Is there anybody out there?
Pink Floyd
Usted se asoma al espejo; escruta la imagen de su rostro, de su cuerpo, su expresión. Tal vez se reconozca en esa imagen, tal vez llegue a decir: “Ese soy yo”. Pero, ¿es usted realmente? ¿Qué es usted?
Las preguntas no son mera retórica, son —quieren ser— un reto, una invitación a pensar, a pensarse.
Quizás se aleje usted del espejo y diga: “Esa imagen es sólo un reflejo”, y apuntando con un gesto hacia su cuerpo, diga: “Yo soy esto”. Pero otra vez le pregunto: ¿es usted realmente eso que vemos, su cuerpo, sus manos, su rostro?
No se trata de retórica e impertinencia, sino de intentar definir lo que somos; y hacerlo no es un vano ejercicio intelectual, es acaso el primer paso para comprender nuestro lugar en el mundo, nuestra relación con los demás.
Pocas veces se detiene uno a pensar tales cuestiones y, sin embargo, con frecuencia se suele decir: “Somos esto o aquello”. ¿Qué hay detrás de esos sujetos gramaticales comunes —yo, nosotros—, y cómo nos precisa ese verbo tan usual y taxativo, el verbo ser?
Va pues, con estas preguntas, un llamado a la cautela, al análisis. Abusar del verbo ser es peligroso, aceptar pasivamente todo cuanto de nosotros se afirma —sin comprender la intención que las palabras ocultan (y las palabras siempre ocultan alguna intención)— es dejarse moldear, manipular, construir por un discurso que tal vez no aceptaríamos si lo pensáramos un poco.
Pensar en uno mismo, conocerse, es establecer un límite, un espacio de libertad personal, un filtro para todo aquello que viene del exterior a influirnos. Y si bien no es provechosa una frontera impenetrable, tampoco resultaría útil su excesiva lasitud.
Cada quien, como sujeto individual, dispone límites en torno a sí, barreras que le ayudan a interactuar con el mundo sin rendir su singularidad.
Todo lo que sostiene y estimula el comportamiento, la voluntad, la conciencia, nace de percibir esos límites. Mientras que, por el contrario, descuidar esas fronteras e ignorar el asedio de lo exterior obnubila la conciencia, quebranta la autonomía, anula y disuelve al individuo en masa dúctil, lo homogeneiza y lo dispone a la pasiva aceptación.
El equilibrio entre lo que se acepta y lo que se niega, entre lo que se busca y lo que se relega, ya sea por ignorancia o desprecio, y —sobre todo— los medios que usamos para mantener ese equilibrio, son quizás los indicadores más fiables de nuestra individualidad.
¿Qué admitimos como cierto acerca de nosotros mismos, en qué espejos nos miramos, qué modelos guían nuestra conducta? Hablo ahora en plural, porque nada ejerce tanto influjo sobre el individuo como su entorno social.
La presión del colectivo, el peso de sus tradiciones y sus modas —ese inmenso sistema de prejuicios y leyes, de conocimientos y tabúes, de premios y castigos—, todo cuanto nos aglutina y excluye —la propaganda, la publicidad, la educación—, todo lo que configura y reproduce y tuerce aquello que los filósofos llamaron Zeitgeist y Volksgeist, como una densa red difícilmente cuestionable, pone en crisis la idea de individuo, violenta sus fronteras, invade su intimidad, lo aplasta.
Esa es la circunstancia actual del ser humano. Y, en esa circunstancia, el acto de mirarse al espejo suele venir a menudo acompañado de una duda profunda e inconsciente que nos empuja a preguntarnos cómo nos ven los otros, y comparar —siempre con un poco de angustia— lo que vemos con los paradigmas de perfección que la sociedad nos impone. La cantidad hechiza, la muchedumbre ejerce sobre el individuo un efecto hipnótico.
¿Es posible tomar distancia, es posible evaluar críticamente ese cúmulo de influencias y decidir en plena —o relativa— libertad qué es conveniente aceptar, qué rechazar?
Uno de los intentos más notables en tal sentido fue el de Renato Descartes cuando, entre 1637 y 1641, escribió su Discurso del método para conducir bien la razón propia… y sus Meditaciones metafísicas.
Pero ejemplos hay cientos: Baruch de Espinoza, excomulgado y desterrado, proscrito como autor, puliendo lentes y escribiendo a la sombra textos que sacudieron los dogmas religiosos y políticos de su tiempo; Immanuel Kant rechazando el prestigio alcanzado con sus libros de juventud y aislándose durante once largos años para dar a la luz una obra radical, una obra que fue apoyo y palanca del pensamiento crítico moderno.
Son grandes nombres, respetados pero casi nunca leídos, personas que opusieron a la cómoda seducción del consenso sumiso el sentimiento profundo de sus individualidades y la confianza en su propia capacidad —por lo demás, común al resto de los humanos— para razonar y comprender.
Ejemplos hay cientos, más o menos ilustres y, sin embargo, usted se asoma cada día al espejo, escruta su rostro, su cuerpo, su expresión, y se pregunta angustiado: “¿Cómo luzco, me queda bien este peinado, se notan mucho estas arrugas, qué pensará de mí la gente?”
No está mal preguntarse, pero yo quisiera saber: ¿dónde adquirió usted esas angustias, por qué le inquieta más su apariencia que su esencia?
Pregunte usted a alguien qué es y le dirá: “soy barbero, soy maestro, soy doctor”; o acaso: “Soy géminis, soy virgo”; o tal vez: “católico, demócrata, romántico, vampiro, rockero, transexual”; quizás incluso diga: “Soy cubano”.
¿Quién colocó sobre su ser todas esas etiquetas, qué se esconde detrás de todos esos términos que con orgullo se asumen?
Entretenidos frívolamente en la superficie de la existencia, atentos a banalidades, solemos ignorar la mano que pulsa adentro nuestras cuerdas y, sin advertirlo, nos dejamos convertir en marionetas. Pero el modo en que nos definimos permite ver qué poderes nos dominan.
Pregunte usted qué significa ser cubano, cómo son los cubanos, y se topará con una larga lista de adjetivos —los cubanos son alegres, amistosos, emprendedores y valientes, son amantes del béisbol y del baile, son mestizos de africano y español—; adjetivos, etiquetas y estereotipos que al final no dicen nada o casi nada: otros humanos en el mundo son también alegres bailadores, muchos cubanos no lo son.
Pero con esos estereotipos se fabrica la “identidad nacional”, como una máscara o una camisa de fuerza, como un río caudaloso que nos arrastra, ¿hacia dónde?
Imagine usted, por un momento, que, en vez de esa larga lista de adjetivos, alguien le dijera: “Los cubanos son sensatos, respetuosos, honestos, aprecian el conocimiento y la bondad, son gente que prospera con su esfuerzo y disfruta de la vida sin ofender a nadie”.
Imagine usted que en vez de contestar: “Soy barbero, soy géminis, soy católico, soy cubano”; alguien le dijera simplemente: “Soy un ser que piensa y siente, un ser que sueña y crea”.
Una de las labores más arduas del individuo, una de sus más grandes responsabilidades, es construirse. Y uno de los errores más frecuentes es ceder a la inercia, dejarse llevar por prácticas que se asumen sin juzgar su utilidad, su conveniencia.
Suele la gente creer que es su naturaleza lo que ha ido sumando ciegamente a su carácter. Luego exclaman: “Soy así, ¿qué se le puede hacer a eso?”, como si un destino inexorable lo hubiese condenado a ser lo que es, como si su propia negligencia no lo hubiese guiado en la azarosa empresa de adornarse con estas o aquellas cualidades.
No podemos escoger la educación que se nos da de niños, ni las presiones sociales que recibimos, ni tantas otras circunstancias en que transcurre nuestra vida; pero hay cierto momento cuando uno debe pararse a pensar si aquello que le enseñaron es válido, si lo que se le exige es dable, si los senderos que se abren ante sus pies lo hacen feliz o si —por el contrario— debe uno desbrozar su propio camino.
Ese es el momento de despertar, es ahí que empezamos a ser realmente. Sólo a partir de entonces podemos hablar de una libertad, de un carácter, de una identidad.
* Fragmento reproducido en exclusiva del libro Escribir en crisis (Agni Ediciones, 2025) de Daniel Díaz Mantilla.

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Por Fara Dabhoiwala
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