De mirar y ser visto

Según una antigua tradición que viene del romanticismo, ser hombre es estar enfermo. Y, paradójicamente, en esta peculiar alianza del hombre con el “genio de la enfermedad” es donde, según el romanticismo, yace la criatura humana plena, digna e intocada. 

Desde el psicoanálisis, como metástasis del romanticismo, así también lo ha escrito el filósofo y crítico norteamericano Norman O. Brown, en su libro Eros y Thanatos, el sentidopsicoanalítico de la historia: en el mundo biológico existe una enfermedad llamada hombre.

Si lo anterior nos parece exagerado, aventurado, o francamente patológico, no está de más recordar que el filósofo y médico francés George Canguilhem (a quien nadie acusaría de irracionalismo) recalca, en su obra fundamental Lo normal y lo patológico, que las enfermedades son, simplemente, efectos de meros cambios de intensidad: una exageración o desproporción de los fenómenos normales del organismo biológico; una diferencia, no cualitativa, de grado e intensidad. 

En otras palabras: una alteración cuantitativa (¿hybris?) que no implica una nueva condición para el individuo; un “sentimiento de vida contrariada”, reflejo de un conflicto de crecimiento en pos de una forma más lograda y perfecta, concluye Canguilhem en sus Escritos sobre medicina.

Como especie cada vez más desgajada del mundo natural, tenemos enfermedades incurables que, paradójicamente, son las que nos hacen humanos, “demasiado humanos”, para decirlo con ese gran enfermo y teorizador de la enfermedad que fue Friedrich Nietzsche, “el solitario de Sils Maria”. 

Para mí estas enfermedades incurables son aquellas donde se mezclan el cuerpo y el alma, las enfermedades psicosomáticas, si existiera algo que pudiéramos llamar alma.

Desde que yo apenas era un niño, contraje varias de estas enfermedades. O, tal vez, ellas me contrajeron a mí, para yo poder ser. No es descabellado lo que alguien apuntó: el hombre se refugia en la enfermedad para obtener el placer que la vida le niega.

Aunque también cabe la posibilidad de que, lo que llamo mis enfermedades, no fueran más que malas costumbres que, por vanidad, magnifico mientras escribo estas notas: ansiedad, depresión, tartamudez, zurdera. Por supuesto, hay otras que por pudor no menciono… 

Pero, de todos estos padecimientos, quizás el peor sea este: vivo mirándome. 

Si miro delante, me veo: estoy. Si miro detrás, no hay tanta claridad, pero me sigo viendo. Delante, pero sin futuro; detrás, pero sin pasado; en cada flanco, en cada punto cardinal, siempre estoy: una nube de polvo y escombros: un Narciso negativo, un contrasentido. Un Narciso que se desea atemporal, pero destruido sin misericordia por el tiempo. 

Lo que apuntaré es una perogrullada que constantemente olvidamos: la mirada solo puede ver lo que ya está en sí, metáfora no correcta, aunque exacta. 

Bien visto, ni siquiera podemos estar seguros de que haya algo aparte de lo que vemos, pues todo parece indicar que el córtex visual es en sí mismo otro objeto visual dentro de nuestro limitado campo visual. De ser esto así, el mundo visual, lo que vemos, está dentro de la mente. 

Otra regla general parece ser el hecho de que no amamos lo visto, ni la forma en que nos vemos, cuando con insistencia nos miramos. Mucho menos sentimos amor por nuestra sombra, que aparece mezclada con algunas pocas luces; sombra que solo podemos ver con alguna claridad si, conscientemente, la proyectamos hacia el exterior. 

Con razón se ha dicho que nuestra sombra oscurece el mundo y que, a pesar de este fiat luxperenne de la ciudad contemporánea donde no hay descanso y las pantallas no se apagan, el mundo está cada vez más sumergido en su sombra: una sombra que es la nuestra propia dentro de un mundo evanescente, un mundo que se actualiza en cada clic digital y luminoso. 

Asimismo, un mundo en penumbras es necesario. Es decir: una lógica del sentimiento más que de la clarté, puesto que la clarté (o claridad) se asociaría a la luz inclemente y vertical, y a las tajantes distinciones binarias que realizan la razón y el logos. 

En consecuencia, el sentimiento se asociaría a la penumbra y a lo indefinido, a una luz tamizada y suave donde se pierde la dureza, el filo de los bordes precisos; una luz-madre que no hiere o daña; que acoge y acuna. ¿Será que la mirada, que a veces es pura sombra, no precisa siempre de esa luz vertical?

En su libro El Hombre y lo divino, María Zambrano escribió que la tragedia (como género literario de los griegos) era el oficio de la piedad. En otro lugar de ese libro, Zambrano apuntó que la piedad es saber tratar adecuadamente con lo otro; es decir: con una realidad diferente a nuestro plano humano e histórico del ser. 

Una lectura piadosa de la tragedia llega a esta conclusión: el hombre (como bien sabía Baudelaire) es un Jano bifronte: víctima y verdugo a un tiempo; la enfermedad, la hybris, el exceso, es símbolo de la humanidad y, tal vez, su clave metafísica. De aquí su condición dual: enfermo, pero a la vez capaz de expresar su solidaridad y compasión con el otro que sufre.

Creo que no es absurdo darle a esta sugerente definición una lectura social y “profana”: la piedad sería, entonces, saber tratar adecuadamente con el otro ser humano, el que es diferente por condición social y económica, formas de comportamiento, nacionalidad, raza, cultura… y también, por supuesto, el enfermo y la enfermedad.

Es evidente que, como especie que comparte un destino similar, algo hemos avanzado en cuanto a ese trato adecuado con el otro, que, en algún sentido, exteriorizamos convertido en amor y compasión; pero fallamos si, como individuos, nos falta esa misma relación delicada y cordial con nosotros mismos. 

Las más de las veces, tal parece que vivir no es más que el simple hecho de construirnos una fortaleza para protegernos y, dentro de ella, sobrevivir. Y es así que, sin apenas darnos cuenta, los sentimientos se nos convierten en minas antipersonales que ensayamos en un campo donde siempre juega el niño que fuimos, y al que abandonamos en el propio proceso de ir viviendo. 

Para poder seguir ahí, necesitamos salir de allí: acogernos, tratarnos como un otro; practicar la hospitalidad con nosotros mismos: solo en ese otro estarán a plenitud los demás otros.

Son las cuatro de la madrugada en estas soledades de Dios, con menos dos grados de temperatura en la inmensa pampa que me circunda, a ambos lados de esta comunidad tan tranquila en la que vivo. 

En este silencio congelado es la hora en que, en su desvelo, la mirada es su propio anverso y reverso. Como la tonelada de neblina que hay afuera, el insomnio se mete en cada fibra del cuerpo y de la memoria. 

Es de madrugada y me veo en Cuba (suerte de Hans Castorp tropical), caminando por los largos pasillos de la Sala de Oncohematología, en el piso 6 del hospital pediátrico Juan Manuel Márquez en La Habana. 

Camino, como día tras día, sin apenas mirar a través de los cristales herméticos hacia el interior de las habitaciones, casi siempre en sombras. En estas habitaciones están los niños con diversas enfermedades oncohematológicas. Hay habitaciones absolutamente en silencio, cuyos cristales están tapados con paños verdes.

En estas habitaciones, cuyo silencio sobrecoge, las puertas apenas abren una hendija y dejan ver rostros tensos, pálidos y demacrados. Y un “algo” en ellos que no puede describirse y que yo tampoco quiero describir en estas notas. 

Aquí las lámparas fluorescentes nunca se apagan. La luz, de una blancura terrible, llega a herir los ojos del que camina por los pasillos sombreados. Se teme la oscuridad y lo que acecha en ella. 

Es lo siniestro real y no literario; una conmoción que te arroja en lo que Susan Sontag llamó “el lado nocturno de la vida”. 

Cuando pasamos frente a estas puertas “marcadas”, una especie de horror casi sagrado nos atrapa. Aquí, como en tantos cuentos folklóricos infantiles que velan el horror y el misterio como fundamento del universo y de la existencia más descarnada, ni se mira, ni se pregunta. Todos sabemos qué significa.

Camino por los interminables pasillos y miro con el “rabillo del ojo”. Camino y, aunque solo quiera concentrarme en mi problema, no puedo dejar de mirar, ni de escuchar. 

Lo que veo, además de las camas Fowler con los cuerpos disminuidos, las tomas de oxígeno, los soportes metálicos con bolsas de quimioterapia de diferentes colores, el suministro de oscura sangre y plaquetas para los enfermos, es un total derrumbe físico, anímico y espiritual. Aunque, paradójicamente, también veo risas y oigo música; y hasta madres y niños bailando.

Tal vez tuve que recorrer estos largos pasillos en el piso 6 del hospital, durante tanto tiempo y a tantos metros sobre el nivel del mar (recordando La montaña mágica de Thomas Mann) para entender que esta antigua dicotomía entre sombra y luz, enfermedad y salud, delirio y razón, pudiera no ser más que una falsa simplificación. Una de las tantas reducciones sobre las que la modernidad, como proyecto de dominación, ha construido la gigantesca cárcel en la que vivimos con “felicidad”.

No soy ingenuo en esta necesidad de mirar, en esta curiosidad malsana de observar la destrucción y la muerte: “pulsión escópica”, la llamó el psicoanálisis. 

Parece contradictorio, pero esta necesidad el psicoanálisis la relacionó con el afán de saber, conocer y descubrir el mundo y, con seguridad, apropiárnoslo. Aquí el Edipo y sus concomitancias tiene franca cabida. Su afán de un conocimiento “íntimo y total” lo lleva a la ceguera de por vida; y con ello, sin ser destruidos, se pone límite a nuestra capacidad de observar lo siniestro: no es posible, no podemos contemplarlo todo. 

Es difícil mirar y ver estas imágenes contrapuestas (madres y niños enfermos bailando) que no abandonan la memoria. Y más difícil aún, emplear ciertos adjetivos que las cualifiquen, que les den su justa y necesaria gravitación. 

Creo que la vida humana es una vibración frágil y pequeña, aferrada, desesperadamente, a una Vida mayor; una vibración de la materia cálida, que en cualquier momento puede desprenderse de ese espacio vital mayor y caer en un universo estéril, frío y vacío. Es lo que pienso después de tantos meses lidiando con “la pelona”. A quien lea estas notas, dejo otra posible interpretación. 

Poco a poco fui comprendiendo que mi deber, casi obligación, era mirar; y no solo mirar, sino saludar y hasta sonreír. Mirar, y no solo mirarme. También he aprendido que tenemos el derecho de ser mirados y, sobre todo, ser vistos. 

Recuerdo ahora la novela semiautobiográfica de Hervé Guibert sobre sus propias experiencias como paciente de SIDA. Para el francés, lo más importante no era narrar el proceso de su enfermedad, sino la “encrucijada de destinos” que se ven radicalmente movidos por la presencia de la enfermedad. 

El cáncer es también una encrucijada que golpea y zarandea la vida de todos. Se dice que, de una forma u otra, en el entorno del paciente todos enferman. Lo que, en mi caso particular, viene a reforzar lo que anoté en los primeros párrafos de estas notas. 

Pongo un ejemplo: tuve un sueño cuando mi hija enfermó, hace siete años. En esa más bien pesadilla, mi hija y yo nos escondíamos en un edificio abandonado. En ese edificio y en un ambiente de total destrucción, unas criaturas metálicas y con largos tentáculos de brillo mate (como los invasores extraterrestres de La Guerra de los mundos de H.G. Wells) nos buscaban, en un ambiente que también recordaba algunos encuadres de cámara del cine de David Lynch. 

Finalmente, logramos escapar. Lo interesante es que esa fue una novela que leí cuando niño y fueron películas que vi de adulto. Aquí está todo: sublimación, represión, pesadilla, violencia. Es decir, cultura en general. Hay una sentencia que decimos en Cuba cuando se quiere reforzar lo necesario, lo ineludible de ciertas situaciones: no hay casualidad.

Cuando llegas a esta encrucijada del destino, te das cuenta de que tu vida es como un escombro flotante y a la deriva. Pero cuando el dolor comienza a arrastrarte hacia abajo, en un segundo comienzas a liberarte de esa sensación de deriva, de esa sensación de mezquindad y miseria que forma el tejido de lo cotidiano. Y, en algún extraño sentido, esto se agradece. Aunque sé que esto puede sonar tan “monstruoso” como una célula cancerígena. 

Son las cuatro de la madrugada y estoy al sur del continente americano, a 6000 km de Cuba, de La Habana, de mi hogar. Lejos de mis muertos, de mis libros y de los recuerdos que me atan a una cultura específica: lejos de mi cotidianidad, de mi café en la mañana, de la mesa y la computadora, frente a mi pequeño jardín, donde para mí, día tras día, amanece puntualmente la ciudad. 

Es de madrugada y se me ocurre pensar en el destino y sus absurdos. Siempre he padecido de un ligero insomnio, pero jamás pensé lidiar con esta imposibilidad en medio de la nada; lo que, de hecho, refuerza lo ya absurdo de esta situación vital. 

Acabo de perder un texto recién escrito sobre el poeta japonés Basho, su experiencia Zen y el haiku dentro de la tradición ginko, “caminar y componer”. Ahí Basho, monje errante, en una tarde insignificante (insignificante como otra cualquiera) caminaba por un bosque… y era otoño. 

Caminaba, quiero suponer, con el corazón como un viejo cuenco de té roto, reparado una y otra vez con polvo de oro: un corazón triste, y agrietado y enfermo, aunque no amargo. 

Como tantas veces, caminaba sin pensar con su melancolía persistente y tenaz. Así miró y vio la dignidad y plenitud de un poeta y su palabra convertidos en nada, en nadie, en los confines de un bosquecillo, confines también del universo y su terrible oquedad. 

Y con ese abatimiento claro y sereno de quien ha sufrido en la vida, fundamento de un ánimo que ya no habita en ningún lugar y ha echado su raíz en el viento y en la nube fugitiva, llegó, en un instante, a esta Iluminación expresada en un haiku:  

Nadie va
por este camino
en la tarde de otoño
el día de hoy. 

Como por un encadenamiento férreo, ese texto perdido fue quien me condujo a estas notas de madrugada. Y como no logro conformarme con que la vida sea un ordenamiento azaroso, me gustaría creer que esa pérdida fue el pretexto de la “pequeña vida” para escribir estas líneas: estas líneas para mirar y ser visto. 

Si mal no recuerdo, fue Eliseo Diego quien, en su ensayo sobre Hans Christian Andersen, llamó a esta experiencia trascendente del mirar y ser visto al mismo tiempo “secretos del mirar atento”. 

Por supuesto, para tener experiencias similares no se necesita practicar el budismo zen y ser un maestro del haiku como Basho; ni firmar los cuentos folklóricos que velan el hueco horrible que sustenta el universo, de Andersen; ni escribir la poesía íntima, misteriosa y memoriosa, de Eliseo Diego. Sé que a muchos les ha ocurrido y que es una experiencia humana y universal. 

La pérdida del texto me entristeció. Me miré y pensé: ¡Nansen, estás comiendo mierda, estás dándole demasiada importancia a cosas que son totalmente intrascendentes! 

Triste, pensé, es la pérdida de otra vida en la más absurda cotidianidad de una nación sin rumbo y sin destino. Triste es el apagarse de una vida, de esas que has visto en todos estos años de enfermedad de tu hija. Y triste, sobre todo, es que, como Juan Ramón Jiménez decía, nos “vamos” y afuera (tal vez dentro) los pájaros quedarán cantando. 

Ese texto perdido y estas líneas que escribes son intrascendentes: no eres Basho; no eres nadie. Sobre todo, eso: eres Nadie.

Es decir, alguien que en una madrugada fría y de insomnio, mira y quiere ser visto.





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Por Jorge Enrique Lage

Suena un poco turbio, y hasta recreativo, pero son experimentos controlados. Nada de qué preocuparse.