¿Un amanecer, o un atardecer?
Ya pronto se va a relanzar la primera novela de Miguel Coyula, Mar rojo, mal azul, por la editorial española Hurón Azul, quienes proyectan hacer lo propio con sus escritos non-fiction, dispersos en varias plataformas. Meses atrás, la distribuidora Vinegar Syndrome restauró y reestrenó Cucarachas rojas. Asimismo, Lynn Cruz, protagonista y práctica totalidad del equipo estable de producción de Corazón azul, ganó el año pasado el premio Franz Kafka con Crónica azul, que tiene como tema central el rodaje de dicha película.
A propósito de la ocasión, la memoria se retrotrae a una pieza teatral cubana, cuyo nombre y autor no recuerdo. Ahí se recoge lo que parece ser un conocido refrán de por allá. Dice algo así como “quien tiene padrino, se bautiza”.
Mar rojo, mal azul cuenta, de una manera discontinua, mediada y polifónica, la disrupción de la vida de Iván Kovelt, un joven con un futuro prometedor, e incluso Azucena, una novia ejemplar. Entra en escena Marina, un misterioso personaje, que ni siquiera parece ser humano. Su inquebrantable rutina, meticulosamente razonada, queda desintegrada tras el evento. En consecuencia, el frágil equilibrio de un mundo flagelado por la lluvia ácida, las aberraciones naturales, deliberadas o accidentales, y el hedonismo desentendido del futuro, termina por ceder. Se da paso así al universo imprevisto y perverso al que pertenecen tanto Corazón y Cucarachas… como La isla vertical.
Esta segunda novela toma lugar en algo así como lo que habría quedado después de la catástrofe de la anterior. Sin embargo, no obedece a las prerrogativas de un argumento tradicional y en eso estriba su mayor virtud. Cabalga entre la voz de Marcos, un patético remedo de protagonista, y un narrador tan impersonal, que solo se interesa por los retorcidos vericuetos de sus propios procesos creativos y cognitivos.
Nunca se sabe si ambos son el desdoblamiento de un mismo ser o si se trata de dos entidades que pueblan un mismo espacio, si es propio denominarlo así. Lo más que se puede hacer, en este caso, es recomendar al lector la audición del himno a las enfermedades mentales que contiene el último buen disco de Black Sabbath, en su formación original, huelga decir. No porque explique nada, sino por su discurrir al son de las voces que en la novela se cruzan, pero más de las veces, chocan entre sí.
Los movimientos obedecen a las dinámicas de alejamiento y acercamiento entre los vértices del triángulo formado por Marcos, Malva y Malú. Como Marina en la “primera parte”, no son tanto personajes, sino la antropomorfización de fuerzas indeterminadas. Estas pugnan entre el ánimo del enfermo de no se sabe qué y un espacio maldito, compartido con otros en las mismas condiciones. A diferencia de su predecesora, así como casi cualquier otra novela, en lugar de un principio rector, o más de un fin, está poblada de personajes y eventos que tienen la muerte por nacimiento. Este no es el inicio de una nueva vida, sino una inmemorial, quizás la de siempre.
Un texto asimismo fragmentario, que conjura imágenes de sufrimiento, pero también desahogo intenso, es Crónica Azul de Lynn Cruz. El relato vanguardista, acreedor del Franz Kafka (2022), no necesita mayor presentación de parte de alguien como un servidor. Se da cuenta no tanto de las vicisitudes, sino del ingenio que se invirtió en la factura del largometraje que protagonizó, detrás y delante de lo que el ojo logra captar. Casi imposible de creer, invierte la acepción común del concepto de milagro, redefiniendo de paso la de sacrificio.
Hace poco conversé mediante una plataforma telemática con la actriz Lynn Cruz y el director de cine Miguel Coyula. Llevo una amistad de varios años con él y hasta ese momento, a pesar de que no conocía mucho más sobre ella, no me cabía duda de que, más que una esforzada y soberbia interpretación en el último largometraje del cineasta, lo que logró fue una hazaña.
Tenía el propósito de guardar registro audiovisual de lo que en un principio concebí como una entrevista para convertirla en la incursión inaugural de mi “vlog”. Se me escapa la traducción al idioma por el que opté para escribir esto. Será porque, como al protagonista de la película de Coyula que más me gusta, se me está olvidando el español.
Para eso, había planeado limitarme tanto como fuera posible a hablar de su narrativa. Sobra quien lo haga competentemente de su cine y, a pesar de que dista de faltar quien se dé a la tarea de hacer lo propio de su producción literaria, quiero pensar que no llegan a ser tantos como en el primer caso.
Una vez concluyó nuestra cita, no se conformaron con haberme brindado varias horas de su tiempo, haciendo además el sacrificio de conseguir un espacio en el que, a diferencia del resto de su contexto vital, el internet funcionara en condiciones mínimamente óptimas. En sentido tan real, como figurado, tuvieron que desplazarse a una dimensión subatómica, como en las novelas de Asimov. Es decir, obraron poco menos que un milagro.
Prefiero no averiguar si fue por nuestro vínculo afectivo, lo mucho que desear que debe haber dejado la grabación, o la dedicación a su trabajo, que atestiguan su obra y recepción, respectivamente. Se infiere que nunca hubo respuesta cuando el narrador de mi cinta predilecta pregunta, viendo en retrospectiva su niñez desde la senectud, sobre si una imagen que le desconcierta era un amanecer, o un atardecer. Quizá no había ni cielo que proyectara ni uno u otro, sino un puro mar sin orilla, donde no se vislumbra más que turbulencia.
Mi impresión no fue muy distinta de la que me causa, por dar un ejemplo, el hecho de que hasta el momento dicha obra y las demás que integran su repertorio no sean referencia obligada en todo lugar donde se vea cine, ni por qué su autor regresó a uno tan incomunicado. Aquí donde yo estoy, quizá no haya nadie que se atreva a concebir condiciones semejantes. Sería lo más comparable a estar en el Infierno.
Tampoco difiere de la que aún tengo al tratar de interpretar inteligiblemente sus novelas, en especial en lo que atañe a mi última referencia. No obstante, no porque haya sido “el llorar y crujir de dientes”. Todo lo contrario. El entusiasmo de haber afrontado la originalidad tan de cerca, quizá en mayor medida que con sus películas, obnubila mi capacidad de hilar coherentemente mis pensamientos al respecto.
No obstante, tampoco es para sacarse los ojos ante semejante visión, lugar común de las piezas trágicas y el etiquetado como “horror cósmico”. En efecto, al inicio de la preceptiva donde se articula esta última tendencia, se proclama la sentencia de que la emoción más arraigada, quizás más “rizomática”, del ser humano es el miedo.
Especificar que entre los muchos temores que flagelan al ser humano, el más grande es el de lo sobrenatural, no es distinto del imperativo dantesco de que quien entra al infierno, debe abandonar toda esperanza. Sin embargo, sobran, entre los que saben, quienes identifican el temor como el peor enemigo del hombre, que es lo mismo que enunciar el antídoto.
Así que escribo esto, que no es un análisis, porque tengo la firme convicción de que hacerlo es posible, aunque no me toque a mí, ni lo que tuve a mano para intentarlo, que no fue poco, sirva para dar ese paso. Por ejemplo, a excepción de Memorias del desarrollo, que tiene como punto de partida la novela de Edmundo Desnoes, la conclusión que en común suelen tener en el conjunto de la obra de Coyula las relaciones humanas es poco decir que se caracteriza por trágica y sumamente dolorosa. A lo mejor calificarla de cataclísmica sería hiperbólico, por apocalíptico y, en consecuencia, “distópico”, que son los adjetivos utilizados con más frecuencia cuando se menciona el conjunto o sus piezas, pero es lo más cercano.
En realidad, ninguno de tales apelativos es suficiente, porque, al igual que a cualquier ser humano, o las células en las que se organiza, le sobreviene la muerte después de una agonía, prolongada por antonomasia. Es inevitable; no obstante las unidades de tiempo en que se cuantifique lo que la mayoría se empeña, aferrándose a los motes, en concebir como una “experiencia individual”.
Es decir, sugieren que se trata de una cuestión “subjetiva” y, por lo tanto, metafísica, que a su vez es admitir como dogmática. Lo más probable es que el fin de la especie sea tan inexorable como el de cada individuo que la integra y las unidades en que por afinidad se agrupan, en graduación ascendente.
Aunque la teología define el Infierno como la ausencia de Dios, el espacio dispuesto de forma tan meticulosamente calculada en pos de crear la imagen que La isla vertical tiene por escenario, existe al punto de que ahí se rodaron películas. Es imposible que se explique lo que ocurre ahí, por abyecto que sin excepción sea, y aunque tampoco haya esperanza, en tales términos.
Además de que eso se ha hecho ya con los macondos, comalas y demás utopías literales o figuradas en Hispanoamérica, ahí para empezar no se dispone de Dios que se pueda conocer. El único cristal que hay para ver más allá de las ventanas cuarteadas es la ciencia; pero, además del mar que se extiende quién sabe qué tanto más allá del horizonte, falta materia en que aplicarse.
No obstante, también hay un orden descendente, y desde el aquí y ahora la vista no alcanza ni el origen, ni la meta. Tan solo pueden imaginarse y, aunque no hay otro material para el ejercicio de dicha facultad que la propia realidad, su vehículo no deja de ser la ficción. Es indispensable para decir algo significativo sobre lo que no deja de estar en su sitio, a pesar de no verse, o tan crudo, que lleve al espectador a cerrar los ojos deliberadamente.
Los términos de la ciencia, el ámbito menos cuestionable del presente en marcha, no se ofrecen por lo mismo como los óptimos, a simple vista. Eso explica que, si hay alguien leyendo esto y acaso no haya hecho lo propio con la narrativa de Coyula, puede tener la seguridad de que le va a contar algo sobre sí mismo, aquí y ahora. El repiqueteo no solo indica la constancia del paso del tiempo, sino también el cambio continuo, uno de cuyos muchos sinónimos es el de mutación.
Dicen al final de una de las entregas de cierta saga, que vio durante los tiempos del VHS solo un número selecto de iniciados, que la música de la vida siempre puede escucharse. La condición, en cualquier caso, es que haya quien lo haga. Quizás se refiere a la misma que Cicerón denominaba “de las esferas” siglos atrás, mediante tecnologías menos obsoletas, aunque más antiguas. Por eso, ni un relato con tan distintas materializaciones a lo largo de los años, donde aparece el formato cassette, trascendido desde hace mucho, puede ser de anticipación.
Tampoco es lo mismo forzar dentro de esta categoría a toda ciencia ficción, rompiendo la simploké, primera interdicción a la que se atiene quien quiera entender, y no solo confirmar sus prejuicios. Posiblemente, también sean estas las mismas razones por las que la actriz terminó su intervención respecto al arduo desempeño de su labor “ecdótica” con Mar rojo, mal azul afirmando que tenía como tema central la pequeñez del ser humano.
Muy a mi pesar, debo admitir que no lo puedo asegurar. Más que la no tan virtual y empañada ventana mediante la que estábamos comunicándonos, mis sesgos de confirmación me llevan a repetir una frase que el Sergio de Memorias…, como de costumbre, profiere voz en off. Sin embargo, la tomo de una secuencia de la recreación de Gutiérrez Alea.
El narrador, quien nunca deja de ser todo un personaje no solo en dicha obra, sino en toda literatura, se despide de un amigo saliendo a Miami a través de una gruesa vitrina del aeropuerto de la Habana. Al quedar separados uno del otro para encaminarse en dirección opuesta, afirma que ni él entendió lo que le decía, ni el amigo a él.
No puedo
El encabezado que se me ocurrió al principio para esta sección fue “Retrato de Lynn”, por la imagen que ilustra la primera edición de Mar rojo…, en vísperas de cobrar segunda vida. No obstante, sugerir cualquier cosa relacionada con el cine o literatura nacional precedente es enunciar lo contrario de lo que es Coyula. De modo que opté mejor por la frase con que Sergio “resuelve” la práctica totalidad de su existencia, al punto de proyectarse hacia adelante, fuera de la ficción que la contiene.
A propósito de los “recursos” interpretativos referidos en el apartado previo, esa fue solo la primera de las tentaciones a las que estuve a punto de sucumbir. Al fin no pude evitar caer en otra. Suele presentarse al tratar de identificar las cualidades de una obra, especialmente aquellas que, como las que nos ocupan, atienden casi a rajatabla a las características de las tenidas por canónicas. Quien a dicha tarea se aboca, termina hablando de sus propios defectos. Es lo mismo que entrar en el Infierno en tanto que se debe abandonar toda esperanza al hacerlo.
Así que no estoy ahora tan seguro de las pocas afirmaciones que parecía haber escuchado durante nuestro coloquio con un mínimo de nitidez, al cotejarlas con mis abismales sesgos de confirmación. Tal interferencia fue lo único completamente claro con lo que entré y me quedé al concluir el trance. La primera fue que el mejor conocido como cineasta canalizó sus inquietudes creadoras, que no es lo mismo que obsesiones, aunque en su caso parece tratarse de un sinónimo, en la literatura.
Asimismo, la madurez y completitud de sus personajes masculinos principales queda determinada por el grado de comunión que consiguen con sus contrapartes femeninas, a pesar de que, como se dijo, los resultados siempre son catastróficos. En esto se parece mucho a una obra clásica que, como espero que ocurra con ambas de sus novelas, no se ha podido adaptar nunca al cine.
Se trata del Asno de Oro de Apuleyo, que, al igual que el repertorio de Coyula, se construye alrededor del mismo tema. No siempre porque se produzca el encuentro, sino porque a veces se evita, como ocurre con el segundo largometraje de Coyula, que en apariencia es la excepción a la “regla”.
Esta comparación tiene como base la organización de los episodios, independientes entre sí, en una estructura que en el ámbito académico se conoce con el petulante término de “fractal”. Se “aglutinan” dentro de un relato mayor que les sirve como matriz, en el que, tal como ocurre con Sergio, a diferencia de las partes que la integran, no hay compenetración con el sexo opuesto, aunque sobra la ocasión.
Por lo tanto, la desgracia se soslaya. Esto tiene como consecuencia que la vida del protagonista se prolongue indefinidamente, pero sin ningún sentido, como la de quien vaga y que, al invertir tanta dedicación en ello, se considera entonces un “vago”.
De modo que es consabido el motivo por el que algunos nunca se equivocan. Falta la razón, pero no porque sobre la locura. Cuando se puede hablar de la coordinación entre materia y forma en un texto con esta propiedad, la literatura que resulta constituye un racionalismo inédito y “de diseño”. No puede compararse el “musgo” de sus obras literarias con los estupefacientes, de cuya procedencia pueda darse cuenta en los mismos términos.
Esa sería la salida fácil, pues hay una diferencia entre la satisfacción inmediata y el daño irreversible, o la solución permanente. No se trata de lo mismo que drogas, como aquellas a las que suelen ser adictos quienes roban dispositivos electrónicos, sin darse cuenta de que ahí se editaron obras maestras, ni de nada que no sea seguir con sus vicios una vez más.
Además, dirían los que saben, que su urdimbre la enclasa dentro de la literatura “sofisticada o reconstructivista”. A pesar de que las operaciones atienden a los presupuestos de la magia y, al tratarse de un autor que se defendió hábilmente frente a una acusación de practicar las “malas artes”, cuando estas se tomaban en serio, se nota que no le daba ningún crédito.
Lo mismo ocurre con la narrativa del cineasta frente a la ciencia, lo que demuestra que no es un adepto militante suyo, aunque mida, calcule y razone con la precisión más meticulosa al elegir los elementos que sirvan para un proyecto determinado. Salta a la vista, literalmente, que su miedo a equivocarse es inconmensurable.
Aunque en este caso, dudo que alguien lo culpe de algo parecido a lo que le endilgaron a quien llaman los entendidos el “prosista” de Madurus, o hacer pasar algo mal hecho como “arte”. Esquemas de organización estatal, por no decir algunos de los imperios más vastos en la historia, han caído, sin perjuicio de qué tanto se proclamaran a sí mismos como “científicos”. Ambos son caminos que conducen al Infierno, en cuanto a su anchura y adoquinamiento con nobles intenciones.
Por ilustrar con un ejemplo aleatorio, no son pocos los que se han dado cuenta que de que la posmodernidad, que agrupa las tendencias de pensamiento concurrente, mejor dicho tal vez modas, supone lo que sus mismos artífices llaman “aparatos ideológicos”. Más que ningún otro, es incongruente con su propio “relato”, denominación también, para muestra, de su propio cuño.
Es en toda regla una ficción explicativa, cuyo material es el mismo de los antemencionados adoquines, sobre los que Coyula flota como por arte de un cinturón antigravedad. La suya, con la que no pretende hacer sentir bien a nadie sin que lo esté, o engañarles, que es decir lo mismo, ni menos domeñar el mundo por sí solo, aunque lo parezca, no comparte dicha condición. Se nota sobre todo en que no discrepa consigo misma, a pesar de ser la que ha sostenido a lo largo de toda su trayectoria, incluso vital.
Desafortunadamente, mis “herramientas” surgen del ámbito de la educación superior en la forma de lo “políticamente correcto”, propagándose en el “arte de vanguardia”, al que la maledicencia, desconcertantemente, aún conoce como “academia”. Más allá de lo que ofrecen, hasta hace muy poco, la orilla opuesta al mar inabarcable, saturado de podredumbre y veneno, quedaba muy lejos, fuera de mi alcance visual.
Los referentes de algunos de los personajes en La isla vertical quizás se pueden identificar en personas reales. También se pueden percibir en otros consagrados de la cultura popular como Jabba the Hut de La guerra de las galaxias, o El mago de Oz. La primera impresión que da, corresponde más bien a estos dos últimos arquetipos. La comparación entre el mundo en que viven, o el “único” que conciben en su mente, y la estructura monolítica donde se desarrolla el argumento, es tan de la fantasía, como la realidad, esa en la que todos vivimos. No se trata solo de la de unos pocos.
Ni les será difícil adivinar si al autor le gustan o no ese tipo de edificaciones, visibles o invisibles, aunque le fascinen, ni lo que no es su obra, aunque tan poca y espaciada. De tal modo, que lo único que queda en ese caso es exponer someramente por qué opté por no explicar estas novelas mediante las recurrencias temáticas del mito, el acervo de perversiones del psicoanálisis, la recursividad respecto a la tradición literaria, o el grado de adscripción o aversión a qué causas, según su saturación de “denuncia” o “promoción”.
Fue esta última la más grande de las trampas que eludir porque son de esta naturaleza los tópicos concurrentes de “debate”, dispositivo además propio de la sofística. El género, el cambio climático —o cualquier otra suerte de ecología— y la deriva de las utopías en totalitarismos, así como el vivo recuerdo de la eugenesia, son el taller de las desocupadas manos del académico.
La “actualidad”, tal como la llaman los periodistas, otro fenotipo que entra en sustitución de quienes sí saben, es el vínculo que liga indisolublemente esta terna. El catedrático y su “acervo teórico” es, si se puede, aún más deleznable que el intelectual, cuya herramienta es el “ensayo”. Dicho formato desplaza la ficción en pos de proyectar una ilusión de armonía universal con su opinión y “ocurrencias”.
Para muestra, solo alguien como yo podía, en primer lugar, ponerse a aconsejar a dos artistas sobre cómo desempeñar su oficio, cuando no hacen más que realizar, nunca mejor dicho y contra corrientes particularmente caudalosas y contrarias, milagros. Ya se dijo renglones muy arriba. Se trata, en mayor o menor medida, de una práctica generalizada en la que se han vuelto muy diestros quienes navegan entre las mismas ruinas en que merodean, en tiempos y “escenarios” que, en el colmo del eufemismo, encima se han de calificar como “especiales”.
Se diría que la acepción de “resolver” que hay por esos andurriales, y que no parecen compartir con nadie, responde a las mismas prerrogativas de dichos prodigios. Aunque es dudoso que alguien haya desarrollado esta facultad al punto que la ejercen ambos.
Es decir, lo que hay ahí no son santos, aunque, según los textos escolares obligatorios en el “mundo libre” —mondo en italiano—, suelen ponerlos en la parte de casa que da hacia afuera. A quien proponga la identidad o la cultura en cualquier conversación no le espera nada bueno, como cuando alguien le pregunta a Sergio qué tipo de cubano es por no tomar café, con todo y ser un ejemplar de una de las especies aludidas. Volviendo al mundo que todos compartimos, tuve por respuesta, al traer a cuento algo semejante con alguien de un país de habla hispana que no es el mío, algo como lo siguiente. “¡Vaya!, sabes de nosotros mucho más de lo que nosotros mismos sabemos”.
Dicha inclinación ya me había costado “perder el tren” que suponía el crédito del prólogo a la primera edición de Mar rojo…, aunque así se suele decir de los de mi edad, como otras frases iterantes, que tienen que ver con el punto de cocción de ciertas gramíneas. Hice una entrevista para no escribir esto y, tan irónicamente como gran parte del humor cuya presencia en su obra, Coyula nunca va a admitir, acabé por hacer ambas cosas. Me consuelo pensando que donde hay humor, hay inteligencia. El doble trabajo toca a quien se gana el adjetivo de “burro”, por salirle los dichos como le salen los suspiros a estos animalitos.
La diferencia entre un escrito para la autosatisfacción de la vanidad, y otro en respaldo del consenso entre “colegas”, en pos del mérito, a pesar de su falsedad, es la misma que hay entre un héroe de guerra y un monstruo, semejante a la que Sergio nunca aprendió desde su infancia. Son “manzanas y naranjas”, como dice la canción del mismo conjunto que quizá explique la causa por la que Memorias no haya salido todavía del oscuro interior de su lata. Hay que separar las chivas de los borregos, como dice cierto libro muy difundido que Coyula seguro nunca va a leer, a riesgo de no llegar nunca a “coger seriedad”.
De manera que hice otra de dichas “precisiones”, de esas que campan a sus anchas en el hábitat de las “mesas redondas”, como en los cuentos de caballerías, en las que he resuelto no volver a apersonarme, esperando se me excuse si es imperativo por “motivos de salud”. Le puse objeciones a Lynn en tanto que Mar rojo… se pueda adaptar a ningún formato audiovisual. Las sostendría, aunque se trata de una obra sin la destreza en el manejo de la morfología y la precisión en elegir las palabras, que se confabulan tanto en sonido, como significado en Isla… La isla vertical se parece en eso a estar en el lugar y el momento preciso.
Sin embargo, en este caso, se trata del sitio donde menos le gustaría estar a nadie, “de todos tan temido”. Esto no se debe al caos, sino a la meticulosa jerarquización, graduación y distribución tanto del espacio, como la palabra que lo materializa. Además, ahí lo que queda más claro desde un principio es quiénes mandan, así como sus fines, medios y justificaciones. Mar… no tiene el sonido arrullador del vaivén por el que Isla… sobresale, a modo de lo que se puede ver en las coreografías a blanco y negro, por decir algo, de las películas de Busby Berkley. Ahí impera el estancamiento, desde el que el olfato casi percibe el recio aroma a pescado caduco, cocido al sol en su jugo, que tiene por principal ingrediente el no muy nutritivo mercurio.
No obstante, “Mar”proyecta no sobre su superficie, sino su fondo, las consecuencias de dos pares de factores, que parecen poder cuantificarse matemáticamente al seguir trayectorias vectoriales opuestas. Al igual que en las películas que toman como base las ideas de Coyula propiamente dichas, por un lado, son las que mueven a quien pretende calcular cada una de las variables, movido por el desmedido e irracional miedo a la equivocación. En síntesis, le domina el miedo a que pase lo “peor”. Por otro, se trata de las propias de quien se rige por el principio, tan racional en su armadura retórica, de que la vida es este momento, entregándose a lo “mejor” que ofrece.
Ante la visión de lo que brilla como solución lógica a lo inevitable, él personaje que atiende a estas características se envalentona, y deja así de considerar el orden como criterio, paradójicamente, de organización existencial. Iván y Remy, aprendiz de proxeneta y pusher quien, a diferencia del protagonista, opera en la oscuridad de la noche, personifican direcciones diametralmente opuestas.
Lo que no pueden es eludir la sorpresa, aún ante una muerte anunciada, como dirían los especialistas en la no menos imaginaria “Latinoamérica”, o los “estudios culturales”. No hay ni en ese mundo ficticio, ni en este de verdad, a quien no le sobresalte la posibilidad, no de la ausencia del final feliz de la vida de cada uno. La presencia de una eternidad de sufrimiento en todas partes es por lo que dejaría de optar cualquiera, si se le da a escoger.
Sin embargo, ni la muerte, tan indistinta, que quizás no vea lo que se lleva, y a la que nadie ve cuando llega, es una reacción que necesita un catalizador, por mucho que se diga que los polos opuestos se atraen. A propósito, como lo asegura toda mediatización de la realidad concurrente en la Tierra, en la ficción “futurista” de Mar…, la realidad mediatizada da fe de que, más bien, no solo se destruyen a sí mismos, sino todo lo que quede en medio.
Al tratarse de dos proyectiles que van hacia delante, aunque sus respectivos cañones hayan quedado a espaldas el uno del otro, el tercer elemento es el objetivo al que ambos acaban acertando, aunque buscando el contrario. Aquí es donde las pantallas de todo dispositivo que las tenga muestran las barras de colores, aunque desde la página en blanco y negro.
Se diría que la explicación a lo que, en un principio, se ofrece al final como el caos total, es que cada uno dispara a lo que el que está atrás debería apuntar, al blanco del otro. Mas se trata de dos fuerzas femeninas, tan contrarias como las masculinas, que, no obstante, pugnan por el veredicto de una sola de estas últimas. Pitágoras es, en teoría, tan solo el primero en articular un principio tan eterno, como aquel del fin o el comienzo del sacerdocio de Melquisedec.
Tan conocido es, como el de que en un mundo redondo es inevitable encontrar lo que se ha perdido, o se ignora deliberadamente. Se aplica la Regla de Tres en un total de cuatro variables, en la que una sola no se conoce —quizás ni a sí misma—, para desentrañar sus secretos. Se diría que la certidumbre y el misterio, materializados en Azucena y Marina, se ofrecen como las únicas alternativas; mas se trata en realidad de factores, constantes y sonantes. Si se busca el resultado, entonces se hace la operación. El producto, o su falta, queda irremisiblemente alterado por el orden que se les pretenda dar.
Hay otra razón por las que pueden salir en los monitores las barras de colores, como cuando una transmisión se ve interrumpida por un ataque terrorista, o dráculas de otra especie. Tal vez ondeen semejantes banderas, como cuando se cancelan eventos, que en esta existencia de auténticas virtualidades es a lo que, a fin de cuentas, se reduce la vida humana. Trazar tal esquema de “interpretación”, como cuando en la mitología del presente y religión de la historia, se trata de evitar el destino, supone haber alcanzado el inicio en lugar de la meta.
Es decir, hubo ya quienes vieron triángulos formarse hasta entre los protagonistas, visibles o invisibles, de El Quijote, al modo de la Santa Trinidad, o las pirámides, tan frecuentes en las películas de Coyula, ya desde los títulos de cabecera. Y no solo en el acervo cinematográfico del autor, sino allá donde se crea en los dioses, o los haya de cualquier modo, siempre a imagen y semejanza humana.
No es tan grave que, por ejemplo, en el panteón clásico, el dios padre tenga que dictaminar sobre las objeciones que plantea su mujer y hermana; relaciones incestuosas que, por otro lado, no son extrañas al cine de Coyula. La causa de lo que en otro contexto se tendría por desaguisado, son los planes y programas de un héroe, justo lo que en las novelas del cineasta no hay por ninguna parte. Los distintos dioses pueblan los lugares comunes. Dicho de otro modo, sirven para lo mismo, rotos, remendados o “reivindicados”, por diferentes que sean los sortilegios.
Ni lo es que obedezcan al mismo patrón hasta los que hay, de adentro hacia afuera y viceversa, en algunos de los países más aislados y menos crédulos de los que se tenga noticia, que no son tantos los que respondan a ambas señas. Quizá lo más grave es que tanto en los juzgados, como en los programas de televisión que han trascendido su obscena obsolescencia, así como su no obstante meticulosa teatralidad, la misma dinámica se pone en práctica.
Podría atribuir al influjo de potencias semejantes el que, ni soy el prologuista, y seguramente tampoco voy a ser el influencer de Nadie. Entre los muchos títulos a los que Isla… me retrotrajo, cuya mención no pude evitar en pos de ilustrar a quienes, de otro modo, “resolverían” mis dudas, aludí a una nutrida cantidad de títulos, algunos de los que yo mismo solo sé de oídas
La que más lamento es la de un texto mexicano que recuerda a la afamada serie de lecturas para jóvenes Elije tu aventura. Transido por los temas judío y nazi, como suele ocurrir en tales casos, no pasa ni se dice nada, a lo que ni el premio Cervantes puso remedio. Suerte que Coyula sí tiene la pericia técnica para editar, y no solo los galardones, que son algunos, y omitió esa vergonzosa parte. De hecho, le sobra para dar, y no “charlas”, “conferencias”, o “tertulias”, sino cursos magistrales, con o sin comillas.
No puedo decir igual de los miembros de la SOGEM, gremio sindicalizado al que perteneció J. E. Pacheco, autor de Morirás lejos, por ejemplo. Autor de otra novela con tres finales, el discurso de las sociedades gentilicias que lo acogen se pone solapadamente al servicio de los intereses que dicen atacar. Coyula afirma sobre quienes confunden en Cuba las “puntadas”, que le granjearon en otro momento a Yoko Ono el desdén de la crítica, con el arte sustantivo: “Algunos se alinean a un discurso social-demócrata, pero su accionar es neoliberal”.
La existencia de dicha sociedad parte de una especie de estas pensada para quienes saben hacer algo, siguen una rutina y se desempeñan desde una pauta de producción; es una duda que he perdido toda esperanza de “resolver”. Desequilibra la plataforma en que se apoya mi percepción de la realidad al respecto de su dependencia, entre otras, de fuerzas tan ajenas a la voluntad, como la inspiración, para el ejercicio de sus títulos.
Con más ganas, lo hace la que les suele aquejar no solo de los medios, con o sin énfasis, sino las arcas públicas. Al desempeñarse en labores, solo en casos excepcionales, da la impresión de que los reconocimientos que los avalan forman la blanqueada materia bajo la que acaban sepultos. Se tarda al decir en llegar al nombre.
El único referente que le sonó fue el de Memorias del subsuelo de Dostoievski. Duro fue el castigo a mi mórbida curiosidad, misma flaqueza de Lucius, a cuya forma la mayor parte del argumento alude el título de la obra más conocida de Apuleyo, por ver lo que no debo. Me refiero a la visión de una de las partes de la saga, compuesta de un puñado de viñetas dramatizadas, precursoras igual del “formato”. Se hicieron pasar por el ya entonces tan manido del documental. El subtítulo se parecía tanto al encabezado de la novela rusa, como a los de cada una de las que conforman la serie de Desnoes. No había entrado a la pubertad cuando lo alquilé y, dicho sea de paso, ni he salido, por razones ilustradas con ejemplos de locomotoras y arroz.
Aunque tenga menos definición, la imagen del VHS es tan poderosa como para salir en novelas que surgen cuando todo se guarda en las “nubes” o en películas anunciadas con estribillos que obcecan. La publicidad de una de ellas dice algo como “primero, controla tu mente. Luego, destruye tu cuerpo”.
Como curiosidad, aunque en otra acepción del mismo término, dicho artefacto audiovisual no hubiera sido posible sin la desinteresada colaboración de la entonces pareja del responsable. Apareció no solo en las escenas más problemáticas, sino a pesar de los momentos menos despreocupados del rodaje, tanto en idea, como ejecución.
La “Madrina”
Me llegó tarde la idea —como lo atestiguan siete años tan largos, como los que transcurren a quien sobreviene un “salamiento”, para acabar la escuela—, cuya articulación, obviamente, le tocó a alguien más, de que la razón seduce más que la apariencia. Esa que afirma también lo de que razonar la literatura es más exigente que hacerlo con la matemática. Al tener que transcurrir dicho período, tan “especial” para mí, como el de la adolescencia, y que solo se iba a prolongar un año, me veo inclinado a creer en los milagros.
Si no se proyectan en la oscuridad más densa, no son tales. Era lo único que me podía servir para manipular estos materiales, tan peligrosos como el mercurio, o el uranio. Tenía que perderles miedo a los artefactos, ubicuos desde el “cine de vanguardia”, hasta el “terminal”, que a su vez se desprende del que emula al documental. En este caso, me topé con uno con forma de órgano vivo, pero que despide un arte sustantivo, como la música de las esferas, y no adjetivo, como el ruido blanco, al que basta ponerle nombre para darle “concepto”. Siempre se corre el riesgo de que le pase a quien intenta ejecutarlo, como al burro que tocó la flauta.
Y esto aprendí. Si se quiere hacer reír a Dios, la forma de lograrlo es contarle los propios planes. Asimismo, se trata de poner más atención, en la mayor medida de lo posible, a lo que no hay qué decir que a lo que sí, aunque en mi caso lo más seguro es que no haya forma de evitarlo.
A propósito, con el encabezado de esta sección sí me refiero a quien hubiera querido con el de la segunda, pero me atengo al criterio propuesto en el párrafo de arriba. Aunque se ofrecieron a la imaginación muchas razones para mi elección, se puede entender mejor enunciando las equivocadas. Regresando al tema de Isla… y Mar…, una salida aún más fácil al compromiso de escribir algo como preámbulo para la entrevista, cuyo enlace se incluye, hubiera sido equiparar cualquiera de ellas a otros infiernos registrados antes en la literatura.
En efecto, hay conflicto, sufrimiento, acoso constante de los demonios, fantasmas, monstruos y demás seres abyectos que suelen poblarlos, así como, por fin, el logro del cineasta de desproveer ambas obras de todo atisbo de humor que no tenga lo suyo de enfermo. Además, tracé un esquema para intentar entender a los personajes, donde se proyectan como en un espejo los altibajos en las relaciones de los dioses o, más bien, viceversa. Ambos lugares, pues hay una disposición del espacio que acusa la mayor planeación, no pueden implicar nada trascendente por lo también ya argumentado.
Con el advenimiento de la psicología y el destronamiento de Dios silo para que el Inconsciente ocupara su lugar, tampoco lo hay para las patologías sexuales del idealismo germano-protestante, especialmente las de Edipo. Es como quererse curar la mordida con los pelos de la misma perra que la infligió. Además, Deleuze y Guattari, como toda policía y peregrino al Averno, ofreciendo una solución a un problema tan eterno como la existencia de este peculiar sitio, lo hicieron no solo arraigar, sino echar brotes por los “rizomas” con más ahínco.
Esto supondría un problema tan grave, que hubieran supuesto una salida a la superficie de las antemencionadas criaturas del lugar del castigo eterno, sin que por ello aprendan, de un momento a otro, a dejar de hacerlo con las conciencias de quienes habitan la realidad.
Los que se aventuran a hollar el subsuelo, o subdesarrollo, sin haberse muerto, pues observa la propiedad de la polionomasia, travesía de la que normalmente vuelven, lo hacen en pos de una mujer. Aunque, al tratarse de lo que los entendidos llaman “arquetipos”, como el mismo Lago de Fuego, ostentan múltiples nombres —desde Alcestis, hasta Beatrice, Gretchen o Margarita—, suponen asimismo lo que los mismos que saben denominan también una “función”.
Irónicamente, no sirve una vez que se le quieren hallar sinónimos en un contexto determinado, y menos en una época tan remota, que se ha de juzgar con menos dificultad en proporción directa de su lejanía. Se trata de lo que los que, entre los que saben lo que dicen, a lo mejor no lo reflexionan tan bien antes de hacerlo, se conoce como el Eterno Femenino. La posibilidad es de dar tanto miedo, como risa a cualquier dama que le digan, por ejemplo, “esta obra maestra la tenía pensada para ti, desde antes de conocerte”.
Tanto como ninguna mujer deja de morir, ni sufrir dicha eventualidad después que le salgan alas para salir volando, no habrá una que no diga que eso lo dicen todos los hombres. Cada vez dejan de creer más pronto en los cuentos de hadas. Ahí, nunca falta una que, cuan si las hubieran llevado a bautizar en un mundo tan lejano a la Sana Doctrina, como aquel en el que se ha insistido, atiende al apelativo de “madrina”.
Además, al igual que los dioses, las hadas hacen lo mismo donde quiera que haya mención de ellas, menos aparecerse. Esto es tan verificable, como que lo que fue religión antaño, mitología es hogaño. Es tan cierto que no todo lo que sale de las aulas de la universidad es ciencia, ni que todo lo que se proclama científico es oro, como que no todo lo que brilla es verdad.
Si bien también es cierto que el resultado de la digestión se impone como lo que es a las apariencias que se le quiera dar, aunque Coyula es de los pocos que no temen dejarlo claro, lo que, con todo lo que se atestigua, por decir, en Crónica Azul, ya debería habérsele quitado. No obstante la alquimia o prestidigitación que se haga, no deja de ser inoperante, por mucha fe que se le haya tenido tiempo atrás.
Se desatan reacciones en cadena, como el querer ver autobiografías en lo que solo ofrece como evidencia, adjetivar como “Drácula” a Coyula en su primera aparición en escena, a falta de actores, según asegura él mismo. La tentación es casi imposible de resistir para quienes, en general, ven en su última película no solo los colores del lábaro patrio, sino mención explícita del nombre con el que el lugar que representa aparece cartografiado. En particular, menos si se sabe que ese papel, no el de sí mismo, sino el del caso número 1 de los vampiros, fue el que le tocó representar para su proyecto final en la escuela de actores.
Se hace casi imposible no hacer una “lectura” biografista y, al tratarse de la identidad como se entiende ahora, en el sentido de que “es vida”, nacionalista y, en consecuencia, “neocolonialista”, y todos los “istas” tan por haber, como “ismos” habidos en los 20. Los personajes en Mar… están tan basados en las amistades del autor en la vida real, como el que no sea casual que se le llame Isla… a una mole tan estratificada.
Se trata de la misma que tiene la mar por cimientos, y el salitre no acaba de desmoronar y, a su vez, da nombre a una que es menos factible que se caiga, y evoca otras que no lo harán por erguirse de espaldas al cielo. Lamentablemente, en el caso de la narrativa de Coyula, eso supone irse por el espejismo, aún frente al oasis, como quien se saca los ojos para no ver lo mejor, por su abundancia. La riqueza es tal, que basta una sencilla demostración.
Al ofrecerla, no se debe olvidar que, para nacionalismos, todos los tenemos en la misma medida que, como dice Kant, el gusto es subjetivo y universal, por no mencionar ciertos apéndices que compartimos no solo con los de nuestra especie, sino con el resto de los animales. Tan solo en mi vecindario hay tres casas para jubilados que recuerdan mucho al viejo edificio. Quienes frecuentemente no tienen otra salida que habitarlas, lo hacen a falta de familiares, o cualquiera con quien tengan lazos afectivos.
Suelen no tener más compañía que los recuerdos que, como los fantasmas, se le asignan a cada quien por separado. Esto no difiere tampoco de la situación de Marcos, frecuentado por Lucas que, en esto, se parece tanto al destinatario de los poemas de Antonio Machado. Las novelas del “realismo mágico”, en las que no hay lindes entre ultratumba y el mundo, tan del gusto, por cierto, de líderes aislados que parecían inmortales, tienen más de utopía que de poesía.
Por lo mismo, a diferencia de Isla…, abundan, en detrimento tanto de sí mismas como de la vista. Aunque nunca queda claro cuándo, después de que a Lucas manos anónimas lo cuecen a arponazos, se convierte en un espectro. Entre su mitad serbia e israelita, lo que sí que es y siempre ha sido, no se sabe cuál de las dos lo mató. Tampoco se sabe en el poema que dirige Machado a algún españolito, vaticinándole que una de las Dos Españas le ha de helar el corazón, a cuál de ambas se le ha de atribuir el crimen. Al no haber mención ni exaltación de las costumbres, gastronomía, bailes, música, u aspecto calificable de “típico” en la obra respecto al acervo de las nacionalidades del personaje, se puede sustituirlas tanto como el título al poema del sevillano.
Es decir, si por parte de la nación se entiende la que hay de cierto país de origen en el extranjero o, por la mitad de esta, la que corresponde a las mujeres, suena igual si se pone México y EE.UU., o se cambia el gramema “o” por el de “a”. Ya si se usa “e”, sería una cuestión más que de “género”, de mofa y remedo. Concuerda aún más con el diminutivo el gentilicio del primer país aludido aplicado a quienes, como de mí, se puede decir que por andar acá, no hacemos patria. No tiene ciencia darse cuenta de que Isla… cruza “transversalmente”, de polo a polo, los límites de una cultura determinada, y el concepto mismo de “patria”, como los “rizomas”.
No podría serlo hablando solo a sus paisanos, ni desde un guion de cine, “hibridado” en novela, aunque decirlo sea nomás para venderlo, con la excusa de difundirlo. Si fuera un guion, ya se habría llevado a la pantalla, o a aquel lugar desde el que, al presionar la tecla de “borrar”, ya no se vuelve. Especialmente cierto es respecto a Mar… que ninguno de ambos ha sido el caso. La característica principal de la literatura es la ficción, que es una realidad carente de operatoriedad fuera de su estructura. Aunque algunos lo discutan, puede ser, en tal caso, un libreto de cine.
No obstante, ambos textos de Coyula, además de su “redondez”, “circularidad”, “cierre circular” u otra pretensión de reinventar la rueda, cuando se lleguen a “adaptar”, darían más bien pie a una recreación, sobre la que cabría hablar de otra obra distinta. No puede ser en ese caso una extensión de la original. Tal forma obedece a una facultad propiamente literaria, más estimulante que la de despertar emociones, si se invierte el esfuerzo. Al menos en cuanto a la narrativa de Coyula, brilla no por su “carga emotiva”. En cambio, lo hace por su inteligibilidad, aunque se trate de un razonamiento inédito, al que los esquemas concurrentes no sirven en pos de una explicación, en su justa medida.
Se trata del mismo oficio de poeta, que sobrevive al paso del tiempo. Aunque parezca que sí, cualquier semejanza con la de Machado, confitada de salitre y herrumbre, es mera coincidencia. Se acabó convirtiendo en la materia prima de fábulas, que sus coterráneos, como León Felipe, presumían conocer en su totalidad. No obstante, para la memoria histórica concurrente, tan paquidérmica para cualquier otro fin, no supuso ningún aprendizaje.
En la página 68 de Isla… se enuncia así, en sus propios términos, los más claros de los que en este caso se disponen: “La poesía no puede traducirse, y la belleza del dolor solo vale para escribir”. Ni el Infierno es un texto, donde quepa ninguna especie de kalokagathía o simploké, ni una traducción simultánea es posible al empleo que aquí se hace de la palabra escrita. Un artefacto no puede a la vez ser órgano vital e instrumento musical. Estas son imágenes que solo puede conjurar la literatura, más precisas que las que se trazan en un plano cartesiano, y expresivas que cualquier manifestación emotiva, por intensa que sea.
Al respecto, lamento nuevamente no haber estado de acuerdo con la intérprete de Corazón… No me atribuyo la razón cuando discutimos sobre la posibilidad que planteó de una adaptación en dibujos animados de Mar… Sin embargo, destacó la que, ahora que lo reflexiono, supone la propiedad que más cabe tener presente de la novela.
En primer lugar, uno de los recuerdos que más atesoro de los ya remotos tiempos en que el cineasta y yo coincidimos allá en el paradisíaco y hospitalario Jackson Heights, fue el descubrimiento de la animación cubana. Ciertamente, gran parte, si no la totalidad, de lo que el ICAIC produjo en este formato sigue la misma ruta. Sin embargo, su impecable factura recuerda más al grado de elaboración y precisión de Coyula, que a la atribulada producción cinematográfica propiamente dicha del país, durante el Período Especial.
Y me atrevo a asegurar que ese trabajo luce más en Mar… e Isla… que en su cine, dependiente sin remedio del referente visual, en tanto que prescinde de toda recursividad y recurrencia, logrando la heterología en su estado más íntegro. Dicho de otro modo, no solo cada palabra está cuidadosamente calculada en pos de una idea y el puñado de temas que pueblan la obra del cineasta en su conjunto.
Esto lo puede entender, si se olvida de lo que está esperando, desde un frecuentador de cineclubes y presentaciones de libros, hasta un inmaduro coleccionista de ejemplares de Selección Terror Bruguera y serie B ochentera. Lo peor es que puede que los que queden atrapados en medio del amplio rango de lectores posibles hallen, espantados, que tienen más en común de lo que se atreverían a admitir. Nada más aterrador que la visión de uno mismo.
Hay, ante todo, originalidad. Tal vez habría que esperar sentado a que alguien le reconozca un valor, pues no se puede entender en relación con lo hecho previamente. Desde una perspectiva más optimista, es tan única en su especie, como los casos resultantes de los experimentos de DNA-21. Existen por el afán de sus creadores de ejercer un control total sobre las variables, y para escapar, sin embargo, cada vez que se les tiene a tiro, como un pescado de río al que se quiere agarrar con las manos enjabonadas.
De modo que solo alguien como Lynn pudo haber puntualizado en la materialización de una imposibilidad. Nadie hace converger energías tan puras corriendo desbocadas en sentidos opuestos, como lo fue el advenimiento del Período Especial, justo al inicio de la adolescencia de una generación que, no obstante, vive en el mismo domicilio para contarlo. De otro modo, pudo haber sido una tragedia peor que la de Chernóbil, causada por la fisión nuclear y constricta solo a una parte del mundo.
No obstante, solo fue la tan temida y vaticinada fusión de los polos, tan confinada a la literatura, como en la historia quedó la posibilidad de la Tercera Guerra Mundial, con Pinar del Río como punto de partida. Y a propósito, aunque la actriz no se lo acabe de creer, y lo piense cuantas veces sea necesario antes de volver a ponerse a las órdenes de un artífice como Coyula, las probabilidades favorecen a este último. Es tan difícil imaginarse a alguien más al intentar visualizar a Marina, catalizador de la desdicha en Mar…, como imposible hacer lo propio con alguien más en Elena de Corazón… Sería mucho soñar, y nadie quiere tener pesadillas, sacrificando con ello el descanso a sus esfuerzos, y habiendo quien las personifique. Cruz no es tanto intérprete, como una fuerza natural en bruto. Ningún ser humano es capaz, en su sano juicio, ni mediante sus propios medios, por grandes que sean, de haberse ganado tan a pulso el Premio al “Ensayo” Franz Kafka 2022. Hasta en la nomenclatura le quedó chico.
A diferencia de las novelas de Coyula, Crónica azul no solo no es un viaje, se trata de una temporada en los rincones más apretados del Averno. Como se ha dicho, a la partitura parecen sobrarle instrumentos con que interpretarse, pero siguen siendo tanto o más insuficientes, como al pretender hacerlo con la narrativa de Coyula. Por añadidura, se corren riesgos aún más graves, si cabe. El factor sacrificio, comparable al que estuvo apenas a punto de realizar Abrahán en el Génesis, adquiere aquí un significado inédito, más allá de la imaginación, siempre rebasada por la realidad.
Al no tratarse del emprendimiento de una trayectoria hacia abajo (katábasis), sino de un cauteloso regreso a la superficie, a riesgo no solo de sufrir una narcosis, sino quedarse sin oxígeno en el camino, es inevitable pensar en los héroes épicos. En este punto, debe tenerse en cuenta que Cruz goza de una amplia experiencia en el ámbito teatral.
En calidad de refuerzos, aparecen en escena sus antecesoras de linaje, con el fin de inmortalizarse, incluso regresando de ultratumba, como si ahí ya no hubiera sitio. La reunión convoca asimismo a las Furias y las tentaciones, marchando juntas como un ejército o turba de feministas radicales, desde la Anábasis de Jenofonte, hasta la Ifigenia de Eurípides.
La primera es, al igual que la obra de Cruz, testimonio —pues en ese entonces no había “ensayos” con que confundirlos— de que la hazaña no es alcanzar un lugar determinado, sino atravesar el camino de regreso a casa. Sin embargo, tratándose de una de las empresas verificables más costosas y osadas que registran los anales de la humanidad, es susceptible de trivialización.
Lo digo, porque hay alguna película cuyo argumento observa semejanzas y, al igual que, por decir algo, la Isla… de Coyula, toma lugar en un futuro indeterminado, aunque no muy lejano. Por supuesto, la diferencia es que aparecen las Furias. Tales deidades son propias, como la antemencionada tragedia, de las sociedades primitivas, donde imperan el mito, la magia, la religión y la técnica. De ello, dan fe su atavío y armamento de peloteros. Las tribus o proles, autistas y endogámicas, hacen ostentación de no pertenecer a la historia y atenerse al dogma, religiosamente observado.
Para colmo de males, el argumento de la pieza de Eurípides, de donde escaparon, toma lugar en la actual península de Crimea, antigua Unión Soviética, que parece no haberse enfriado con el paso de los siglos. Encima, el autor del Fausto, no conforme con instrumentalizar en dicha obra al “eterno femenino”, reincide al actualizar, tanto como se podía en sus tiempos, la del vate griego.
La protagonista es una sacerdotisa, tal como se rumora de cierta autora mexicana de crónicas a quien los editores le respetaron, en cambio, la denominación del formato. Las connotaciones con las prácticas religiosas de los afrodescendientes se integran no tanto a las costumbres del “pueblo” caribeño, como al currículum de la academia anglosajona. En ello hay una coincidencia.
A la escritora que antecede en el género a Cruz le apodan, entre otras cosas, como versa el encabezado de esta sección. Nadie creería el, para colmo, “relato” que se presenta a la vista como fragmentado y caprichosamente dispuesto. Así que cabe recalcar que el título de este pasaje es más bien por lo de las hadas, aunque en este punto no se trata de ningún cuento de dicha especie. La actriz y el director no hacen otra cosa que prodigios.
Luego, hay la dificultad de que Eurípides, al igual que la actriz, fue tremendo innovador formal, pero por lo mismo, no se le premió nunca. Cabe insistir en que tampoco hay nada que ver ni con el “hades”, ni el “hado”. Como dice en boca de Escipión otro dramaturgo, “no tiene aquí Fortuna alguna parte, cada quien se fabrica su destino”.
En otras palabras, salir del Infierno no queda en manos de ninguna entidad metafísica a la que haya que ofrecerle sacrificios, sino de la capacidad para “resolver” las trabas para el cumplimiento de un propósito. Donde la fe se ha vuelto tan ciega como la justicia, y cada vez se incurre más en lo que la misma teología tiene como el pecado contra el Espíritu Santo, el milagro es tener tan claro lo que se busca, como que la razón precede a lo que uno cree.
Entonces, la magia, por infrecuente, es saber que una idea no se opone a la otra, sino que se conjugan. No hay ningún pasaje en la crónica donde Cruz choque los talones de sus zapatos rojos, repitiendo que “no hay lugar como casa” —por cierto que en su caso sea—, ni se profiera conjuro semejante. No hay nadie, pues, que baje al Seol y viva para contarlo, tanto como quien se lo crea. Basta la mención de la última baza que se me ocurrió para dar cuenta de este auténtico fenómeno literario, así como su crasa improcedencia. Dicho último recurso tiene que ver con que casi todo lo que suelo escribir se relaciona con los “zombies”, único mito de la Modernidad, según los que colaron los “rizomas” al acervo de la terminología especializada.
El lugar donde se originan, según los que afirman que la realidad miente cuando no corresponde a sus modelos explicativos, queda también en el Caribe, lo que lleva a más de uno a pensar que las partes que lo integran son distributivas, como en una caja de chocolates. Conciben que cada una de las piezas sirve para lo mismo, como dichas criaturas, aunque lo suyo no sea un servicio, negando y afirmando selectivamente no lo que hay, sino lo que hubo.
Tan solo el Asno de Oro, otra Anábasis, está poblada, como un fragmento muy apreciable del resto de la tradición literaria occidental, de muertos vivientes. Sin embargo, no falta quien ubique su epicentro en un lugar específico del mundo francófono —que no planeta, universo, o multiverso—, muy cercano a las locaciones de Corazón… Tampoco falta quien, con la buena y adoquinada intención de sintetizar esencias, cuan medicina genérica o fragancia “alternativa”, o los corsarios, cuyas naves tenían el área por hábitat, se ponen a cantarle himnos. Himnos, así como los “nacionales”. El resultado es “lo mismo, pero más barato”.
Queriendo reclamar como propios los ídolos ajenos, reafirman que los suyos son para lo mismo, especialmente los que caen del cielo a la velocidad del rayo. En casa del herrero, cuchara de palo, y en la del palero, letrero de “no hago milagros”. Algo así habían intentado escritores como Hernán Migoya con su Una, grande y zombi, a propósito de la exhumación de los restos de Franco. Al parecer, se ha instituido, como el mismo Vudú, en toda una tradición allá en España, pues a los del Caudillo siguieron los de José Antonio, hace apenas semanas.
En ese caso, mejor no sucumbir a las tentaciones para no tener que aguantar luego a las Furias. Tampoco decir la Hispanosfera es lo mismo que evocar el último de sus restos, por mucho que se hable en los mismos términos. “No profanar el sueño de los muertos”, dice otro título de por allá, dirigido no obstante al mercado donde todavía se compra que hacerlo tiene consecuencias. “No confundir la amistad con el negocio”, versa el refrán que enseña, sobre todo, a discernir entre el cliente y el amigo o, lo que es lo mismo, la realidad de la fantasía…, o la ciencia-ficción, de la ficción-ciencia.
Así que por mucho que el burro tocó la flauta, esta no hizo lo mismo que el corazón, especialmente al no estar en su lugar. Mirando al rincón donde tengo arrumbado mi acordeón, mi imaginación echó a volar, pero no por mucho tiempo. Al tratarse esta lo que de primera intención sería la entrevista inaugural de mi canal de YouTube, decidí aludir con el título a quien no dudó en prestarse para dicho cometido. Nada mejor para la ocasión que los títulos del encabezado del video corrieran al compás de las notas del tema homónimo de Nino Rota: El padrino.
No obstante, como cuando a este le pidieron devolver el galardón ganado por dicha banda sonora, a diferencia, sin embargo, de algunos de sus mismos paisanos, aunque por otra “Cosa”, se me informó de un impedimento. La plataforma no iba a sufrir que lo ajeno se intentara hacer pasar por propio, aunque solo se tratase de un préstamo. Di otro atisbo al apartado lugar donde estaba mi instrumento, creyendo que de interpretar yo mismo el, de otro modo, conocido estribillo, podría burlar el control establecido. Mas, al no tener la pericia para tañer el que, un poco al modo de las flautas, también puede decirse que es de aire, no tuve más que conformarme y quedarme con las ganas.
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