Cuba: yo y mi circunstancia

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Al principio, durante los primeros intensos meses de la Revolución, tuve la osadía de proponer “yo soy yo y mi circunstancia” a un militante del viejo Partido Socialista Popular.

“Ortega y Gasset era idealista y encima de todo, reaccionario”, me contestó. “No hay tal cosa, todo es circunstancia, el yo es solo una invención del pensamiento burgués. Yo soy circunstancia”.

“Puede ser”, le respondí apabullado, sintiéndome culpable de mi origen pequeño burgués.

Poco después, comencé a escribir mi segunda novela, El cataclismo, donde me propuse expresar toda una sociedad a través de múltiples personajes encarnando las diferentes clases sociales conviviendo entonces en La Habana. Un fracaso total, una narración ambiciosa y fraudulenta donde pretendí entrar en la conciencia, el pensamiento y las emociones de mis acartonados personajes. Nacieron muertos.

Un año más tarde, después de la Crisis de Octubre, descubrí mi auténtica, desconcertada y ambigua voz individual. En Memorias del subdesarrollo intenté expresar el intenso mundo convulso que me rodeaba a través de mi experiencia personal, mi conciencia individual. Y, con el paso de los años, descubrí que muchos vieron y verían la Revolución a través de los ojos de Sergio, el nombre del narrador en la versión cinematográfica.

La novela se sique traduciendo y recientemente se publicó en Italia, Corea del Sur e inclusive una nueva traducción al japonés. Muchos me han comentado que se identifican con Sergio, que lograron participar a través del personaje en los años turbulentos y dulces de la Revolución.

Quiero insistir: no pretendo hablar en nombre de mi generación, ni decir la última palabra sobre la Revolución. Hablaré aquí de mi visión personal, revelaré lo que he pensado y sentido sobre mi vida y mi obra.


https://www.youtube.com/watch?v=O_mHBlwnGPs&t=4309s

Mejor ser cabeza de ratón que cola de león


En 1959, cuando triunfó la Revolución, yo estaba viviendo en Nueva York y trabajando para la revista Visión, una suerte de Time magazine del pobre, un instrumento de la sociedad de consumo norteamericana, dirigido desde Manhattan a hombres de negocio al Sur del Río Grande.

Era redactor de reseñas de libros y crítica de cine. Había escrito, además, algunos artículos sobre la lucha en la Sierra Maestra, favorables a la insurrección, y una entrevista con dirigentes de la clandestinidad en La Habana. Mi filosofía, en el fondo, era marcadamente existencialista; you’re alive, there´s no cure for that, pensaba, estás vivo y eso no tiene cura.

Regresé a la Isla al año siguiente, decidido a integrarme y participar activamente en el proceso revolucionario. Pensé, tal vez, que era mejor ser cabeza de ratón que cola de león. Abracé la Revolución, aunque decidí regresar porque creía en Fidel, estaba convencido de que Castro jamás traicionaría sus ideales de justicia social.

Veinte años después, yo traicionaría a la Revolución. Necesito apuntar ahora la ironía, aunque hablaré de mi deserción más abajo. Solo quiero reconocer la importancia del individuo en los acontecimientos que estremecían la Isla y rechazar todo determinismo histórico. Estoy echándole agua a mi molino.

Mi generación asumió el poder cultural y logré, en alguna medida, contribuir al proceso de transformación social y cultural de eso que llamamos la patria. No me arrepiento, no niego que durante veinte años fui un creyente comprometido. Negar mi participación sería una mutilación. Debo a la Revolución mi desarrollo intelectual y político. No podría vivir conmigo mismo si negara la importancia de esos años en mi visión del mundo.

Sin el proceso revolucionario, no existiría mi novela y mucho menos la versión cinematográfica; colaboré con Titón en el guion del filme que hace apenas unos años fue seleccionado por la crítica en España como “la mejor película iberoamericana de la historia”. Nunca me he sentido, debo reconocer, primero en nada. Pero tampoco me puedo enmascarar, a mis años, de falsa humildad.

El sueño de cambiar la vida, de creer que podemos empezar a partir de cero, fue, aunque tal vez inevitable, el error inicial de la Revolución. Eso de borrón y cuenta nueva no es posible en la Historia. La Revolución, hoy veo, ocupa un luminoso y desgarrador momento de nuestra existencia nacional.

Recuerdo la enorme tristeza que me asaltó cuando contemplé por primera vez la destrucción de la estatua de Estrada Palma en la Avenida de los Presidentes. Solo quedaban los zapatos de bronce del primer presidente de la República, en la base del pedestal.

Ese cubano y tantos otros cubanos, que formaban y constituyen parte integral de nuestra identidad, fueron torpemente derrumbados, borrados. Mi identidad, nuestra realidad nacional, nace con la matanza de los taínos, siboneyes y caribes, con la introducción de la lengua española. La lengua en que nací. Me parió la ciudad de La Habana, no la Revolución.

Mi identidad caribeña, por parte de madre, incluye esclavistas franceses expropiados durante la Revolución haitiana y luego radicados en Jamaica, donde más tarde mi abuelo cubano organizaba la Guerra Chiquita contra España y, en correspondencia, Martí lo llamó: “mi noble Pérez”.

Allí, en Kingston, nacieron mi madre y mi padre. Mi padre Pérez y mi madre Desnoes se casaron en 1916 y vivieron en La Habana hasta morir, en medio de una Revolución de cuya razón de ser no lograron ni intentaron lograr tener la más puta idea.

Todo esto para decir que llevo en la sangre esclavistas y revolucionarios, que viví treinta años en la república mediatizada por Estados Unidos, que sin Grau y Batista y Prío Socarrás y Fidel Castro mi pasado, mi vida, no tendría sentido. Pero la dirección de la Revolución decidió construir el socialismo sin reconocer la poderosa fuerza de un pasado turbulento y dulce. Y en mi vida y mi conciencia abracé el imposible sueño: renacer.

El sueño convirtió a la Isla en una suerte de Nueva Jerusalén, Habana Nueva, Nueva Cuba. En ese espíritu de empezar a partir de cero se negó la importancia de la Confederación de Trabajadores de Cuba (CTC).

“¿Para qué necesitamos un movimiento obrero?”, me dijo una vez el presidente Dorticós, a mí y a un grupo de jurados del premio Casa de las Américas. “¿Quién mejor que la dirección de la Revolución para defender los intereses de los trabajadores?”

Lo mismo ocurrió con el sistema judicial, la contabilidad entre las empresas del Estado (no hay comercio, solo intercambio entre revolucionarios), inclusive durante unos años se dejaron de celebrar las Navidades y el Año Nuevo. Cuba había nacido en 26 de Julio y en esa fecha los niños recibirían juguetes de los nuevos Reyes Magos. Y la Noche Buena tendría lugar la víspera del asalto al Cuartel Moncada.

Hoy, lo que entonces nos pareció una auténtica posibilidad, resuena como una cruel utopía. Y tal vez esa es una de las bellezas conmovedoras de haber vivido esos años. Yo, en mi elitismo cultural, creía, como Rimbaud, en “cambiar la vida”. Escribía sin censura oficial. El “Cree en Dios y haz lo que te dé la gana” del cristianismo agustiniano se convirtió en “Cree en la Revolución y escribe lo que te dé la gana”. Así nació Memorias del subdesarrollo.

Fue un momento de intenso compromiso con el proyecto revolucionario. Durante el Año de la Educación enseñé malamente a leer a tres analfabetos. A partir de la Reforma Agraria, fuimos al campo a cortar caña sin productividad alguna y a limpiar con torpeza terrenos baldíos y sembrar inútilmente gandul en el Cordón de la Habana. El idealismo socialista vivió de espaldas a las implacables leyes de la economía. Gracias a la Reforma Urbana, sin embargo, todos éramos propietarios de la casa en que vivíamos.

Eso fue ayer. Hoy veo con claridad que la construcción del socialismo recibió un rudo golpe a partir de la invasión de Playa Girón (Bahía de Cochinos, para los que querían minimizar la victoria) y la Crisis de Octubre. La economía cancaneaba y la escasez empezaba a sentirse, pero los dirigentes decidieron que exportar la Revolución era más importante que el desarrollo económico de la Isla.

Los combatientes de la Sierra Maestra abrazaron el militarismo de la guerra de guerrillas. Las revoluciones auténticas, sea la Revolución Francesa o sea la Rusia de Lenin, suelen estar dominadas por un vigoroso expansionismo. La guerra de guerrillas, la revolución en Nuestra América, se convirtió en la solución a todos nuestros problemas y los del Tercer Mundo.

En lugar de dedicar todos nuestros esfuerzos y recursos a la tarea de convertir la Isla en un éxito social, económico y cultural, soñamos con una revolución continental a partir de nuestra diminuta y pobre isla. Hubiera preferido ver dedicadas todas nuestras energías a crear un modelo de bienestar económico, social y cultural. Ese modelo era y es lo único que Cuba puede ofrecer, nunca se podría convertir en una potencia mundial. Pero la Revolución en la Isla se creyó una potencia mundial.

Soy culpable de haber participado en ese momento de nuestra historia. En ese espíritu escribí que la victoria de Playa Girón era el equivalente de la batalla de Valmy, la derrota de las impecables tropas prusianas por el zaparrastroso ejército de sans-culottes durante la Revolución Francesa. Ese, y otros disparates puntuales.

Pero Cuba no era un mundo nuevo sino el último intento de materializar un viejo proyecto en crisis. Entramos a integramos al comunismo mundial durante los años agónicos de la gerontocracia soviética, con Brezhnev a la cabeza senil.

Quiero insistir: la Revolución cubana pospuso el proyecto de justicia social y se desbordó en la ilusión de haberse convertido en una potencia mundial. Había descabezado la dictadura de Batista y derrotado al imperialismo en Playa Girón. Cuba se sintió el centro de la revolución del Tercer Mundo.

A partir de la Conferencia Tricontinental en 1966 y la creación de la Organización de Solidaridad con los Pueblos de Asia, África y América Latina (OSPAAAL), la Isla intentó dominar un movimiento que naturalmente debía caer en manos de la China continental.


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No podemos vivir sin la guerra


Todos hablamos de la pureza de los ideales del Che Guevara, de su profunda convicción en la creación del Hombre Nuevo. En El socialismo y el hombre en Cuba (1965) él intentó la retórica encarnación del proyecto. Llegó a la siguiente ridícula conclusión: “El esqueleto de nuestra libertad completa está formado, falta la substancia proteica y el ropaje; los crearemos”.

Pero no se quedó en la Isla para contribuir a crear “la sustancia proteica y el ropaje”. Es ingenuo creer que ya “el esqueleto completo de nuestra libertad” estuviera formado. Se marchó porque “otras tierras del mundo reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos”; pienso que se marchó con delirios de grandeza, sintiéndose capaz de emular a Fidel a nivel continental. Y murió en Bolivia, porque carecía de las raíces históricas y la inteligencia política de Fidel. Fue un auténtico y puro soñador.

Es curioso y revelador que, en su carta de despedida a Fidel Castro, el Che desnudara sus verdaderos ideales: “He vivido días magníficos y sentí a tu lado el orgullo de pertenecer a nuestro pueblo en los días luminosos y tristes de la Crisis del Caribe. Pocas veces brilló más alto un estadista que en esos días”.

No recordó con orgullo la derrota de la dictadura de Batista, no se sintió orgulloso de la Reforma Agraria, no lo conmovió la Campaña de Alfabetización. Pensó en los días “luminosos y tristes” que llevaron al mundo al borde de una guerra nuclear. Sintió la confrontación con los Estados Unidos como el momento más intenso de su experiencia como comandante dentro de la Revolución.

Fidel brilló como estadista arriesgando las vidas de millones de cubanos, el Che vivió con intensidad la arrogante actitud machista del Máximo Líder. Yo me avergüenzo hoy de la peligrosa y arrogante agresividad que padecimos los cubanos durante la década del sesenta.

Pablo Neruda reconoció el impulso belicoso del Che y nos dejó esta anécdota de su encuentro con el Guerrillero Heroico: “Algo me dijo el Che aquella noche que me desorientó bastante, pero que tal vez explica en parte su destino… Hablamos de una posible invasión norteamericana… Él dijo súbitamente: ‘La guerra… la guerra… Siempre estamos contra la guerra, pero cuando la hemos hecho, no podemos vivir sin la guerra’”.

Cuando la Unión Soviética acusó de aventurerismo la guerra de guerrillas en América Latina, respaldada y estimulada por Cuba, Neruda apoyó, con el Partido Comunista Chileno, la coexistencia pacífica con la burguesía latinoamericana. No es solo un comentario al margen, es parte integral de mi historia personal.

En esos días apoyaba la posición radical y tal vez aventurera de la lucha guerrillera para desatar la revolución latinoamericana. Me convertí en agente del proyecto cuando propuse, junto a Fernández Retamar, Lisandro Otero y Ambrosio Fornet, una carta de repudio acusando a Neruda de colaborar con los enemigos de nuestra causa. Colaboré en la redacción de la carta al poeta de Residencia en la Tierra.

Cuando Neruda se enteró del nombre de los redactores de la carta, arremetió contra nosotros: “Me contaron después que los entusiastas redactores, promotores y cazadores de firmas para la famosa carta, fueron Roberto Fernández Retamar, Edmundo Desnoes y Lisandro Otero. A Desnoes y a Otero no recuerdo haberlos leído nunca, ni conocido personalmente. A Retamar, sí. En La Habana y en París me persiguió asiduamente con su adulación”.

No solo conocí personalmente a Neruda durante su visita a La Habana, semanas antes de la invasión de Playa Girón, sino que le serví de chofer varias veces durante su estancia. Recuerdo vivamente que, a raíz de haber acortado su visita y después de acomodar su enorme humanidad en mi diminuto Volkswagen, me pidió que lo defendiera si lo acusaban de cobarde. “Dígales, Desnoes, que me quedaría con ustedes en esta hora difícil, si no fuera por un compromiso ineludible”.

Aún conservo un ejemplar dedicado de Canción de gesta, escribió mi nombre diagonalmente a toda página. Tal vez pensó que era un elogio suficiente, tal vez pensó por un momento en Robert Desnos, el poeta surrealista muerto en Terezin.

Me arrepiento de haber colaborado en la redacción de la carta de repudio al enorme poeta, y no me importa si se marchó por temor a la inminente invasión. Lo cierto es que Veinte poemas de amor y Residencia en la Tierra son libros liberadores, me enseñaron a ver el mundo y penetrar en las metáforas que humanizaron entonces y humanizan hoy mis sentimientos y mi expresión. Aunque debo admitir que el Borges ciego y entrado en años está hoy más cerca de mi conciencia.

Ya que comerciamos y actuamos en palabras, quiero llamar la atención a su uso y abuso dentro de la Revolución. Creo, como Karl Kraus, en la preeminencia del lenguaje. Existo, como Kraus, ins sichere Haus der Sprache, en la casa segura del lenguaje.

Durante más de medio siglo, Cuba ha vivido, ha intentado encarnar en el discurso lingüístico, y su fundamento está en el verbo encendido de Fidel: “nos casaron con la mentira y nos obligaron a vivir con ella, por eso nos parece que se hunde el mundo cuando oímos la verdad. ¡Como si no valiera la pena que el mundo se hundiera, antes que vivir en la mentira!”.

“Viva la eterna amistad entre los pueblos de Cuba y la Unión Soviética”, fue una de las primeras consignas que me asaltó con su vacuidad desde una valla gigantesca al cruzar el río Almendares desde Marianao.

Nuestra amistad fue un compromiso político, económico y militar, no puede existir amistad entre pueblos que histórica y geográficamente no comparten días, ni cuerpos, ni paisajes. Y la única verdad indiscutible es la mortalidad, somos mortales y nada es eterno. Hemos visto el derrumbe de la Unión Soviética. Y el grotesco intento de creer que las palabras pueden crear nuestra realidad social y económica.

La corrupción lingüística es, según el incisivo pensador alemán, la causa de la degradación de los pensamientos y las conciencias. Las personas que escriben y hablan mal, actúan mal. La fraseología, insiste Kraus, impide el reconocimiento de la decadencia espiritual. La fraseología de la propaganda debe desenmascararse.

El pueblo cubano, oprimido por la retórica revolucionaria, se reveló en 1968. En consignas y afiches el poder revolucionario habló de los “cien años de lucha”, años que abarcaban desde el inicio de la guerra de independencia en 1868 hasta el entonces presente 1968.

Frente a la interpretación trágica de la vida, el pueblo propuso la retirada estratégica: “no cojas lucha” se convirtió en la frase de rigor ante las excesivas demandas del proceso. Y desde entonces, el pueblo trata por todos los medios de “no coger lucha”, aunque siguió mecánicamente trabajando, o haciendo creer que trabaja, y acudiendo exhausto a las demostraciones.

En 1970 el gobierno propuso una tarea imposible, una zafra de diez millones de toneladas de azúcar, con la que pensaba dominar el mercado azucarero mundial y traer a la Isla el bienestar económico. Pero fracasó, no tanto por haber logrado solo una admirable zafra de más de siete millones, sino porque la concentración de nuestros recursos en una zafra gigante había producido la ruina en todos los demás sectores de la economía.

La consigna frente al fracaso fue una trampa lingüística: “Convertir el revés en victoria”. A partir de ese momento, la Revolución ha vivido en la retórica revolucionaria frente a los fracasos económicos. (Hasta hace muy poco, pero hoy ni siquiera pretende; las fachadas ya no logran esconder el derrumbe).

Aquí debo admitir mi total ignorancia de las realidades económicas durante mis veinte años comprometido con el proyecto revolucionario. Creo, aunque muchos no compartan esta convicción, que la ignorancia de la economía, del mercado, está en la raíz del fracaso de la construcción del socialismo.

No tenía conciencia de la fuerza decisiva de las consideraciones económicas que hubieran permitido una vida sin dolorosa escasez y con, por consiguiente, libertad de consumo y expresión. Solo durante mis años de exilio he descubierto el espacio y la libertad de movimiento que crea la mediación del dinero; nunca había entendido a Bertolt Brecht cuando habló de la tibieza del dinero.

Los dos más grandes poetas de nuestra lengua ya lo sabían. Góngora, “ándeme yo caliente y ríase la gente” y Quevedo, “poderoso caballero es don Dinero”.

A otro nivel, las palabras me llevaron a una ridícula confrontación con la censura. En marzo de 1971 fui citado por el Comité Central, llamado a justificar un artículo que había escrito para la revista Cuba sobre la imagen fotográfica del Che. Había escrito para justificar la fuerza icónica de la imagen: “Si Francia lanzó a Napoleón, la Unión Soviética a Lenin, Estados Unidos a Superman, India a Gandhi, Gran Bretaña al gentleman, China a Mao, España a Don Quijote y Vietnam al tío Ho, nuestra América ha producido al Che. Así entramos en el saturado mundo iconográfico de la historia contemporánea”.

Me acusaron de haber comparado al Che con Superman. Atónito, dije que la comparación era una suerte de burla al panteón de héroes norteamericanos imaginarios y una defensa de la autenticidad del Che. No creo haberlos convencido, pero intentaron probar mi sometimiento a la iglesia. Me dijeron que dejaban en mis manos la decisión de eliminar la comparación, o publicarlo tal y cómo lo había escrito.

Ni corto ni perezoso, decidí publicarlo sin modificaciones. Era una afirmación ridícula de mi libertad como escritor. Me sentí importante, las palabras tienen una realidad, pero un poder solo indirecto. A partir de ese momento, comenzaron a dudar de mi fidelidad incondicional.

El artículo se publicó en abril de 1971 con todas mis palabras, pero la censura alargó el brazo en la desaparición de una de las fotos que ilustraba el artículo. Una foto exclusiva que pocos conocían: el Che disfrazado entre sábanas de Mahatma Gandhi.

El censor decidió que el Che no podía haberse disfrazado de ideólogo de la resistencia pasiva. Había obtenido la foto a través de una vecina del Che durante sus años en Córdoba. Hasta este día creo que Gandhi y Superman están a la altura del Guerrillero Heroico.

Tal vez Superman, por ser una creación cultural tan importante como el unicornio, sobrevivirá en la sensibilidad de millones de jóvenes. Y no olvidemos a Wonder Woman. Me dijeron entonces descaradamente que la foto del Che como Gandhi se había perdido en la imprenta.


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Sobrevivió la intimidad con la mujer


He hablado poco de la mujer a lo largo de esos años intensos y desgarradores. Pero la decisiva participación de la mujer en mi vida hizo posible la plenitud de mis días y noches. La foto del Che disfrazado de Gandhi se la debo a Magda Moyano, mi compañera durante la convulsa década.

Magda había crecido en Córdoba y había vivido a unos pasos de Ernesto. Su prima, Chichina, era la novia del estudiante de medicina. “Ya yo no tengo nada que ver con ese muchacho”, le dijo el Che a Magda durante su visita a las Naciones Unidas en 1964. “Ernesto ha muerto”. Intentó negar su pasado; no obstante, le preguntó a Magda sobre el perrito, el cachorro que le había regalado a Chichina antes de partir.

El Che le había hablado a Neruda del Canto General pero “Farewell” es el único poema que citó al despedirse de una mujer en Argelia: “Desde el fondo de ti, y arrodillado, un niño triste, como yo, nos mira. Por esa vida que arderá en sus venas tendrían que amarrarse nuestras vidas”.

Mi pasión por las palabras nace de las letras de las canciones que desde mi niñez resuenan y me asaltan en cualquier rincón del mundo. Durante los primeros años de la Revolución, solía repetirme estrofas de As time goes by: “It’s still the same old story, a fight for love and glory, a case of do or die”.

Fueron años de lucha por lograr la gloria a través de la literatura y la comunión con la mujer. Yo había descubierto en mi adolescencia el cuerpo de mi amor y mi deseo de intimidad con Felicia Rosshandler, desembarcada en mis brazos lanzada por Hitler, en un poema de Neruda:


Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.

Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros,
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.
Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.

Pero cae la hora de la venganza, y te amo.


Luego, treinta años después de abandonarme y abandonar la Isla, Felicia escribió una novela, Passing Through Havana. Allí, en la ciudad que me había lanzado al mundo, me descubrió. Nos empatamos de nuevo en Nueva York y hoy está a mi lado. Fracasó la Revolución, pero sobrevivió la intimidad con la mujer.

Luego de Cuerpo de mujer, y de consumida mi adolescencia, resonaron en mi madurez, y siguen resonando en mi decadencia física, los versos de Tango del viudo, versos de nostalgia hasta el más íntimo y absurdo detalle: “Y por oírte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa, / como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada, / cuántas veces entregaría este coro de sombras que poseo, / y el ruido de espadas inútiles que se oye en mi alma”.

Todos, la mayoría de mi generación, padecíamos de machismo idealista, apasionado y cruel. Lo lamento, pero sobreviven los prejuicios machistas. Lucho por trascenderlos, mientras los abraza mi conciencia. No hay una inmaculada concepción, solo una maculada existencia.


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Sé que me contradigo


Algo debo decir sobre la importancia de la literatura dentro de la Revolución. Las palabras escritas y publicadas tienen una enorme importancia dentro de la construcción del socialismo.

Sticks and stones can break my bones but words will never hurt me, como dicen los anglosajones, los palos y las piedras me pueden romper los huesos pero las palabras nunca me pueden herir.

Creo más en la Biblia, que asegura que las palabras pueden matar. Y mi novela y mis artículos, mis palabras, me hicieron sentir relevante, un fragmento de la conciencia de la sociedad. Aunque te pueden meter en la cárcel, al menos no te sientes como un bufón de la corte, lo que suele ocurrir en la democracia consumista.

Sé que me contradigo, los opuestos me tocan, como dijo André Gide; sé que abracé la Revolución, pero la abandoné porque en 1975, a partir del Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba, la dirección política asumió el control de la cultura.

El Partido era la conciencia de la sociedad, no los artistas y escritores. Sin embargo, añoro la excesiva importancia que durante mis años en la Isla disfrutaron la literatura, el cine y la pintura. I want to have my cake and eat it too, quiero libertad de expresión y relevancia social.

Sé que es mucho pedir. La libertad y la justicia son incompatibles. Todos debemos hacer compromisos para existir.

Poco antes de abandonar la Revolución en 1977, intenté fundirme con la Revolución a través de la lujuria: me casé con una durísima mulata de la Sierra Maestra. Fracasó, como era de esperarse, por haber sido mi último sueño dentro de la Revolución. La chair est triste, hélas, et j’ai /u tous les livres.


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Fidel es un empecinado


En 1965, la publicación de Memorias del subdesarrollo creó, en medio del excesivo fervor revolucionario, un espacio para la duda, para la conciencia individual frente al fanatismo político.

Muchos ignoraron la claridad, pero Titón reconoció la voz y en 1968 aparece la versión cinematográfica. La ambigüedad de nuestra experiencia crecería con las vicisitudes de la Revolución. Ese mismo año, Heberto Padilla gana el premio Julián del Casal con Fuera del juego.

Recuerdo que Heberto me dijo: “Ya no nos pueden tocar, Fidel necesita, en estos momentos más que nunca, el apoyo de los escritores y artistas de Europa y Estados Unidos. No se pueden dar el lujo de atacarnos y silenciarnos”.

El Che acababa de morir en Bolivia y el campo socialista vacilaba en su apoyo a la Revolución. Tenía mis dudas y se lo dije: “Fidel es un empecinado, se cree en posesión de la verdad absoluta, derrotó la dictadura y se enfrentó a la mayor potencia económica y militar del mundo. Nos puede eliminar de un manotazo, si lo contrariamos”.

En 1971 arrestaron a Padilla y lo obligaron a una bochornosa confesión. Haydée Santamaría, la directora de la Casa de las Américas, me pidió que asistiera a la confesión; me negué a participar en el bochornoso espectáculo.

En la confesión, Padilla me incluyó entre los amigos que le habían recomendado que controlara su crítica a la Revolución. Jamás le había recomendado prudencia. Admiraba su osadía, aunque en esos días trataba de mantener mi espíritu crítico, pero siempre dentro del proceso. La patética confesión es prueba contundente, para mí, de que había sido una confesión impuesta, en forma y contenido, por la Seguridad del Estado.

Fueron años difíciles, pero estábamos en el centro de la conciencia política de la Isla. En 1975 el Partido Comunista de Cuba celebra su Primer Congreso y asume la dirección ideológica de la cultura. En ese momento decidí que más temprano que tarde abandonaría la Isla y, lo más doloroso, abandonaría la ciudad de La Habana que me había parido, arrojado al mundo y abrazado.

Veía, como Cintio Vitier en este poema, la realidad poética de la escasez:


Estás
haciendo
cosas:
música,
chirimbolos de repuesto,
libros,
hospitales,
pan,
días llenos de propósitos,
flotas,
vida
con tan pocos materiales.

A veces
se diría
que no puedes llegar hasta mañana,
y de pronto
uno pregunta y sí,
hay cine,
apagones,
lámparas que resucitan,
calle mojada por la maravilla,
ojos del alba,
Juan
y cielo de regreso.

Hay cielo hacia adelante.
Todo va saliendo más o menos
bien o mal, o peor.

Pero se llena el hueco,
se salta,
sigues,
estás
haciendo
un esfuerzo conmovedor en tu pobreza,
pueblo mío,
y hasta horribles carnavales, y hasta
feas vidrieras, y hasta
luna.

Repiten los programas,
no hay perfume (adoro esa repetición, ese perfume):
no hay, no hay, pero resulta que hay.

Estás, quiero decir,
estamos.


No me preocupaba el peligro de invasión o la escasez, pero no podía, digamos, no estaba en mi ánimo, aceptar, como ironizó Babel, que mi respeto por la Revolución me había enmudecido. No podía respirar, si no escribía mis tonterías sin miedo, ni limitaciones impuestas por un partido culturalmente analfabeto. No querían que alfabetizáramos al pueblo en la duda creadora.

Fidel había dicho: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”. Hoy yo digo, en mi arrogancia senil: “Dentro de la literatura, todo; fuera de la literatura, nada”.

El precio de someterse a la ciega omnipotencia y omnipresencia del Partido es un absolutismo que impone la castración. Todo absolutismo es unidimensional.

Pedirlo todo, como expone Padilla aquí, “En tiempos difíciles”, es fatal:


A aquel hombre le pidieron su tiempo
para que lo juntara al tiempo de la Historia.
Le pidieron las manos,
porque para una época difícil
nada hay mejor que un par de buenas manos.
Le pidieron los ojos
que alguna vez tuvieron lágrimas
para que contemplara el lado claro
(especialmente el lado claro de la vida)
porque para el horror basta un ojo de asombro.
Le pidieron sus labios
resecos y cuarteados para afirmar,
para erigir, con cada afirmación, un sueño
(el-alto-sueño);
le pidieron las piernas
duras y nudosas
(sus viejas piernas andariegas),
porque en tiempos difíciles
¿algo hay mejor que un par de piernas
para la construcción o la trinchera?
Le pidieron el bosque que lo nutrió de niño,
con su árbol obediente.
Le pidieron el pecho, el corazón, los hombros.
Le dijeron
que eso era estrictamente necesario.
Le explicaron después
que toda esta donación resultaría inútil
sin entregar la lengua,
porque en tiempos difíciles
nada es tan útil para atajar el odio o la mentira.
Y finalmente le rogaron
que, por favor, echase a andar,
porque en tiempos difíciles
esta es, sin duda, la prueba decisiva.


El pueblo ha pagado un alto precio en sacrificio y espacio y vidas por el intento creador de Fidel Castro, que, como todo artista, no permite la interferencia en su obra. Es el Dios de su creación. La literatura al menos no impone, solo propone.

Yo, dentro de mi obra, me siento dictador. Ahora, creo que, como novela, mutatis mutandis, Memorias del subdesarrollo sufre de muchos menos errores que los que corroen a la Revolución.

Más allá de toda ideología, materialista o idealista, la diversidad es la realidad; no es el pájaro en mano ―cien volando es señal de vida. Toda creación humana es un enriquecimiento de la diversidad biológica.




La resurrección de la música


La música ha sido durante siglos el refugio del cubano en momentos, en tiempos difíciles. Y, en todo momento, la música es una esencia de nuestra identidad. La plenitud existencial del cubano se expresa, vive y sobrevive en el danzón, la guaracha, el mambo.

Recuerdo que, en una conversación con Haydée Santamaría, Adita, su hermana menor, y yo, le insistimos en la centralidad de la música. “El Benny, Celia Cruz y Cachao son tan importantes en la historia nacional como Camilo Cienfuegos o Abel Santamaría”.

Se ofendió, porque su hermano Abel había dado su vida por la Revolución. Hoy diría: tan importantes y más trascendentes.

La música cubana, tanto en la Isla como internacionalmente, es un refinado milagro. Con la música se goza; con la Revolución se abraza un sueño asfixiante, imposible.

El mundo entero ha vivido intensamente la complejidad expresiva del danzón y el desahogo emocional de la guaracha y el olvido de nuestros pesares bailando el mambo Caballo negro: “tú tienes la cola blanca, tú tienes la Coca Cola”.

La Revolución no ha eliminado, pero sí intentó restringir la función liberadora de la música. Durante los primeros años, el pueblo mostraba su apoyo acudiendo a las concentraciones, desfilando en una conga: “Somos socialistas, pa´lante y pa´lante, y al que no le guste, que tome purgante”.

Pero la dirección política decidió que bailar y cantar durante una concentración era indigno, era contradictoria con la dedicación consciente a la construcción del socialismo. Pocos conocen, aunque lo he dicho muchas veces, que ni Fidel ni el Che podían o sabían gozar bailando. Y ambos tenían dificultad en cantar inclusive el Himno Nacional sin desafinar.

No es insignificante: revela el voluntarismo de la Revolución en imponer el sacrificio en la construcción de la nueva sociedad, olvidándose del presente existencial, de la necesidad de gozar con la música.

Gozar es una palabra que se repite constantemente en las letras que acompañan nuestra música. Palabra que no tiene equivalente en la baja temperatura del enjoy inglés, aunque el jouissance francés incluye matices semejantes, pero es un concepto demasiado complejo para la concentración carnal y espiritual de gozar. “A mí me matan, pero yo gozo”, proclama el pueblo.

La crisis de la Revolución ha venido acompañada de la resurrección de la música. Hace unas semanas, el Primero de Mayo, participaron pequeños empresarios, artistas en zancos y pueblo serpenteando a ritmo de conga, animando la concentración de trabajadores agotados después de medio siglo de absolutismo unidimensional. Inclusive celebraron empleados de un paladar con el gozoso nombre de La pachanga. Algo es algo. El cubano es de raigambre lúdica.

Nuestra identidad vive dentro de la lengua española. El idioma es nuestra filosofía, una manera de pensar y sentir. Nacimos en español y en gran medida seguimos viviendo en español.

Cuando Gorbachov proclamó la perestroika, Cuba rechazó la reforma y, como buen caudillo, Fidel Castro abrazó una suerte de contrarreforma frente a las exigencias de la economía de mercado y la libertad de expresión.

Como en Don Quijote, para Fidel la imaginación es la realidad. Aunque Sancho le señala la grotesca fealdad de la campesina, el Caballero de la Triste Figura insiste que la campesina bigotuda es Dulcinea y contempla su belleza inmarcesible: no ve la realidad e insiste en que es producto de un maleficio, sus enemigos la han embrujado.

Escribo estas páginas a los 82 años de edad, embrujado por mis dos décadas dentro de la Revolución y mis tres décadas obligado a prestar atención al realismo de Sancho.

Los Estados Unidos me han acogido, a pesar de los numerosos artículos que publiqué contra el imperialismo yanqui, probablemente convencidos de que nuestra posición en el mundo puede cambiar, que frente a mi locura quijotesca palpitan las dudas de Hamlet.

Agradezco al enorme país mi libertad y mi soledad, soledad en que he descubierto que mis raíces siguen en el fango de la Isla y mis ramas sobreviven sometidas a la intemperie, bajo el sol, la lluvia y la nieve. El mismo árbol que habitan en la escasez o la abundancia, en la Isla o el exilio, mujeres y hombres que por falta de otras palabras y para terminar, llaman, llamamos nosotros, los cubanos.

Ahora.

Soy la matanza de los perplejos taínos, el sudor y la música del esclavo, las piedras lamidas de la lengua española, el grito de Yara, el aroma mordido e intenso de un Montecristo, la poesía amorosa de Martí, el humo de los cigarrillos Chesterfield, el inglés de la boca de mi madre que hoy me rodea en el cañón pétreo de Nueva York, el cinturón ruidoso del mar, la manzana mordida, las desaparecidas, las patillas de Batista, la inundación de las barbas de Fidel y la nieve del exilio.



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Reproducido de Hispamérica: Revista de Literatura, 126, 2013, pp. 47-60.

© Imagen de portada: Dr. James Clifford Kent.




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Memorias del desarrollo

Edmundo Desnoes

¿Qué coño quiere Edmundo? Lo mejor sería morir en un orgasmo. El orgasmo es sólo mi desaparición, el olvido sin la muerteVivir sin pensar.