Un escritor que en vez de informar de las reseñas sobre su libro las anunciaba como “mi libro, en reseña de”.
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¿Es Nabokov el gran escritor de la felicidad? Eso asegura Lilah Azah Zanganeh en The Enchanter. Nabokov and Happiness, donde explica su escritura como un hedonismo metafísico de altos quilates, dicha compartida entre autor y lector. Es cierto que Nabokov describe el éxtasis mejor que muchos otros escritores pero también, como señala James Camp en su vitriólica reseña del libro, se le dan bastante bien la violación, el sadismo o el suicidio. Y yo agregaría: la infelicidad. En Pnin, por ejemplo, historia tristísima a pesar de que nos provoque muchas medias sonrisas. O en Transparent Things, donde lo devastador de la trama se intensifica por la precisión con que es narrada. Leyendo a Nabokov disfrutamos no sólo de una percepción elevada a niveles extraordinarios sino también de cierta “estética de la melancolía” que procede del esfuerzo por mantenerse a flote sobre “esa delgada película de realidad inmediata que se extiende sobre la materia natural y artificial”.
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A propósito de la disidencia, el exilio y el consenso político en Cuba, siempre recuerdo esta anécdota de la antigua Grecia. Cuando se iba a celebrar la asamblea en la que Arístides sería condenado al destierro (ὀστρακισμός), un campesino le pidió que le hiciera el favor de escribirle el nombre de su elegido, el propio Arístides, sentado de incógnito a su lado. Éste le preguntó qué mal había hecho esa persona para merecer su voto negativo, a lo que el campesino replicó: “no lo soporto, todo el mundo dice que es el más justo”. Sin preguntar más, Arístides escribió su nombre en el trozo de barro que servía para votar y se lo devolvió al campesino.
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¿Recuerdan aquella curiosa estrofa de “El coche musical”, el poema de Lezama, que dice “El dragón, el bombín, gritan las baldosas ahogadas / que como un mortero restriega la cera pinareña”? Lo de “el dragón, el bombín” que cantan las baldosas mojadas (por la lluvia o por el sudor de los bailadores circunscritos a “un ladrillito”) es una alusión a dos de los grandes éxitos danzonísticos que la orquesta de Valenzuela tocaba en el Parque Central. El bombín está claro: es “El bombín de Barreto”; pero “el dragón”, me enteré hoy, es como le decía el público de la época a otro danzón de Odilio Urfé, “El dios chino”, porque en las verbenas de la comunidad china de Madruga y Aguacate (Urfé era de Madruga) sacaban un inmenso dragón a desfilar por la calle.
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Hay un tipo de virtud literaria (de vanidad callada, si se quiere) que se manifiesta como absoluta indiferencia al elogio. Las buenas maneras aconsejan esforzarse por ir más allá de ese descreimiento, que es también, en el fondo, una forma de inseguridad. Saber elogiar es un don, pero saber recibirlo no lo es menos.
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Llegué a la Playita allá por 1988, después de regresar de la Unión Soviética. Empecé a ir, como casi todo el mundo, por pereza: en esa época no había quien cogiera una guagua para las playas del Este. También se puso de moda: lugar de encuentro, ribera in, el glamoroso escenario de un poema de Osvaldo Sánchez. Era mi religión de los sábados, equipado con una pegajosa mixtura de yodo líquido y aceite de coco; me quedaba hasta las seis de la tarde, muchas veces sin comer nada. Leía, miraba —era un buen lugar para ejercer de mirón— y de vez en cuando nadaba hasta “los yaquis”, unas crucetas de piedra que hacían de rompeolas. Los arrecifes nunca fueron un obstáculo; mucho más incómodo era bañarse con tenis, y además, cada uno de los bañistas se inventó su propia ruta en la que, supuestamente, no había erizos. Después le cogí el gusto al maleconcito de 12 entre semana, a sus puestas de sol.
Por esa época estaba enamorado de una tal Laura, diez años mayor, una excamilito que trabajaba en algo del MININT. Ella era una habitué de 12, y me presentó a muchos de sus personajes: un tal Pupy, con un rostro que era toda una antología de malformaciones faciales; los López, salvavidas presuntos que se apropiaron para siempre de la sombrillita (hasta que se la llevó un ciclón en el 91); los hermanos Vilá (con los que Rafael Rojas pasaba las tardes jugando basket), y toda esa high classmiramarense que yo siempre vi de lejos, pero sin rencor.
El otro día, hojeando The Havana Guide de Eduardo Luis Rodríguez reconocí la casa de los Vilá, donde vivió también Manuel Moreno Fraginals: fue construida por Max Borges para Martin Fox, el dueño de Tropicana, y me dicen que originalmente incluía un caminito hasta la playa. Luego, en los 60, la “nueva clase” salió a estrenar veleros y convirtió aquel trozo de costa en una especie de club local. Hasta que a finales de los 80, cuando ya habían desaparecido todos los botes en 20 millas a la redonda, llegó la plaga urbana: alumnos que salían de la Secundaria a darse un chapuzón, la moda del Cristino, la FM y la eclosión gay. La Playita, entonces, se vengó de la exclusividad del barrio que la albergaba. A su manera, fue uno de nuestros pocos experimentos democráticos.
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Leído ese hermoso ensayo confesional donde Louise Glück analiza su noción juvenil de la venganza, gobernada por el orgullo, como bálsamo y combustible de su ambición literaria. Tales fantasías requieren de un tiempo espacioso o expansivo. Porque el lenguaje de la venganza depende por completo del tiempo futuro; “ya verán” es su motto. A medida que transcurre la “vida verdadera”, el afán de exhibirse o competir se desgasta: un tiempo parejamente inexorable ha ido cayendo sobre los enemigos que suponíamos inmutables, pero también ha reducido nuestra porción de energía disponible para las bajas pasiones. Quizás sea ese uno de los “secretos” de la madurez.
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Dice Simone Weil que el hombre sólo escapa a las leyes de este mundo algo así como el tiempo que dura un relámpago. En esos instantes “de tregua, de contemplación, de intuición pura, de vacío mental, de aceptación del vacío moral” es que seríamos capaces de tocar lo sobrenatural. Así vista, la búsqueda de lo espiritual, como se dice hoy, parece un absoluto despropósito: uno sólo puede moverse en el terreno de lo revelado durante un tiempo mínimo. Uno sólo recibe lo sobrenatural, incluso cuando entre apresuramientos se convence de conseguirlo.
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Ese reseñista tan dedicado a criticar los detalles de cada libro que publicaba su escritor más odiado, que acabó convertido en su devoto —y casi único— lector.
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Para una historia del suicidio en Cuba, esto que se le escapó a Cabrera Infante:
“Hay en esta tierra mucho oro y pocos esclavos que lo saquen, porque se han ahorcado muchos, a causa de los malos tratos que los cristianos les daban en las minas. Un mayordomo de Vasco Porcallo, que en aquella isla residía, sabiendo que sus indios se querían ir a ahorcar, con una cuerda en la mano fue a esperarlos donde ellos se habían de juntar y les dijo que ellos no podían hacer cosa ninguna sin pensar que él primero no la supiese, que iba a ahorcarse con ellos, porque si mala vida les daba en este mundo, peor se la había de dar en el otro. Y fue causa que mudasen su propósito y tornasen a hacer lo que él les mandaba”.
De “Expedición de Hernando de Soto a Florida”, del Fidalgo de Elvas.
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Tuvo que agradecer a aquel irritante imitador por enseñarlo a ver los peores tics de su propia escritura.
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Hago cada semana lo que me parecen interesantes guiones desperdiciados entre YouTube y el iPod. El otro día, por ejemplo, acabando de leer la novela de Geoff Dyer Jeff in Venice, Death in Varanasi, en cuya segunda parte la música —en especial, el raga y el bhajan tienen una presencia importante—, me puse a buscar cosas sobre música hindú y topé con una lista que hizo el propio Dyer para el New York Times en la época en que escribía la novela. Ahí, entre otras joyas —y varias cosas flojas, también hay que decirlo, conectadas a la nada oculta propensión de Dyer por la marihuana—, me encontré un tema del saxofonista Charlie Mariano acompañado por cierto Karnataka College of Percussion y la voz, ciertamente encantadora de cierta R. A. Ramamani. Me gustó mucho el tema, así que me puse a oír otras cosas de Mariano —que tiene la típica biografía apasionante de los jazzistas norteamericanos de los 60-70: pequeñas novelas in nuce. Mariano, como tantos otros músicos geniales de aquella época, se interesó en la cultura oriental, y tocaba, además del saxo alto, el nagaswaram, una especie de oboe del sur de la India. Además, estuvo casado con Toshiko Akiyoshi, una de las grandes jazzistas japonesas.
Esos son los mejores podcasts, los que no tienen una lógica de algoritmo sino un sentido metonímico, pequeños saltos entre lo aparentemente diverso, variaciones —como en la música karnática—, coloraciones (en sánscrito, “raga” significa “color” y “estado de ánimo”) del destino. Desde luego, el jazz es la expresión occidental de esa manera de concebir el mundo y el significado: by the mood, como quien dice.
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Qué delicia los cuentos de Scott Fitzgerald. Además de bien escritos, exhiben una sabiduría sin pedantería, inseparable de la sustancia de la ficción, que es, a su vez, la linfa de la vida, como si ser sabio fuera la consecuencia inevitable de haber vivido ciertas cosas que parecen acontecer para ser contadas. Uno podría hacer un compendio de frases brillantes que nos asaltan en estos cuentos, como un prontuario de iluminaciones, pero sonarían un poco falsas fuera del mundo que las ha alumbrado. De todas formas, me cuesta no citar una de las frases que Sally Carroll Happer le dice a Clarck en “The Ice Palace” antes de explicarle que va a casarse con otro: “I wouldn’t change you for the world. You’re sweet the way you are. The things that’ll make you fail I’ll love always— the living in the past, the lazy days and nights you have, and all your carelessness and generosity”.
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Hoy he podido ver de cerca, en el British Museum, el imponente grabado de Utamaro que da título a una serie de shunga: “Utamakura”. Los utamakura (almohadas poéticas) son los topónimos o lugares que acumulan una gran tradición de imágenes y epítetos poéticos, un concepto retórico clave en la cultura del waka. Pero ahora, convertido en chiste ambiguo, “poesía de la almohada”, alude a las aventuras íntimas del pintor. Es el menos explícito de los doce ukiyo-e que forman la serie: lo erótico procede aquí por alusión: además de la delicadeza del dibujo (basta fijarse en cómo el ojo derecho del amante coincide con la curva del peinado de la mujer) hay un poema, un tanka paródico o kyôka, literalmente “versos locos” (los especialistas lo atribuyen a Yadoya no Meshimori: 1754–1830), escrito en el abanico que sostiene el hombre:
Hamaguri ni
hashi o shikka to
hasamarete
shigi tachikanuru
aki no yugure
Que puede traducirse como:
Con su pico en la concha
de la almeja, atrapado,
el zarapito
no ha podido escaparse
esta tarde de otoño.
El título del poema es Meshimori, un término con el que se designaba a las sirvientas de las posadas que también ejercían como prostitutas.
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Entre los múltiples adornos del ego literario, el de la (falsa) modestia es de los más socorridos. Pero casi siempre arrastra algún malentendido. Se supone que la humildad debe producir empatía; sin embargo, con la modestia literaria desconfiamos, nos suena un poco hueca. Quizás se explica porque en literatura uno puede perdonarlo casi todo menos el cliché.
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Zora Neale Hurston tenía, como dijo un amigo suyo, “the gift of walking into hearts”. Es una virtud de la que carezco por completo, y que, tal vez por eso mismo, siempre he admirado. Sobre todo, en ciertas mujeres; un tipo de simpatía contagiosa, que rinde las murallas de los otros, que los ciega y no los deja hacerse la pregunta que quisieran: “Y esta, ¿cómo llegó hasta aquí?”.
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En 1543, en Tanegashima, tuvo lugar el primer encuentro directo entre europeos y japoneses: unos marinos portugueses enrolados en un junco chino al que arrastraron la mala suerte y las tormentas, hasta encallar en una caleta desconocida, junto a una aldea de pescadores. Sabemos detalles del encuentro porque existe un acta notarial que el hijo del gobernador de la isla, con puntillosidad japonesa, mandó a redactar años más tarde, a un bonzo que disponía de los documentos y testigos necesarios. También gracias a que un joven marino chino, llamado Goho, sirvió de informante e intérprete al ser el único que sabía escribir, y que pudo “dialogar” con los ideogramas chinos que el alcalde del poblado, un letrado, trazaba en la arena. Los japoneses preguntaron al joven chino quiénes eran aquellos hombres tan raros que los acompañaban. Fueron descritos como “bárbaros del sur” y “mercaderes” (la purria social de la época) pero se argumentó en su favor que “conocen en general las reglas de las relaciones entre señores y súbditos”, virtud confuciana igualmente apreciada por chinos y japoneses. Eso, y el extraño objeto que llevaban consigo (un fusil de pólvora) probablemente les salvó la vida.
Los llevan, entonces, a hombres y fusil, ante el gobernador de la isla, donde tiene lugar este diálogo, llenos de significativos errores de traducción —bien explicados por Nicolas Bouvier en su magnífica Crónica japonesa:
—Me gustaría aprender a utilizar esta cosa —dijo el bonzo.
—Basta con poseer un corazón honrado y cerrar un ojo —respondió el bárbaro.
La frase “poseer un corazón honrado” (Kokoro wo tadaskiku shite) fue la manera que encontró el traductor de traducir el original: “Hay que mantenerse firme sobre ambas piernas”, pasando por “No se debe ser un cobarde, hay que tener suficiente disposición de ánimo”.
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El otro día, haciendo la lista de los libros que conseguí leer en dos meses de verano (16, una buena cosecha), me sorprendí echando cuentas. Leyendo a ese ritmo durante una buena parte de nuestra vida intelectual útil, y en el hipotético caso de que llegáramos a cumplir los 85 años, la cifra total de lo que podemos leer resulta ridículamente baja: menos de siete mil libros. Pronto cumpliré 55: mi biblioteca, bastante mermada, se acerca a los 3 mil. La lista de lo que podríamos llamar “clásicos” anda también por ahí, creo, aunque cada cual hará la suya. ¿Eso es todo? ¿Siete mil libros? ¿Ciento treinta y cinco mil páginas, en el mejor de los casos, es la magnitud del paraíso borgeano que nos toca en vida si ponemos suficiente empeño? Parece poco, pero en otras épocas fueron menos, muchos menos. Antes la cultura era un puñado de libros, una habitación más que una biblioteca. Existía la ilusión de un dominio que hoy sería risible. Y, sin embargo, eso es lo que hemos decidido al emprender “una vida libresca”: una existencia dominada por el placer de los libros y, en cierta medida, por su sinsentido: pasear por un edificio, arañar algo una hilacha de infinito y luego ir olvidándolo.
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El casi desconocido Shigan, poeta y actor de kabuki, dejó un jisei o “poema de despedida” que incluye un curioso juego de palabras. Intento una traducción aceptable con la ayuda de una transcripción al inglés, pero acabo renunciando, aunque es de esas imposibilidades que vale la pena comentar. El haiku original dice:
Namu saraba
Myôhô-Renge
kyô kagiri
El primer verso, literalmente, sería “Adiós al ‘bendito seas’” (saraba es “adiós”, “despedida” y namues el rezo, la palabra que enuncia bendición). Pero en los otros dos versos, el término kyô funciona como una de esas “palabras-bisagra”, frecuentes en los haikus: sirve para cerrar un verso y abre al mismo tiempo el siguiente, dilatando el breve poema con varios significados. “Myôhô-Renge kyô” son las palabras iniciales del famosísimo “Sutra del Loto” —literalmente “La mística (o maravillosa, o espléndida, según la traducción) enseñanza del Sutra del Loto”—, texto clave del budismo Mahayana y plegaria cuya recitación es uno de los supremos mandamientos de la secta fundada por el monje Nichiren (s. XIII), a la que, presumo, pertenecía el poeta. En él, Sakyamuni expone la verdad última de la vida para la que fue iluminado. El mensaje clave del sutra es que la santidad de la condición de buda (la “budeidad”), un estado supremo de vida caracterizado por el amor compasivo, la sabiduría y el coraje, es inherente a cada persona, sin distinción de género, etnia, posición social o capacidad intelectual.
Kyô, que significa “sutra”, también quiere decir “hoy”. Renge es la flor del loto, que crece, inmaculada, incluso en medio del fango. Nam-Myôhô-Renge kyô es una frase hecha, que evoca el compromiso con nosotros mismos de no ceder jamás ante las dificultades y remontar victoriosos nuestros sufrimientos.
El poema, literalmente, vendría a decir: “Adiós al ‘bendito seas’” [o adiós a la bendición, al rezo] / “fin [también] del Sutra del Loto / en este día [+] fin del Hoy (es decir, del presente)”. Lo curioso es que al mismo tiempo que declara lo prescindible de la plegaria poco antes de la muerte, el poeta no deja de pronunciarla —como un irónico juego de palabras. Su despedida es un acto de fe que renueva la enseñanza mística del sutra: la magnitud de las posibilidades inherentes a la vida.
© Imagen de portada: Grabado de Utamaro (detalle), que da título a una serie de shunga: “Utamakura”.
El malestar de la cultura cubana. Doce apuntes de exilio
A casi ningún cubano le interesa hoy el destino del ser cubano, ni las preguntas de la gran cultura criolla o republicana. Eso es tierra arrasada.