesar como una losa de concreto sobre nosotros y sobre cada celebración que, aún así, en medio de una incertidumbre total, mi esposa continuaba creando del aire: de la magia del aire que se respira cotidianamente sin apenas darnos cuenta.
Hoy, en medio de un impasse que nos da la enfermedad, en uno de sus periodos de remisión, orden y control del caos celular en su sistema inmunológico, mi hija cumple 15 años… Y ya sabemos qué significa esa celebración para la vida individual y social de la quinceañera.
Así, en cualquier sociedad, premoderna y moderna, la vida se rige por una constante sucesión de etapas vitales y simbólicas que se socializan y se expresan en diferentes ceremonias, fiestas y rituales. Nacer, alcanzar la mayoría de edad, procrear, morir: todos “ritos de paso”, enfocados en ese momento liminar y de pura transición que es, a la vez, frontera y umbral. Es decir, un corte en el tiempo continuo y lineal que, por una inmersión en los comienzos o regresión simbólica al caos, refuerza el orden artificial en la vida, necesario a toda la estructura social.
Los 15 años marcan, culturalmente, el fin de la infancia y la entrada en la vida adulta femenina; la posibilidad de renovación constante a partir del vientre materno, de lo uterino como receptáculo de la vida. La ceremonia de la quinceañera pone en el centro de su desarrollo la importancia de la familia nuclear y ampliada. Además, la presencia de las amigas y amigos que nos acompañan en el trayecto vital.
Claro, también puede ser una celebración vacía de significados y contenidos, enfocada en la mezquindad de un gesto social repetido: absurdo derroche que sustenta la vanidad del grupo familiar. Gasto excesivo, don generador de diferenciación y jerarquía social, del que nos hablaba Marcel Mauss en su muy conocido ensayo.
En lo que tiene de transición, este corte –los 15– se asocia siempre a una fiesta y una celebración; un acontecimiento, espectáculo y puesta en escena de un artefacto de uso simbólico, diría Jean Baudrillard. La fiesta de la quinceañera, en la actualidad, es uno de los tantos “ritos de paso” que conservan algo de ese mundo mágico previo a las sociedades industriales, un fulgor del pasado: un pasaje de la vida hacia un nivel superior o, al menos, uno marcado por una cualidad diferente. Así lo conceptualiza Arnold von Gennep en su clásico Los ritos de paso.
Para Gennep, el rito de paso repite la cosmogonía o historia sagrada, a la par que la actualiza y recapitula. Por eso, todo ritual iniciático, sea individual, social o cosmológico, se desarrolla como la propia creación en tres momentos fundamentales: separación, marginalidad y reintegración en una nueva unidad.
Si nos atenemos al motivo de estas notas, la fiesta de los 15, vemos que, en el primer momento, la quinceañera es separada del grupo al que pertenece. El segundo, en un espacio de reclusión, es el rito de paso como tal, en presencia solo de algunos elegidos y personal “especializado”, similar a los genios de los umbrales que ofician las transiciones e inician a la joven (vestidos, coronas, peinados, maquillajes, etc.). Finalmente, la reintegración a la sociedad de la “iniciada” quienceañera.
Si los siete años marcan la niñez y entrada en la edad prepúber y púber, los 15 indican la salida de esa pubertad y el comienzo de la edad adulta. Por esta razón, el clásico ritual de la quinceañera es profundamente sexuado y se vincula tanto a una cultura de la belleza como a un conocimiento nuevo, que ese día se enseña y se obtiene: vestidos, maquillaje, depilación, peinados, manicure… Creo que la expresión “performatividad sexual” para resumir la ceremonia no estaría fuera de lugar.
Con esas nuevas vestiduras y conocimientos, que alteran en forma irreversible la situación social de la quinceañera, esta sale del espacio de reclusión, siendo saludada no por los miembros de la tribu, sino por los participantes de la fiesta. Esta cultura y ritual anuncia que la joven está dispuesta y comienza su preparación al matrimonio, la maternidad, y a asumir su rol responsable en la sociedad. Matrimonio y maternidad que, en su momento, serán otros “ritos de paso”.
Como en cada rito de paso, se muere y se renace a una vida nueva, diferente. Desde este punto de vista, como dice Patrick Harpur, el rito de paso es un momento daimónico y de transición de un estado a otro. Por tanto, un momento de peligro por la intromisión del Otro Mundo, asociado siempre a la muerte.
Desde aquí, cada enfermedad grave superada o en vías de superarse –en este caso, la leucemia de mi hija– es también un poderoso rito de paso, un momento iniciático. Rito y ritual creadores de un sentido; metáforas y símbolos: texto y palimpsesto a descifrar, signos que no dejan de rotar.
No es casual, entonces, la asociación de síntoma y enfermedad, escritura, médico, medicina y curación. Todos ellos, nos dicen los estudios sobre el chamanismo, se encuentran agrupados en la compleja personalidad del Primer Chamán o chamán arquetípico.
Hoy mi hija cumple 15 años y, por supuesto, no habrá ninguna fiesta y ritual de quinceañera con sus invitaciones matemáticamente calculadas, sus exclusiones y su ceremonia protocolar. Ningún baile con su ronda de suntuosos vestidos o disfraces. Tampoco habrá máscaras, maquillajes que encubran la miseria cotidiana, ni coronas de falso oropel. Mucho mucho menos habrá derroche, gasto suntuario y consumo ostentoso que aparente lo que no se tiene.
Una reunión en la pequeña sala de nuestra casa para la poca familia y los amigos que nos quedan, en este país diezmado y que se apaga lentamente. Nada más, pero tampoco nada menos.
Mi hija, en su sabiduría honda y trágica de quien, asomada al pie del abismo, ha visto, tampoco desea más. Y yo la admiro por eso –lo he dicho otras veces– y por otras cosas que necesitarían las páginas de un libro para contarlas.
Si lo pienso bien, ayer fue su verdadero “rito de paso”. El sábado en la tarde fue con unos amigos de la escuela a una discoteca de muchachos, esas que en Cuba llamamos “disco-fiñe”. Y allí, entre una masa de niños y jóvenes, la recogí cayendo la tarde.
Hicimos el trayecto hacia casa caminando y ahí la sentí eufórica. Con las mejillas arreboladas, saltando, adelantándose y riendo de manera casi descontrolada. Me preocupó y, medio en broma, pensé: esta chiquilla tomó alguna bebida con alcohol, consumió alguna pastilla energizante…
Le pregunté, de manera oblicua. Al cabo de unos minutos, se ruboriza y me dice: “Papá, tengo que decirte algo, pero me averguenza. Bailé con tres muchachos. Eran pequeñitos, pero unos rejiletes, y fue una gran experiencia. Al principio, me daba pena y pensaba que todo el mundo me miraba. Después, me di cuenta que cada cual bailaba y disfrutaba. Y lo hice yo también. ¿Tú te molestas?”.
Lo que en ese momento pasó por mi cabeza –después de cinco años de su enfermedad– no cabe en esta nota.
Como padres, este es el tipo de sucesos de la cotidianidad que nos reconcilia con la vida; con el fragmento en descenso en que nos convertimos mientras envejecemos. Es en momentos así que comprendemos lo sencillo de la felicidad y cuánto nos cuesta entender esta sencillez más liviana que el pétalo de una flor.
Sin saberlo, mi hija, a la que considero un doloroso privilegio, es quien me brinda la gran lección de esa vida que se autorrenueva una y otra vez en los “ritos de paso”.
Ya lo decía alguien: nuestros hijos nos salvan; desde nuestros pedazos, nos rehacen. Vivimos espantados de todo, pero, en ese regazo, encontramos seguro refugio, seguro consuelo.
Esa –sus vidas particulares e irrepetibles– es la vida cósmica que debemos celebrar cuando vuelve, una y otra vez, en sus fechas significativas, aquella vida que siempre nace –y nos hace nacer o renacer– desde las apagadas cenizas.
Entendiendo la energía: combustibles y electricidad
Por Vaclav Smil
La historia moderna puede verse como una secuencia inusualmente rápida de transiciones hacia nuevas fuentes de energía, y el mundo moderno es el resultado acumulativo de sus conversiones.