El cuerpo tatuado de la reclusa: una forma de sedición

Para Laura Ruiz Montes.


Según la mirada religiosa, específicamente la católica, la mujer “hereda” el dolor debido al pecado de Eva de convencer a Adán para que comiera también del Árbol prohibido de la ciencia del bien y del mal, siendo castigados por Dios. Así, desde los tiempos bíblicos, el dolor ha sido un instrumento de dominación. En el caso de la mujer, se le ha castigado con el dolor físico (parto) y con el dolor emocional (sumisión ante el hombre-esposo) por desobedecer a su creador, o sea, a la entidad suprema —y masculina— que ostenta el poder. 

En ello, se constata no solo la imposición y trayectoria histórica de la cultura hegemónica patriarcal, sino también su reforzamiento. De acuerdo a la investigadora e historiadora austriaca Gerda Lerner, el patriarcado es “la manifestación e institucionalización del dominio masculino sobre las mujeres y niños(as) de la familia, y la ampliación de ese dominio sobre las mujeres en la sociedad en general”.[1] Este dominio favorece y convierte al hombre en opresor y, al resto, en entes subalternos. 

La mujer, entonces, ha devenido una figura subyugada, sujeta a esas normas dictatoriales y nocivas que establecen cómo ha de coexistir en el medio social para que —al menos— pueda ser “aceptada”. Y, aunque ha encontrado cada vez mayores posibilidades para su realización en todos los ámbitos de sus vidas, el orden patriarcal continúa siendo preponderante, legitimador de patrones y estándares, que manipulan al género femenino para que contribuya a su poderío y al funcionamiento de la maquinaria social. Una manipulación vinculada fundamentalmente al dolor que, como experiencia sensorial, física, biológica y emocional, ha sido relacionada con las féminas desde tiempos ancestrales. ‎ 

La mujer ha devenido una figura subyugada, sujeta a esas normas dictatoriales y nocivas que establecen cómo ha de coexistir en el medio social para que pueda ser “aceptada”.

Sin embargo, actualmente, el dolor continúa siendo un artilugio, solapado o manifiesto, que atraviesa y somete el pensamiento y el actuar de la mujer. No obstante, no siempre se vuelve ardid de sometimiento; también resulta un modo de protesta, de rebeldía contra el sistema patriarcal y el orden que impone. 



El dolor que la mujer elige como forma de sedición

Del mismo modo en que el dolor es un mecanismo para dominar a la mujer, es también una manera suya de rebelarse contra esa dominación. Se trata de un dolor que se consiente para (re)configurar la realidad, la relación con los otros y lograr cierto control de sí mismas. Viene a ser un recurso para subvertir el orden patriarcal establecido, así como el régimen de las circunstancias en las que el cuerpo se halla sujeto. 

Una de sus formas de expresión está vinculada al cuerpo tatuado de la reclusa. O sea, a la agresión, al padecimiento, a la sangre de la piel que se mutila en busca de una imagen que eterniza, en la memoria propia y ajena, ese dolor y el significado de sus símbolos. No se llega al tatuaje si no es a través del martirio de la aguja horadando la epidermis, si no brota la sangre como constancia de la herida, y si ese martirio no queda plasmado en la piel y en el recuerdo, desapareciendo luego de la primera y perpetuándose en el segundo. La reclusa que marca su piel siempre recordará el suplicio que tuvo que soportar para conseguir esa marca y, al exhibirla, obliga a saber/pensar a quien observa sobre ese suplicio y la intención y sentido de lo que se ha tatuado.  

El dolor no siempre se vuelve ardid de sometimiento. También resulta un modo de protesta, de rebeldía contra el sistema patriarcal y el orden que impone.

Aunque el tatuaje histórica y culturalmente se ha valorado de forma estigmatizada por asociársele con el sujeto delincuente y la cárcel, en los últimos tiempos ha ido ganando popularidad, e incluso las mujeres forman parte de este fenómeno sin que la mirada social tienda —al menos no de forma tan acentuada— al rechazo ni a la crítica negativa. Los más jóvenes, sobre todo, han creado una cultura alrededor del tatuaje hasta convertirlo en tendencia, en moda.

Sin embargo, el sistema penitenciario, por lo general, prohíbe esta práctica para los reclusos(as), si bien —clandestinamente— esta norma es violentada y el cuerpo termina siendo marcado. Es por eso que el hecho de que una mujer presa tatúe su piel adquiere una connotación de irreverencia, de protesta, que resulta un punto de tensión con respecto al orden de la institución penal y al poder social/patriarcal hegemónico que las censura como sujeto delictivo y como mujer que ha contravenido el rol pasivo y casto impuesto. 

Sobre esto, las investigadoras Cristina Rodríguez Yagüe y Esther Pascual Rodríguez apuntan que: “frente a lo que ocurre con los hombres condenados a pena de prisión, las mujeres sufren una triple condena. La primera de ellas es la social, que se produce con la ruptura de la imagen que la sociedad atribuye tradicionalmente a la mujer en tanto “hija obediente, esposa fiel y madre ejemplar”.[2]

La condición de reclusa es un acto de desafío y anulación contra el paradigma de la mujer “delicada y servil” que la sociedad ha establecido.

Sin dudas, el hecho de transgredir la norma social con algún evento que implique sentencia de cárcel conlleva a la mujer a representar el rol de excluida. La condición de reclusa es, en sí misma, un acto de desafío y de anulación contra el paradigma de la mujer “delicada y servil” que la sociedad ha establecido. En cambio, cuando esta reclusa tatúa su cuerpo, burlando las normas de la institución carcelaria, la provocación y la rebeldía alcanzan una dimensión mayor, no sin que, al mismo tiempo, aumenten también la sospecha y el rechazo hacia ella. 

El siguiente cuento de la escritora cubana Legna Rodríguez Iglesias sirve de análisis para comprender con mayor alcance estos postulados:

29 tatuajes[3]
(fragmento)

Un homenaje a Reinaldo Arenas.

Un hombre ve a otro hombre con tatuajes y se pregunta si este hombre estuvo preso. 
La gente se hace preguntas que puede responderse a sí misma, y la respuesta combina con sus creencias. 
Yo me pregunto si un hombre al ver mis tatuajes se pregunta si estuve presa.
Y la respuesta combina con mis creencias.
Pero estoy equivocada, esa no es la respuesta. 
La verdad es que sí, estuve presa.
Cada vez que estuve presa me hice uno.
En la cárcel de mujeres, una mujer le hace un tatuaje a otra, y esa mujer le pide que se lo haga con cariño.
Así que son tatuajes nacidos del amor. 
Duele porque quema.
El tatuaje.
Y el amor. 

Las mujeres que hacen tatuajes en la cárcel son casi siempre machorras, de dieciséis mujeres que me han hecho tatuajes, once han sido machorras, una más o menos, y cuatro nada que ver. 
Enseguida quieren protegerme y mantenerme y casarse conmigo. Me pregunto cómo vamos a casarnos y la respuesta es un imposible que sangra como un tatuaje. Nunca vamos a casarnos. 
A mí me da igual casarme que no casarme. Lo que a mí me importa es conservar mis creencias, y hacerme tatuajes cada vez más bonitos. 
En la cárcel no hay colores. 
Eso es lo que yo robo. 
Colores.
Agujas. 
Máquinas. 
Los robo de los estudios de tatuaje profesionales, que en realidad no son profesionales nada. 
Una mierda es lo que son. 

Al leer este texto, advertimos que desde el título hay una fuerte intención de ironía y de insolencia, ya que nos fuerza a establecer una representación mental del cuerpo femenino que se ha tatuado numerosas veces (veintinueve) dentro de la cárcel. Esta cifra no solo representa el manifiesto sarcasmo de la voz lírica, sino también subraya un comportamiento altisonante de desacato, de trasgresión de la norma penitenciaria y social, que se refuerza al leer: “La verdad es que sí, estuve presa. / Cada vez que estuve presa me hice uno”. 

El número de estancias en la cárcel se corresponde con el número de tatuajes, esto supone un alto grado de criminalidad, lo cual, al tratarse de una fémina, se convierte en un hecho que erosiona y deroga el megarrelato tradicional sobre la figura de la mujer.

En la cárcel de mujeres, una mujer le hace un tatuaje a otra, y esa mujer le pide que se lo haga con cariño.

Por otro lado, con relación al dolor que se elige y que viene a ser una especie de alarido contra el imaginario social relacionado con el género femenino, la autora maneja en sus frases algunos elementos que reafirman lo anterior, justo donde expresa: “En la cárcel de mujeres, una mujer le hace un tatuaje a otra, y esa mujer le pide que se lo haga con cariño”. 

Hay que notar cómo, en primer lugar, este pasaje expone el escenario donde ocurren los hechos. Es decir, se pone en claro la atmósfera carcelaria. Luego, en segundo lugar, se recalca la importancia del sitio de enunciación femenino al utilizar la palabra “mujer” reiteradas veces como yuxtaposición de lo criminal con la mujer. Ya en tercera instancia se dialoga sobre ese tatuaje que “se pide” a otra, constituyendo de ese modo un dolor que no es imposición, que no es castigo a consecuencia de, sino que se busca, que se solicita como un ejercicio de libertad, de autodeterminación y de dominio de sí mismas frente a las prohibiciones y las normas carcelarias que rigen sus horarios, sus actividades y, por ende, también sus cuerpos. 

El dolor que se busca a través del tatuaje (re)configura, desde la desobediencia, el arquetipo ceñido a la hembra y el manejo de la institución corporal que ahora ya no es un ente sumiso, sino que asume un poder, una conciencia otra de sí mismo, desarticulando las estructuras patriarcales y estableciendo nuevas identidades y significados que son, ineludiblemente, contestatarios. Sobre esto, Raquel Ribeiro Toral y Noehemi Orinthya Mendoza Rojas, señalan:

Por eso, tatuarse en prisión es un ejercicio creativo de reconfiguración de sí mismo y de la relación con los otros; es una práctica significante fundante de la subjetividad. Tatuarse singulariza y da identidad al sujeto ante la uniformidad carcelaria. 

Al tatuarse para protestar contra la idea de readaptación y transgredir al poder carcelario, el tatuado se presenta como un sujeto respetado en el medio penitenciario, pues el que se tatúa se hace un cuerpo malo, ya no dócil; un cuerpo significante, que no obedece sino que recrea.[4]

La experiencia homoafectiva como un elemento más de la sedición contra el régimen del patriarcado.

Hay otras frases en este cuento donde la autora asocia tatuaje con dolor, lo cual resulta atrayente pues, a pesar de esa dolencia, la reclusa cede y ofrece su piel: “Duele porque quema. / El tatuaje. / Y el amor”, también donde expresa: “la respuesta es un imposible que sangra como un tatuaje”. 

Es por esto que los tatuajes en prisión representan —para sus portadores y para quien los observa— fortaleza de espíritu, una forma de resistencia y de negar la ordenanza carcelaria. Sobre todo porque ofrecen, según el dibujo, disimiles interpretaciones y significados estrechamente vinculados al tipo de prisión, al país, la cultura, causa de sentencia. 

Pero no son estas argumentaciones las únicas que explican la acentuada trasgresión en la escritura de esta autora. En el cuento de Rodríguez Iglesias hay un manejo de lo erótico/sexual que tensiona sobremanera el discurso, tomando en cuenta lo antes declarado. Ahora se suma la experiencia homoafectiva como un elemento más de la sedición contra el régimen del patriarcado y que, por parte de este, supone otras formas de rechazo y denigración. 

Así, con relación a las tatuadoras de la cárcel, expresa: “Enseguida quieren protegerme y mantenerme y casarse conmigo”, intuyéndose con claridad la intención sexual de las otras reclusas hacia el personaje lírico que narra los hechos. 

También es posible vislumbrar que este personaje admite esas intenciones, justo cuando dice: “A mí me da igual casarme que no casarme”. La actitud ambigua de esa confesión donde se enuncia “me da igual”, es una manera de ceder ante la apetencia voluptuosa y consentir el acercamiento de aquellas que lúbricamente la desean. 

Pocas veces la narrativa escrita por mujeres en la Isla ha provocado una fuerte (dis)tensión en los cimientos canónicos literarios.

La homosexualidad masculina y femenina constituyen, aún hoy, un estigma que lacera y margina a estas personas al salirse de la pauta heteronormativa y contrastar con el arquetipo sexual hegemónico que se ha construido y asignado para cada individuo, según su género y sexo biológico. 

Sin embargo, para la mujer que, además de reclusa, se tatúa el cuerpo a pesar de la oposición del centro carcelario y asume o accede al intercambio sexual con otras convictas, todo esto se convierte en elementos que gestan una elevadísima tensión, suponen comportamientos de protesta y de resistencia en pos de lograr una autoridad propia sobre su cuerpo y realidades. Aunque, por esto mismo, surja una mayor estigmatización y rechazo hacia ella. 

El texto de Rodríguez Iglesias constituye un discurso de contundentes valores literarios, humanos y sociales, donde la escritura desacraliza y destruye, a partir de elementos asociados a lo femenino, lo escatológico (prisión y tatuaje) y lo sexual lésbico, los paradigmas que han sido impuestos por el poder opresivo del patriarcado. Se trata, por ende, de un argumento que visualiza, posiciona y restituye el poder de aquellas que contravienen lo que se les exige, atendiendo a su rol dentro de una sociedad que, justo por ese acto de contravención, las margina. 

Este cuento, además, no se vuelca hacia la corporalidad femenina. Es decir, su escritura no es sobre el cuerpo, sino en el cuerpo. El tatuaje constituye aquí una forma de disertación, de expresar ideas, emociones y escenarios, a partir de sus símbolos y los significados de estos. 

Su voz representa una disidencia poética, una denuncia, un acto de genuina resistencia contra el régimen imperante, donde lo escatológico y lo hermoso se imbrican.

Esto último, especialmente, me ha devuelto al estudio sobre poesía femenina cubana Hilando y deshilando la resistencia (pactos no catastróficos entre identidad femenina y poesía), de la ensayista Yanetsy Pino Reina, donde se recoge lo siguiente: “La escritura del cuerpo, por tanto, es el conjunto de representaciones, significados y evaluaciones sociales sobre y desde el cuerpo femenino, para subvertir las relaciones de poder creadas por el orden hegemónico del patriarcado, construir identidades y nuevos modos de representar lo corporal femenino preterido por tradición”.[5]

Si bien este concepto es lúcido, el cuento de Rodríguez Iglesias obliga a repensarlo, pues ese “conjunto de representaciones, significados y evaluaciones” ya no solo son “sobre y desde el cuerpo femenino”, sino que ahora este texto ofrece una nueva extensión, otra estructura que asume la anterior e incorpora la escritura “en” el cuerpo.  

La relación cuerpo/tatuaje es en este cuento sumamente seductora, no solo por la importancia emocional que asumen ambos para la reclusa al acoplarse en un solo organismo. También en ese trance de unirse para siempre y a propósito —el tatuaje implica perpetuidad, algo que se llevará de manera perenne—, la entidad corporal se convierte en un constante emisor de sentimientos y sucesos que en la prisión van a estar asociados a la marginalidad, al dolor y al desacato. 

Esto convierte a los otros, sin poder evitarlo, en voyeurs involuntarios, receptores de esa información que en la rutina carcelaria adquiere un valor para la sobrevivencia de ambos: el emisor (cuerpo tatuado) y el receptor (quien observa el tatuaje). A través de la piel marcada, del dibujo y de sus significados, se busca —más allá de sobrevivencia somática y psicológica— alertar, dejar saber a los otros sobre esos límites que, en la microcultura del reo, resultan cardinales. 

Una escritura que desacraliza y destruye, a partir de elementos asociados a lo femenino, lo escatológico y lo sexual lésbico, los paradigmas impuestos por el poder opresivo del patriarcado.

Para la ensayista y narradora cubana Margarita Mateo, “el tatuaje fija señales de la aventura de la vida en su leve tránsito del nacer al morir, en un ritual que, a través del dolor y el sacrificio, deja testimonio duradero de la evolución espiritual del hombre”.[6]

Precisamente desde ese dolor y sacrificio que se han elegido, al interior de la cárcel, para estampar la piel femenina, se puede aseverar que pocas veces la narrativa escrita por mujeres en la Isla aúna estos fundamentos tan irreverentes, provocando una fuerte (dis)tensión en los cimientos canónicos literarios. Apenas alcanza semejante connotación, si se toma en cuenta que el mismo hecho de escribir sobre estas cuestiones puede ser motivo de censura. 

La mujer que se ha señalado en estas frases, como sujeto marginal y, por ende, en su rol de excluido, adquiere una trascendencia, un valor que la vindica y enaltece, resultando en extremo interesante que esta vindicación se logre fuera de la norma carcelaria, patriarcal y social. 

Sin lugar a la vacilación, la obra de esta autora se nos presenta con tal grado de desenfado y coraje, que su voz representa una disidencia poética, una denuncia, un acto de genuina resistencia contra el régimen imperante. En este cuento, lo escatológico y lo hermoso se imbrican, conformando un discurso de profundo impacto literario que incita —acaso precisa— a seguir gozándolo, como se gozan los trazos de un bello tatuaje, a pesar del dolor y la sangre que le dieron vida.




Notas:
[1] Gerda Lerner: La creación del patriarcado, Editorial Katakrak, España, 2017.
[2] Cristina Rodríguez Yagüe y Esther Pascual Rodríguez: Las mujeres en prisión: la voz que nadie escucha. Explorando nuevas vías de cumplimiento de las penas impuestas a mujeres a través de la cultura, Ediciones La Cultivada, España, 2022.
[3] Legna Rodríguez Iglesias: No sabe / No contesta, Editorial La Palma, España, 2015.
[4] Raquel Ribeiro Toral y Noehemi Orinthya Mendoza Rojas: “El cuerpo preso tatuado: un espacio discursivo”, en Andamios. Revista de Investigación Social, vol. 10, no. 23, septiembre-diciembre, 2013.
[5] Yanetsy Pino Reina: Hilando y deshilando la resistencia (pactos no catastróficos entre la identidad femenina y poesía), Casa de las Américas, La Habana, 2018.
[6] Margarita Mateo Palmer: Ella escribía poscrítica, Ediciones Holguín, Cuba, 2019.




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