El arte de la negociación

A mis padres, Fred y Mary Trump.

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Mi estilo en la negociación es bastante sencillo y llano. Apunto muy alto, y a partir de ahí todo es tirar y tirar hasta que consigo lo que quiero. A veces me conformo con menos, pero en muchos casos, al final y pese a todo, logro lo que me había propuesto.

En primer lugar, opino que la de la negociación es una facultad innata. Está en los genes. No lo digo por soberbia. No es cuestión de intelecto. Algo de inteligencia sí se necesita, pero lo más importante es el instinto.

Tomen ustedes al discípulo más brillante del Wharton College, el que saca todas las matrículas de honor y tiene un cociente intelectual de 170: si no tiene el instinto necesario, nunca será un promotor con éxito.

Por otra parte, muchos de los que tienen esos instintos no lo sabrán nunca, porque les falta el valor o la suerte para descubrir sus posibilidades.

Por ahí hay gente que tiene más talento innato para el golf que Jack Nicklaus, o mujeres más idóneas para el tenis que Chris Evert o Natalia Navratilova, pero nunca habrán tomado en sus manos un palo o una raqueta y por eso no llegarán a saber que podían figurar entre los grandes. Se conformarán con sentarse en un sillón y ver por la televisión las actuaciones de los ases.

Cuando miro retrospectivamente los negocios que hice (y también los que me perdí o dejé pasar), advierto algunos elementos comunes. Pero, a diferencia de los apóstoles de la inversión inmobiliaria que uno puede ver en la televisión estos días, yo no prometo hacerle millonario de la noche a la mañana si se atiene usted a mis preceptos.

La realidad de la vida pocas veces funciona de esa manera, por desgracia, y la mayoría de los que pretenden hacerse ricos pronto terminan en la ruina. En cuanto a aquellos de mis lectores que tengan los genes, que tengan los instintos y que tengan las condiciones para ello…, pues bien, espero que no sigan mis consejos. Porque si lo hicieran, a mí se me complicaría bastante la vida.


Pensar a lo grande


Me gusta pensar a lo grande. Siempre lo hago. Para mí es muy fácil: puesto que hay que pensar de todas maneras, mejor que sea a lo grande. Muchos piensan en pequeño, porque son muchos los que temen el éxito, temen tomar decisiones, temen ganar. Lo cual concede una gran ventaja a los que son como yo.

Mi padre era constructor de edificios de categoría económica y mediana en Brooklyn y Queens; incluso entonces, yo tendía a mejores barrios. Mientras trabajaba en Queens miraba hacia Forest Hills. Y cuando crecí en edad, y tal vez en sabiduría, comprendí que Forest Hills estaba bien, pero no era la Quinta Avenida. De manera que empecé a mirar hacia Manhattan, pues desde muy pronto supe con claridad a qué deseaba dedicarme.

Yo no me contentaba con ganarme bien la vida. Deseaba hacer una proclama, construir algo monumental, algo digno de un gran esfuerzo. Para comprar y vender chalecitos o construir pisitos no se necesitaba gran cosa: muchos lo hacían.

Lo que a mí me atraía era la perspectiva de levantar un complejo espectacular de cuatro hectáreas junto al río, en el lado oeste de Manhattan, o crear un nuevo gran hotel cerca de la Estación Central (Grand Central Station) en Park Avenue esquina con la calle 42.

Un reto parecido fue lo que me llevó a Atlantic City. Construir un hotel que luego prospere no está mal, pero es mucho mejor construir un hotel junto a un gran casino capaz de ganar cincuenta veces lo que se ganaría alquilando habitaciones. Se trata de un orden de magnitud muy diferente.

Una de las claves para pensar a lo grande es la concentración total. Creo que es casi una neurosis controlada, y vengo observándola en muchos de los promotores más afortunados. Tienen una obsesión, no descansan, no piensan en otra cosa, y se comportan a veces como maníacos, pero todo eso lo canalizan hacia su trabajo. A otros la neurosis les paraliza, a ellos en cambio les favorece y les ayuda.

No digo que sea un rasgo de carácter susceptible de asegurar una vida feliz, pero resulta magnífico cuando se trata de conseguir lo que uno quiere. Lo dicho se aplica especialmente a los negocios inmobiliarios neoyorquinos, donde hay que tratar con algunos de los individuos más astutos, más inflexibles y peor intencionados del mundo. Casualmente, a mí me gusta enfrentarme a gente de esa especie, y adoro ganarles en su propio terreno.


Altibajos: atienda a los bajos, que los altos se atenderán a sí mismos


La gente cree que soy un jugador. Nada más lejos de eso. Para mí, un jugador es el que mete monedas en las máquinas tragaperras. Yo prefiero ser dueño de las máquinas. La banca siempre gana.

Dicen que creo en el poder del optimismo o pensamiento positivo. La verdad es que creo en el poder del pensamiento negativo. Es decir, que en los negocios soy muy conservador. Siempre entro en la negociación previendo lo peor. Cuando uno es capaz de prever lo peor (y admitirlo), lo mejor siempre cuida de sí mismo.

Sólo una vez en mi vida no tuve en cuenta esa regla, y fue en el asunto de la liga estadounidense (USFL), cuando adquirí un equipo perdedor en una liga perdedora creyendo que ya se arreglaría. Y casi se arregló en un juicio antimonopolios, pero cuando resultó que la cosa no tenía remedio, me hallé desprovisto de una solución de recambio.

La moraleja es que no se puede ser demasiado ansioso. El que quiere marcar un jonrón en cada entrada se expone a echar muchas bolas fuera. Yo siempre procuro no exponerme demasiado, aunque ello suponga conformarse muchas veces con un triple, un doble o incluso —aunque en raras ocasiones— un sencillo.

Uno de los mejores ejemplos de lo dicho que puedo citar es mi experiencia en Atlantic City. Hace algunos años conseguí hacerme con un solar increíble en el Paseo Marítimo. Los contratos con los propietarios de los terrenos estaban condicionados a mi posibilidad de hacerme con la zona en su totalidad; hasta que conseguí eso, apenas tuve que anticipar ningún dinero.

Una vez reunido el solar, no me di ninguna prisa en iniciar la construcción; es evidente que ello supuso el tener que pagar los arbitrios durante más tiempo. Pero antes de invertir cientos de miles de dólares, así como varios años en la construcción, yo quería estar seguro de obtener la licencia de explotación del juego. Perdí algún tiempo, pero reduje mis riesgos al mínimo.

Cuando tuve la licencia para aquel emplazamiento, se presentó la Holiday Inn y ofreció asociarse conmigo. Algunos decían: “No los necesitas. ¿Por qué has de cederles el cincuenta por ciento de tus beneficios?”.

Pero Holiday Inn no sólo ofrecía devolverme el dinero que había invertido hasta ese momento en el negocio, sino que además financiaba toda la construcción y me garantizaba frente a cualquier pérdida durante los primeros cinco años. Así que mi elección era esta: o correr yo solo con todo el riesgo y ser dueño del casino en su totalidad o aceptar una participación del 50 por ciento sin exponer ni un centavo. La decisión fue fácil.

En cambio, Barron Hilton eligió un planteamiento mucho más audaz cuando construyó su casino en Atlantic City. A fin de poder inaugurar cuanto antes, solicitó la licencia y empezó a construir enseguida un establecimiento de 400 millones de dólares.

Pero cuando faltaban dos meses para la inauguración del hotel, resultó que le denegaron la licencia a Hilton. Eso le obligó a vender en el último minuto, con prisas y sin muchos compradores entre quienes elegir. Cuando adquirí el establecimiento, lo rebauticé con el nombre de Trump´s Castle, y ahora es uno de los hoteles-casino más prósperos del mundo.


Maximice sus opciones


Me protejo a mí mismo, procurando permanecer flexible. Nunca me ato demasiado a un solo negocio o un solo planteamiento. En mis malabarismos mantengo muchas bolas en el aire al mismo tiempo, porque muchos negocios fracasan por muy prometedores que hayan parecido al principio. Además, y una vez cerrado un trato, presento siempre al menos media docena de planteamientos para que funcione, porque hasta los mejores proyectos tropiezan con algún imponderable.

Por ejemplo, si no me hubieran concedido la licencia de obras para el Trump Tower tal como yo quería, siempre habría podido construir un rascacielos para oficinas y sacar algún beneficio. Si no hubiera conseguido la licencia de juego en Atlantic City, habría vendido el solar a otro promotor de casinos que sí la tuviera.

Posiblemente el mejor ejemplo que pudiera citar ahora es el de la primera operación que hice en Manhattan. Conseguí una opción de compra sobre la antigua terminal del ferrocarril Penn Central en la calle 34 Oeste.

Mi propuesta inicial era construir allí viviendas de renta mediana, con financiación pública. Por desgracia, el municipio empezó a sufrir dificultades financieras y las fuentes de dinero para viviendas subvencionadas quedaron secas.

No perdí mucho tiempo en compadecerme a mí mismo, sino que me pasé a la segunda opción y me puse a promover aquellos solares como lugar ideal para un centro de convenciones. Costó dos años de gestiones y de promoción, pero al fin el municipio eligió mi solar para su centro de convenciones… y allí fue donde se construyó.

Por supuesto, aunque no hubieran elegido mis terrenos, yo habría encontrado una tercera opción para ellos.


Conozca el mercado


Algunas personas tienen el sentido del mercado y otras no. Lo tiene Steven Spielberg. Lo tiene Lee Iacocca, el de la Chrysler, y también, a su modo, la novelista Judith Krantz. Lo tiene Woody Allen, para el tipo de público que a él le interesa, y también Sylvester Stallone, al otro extremo del espectro.

Algunos critican a Stallone, pero yo creo que se le debe conceder su mérito a un actor que apenas cumplidos los cuarenta y dos años ha creado ya dos personajes duraderos, Rocky y Rambo. Para mí, es un diamante en bruto, un genio que actúa puramente por instinto. Sabe lo que quiere su público y se lo da.

A mí me gusta creer que yo también tengo instinto. Por eso no contrato legiones de economistas ni me fío mucho de los estudios de mercado. Yo hago mis propios estudios y extraigo mis propias conclusiones. Creo firmemente en recabar la opinión de muchos antes de decidir. Es un reflejo natural.

Cuando tengo intención de adquirir una propiedad, me gusta consultar a los que residen en los alrededores: les pregunto qué opinan de las escuelas del barrio, de la criminalidad, de la calidad de los comercios. Si estoy en otra ciudad y he de tomar un taxi, hablo con los taxistas. Pregunto y pregunto, hasta que mi olfato me dice algo. Entonces, y sólo entonces, tomo una decisión.

En estas encuestas al azar he aprendido más de lo que podría haberme enseñado la mejor firma asesora. Éstas envían un equipo de gente desde Boston, por ejemplo, alquilan un despacho en Nueva York y le cobran a uno 100 000 dólares por un análisis de muchas páginas, que en fin de cuentas no contiene ninguna conclusión; y además, tardan tanto en terminarlo, que si la oportunidad que uno estaba considerando era realmente buena, seguramente habrá sido cazada al vuelo por otro.

Tampoco hago mucho caso de los críticos, excepto cuando amenazan constituirse en obstáculo para mis proyectos. En mi opinión, casi todos escriben sólo para leerse y causarse impresión los unos a los otros, y además se dejan influir por las modas como cualquier hijo de vecino.

Un día son los rascacielos con la fachada recubierta de cristales, y los elogios llegan hasta las nubes; otro día redescubren lo antiguo y todas las alabanzas van a favor del detalle y de la ornamentación de las fachadas. Lo qué casi ninguno de ellos tiene es el instinto de saber lo que quiere el público. Razón por la cual, si esos críticos quisieran establecerse por su cuenta como promotores, cosecharían fracasos tremendos.

El Trump Tower, por ejemplo, es un edificio que mereció el escepticismo de los críticos antes de ser construido, y sin embargo es evidente que al público le gusta. No hablo de la clase de personas cuya familia hizo fortuna hace 175 años y que viven entre la calle 84 y Park Avenue. Hablo del italiano nuevo rico que tiene una mujer guapa y un Ferrari rojo delante de su puerta. Esas personas, el público de quien hablo, vienen al Trump Tower en bandadas.

Lo más curioso del Trump Tower es que finalmente empezó a recibir críticas favorables. Los críticos no querían admitirlo porque simbolizaba muchas de las cosas que por aquel entonces les parecían mal. Pero al fin ha quedado un edificio tan magnífico, que no han tenido más remedio que reconocerlo. Yo siempre hago caso de mi propio instinto, pero no quiero engañar a nadie: también me gusta recibir críticas favorables.


Utilice sus ventajas


Lo peor que puede pasarle a uno en un negocio es tener una necesidad desesperada de hacerlo. Cuando esto ocurre, el oponente olfatea la sangre, y puedes darte por muerto.

Lo mejor es negociar desde una posición de fuerza, y la posición más fuerte es la que encierra una ventaja. En los negocios, la ventaja se define como tener algo que el otro quiere, o mejor dicho, necesita; o mejor aún, que no pueda pasar sin lo que uno tiene.

Por desgracia, esto no siempre viene dado desde el principio, por lo que muchas veces la ventaja demanda imaginación y labia vendedora. Dicho de otra manera: hemos de convencer a nuestro oponente de que su propio interés está en cerrar el trato.

En 1974, y para convencer al municipio de la conveniencia de autorizar mi acuerdo de compra del hotel Commodore de la calle 42 Este, persuadí a los propietarios de que anunciasen públicamente la intención de cerrar el establecimiento.

Una vez hecho este anuncio público, no tuve reparos en señalar a todos los del concejo municipal la catástrofe que supondría el cierre de un hotel para la zona de la estación Grand Central y para toda la ciudad.

Cuando el Consejo de Administración de Holiday Inn consideraba su asociación conmigo en Atlantic City, mi promoción les interesó porque creyeron que llevaba las obras más adelantadas que ningún otro posible candidato a socio en dicha ciudad.

En realidad, no se hallaban tan adelantadas, pero excepto ponerme el casco yo mismo y trabajar en la obra, hice cuanto pude para que lo pensaran así. En este caso, la ventaja estribaba en confirmar una impresión en la que ellos estaban dispuestos a creer.

Cuando adquirí los antiguos solares del ferrocarril en el West Side, no fue casual que mencionara el proyecto de la Ciudad de la Televisión, y tampoco elegí ese nombre por considerarlo el más bonito, sino que deseaba marcar un punto.

El municipio tenía grandes deseos de evitar que las cadenas de la televisión (y en particular la NBC) abandonasen Nueva York; la mudanza de una cadena a Nueva Jersey habría significado un revés psicológico y económico.

¡Ventaja! No se meta en un negocio si no puede contar con ella.


Mejore su situación


Posiblemente, el concepto peor entendido del negocio inmobiliario es el de la situación, la situación por encima de todo, como si el estar un terreno favorablemente situado fuese toda la clave del éxito. Por lo general, quienes así hablan son personas que no saben lo que dicen.

En primer lugar, no es que sea imprescindible contar con la mejor localización; lo imprescindible es saber negociar un buen acuerdo. Lo mismo que se puede crear una ventaja, también es posible mejorar una situación mediante el uso de una buena promoción y de la psicología.

Desde luego, si la situación es la de la calle 57 con la Quinta Avenida, como en el caso del Trump Tower, no se necesita mucha promoción. Pero aun así, era preciso adelantar un paso más y promocionar el Trump Tower como algo absolutamente fuera de serie.

En cambio, el Museum Tower, situado a dos calles de distancia y construido sobre el Museo de Arte Moderno (más conocido como MoMA: Museum of Modem Art), no tuvo una buena comercialización, no logró alcanzar un “aura de prestigio” y jamás se alcanzaron los precios que se consiguen en el Trump Tower.

Que la situación sea buena o mala es algo que también tiene mucho que ver con las modas. Hágase con un emplazamiento mediocre, y puede mejorarlo bastante si consigue a la gente idónea. Después del Trump Tower, construí el Trump Plaza sobre un solar situado en la Tercera Avenida con la calle 61 que pude adquirir en muy buenas condiciones.

A decir verdad, la Tercera Avenida no puede rivalizar con la Quinta como situación. Pero el Trump Tower había revalorizado el nombre de Trump y, además, con el de la Tercera Avenida conseguimos realizar un edificio muy notable.

De tal modo que nos vimos en condiciones de fijar precios de primera categoría para un público rico que tal vez habría elegido el Trump Tower, a no ser porque los mejores apartamentos de este ya estaban vendidos. Hoy día la Tercera Avenida es un lugar muy prestigioso donde vivir, y el Trump Plaza ha tenido un gran éxito.

Lo que vengo a decir es que la manera de ganar dinero en el negocio inmobiliario no consiste en pagar el precio máximo por la mejor situación. Uno puede arruinarse haciendo eso, como también puede arruinarse si compra terrenos mal situados, por baratos que sean.

Lo que no se debe hacer nunca es pagar demasiado, aunque ello signifique, a veces, el tener que renunciar a una situación muy buena. Dicho de otro modo: la situación sí es importante, pero debe contemplarse de una manera un poco más diferenciada.


Anúnciese


Podrá tener usted el producto más estupendo del mundo, pero no valdrá mucho si la gente no se entera. Existen por ahí cantantes con tan buena voz como la de Frank Sinatra, pero no cantan a no ser en el garaje de su casa, porque nadie les ha oído nunca.

Hay que generar interés, y hay que generar expectación. Está el sistema que consiste en contratar una agencia de relaciones públicas y pagarles mucho dinero para que le ayuden a vender lo que uno tiene. Pero, en mi opinión, eso viene a ser lo mismo que pagar a unos analistas para que estudien un mercado. Nadie le sirve a uno tan bien como uno mismo.

Una cosa que he aprendido acerca de los periódicos es que andan siempre ansiosos de un buen tema, cuanto más sensacional, mejor. Lo cual está en la naturaleza de su trabajo, y lo comprendo. La cuestión es que, si usted es un poco diferente de los demás, o un poco escandaloso, o si hace cosas atrevidas o controvertidas, entonces los periódicos escribirán sobre usted.

Yo siempre he hecho las cosas de manera algo distinta, no me espantan las controversias, y mis negocios tienden a ser un poco ambiciosos; además, he conocido el éxito desde joven y he elegido vivir con un cierto estilo. Todo ello explica que la prensa esté siempre deseando escribir sobre mí.

Con esto no quiero decir que necesariamente me aprecien. Unas veces escriben cosas positivas y otras todo lo contrario. Ahora bien, desde un punto de vista estrictamente comercial, los beneficios de esta notoriedad han resultado muy superiores a sus inconvenientes.

En realidad, es bastante sencillo. Si compro una página entera del New York Times para anunciar un proyecto mío, puede costarme 40 000 dólares, y en cualquier caso el público desconfía de los anuncios actualmente. Pero si el New York Times escribe un artículo de una columna sobre uno de mis negocios, aunque no sea demasiado laudatorio, no me cuesta nada y puede suponerme bastante más de 40 000 dólares.

Pero lo más notable es que incluso un artículo crítico puede ser valioso para los negocios, aunque duela en lo personal. Un ejemplo perfecto de ello es el caso de Television City. En 1985, cuando compramos los terrenos, muchas personas, incluso las residentes en el West Side, ni siquiera se acordaban de que existieran aquellas cuarenta hectáreas.

Entonces anuncié que iba a construir allí el edificio más grande del mundo. Al instante la polémica saltó a los medios de comunicación: el New York Times lo anunció en primera plana, Dan Rather lo anunció en el telediario de la noche, y George Will escribió un artículo de opinión sobre el tema para Newsweek.

La idea del edificio más grande del mundo no agradó a todos. Pero la cuestión era que habíamos llamado la atención, y eso vale algo.

Otra cosa que hago en presencia de periodistas es hablar siempre con toda franqueza. Procuro no mentirles ni ponerme a la defensiva, porque así es como se crea uno dificultades con la prensa, según ha demostrado la experiencia. En vez de eso, cuando un periodista me formula una pregunta difícil, procuro encuadrar el asunto de manera positiva, aunque para ello haya que mudar el tema.

Por ejemplo, si alguien me preguntase qué repercusiones negativas puede suponerle al barrio de West Side la presencia del edificio más grande del mundo, yo hablaría de cómo Nueva York merece poseer tal monumento y de cómo el poder ufanarse nuevamente de ello será una promoción magnífica para la ciudad.

Cuando un periodista me pregunta por qué construyo sólo para los millonarios, yo hago observar que los ricos no son los únicos en beneficiarse de mis construcciones. Explico que doy trabajo a miles de personas que de otro modo quizás estarían en la cola del paro, y que la recaudación del municipio aumenta cada vez que yo realizo otro proyecto. Y no olvido señalar que edificios como el Trump Tower han ayudado a impulsar el resurgimiento de Nueva York.

La clave última de mi estilo de promoción es la osadía. Juego con las fantasías de la gente. Muchos, aunque no sepan pensar a lo grande, sí pueden emocionarse con las grandes ideas de otros. Por eso, nunca está de más un poco de hipérbole. A la gente le gusta creer que tal o cual cosa es la más grande, la más atrevida o la más espectacular.

He dicho hipérbole, que es exagerar sin mentir, es decir, la exageración en su variedad inocente, que es además una forma de promoción muy eficaz.


Devuelva los golpes


Aunque siempre conviene destacar lo positivo, hay ocasiones en que la única opción es el enfrentamiento. Mi carácter es muy llevadero, y me porto bien con los que se portan bien conmigo. Pero cuando alguien me trata mal, o injustamente, o pretende aprovecharse de mí, entonces mi postura, desde siempre, ha sido la de pelear con la máxima dureza.

Con esto, si la situación era mala, se arriesga uno a empeorarla, y desde luego no recomiendo ese género de reacción a todo el mundo. Pero según mi experiencia, cuando uno lucha por algo en lo que cree, las cosas siempre acaban por arreglarse para bien (aunque en el camino haya perdido uno a algunos de los que suponía amigos).

Cuando el ayuntamiento me negó injustamente, en relación con el Trump Tower, el estímulo fiscal corriente que se concedía a cualquier promotor, yo luché ante seis instancias diferentes. Lo cual me costó mucho dinero, mientras todos consideraban muy poco probable que ganase y me advertían que estaba poniéndome en una situación políticamente insostenible. Pero yo considero que el esfuerzo valía la pena, fuese cual fuese el resultado. En este caso, además, gané, lo que desde luego no deja de ser satisfactorio.

Cuando la Holiday Inn, mi ex asociada en el hotel-casino Trump Plaza de Atlantic City, empezó a presentar con regularidad unos resultados tales que situaban al casino en el grupo de los peores administrados del país, no quise admitirlo y la combatí hasta forzarlos a venderme su participación. Fue entonces cuando empecé a pensar en la posibilidad de hacerme con el control de toda la compañía.

Aunque yo nunca salgo dispuesto a atacar, ahora son muchos los que tiran contra mí. Uno de los inconvenientes del éxito es el de los celos y envidias que suscita inevitablemente. Hay personas (a las que yo clasifico entre las perdedoras de la vida) que sólo se sienten realizadas cuando consiguen frenar la labor de los demás. Por lo que a mí respecta, creo que si valieran para algo no se dedicarían a atacarme, sino que preferirían consagrar su tiempo a menesteres más constructivos.


Entregue la mercancía


No se puede engañar a todo el mundo durante todo el tiempo. Puede usted crear expectación, montar una promoción estupenda y conseguir que los periódicos publiquen sus declaraciones, que usted no habrá dejado de sazonar con una buena dosis de hipérbole. Pero al final, debe servir la mercancía, o la gente le llamará un engaño.

Esto me recuerda a Jimmy Carter. Después de perder en las elecciones frente a Ronald Reagan, Carter me visitó en mi despacho y me anunció que buscaba socios protectores para la biblioteca Jimmy Carter. Le pregunté qué cantidad estimaría adecuada y él contestó:

—Te quedaría muy agradecido, Donald, si pudieras contribuir con cinco millones de dólares.

Quedé tan asombrado que ni siquiera supe qué contestar.

Pero esa experiencia también me enseñó algo. Hasta entonces, no había entendido cómo Carter pudo llegar a ser presidente. La respuesta es que, por más que no reuniese las condiciones para el cargo, Jimmy Carter sí poseía la decisión, el atrevimiento y los redaños para osar algo extraordinario.

Esa cualidad, por encima de todas las demás, le ayudó a llegar hasta donde llegó. Pero luego, como es natural, el pueblo norteamericano no tardó en darse cuenta de que Carter no estaba capacitado para la primera magistratura del país, y por eso fue derrotado por amplia mayoría cuando aspiró a la reelección.

Ronald Reagan es otro ejemplo de lo dicho. Es un actor tan hábil y tan eficaz, que supo conquistar por completo al pueblo estadounidense. Sólo ahora, cuando han pasado casi siete años, empieza a preguntarse el pueblo si hay algo detrás de esa sonrisa.

Lo mismo pasa en mi oficio, donde abundan los que hablan mucho pero no entregan lo prometido. Después del éxito del Trump Tower, a muchos promotores se les ocurrió imitar nuestro vestíbulo o patio central, y cursaron órdenes a sus arquitectos para que les sometieran un proyecto. Y cuando recibieron los planos, se pusieron a valorar el presupuesto.

Cuando lo hicieron, descubrieron que las escaleras mecánicas de bronce iban a costar un millón de dólares más, y que la cascada artificial costaba dos millones de dólares y el mármol otro montón de millones. Y entonces cayeron en la cuenta de que todo aquello sumaba muchísimos millones, y de pronto, aquellos ambiciosos decidieron que era mejor dejarlo correr y prefirieron olvidar el atrio.

El dólar siempre tiene la última palabra. Considero que he tenido suerte porque exploto una sección muy especial del mercado, la de la máxima categoría, y por eso no reparo en gastos para construir lo mejor. El edificio Trump Tower me costó mucho en promoción, pero la realidad era que tenía un magnífico producto para promover.


Controle los costes


Aunque opino que no hay por qué dejar de gastar lo necesario, también creo que no se debe gastar más que eso. Cuando me dedicaba a los apartamentos de renta económica, lo principal era construir con rapidez, barato y dentro de unas normas, con el fin de llenarlos enseguida de inquilinos y ganar unos pavos.

Eso me enseñó a vigilar los costes. Yo jamás he despilfarrado el dinero. Mi padre me enseñó que cada centavo cuenta, porque los centavos no tardan en redondearse a dólares.

Hasta hoy mismo, cuando me parece que un contratista se pasa conmigo, agarro el teléfono, aunque sólo sea por 5 000 o 10 000 dólares, y protesto. Algunos me dicen que es una pérdida de tiempo el reclamar por una fruslería, pero yo les contesto que el día que no esté dispuesto a gastar veinticinco centavos en una llamada para ahorrar diez mil dólares, ya puedo ir echando el cierre.

La conclusión es que nadie le impide a uno tener grandes sueños, pero eso carecerá de trascendencia si no logra convertirlos en realidad a un coste razonable.

En la época en que construíamos el Trump Plaza en Atlantic City, los bancos eran poco partidarios de conceder financiación a ninguna promotora, porque casi todos los casinos construidos hasta entonces habían costado decenas de millones por encima de lo presupuestado.

Pero nosotros realizamos el Trump Plaza dentro del presupuesto y dentro del plazo, lo que nos permitió inaugurar el establecimiento coincidiendo con el fin de semana del 30 de mayo, fiesta nacional de los caídos y comienzo de la temporada alta.

En cambio, Bob Guccione, el de Penthouse, lleva siete años intentando construir un casino en el Paseo Marítimo, al lado del nuestro. A cambio de sus esfuerzos, no puede mostrar otra cosa que una armazón a medio levantar y ya oxidada, y decenas de millones de dólares en ingresos no obtenidos y en gastos generales derrochados.

Hasta una obra pequeña puede ser gravosa si no le presta uno atención. Durante casi siete años he podido contemplar desde la ventana de mi despacho los esfuerzos del ayuntamiento por rehabilitar la pista de patinaje sobre hielo Wollman Rink de Central Park.

Transcurrido ese tiempo, se habían despilfarrado millones de dólares y las obras estaban más lejos de su conclusión que el día que comenzaron. Estaban a punto de reventar otra vez el hormigón para volver a empezar, cuando me ofrecí a hacerlo yo mismo. La obra quedó acabada en cuatro meses y costó una fracción de lo desembolsado por el municipio hasta entonces.


Diviértase


Yo no me engaño a mí mismo. La vida es muy frágil y eso el éxito no puede remediarlo; si acaso, sirve para que sea más frágil todavía. Todo puede cambiar sin previo aviso, y por eso procuro no tomarme demasiado en serio nada de lo ocurrido hasta la fecha.

El dinero nunca ha representado un móvil demasiado importante para mí, a no ser como estímulo. La verdadera emoción consiste en jugar la partida. No pierdo mucho el tiempo en meditar si debería haber obrado de otra manera o sobre lo que va a pasar después.

Si usted me pregunta qué es lo que saco en limpio de todos los negocios que voy a describir en las páginas siguientes, no estoy seguro de que pudiera darle una contestación muy convincente. Excepto que me divertí mucho mientras los hacía. 





© Capítulo 2 del libro El arte de la negociación (Grijalbo, 1988) de Donald Trump y Tony Schwartz.




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Orlando Luis Pardo Lazo

Donald Trump parecía un niño abatido al que le hubieran quitado su juguete favorito. Se parecía a mí, desde que se acabó la Revolución Cubana. Se parecía a Orlando Luis Pardo Lazo, desde que salió de La Habana en marzo de 2013. Trump y La Habana: mis amores perdidos, mis pesadillas de exiliado sin nada más a lo que asirse.