Del plagio y otros demonios

Algunas semanas atrás tropecé con una entrevista realizada en 2016 por Cibercuba al periodista emigrado Yansulier García Álvarez, bajo el título “¿Por qué me fui de Cuba?”. 

Comenzaba de este modo: “¿Quieres irte para Canadá?, preguntó mi amiga y respondí que sí… Está bien, te voy a ayudar, me dijo ella… Hoy lo recuerdo porque hace exactamente un año llegué a Canadá, gracias al programa de inmigración para trabajadores calificados, seleccionados por la provincia de Quebec, y a mi amiga, por supuesto, que me prestó el dinero”.

Sí, también yo lo recuerdo, pues era esa amiga que andaba llenando planillas y brindando los medios materiales a cuantos podía, para ayudarlos a salir de un país donde tan flagrantemente se viola el derecho y la propiedad individual, incluyendo la propiedad intelectual.

La aventura que motiva estas líneas comenzó en el 2009, cuando García Álvarez, un ex colega de la universidad, empleado en un canal de televisión provincial, llegó a mi casa asegurando que había terminado un cursillo para convertirse en escritor.

Dando muestras de un entusiasmo difícil de contradecir, me informó acerca de su nuevo horizonte literario y yo, que había leído la obra completa de Víctor Hugo en el preuniversitario, incluyendo Los miserables, me pregunté cómo iba a volverse un Víctor Hugo.

¿Qué haría para convertirse en lo que no era? ¿Ejercicios espirituales, exégesis hebraica, canalización budista, transubstanciación, acupuntura del cuerpo astral? 

Con la osadía materialista de nuestra Isla, me dijo el visitante que en Cuba había sitios donde entrabas pollito plumón por una puerta y salías escritor por la otra, por obra y gracia de la alquimia isleña, la combinación de Júpiter, Saturno, y algo más.

Ese “algo más”, según él, consistía en unas cuantas reglas, desgajadas del análisis de obras famosas, con la paciencia de un destilador de alambique, y recompuestas luego para la cocción final.

La criatura, me aseguró, cobraría vida.

Por desgracia, la inspiración, del latín spirare, es decir, el soplo de la vida, en la mayoría de los casos, jamás llegó, y el monigote se le empezó a podrir en las manos.

En aquella época de juvenil inmadurez, sostenía dos posiciones que se han ido matizando con la experiencia. La primera: que sólo merecía el calificativo de escritor quien pudiera producir obras del calibre antes mencionado. La segunda: que el resto de la humanidad alfabetizada estaba formada, por “personas que escriben” y de esto era capaz cualquier conocedor hábil del ABC.

Más equivocada en la segunda que en la primera, pero más empecinada, como suele suceder, decidí demostrarle que cualquiera podía hacer un cuento. Agarré papel y lápiz y redacté de punta a cabo, inventado por completo en ese instante, mi primer relato de ficción (publicado ahora en el libro Soplo y símbolo).

Le tocaba al periodista producir un texto que mostrara la superioridad de la instrucción por vías formales, a la improvisación de una alfabetizada sin pedigrí, ajena al cubil. Sin embargo, lo que se sucedió fue una serie de entrevistas, a mí, a mi madre y a quien tuviera “una historia que contar”.

La entrevista es un género periodístico y por tanto se adaptaba a las necesidades de un trabajador de la televisión cubana. El problema surgió cuando vi mis palabras, mínimamente editadas, guardando todos los giros ocurrentes, adjetivación propia, énfasis y energía, mis palabras tal cual, incluidas en un cuento de ficción, a nombre del brillante egresado: Yansulier García Álvarez.

Dudo que fuera esta una técnica de esos centros mágicos, pues al cabo de los años he conocido a personas intelectualmente honestas que pasaron por ellos, y sé que no hubieran tomado partido en ese tipo de enseñanza.

Lo que no admite dudas es la traza de las prácticas televisivas nacionales en la aniquilación de la propiedad intelectual, el derecho del individuo a sus ideas, su imagen, y su opinión en el sentido más recto posible, sin censura, y sin apropiación ajena.

Ante mí tenía el resultado de tan sólo dos años de adiestramiento en un medio televisivo cubano: un joven talentoso, que anteriormente no escatimaba esfuerzos para sacar las perlas de su mente, ahora le parecía bien que otro escribiera sus historias, tal y como se llenan secciones de un noticiero con menores de edad uniformados gritando consignas, sin el consentimiento de sus padres pues “total, ellos serán felices por estar en la televisión”.

Teniendo estos atenuantes en cuenta, es decir, la pésima influencia de su (de)formación profesional, sostuve una enérgica conversación, dejando claro mi deseo de guardar la propiedad sobre lo que saliera de mi cabeza en forma verbal o escrita, y el asunto durmió en la gaveta de la memoria durante ocho años, en los cuales busqué y hallé el modo, no sólo de escapar legalmente del país violador del derecho intelectual e individual, sino también de sacar al periodista en cuestión, y a otras personas.

Decía aquel refrán de las abuelas que “lo que bien se aprende, no se olvida”, y esa verdad funciona para las cosas buenas y las malas por igual. Pasados ocho años del fiasco, bajo promesa y apariencia de un carácter enmendado por la emigración, lo invité a colaborar en un proyecto literario titulado Soplavientos I y Soplavientos II, con supuesta equidad creativa en lo que a cantidad de cuentos se refiere, aunque con una sospechosa carencia de índice por autor, a instancia del colega.

Ambos volúmenes salieron del mercado al descubrir textos míos, conversaciones privadas, sueños, opiniones sobre lecturas, fragmentos de mi Facebook y hasta el epitafio de una tía difunta, incluidos en relatos de ficción suyos destinados a un libro futuro titulado Ocamaniri. Palabra por palabra. 

Allí había también dos cuentos enteros de una tercera persona, cuya autoría fue reconocida a insistencia mía, pues su nombre aparecía entre los agradecimientos de la última página, en términos ambiguos, que ni siquiera indicaban su calidad de autora.

Entonces revisé los nombres enterrados de igual modo en los agradecimientos del segundo volumen de Soplavientos. Eran los nuevos entrevistados, cuyas palabras, ligeramente editadas, llegaron a formar el ecléctico estilo narrativo del periodista. El más acabado producto de laboratorio hecho con los miembros que entregan, con desenfado irreflexivo, sus dueños, con tal de verlos publicados, aunque sea a nombre de otro. Se había convertido al fin en Víctor, no Hugo, sino Frankenstein.

El daño antropológico sufrido por los cubanos tras seis décadas de adoctrinamiento y comportamiento disociado, se superpone hoy al daño que viene arrastrando la sociedad occidental hace más de un siglo. Cuando lo fundamental no es lo intrínsecamente valioso sino lo vendible, cuando el tiempo no es vida, sino dinero, necesariamente habrá quien quiera maximizar el producto de su tiempo abusando del ajeno.

Si a esto se suma la absoluta obliteración de los derechos individuales, como en el caso de Cuba, donde las personas deponen al nacer su autodeterminación, dejando a las puertas del hospital materno la posibilidad jurídica de disponer de sus ideas, imagen y energía de cualquier modo constructivo para la sociedad, entonces llegamos con facilidad a la esencia del plagio: la absorción por parte de aquellos que tienen el poder (los medios de difusión incluidos), de las ideas, imagen y energía de un pueblo, de su tiempo, esperanza y fervor, para avanzar los fines o la reputación de una alarmante minoría.

Ese es el panorama macrosocial. Lo otro podría verse como una simple historia de vida, si no fuera porque estas últimas nunca son simples. El pulso de un pueblo puede medirse por las actitudes de sus miembros en diferentes estratos, y el proceder de los profesionales en cuyas manos está la imagen del país, es muy revelador. Las cuestiones fundamentales de cada sociedad se manifiestan en las interacciones cotidianas de sus ciudadanos; somos particularidad, no abstracción.

Afirma Ruskin a lo largo de su vasta obra que la moral es el común denominador de la calidad en todas las esferas de desempeño humano, desde la producción agrícola hasta las más refinadas teorías estéticas, los intercambios comerciales, el desarrollo urbanístico y, por supuesto, la creación de obras de arte. Una idea que, al margen de las críticas y refutaciones más o menos sofísticas que se le hagan, podría ser muy útil para la reconstrucción social de Cuba.

Con respecto a técnicas y estrategias para volverse escritor, nada sé. Sólo puedo afirmar que implica la lectura de innumerables libros, y el desarrollo de ese diálogo entre las palabras de los autores y el asombro, la admiración, el escepticismo, o el desprecio nuestro.

Es necesario callar mucho para escribir una línea, pues sólo en el silencio se escucha la propia voz, contestando a los autores que han dado forma al patrimonio intelectual de la humanidad. De ese diálogo sale la literatura relevante para una época y lugar determinado, o para todos los tiempos. Mientras más relevante sea, más derecho tendrá su autor a llamarse escritor. 

Guardo pues, este calificativo para los grandes, y me sigo considerando una entusiasta del verbo. Eso sí, con mis ideas y opiniones, con mi estilo, los cuales, aunque no lleguen a hacer un aporte capital a la mejora social de mi época, jamás me dejaré usurpar.







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