Fragmentos del libro El ruido de los libros (Lecturas, voces, caminos) de Luis Felipe Rojas, publicado por Media Mix 305 Ediciones, 2025, y que será presentado por el autor el sábado 28 de junio de 2025, a las 2:00 p.m., en la Biblioteca John F. Kennedy (190 West 49th Street, Hialeah, FL 33012).
Las espinas a un lado de la mesa
Tendrían que pasar muchos años para que yo pudiera leer Estas Navidades siniestras, de Gabriel García Márquez. En aquel exquisito artículo el Gabo despotricaba de la manera occidental de celebrar el nacimiento de Cristo.
No comparto muchas de sus ideas, pero admito la maestría de su prosa, es así. Mientras el macondiano escritor criticaba la avalancha de consumo que se practica detrás de cada Nochebuena hasta llegar al Día de Reyes, miles de cubanos fueron perdiendo la alegría de compartir junto a la mesa lo que pensaban era un acto de comunicación humana sin más pretexto que eso, el compartir.
El acto solemne de pensar o creer que El Nazareno nació un 25 de diciembre, y antes de medianoche, bien vale arrimar el menudo de la cartera y comprar un asado, una botella de vino, y pensar en la familia. Deja sus dividendos comerciales, pero no es ni más ni menos que el acto primitivo de apedrear un animal y verlo asarse entre las brasas, dentro de la cueva.
Insisto en que sigue siendo un acto de comunicación humana, diga lo que diga el Gabo, escóndase donde se esconda para beber esas botellas de whisky que dice haber consumido, según artículos parecidos.
Mis navidades primeras tienen que ver más con la miseria que con la pobreza. Más con la oralidad de mis abuelos y mis vecinos de hace treinta y pico de años, que con cierta parafernalia, brilladera y jolgorio que he visto desde hace una década para acá. Pero son mis navidades.
Para mi abuelo Clemente, un canario venido a menos como leñador en una cooperativa pesquera de la Revolución, las navidades se concretaban a un influjo de vocablos que soltaba como un santo rosario: turrones de Gijona (o de Alicante), peras en almíbar, albaricoques, manzanas, vino de La Rioja (“siempre un riojano”, decía, “nada como un riojano”), un pavo, un ganso, o un guanajo, y después, cuando se cubanizó por completo, un puerco asado a la púa y servido en una yagua, ahumado con hojas de guayaba y ron (Paticruzao… y a falta de fondos para algo más digno, aguardiente Pitirre).
¿Navidades o Bacanales? Para los guajiros que me rodearon al nacer, las navidades eran sólo una noche. Lo demás eran unos velones llevados por señoras adustas y luctuosas, una estrella dorada colocada en lo alto de la iglesia del pueblo de Pilón, que nadie se atrevía a prohibir, y un Nacimiento adornado a la manera del cura de turno.
Esa suerte de fiesta pantagruélica fue rodando de boca en boca, y aunque con los años mi familia fue siendo más pobre, mis tíos se encargaron de llevar a cada descendiente suyo el atado de palabras que nos conectaba con el abuelo Clemente, aunque ellos mismos recordaran poco de aquel idilio en un pueblucho arrimado a la Sierra Maestra y maldecido de siempre por los tiroteos entre casquitos y rebeldes, por los llamados desmanes de Sosa Blanco, los otros fusilamientos sin garantías procesales del enero victorioso de 1959, el ahorcamiento de dos delatores y las furias de los nuevos actores del castrismo.
Mi madre se llevó de casa el manual de las libaciones, del hartazgo y las tentaciones, y cada año, cada noche, decía de las navidades. Entonces vine a nacer en un macizo cañero irrigado por el Río Cauto.
Por supuesto, en el año 1971 hablar de Nochebuena o Navidades era una burla a los “10 millones” que no se habían logrado el año anterior, tras una perreta de Fidel Castro encumbrado como Agricultor en Jefe.
Yo sé que ahí se jodieron mis Navidades. En el cuartón, asentamiento o barrio cañero en que nací, no se hablaba sino de la Zafra del Pueblo. Esperar Nochebuena era un sacrilegio, me han dicho, pero allí coincidían los días finales del año y los preparativos para la zafra que empieza con el frío de enero (así es la naturaleza), y mis Navidades se concretaron a la cuota cañera que el coloso azucarero Urbano Noris (San Germán) entregaba a mi padre. A saber: 20 latas de carne rusa, 20 latas de leche condensada, varias barras de membrillo de naranja, tomate o guayaba, una lata de galletas de sal, sardinas en conservas, aceite, varias botellas de ron, chocolate en polvo, en barra, no recuerdo ni puedo preguntar ya por eso…
Seguro había otros productos más. Yo solo recuerdo la mesa atestada con una pila de cosas que venían a paliar la escasez del año, pues, aunque se habla de una abundancia que vivieron muchos citadinos, vivir en un enclave cañero no tenía nada de las bucólicas novelas de Manuel Cofiño o Reynaldo González, en que se describen los campos de Cuba al amparo del socialismo.
Entonces vino el hueco negro en mi cabeza. Perdí el centro de mi familia. Vino una ruptura aderezada con alcohol, golpes a mi madre, y la escapada a un pueblo perdido también. Fue como un pantallazo en negro, porque nunca más oí hablar de navidades hasta entrados los años noventa del siglo pasado.
En Santiago de Cuba, becado en la Universidad de Oriente, una hermosa muchacha me invitó a quedarme en la ciudad ese fin de año y enseñarme otras navidades y linduras que un guajiro nunca había visto.
La Catedral de Santiago de Cuba estaba abarrotada, y aunque todavía estábamos asomando la cabeza por entre las sábanas rotas del Período Especial, la gente vestía lo mejor que podía (ellos, no yo).
Entonces conocí el rito a la cubana: un arbolito con bolitas y cubitos brillantes, unos monitos de yeso, un montón de paja, un pesebre, y un hombrecito de cerámica o a veces yeso (dizque el Niño Jesús, ¡bueno!), y una noche con gente sentada a la mesa orando entre la pobreza, pero rodeados de platos humeantes de congrí oriental, una pierna asada en caldero (mechada con aliños, yerbas y licores), y ensaladas y dulces. No me van a creer que, por vergüenza a parecer más hambriento de lo que estaba, comí poco, pero degusté como un gourmet.
Fue una conversación tranquila en una casa de familia pobre, mas no en la miseria. Habían recibido 50 dólares americanos, cuando no había que cambiarlos en CADECA, y quisieron hacer de samaritanos en el barrio del Tivolí. Estas fueron mis otras navidades.
Después han venido algunos plagios, mis amagos por parecer, por inventar, por salvar una familia que fui armando a base de tropezones. Mi hijo Malcom, a los 8 años ya preguntaba qué haríamos para Nochebuena, y a mí se me pegó la costumbre de buscar un regalo para el 6 de enero, Día de Reyes.
En casa, una vez asamos un pescado y bebimos un vino nacional. No había para más. Era nuestro periodo de vacas flacas, por entonces y como muchas otras veces. En ese tiempo habían liberado a Castillito, un socio del barrio que se implicó en la película de una balsa, un motor fuera de borda y el sueño americano y dos ahogados.
Como a las 7 de la noche, estuvo en casa a traerle al niño un regalo que había aprendido a confeccionar entre barrotes. Nos miramos, mi mujer y yo, y no lo dejamos ir, ni él puso muchos pretextos. Le inventamos que todos los años celebrábamos la Nochebuena y Nueva, que cuánto gusto en invitarlo, y comenzamos a inventarnos nuestras navidades.
Cuando la mesa estuvo lista, pusimos aquel pescado de tres libras servido en una bandeja, rodeado de verduras, ajos, cebollas y otras yerbas aromáticas que tan bien se dan en los campos de Oriente, y oramos. A Castillito se le humedecieron los ojos. Confesó que ahí comenzaban sus primeras navidades, era la primera vez que celebraba una fiesta así en familia.
Nosotros lo animamos a comer y nos mirábamos, tratando de no atragantarnos con la masa blanca de aquel pez, poniendo las espinas a un lado de la mesa.
Un tal Savimbi
Un día de octubre de 1990 llegué como soldado del Servicio Militar (Obligatorio) a la Prisión Provincial de Holguín. En los documentos tenía el apelativo burocrático, castrense, de Soldado de Seguridad Penal, pero el imaginario popular se encarga de poner cada cosa en su sitio: todos nos decían “gariteros”, “7 pesos” (por el salario), “guarapitos”, “reventaos” o, en último caso, “centinelas”.
A solo una hora de habernos bajado a empujones de un camión ruso, tras un discurso patriotero y con la violencia verbal que solo había visto en películas de rangers, nos presentaron a nuestro jefe de Seguridad Penal.
Era un negro prieto, más prieto que mi tío Neno. El tipo por entonces es primer teniente, santiaguero y guapetón, responde al nombre de Eleuterio Reyes Peña, pero al dar la espalda todos le dicen Savimbi, como el militar angolano que se reviró contra los rusos y la morralla socialista que ha terminado dueña de Angola.
Reyes Peña nos advirtió que íbamos a pasar al penal, que no le riéramos la gracia a ningún “recluso” –a los presos les llaman reclusos en la jerga general, en otros departamentos les llaman asegurados, penados y otras denominaciones más.
–Aquí no se pongan a comer mierda. Al primero que les falte el respeto me avisan y le damos su jarabe para que duerma caliente esta noche –nos ordenó el militar.
Lo que vino después fue dantesco desde el adelanto mismo. Había un preso al que todos llamaban Sagüita, porque era de Sagua de Tánamo. Sagüita se había “autoagredido” en la mañana… unos cortes transversales en los antebrazos, un punzonazo en la zona del cuello y, luego de las curas en la enfermería, se fue a su destacamento, ató las puertas de hierro con alambres y le dio candela a una colchoneta rellena de paja.
Para cuando el jefe nos daba el discurso, ya Sagüita estaba bajo el control de los bastones de goma –tonfas–, botas, puñetazos y escupitajos de los sargentos y oficiales de Orden Interior.
El tal Savimbi nos llevaría a conocer la cárcel por dentro, los destacamentos, el comedor, la enfermería y las celdas de castigo. A la entrada de los destacamentos, hay un pequeño salón que llaman Retector, que usan generalmente para poner a los reclusos que llegan o se van; a quienes esperan horas y horas, antes de ir a que les pongan una inyección o les saquen una muela.
No quiero hacerles largo el cuento, pero aquel tour nos lo estaban vendiendo como un privilegio. Las normas de Seguridad Penal en el país impiden a los centinelas pasar al área penal, si no están rigurosamente autorizados o acompañados de altos oficiales y no por sargentos ni mequetrefes de uniforme.
Pues, servido el privilegio, allá nos fuimos el grupo de casi veinte recién llegados de la previa (Preparación Militar Previa). En la puerta surgió un imprevisto, al “llavero” de turno se le había quedado el manojo de llaves dentro de la garita y no nos podía abrir.
Ahí mismo conocimos a Savimbi. Injurias van para el sargento, qué hijo-de-puta-entretenido-estás-comiendo-mierda-a-ver-si-espabilas-pendejo. Creo que le dijo diez veces más cosas, en voz alta, delante de todos los familiares que hacían una larga cola para visitar a los presos.
La paliza a Sagüita tenía que esperar unos minutos, antes de que aquel animal de primer teniente enviara por una planta de soldar móvil a cortar los tubos y las cabillas de hierro.
Dicen que el último mono es el que se ahoga. En un momento, uno en medio del tumulto dijo que por una rendija de la garita cabía alguien que fuera pequeño.
Me quise cagar en mi madre. Creo que lo hice. Medio que me escondía detrás de un jabao de Moa, pero ni caso. El Savimbi me señaló con su dedo largo y cenizo.
Empujaron entre veinte la puerta corrediza y me empujaron a mí por la cintura, las nalgas, y me apachurraron la cabeza hacia el penal. Me metí por la parte alta de la garita y le di las llaves y se metió la manada de muchachos con uniformes reverdecidos y apestosos a sudor.
La bienvenida de los presos desde las altas ventanas fue a base de chiflidos, trompetillas y gritos. Nos decían “carne fresca”, “retoñitos”. A un gigantón de apodo japonés le dijeron “gorda culúa”, hasta que Savimbi se viró para las ventanas y el silencio fue sepulcral. Tanto le temían.
Al llegar a la sección de las celdas de castigo, el militar fue recibido con paradas en atención y saludos marciales. Unos presos le pedían atención médica. Otros reclamaban derechos y le hablaban en términos técnicos por beneficios carcelarios que yo tardaría años en descifrar.
Savimbi llamó a Sagüita, el preso que había cometido la indisciplina y lo primero que le lanzó fue una bofetada. Nos dijo que esperáramos a dos metros de distancia y vimos como lo redujo a patadas. Le arrebató un bastón a un sargento de guardia y le dio por la espalda, las piernas, los brazos y la cabeza.
El preso gritaba, pero no pedía clemencia ni ofendía. Gritaba de dolor, hasta que no resistió y perdió el conocimiento en salpicaduras de sangre, sudor y una espuma amarillenta que se le veía en los labios y los huecos de la nariz.
Lo que siguió fue el tour por los destacamentos y las dependencias del establecimiento penitenciario. No recuerdo casi nada, porque los sollozos de Sagüita se me cruzaban delante. Los bastonazos y las patadas, también.
El recorrido de una hora me pareció de unos diez segundos. Meses después, cada vez que entraba al penal, me parecía ver algunos de sus lugares por primera vez. Así fue el bloqueo mental. Había una peste a comida y a sudor del uniforme de los presos que me iba a acompañar por años. Que no se me iba de la nariz.
No recuerdo cuándo y cómo salimos de ahí ese día, pero me tumbé en mi cama en el cuartel y dormí varias horas, como no había podido desde que me reclutaron obligatoriamente el 1º de octubre de 1990.
La vida da más vueltas que un tiovivo. Volví a esa cárcel siete años después, a visitar a un amigo al que le echaron una condena por vender carne de res.
Diecinueve años más tarde, en 2009, me planté frente a esa prisión a gritar y protestar junto a un grupo de periodistas independientes y opositores, para acompañar a Reina Luisa Tamayo Danger, la madre del mártir Orlando Zapata Tamayo. Fue meses antes de que él comenzara su última huelga de hambre y muriera, pidiendo la libertad de todos los presos políticos cubanos, el 23 de febrero de 2010, en un hospital en La Habana.

¿Cómo podría escalar la guerra entre Irán e Israel?, una conversación con Daniel B. Shapiro
Por Daniel Block
Daniel B. Shapiro ha sido embajador de EE. UU. en Israel y director sénior para Oriente Medio y el Norte de África en el Consejo de Seguridad Nacional.