El hombre negro y el “palón divino”: ‘Trilogía sucia de La Habana’

En la sociedad cubana, la imagen del hombre negro ha sido uno de los dispositivos de mayor distorsión en la producción, difusión y representación de los estereotipos racistas. La eficacia de este presupuesto está relacionada con el legado de las relaciones coloniales en torno a la raza, las cuales de diferentes maneras han consagrado la interlocución de una definición de estereotipo como: “una forma de conocimiento e identificación que vacila entre lo que siempre está ‘en su lugar’, ya conocido, y algo que debe ser referido ansiosamente” (Bhabha, 2003:91).

La autoridad de esta argumentación tiene una dimensión estructural importante. Y en ese sentido, el resultado histórico-cultural de las representaciones raciales impone diferentes ideales de la condición masculina que dinamizan con los significados de los estereotipos, teniendo presente que:

El estereotipo no es una simplificación por ser una falsa representación de una realidad dada. Es una simplificación porque es una forma detenida, fijada de representación, que, al negar el juego de la diferencia (que la negación a través del Otro permite) constituye un problema para la representación del sujeto en significaciones de relaciones psíquicas y sociales (ibíd.:100).

Esta normalización no es anodina si consideramos que, también en el contexto cubano, lo empíricamente observable convertía las opiniones relacionadas con el “color de la piel” en valores sociales de representación (Morales Fundora, 2001) De tal forma, las imágenes de masculinidad y estereotipos racistas continúan operando a partir de representaciones y prácticas de género y raza en un orden jerárquico (Connell, 1997). Así, un hombre negro tendrá que continuar lidiando con los atributos que privilegian una perspectiva racista, haciendo visibles los repertorios culturales racializados que contribuyen a marcar ciertas mitologías que conforman las señas de su identidad masculina (Nodal, 1986).

La elección de una imagen racial configurada históricamente a partir de una noción colonialista en términos económicos, políticos y sociales define de una forma singular los reductos nacionales de la identidad racial cubana.

A partir de entonces, la consustancialidad entre la masculinidad y los estereotipos racistas se define tanto en apariencia como discursivamente. En Cuba esa interacción ha operado bajo una lógica estética deformada que encarna físicamente los ideales asociados a una identidad nacional distorsionada en la que, desde la perspectiva historiográfica, se construye un relato político y social que deslegitima los paradigmas sobre los cuales se edificaba la nación cubana: “Hubo una época en que se pensaba […] que el negro era ‘una cosa’. Se venció ese prejuicio y se admitió que era un hombre ‘inferior’. Ya apenas hay quien abrigue de un modo absoluto esa noción. Pero subsiste un último linaje de prejuicios: el linaje estético con sus derivaciones sociales” (De la Fuente, 2001b:109).

Recurrir a estos valores en ciertos períodos o momentos históricos de la sociedad cubana —visibles a partir del “color de la piel”— es un síntoma fundamental para la interacción del relato histórico desde una dimensión racial y de género (Colón Pichardo, 2015; Stolcke, 1992). Sin embargo, para analizar el efecto y la eficacia simbólica de la imagen de la masculinidad y los estereotipos racistas, también es posible incorporar nuevas cartografías que hacen visible una definición continua con la que se asocia a un hombre negro —física y socialmente— a valores que interactúan con categorías como la sexualidad, contribuyendo a mimetizar los valores atribuidos al “color de la piel” en un marco de relaciones que continúan apuntalando las matrices de la desigualdad social.

Este trabajo pretende mostrar la utilidad del campo literario para analizar el efecto social y la eficacia simbólica de la interacción entre la masculinidad y los estereotipos racistas. Como material empírico para construir esta reflexión, me concentro en Trilogía sucia de La Habana (Pedro Juan Gutiérrez, 1999), un espacio de interlocución que con cierta recurrencia ha tenido la tendencia de deshumanizar social y culturalmente la imagen del hombre negro en Cuba (Lisenby, 2014).





Isla diseminada. Ensayos sobre Cuba

Los textos cubren diversas áreas de la cultura cubana, desde la literatura y la antropología hasta la música y la arquitectura. Nuestro compromiso fue conectar horizontes del diálogo dentro de los estudios cubanos, diferentes en cuanto a tradición académica, región del mundo y lengua. Queríamos un diálogo de ideas.

Justo Planas, Reynaldo Lastre, Alex Werner & Jorge Alvis (eds.).








“Mami, qué será lo que tienen el negro”: confesiones literarias de ayer y de hoy

En la historiografía literaria cubana, pese a que hay pocos trabajos que aborden críticamente la representación del personaje negro, se puede decir, grosso modo, que las contribuciones han consolidado un campo de estudio muy importante (A. Abreu, 2017; Castellanos y Castellanos, 1994; Luis, 2003; Uxó, 2010; Valero, 2014). Al mismo tiempo, los rasgos que han definido el análisis literario encarnan las contradicciones del contexto nacional cubano en el cual ser negro equivale a un estado de tensión social y cultural, elaborado dentro de un complejo proceso histórico, encargado de construir imágenes que pueden demonizar los significados de ser negro, o por otro lado, reivindicar su legado como parte de los procesos identitarios que caracterizaron a la sociedad cubana (Valero, 2016).

La elección de una imagen racial configurada históricamente a partir de una noción colonialista en términos económicos, políticos y sociales define de una forma singular los reductos nacionales de la identidad racial cubana con la que hay ambivalencias (Carbonell, 2005). Es entonces cuando desde ese espacio el relato literario oficial asume un papel crucial dando por sentado un espectro alegórico con el cual se pretende “subrayar el dolor, el sacrificio catártico de las seductoras impurezas sociales, que se hace necesario siempre que la nación quiere ser establecida en los términos más claros posibles” (Sommer, 2004, p. 90).

En este sentido, la ambigua representación del negro en las zonas más periféricas del relato nacional cubano ha sido enfatizada en expresiones y gestos que incluyen:

su condición de sujeto de la escritura más que como objeto; los emplazamientos eurocéntricos, racista e ideológico desde donde se ha producido buena parte de nuestra creación así como la crítica y la historiografía literarias; la influencia de las culturas de origen africano en nuestro acervo literario; la invisibilidad, marginación y otras deformaciones de un imaginario cultural aportado por los negros, y el lugar de dichos sujetos en el discurso y el campo de la literatura cubana en el siglo XX (Zurbano, 2006:111).

El tratamiento temático del personaje negro va ubicándose siempre hacia el mismo lugar. Su vulnerabilidad social enfatiza en la promoción de un imaginario racial que ha calado de manera profunda en la cotidianidad de la sociedad cubana.

La autoridad de estos mecanismos fue cimentada bajo la retórica de la narrativa antiesclavista del siglo XIX, la cual asignó unos valores literarios en los que “el protagonista negro, es descrito como una víctima incapaz de liberarse del injusto y brutal tratamiento del amo y, por consiguiente, de amenazar a la sociedad blanca” (Luis, 2003:393). En esa dirección, este tipo de percepción contribuyó al establecimiento de una relación directa entre el valor ideológico de la raza y la atribución de funciones estéticas, socialmente aceptables, que marcaron los patrones de los estereotipos racistas. De ese modo, su naturaleza discursiva impactó colectivamente y construyó un conjunto de significados nocivos para las representaciones raciales de la literatura cubana (Martiatu Terri, 2008).

A partir de entonces, la primera mitad del siglo XX también se hizo cómplice de la sacralización del personaje negro como sujeto literario. Su verbalización fue articulada en correspondencia con los réditos del imaginario colonial, alimentando estéticamente su significación racial (Castellanos y Castellanos, 1994). En ese sentido, ni siquiera el afianzamiento de la poesía negrista de Guillén, en un momento donde el discurso del mestizaje ocupaba un espacio relevante dentro del contexto cubano, desarticuló el papel de la apariencia racial en los procesos identitarios, convirtiéndose más bien en una especie de catalizador que invocaba la unión de viejos antagonistas (el ancestro africano y el ancestro europeo) presuponiendo la creación de formas discursivas que entablaran otro tipo de diálogos con las prácticas racistas estructurales de la sociedad cubana (Duno Gottberg, 2003).

Teniendo en cuenta el desenvolvimiento del personaje negro como sujeto literario no es de extrañar que en las siguientes décadas se corroborara el imaginario racista como herencia colonial del espacio de producción literaria; y aunque detrás de cada imagen no haya necesariamente un carácter racista per se, está claro que subyace una conexión entre representación y dominación (Hooks, 1999). 





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Semejante vínculo comienza a jugar un rol ambivalente, por el papel de la Revolución cubana a partir de 1959 en la diseminación de las desigualdades raciales. Consideremos que los criterios del campo literario no se apartaron de cierta tendencia que continuaba captando la plasmación social de la imagen del negro en una coyuntura histórica. A este respecto, Odette Casamayor-Cisneros ha simplificado esta imagen, destacando dos representaciones que se contraponen. El negro alineado de antes de 1959 y el “negro nuevo” producto de la Revolución. A partir de entonces, el vínculo que se establece entre ellos es de naturaleza contingente ya que existen condiciones históricas por las cuales se reproducen estereotipos racistas que pueden no ser una noción negativa. Ahora bien, siguiendo la dinámica de Casamayor-Cisneros, consideremos entonces que dentro de los dos nuevos estereotipos ofrecidos a los negros como posibilidad de existencia literaria:

Son actores jugando roles que les son asignados. Y solo guardan algunas diferencias con los estereotipos que les precedieron en la historia literaria cubana: por ejemplo, el gesto burlón es trocado ahora por una visión paternalista y la Revolución reconoce —más o menos frecuentemente— la participación de los cubanos negros en la lucha y el apoyo al poder recién instaurado (2008:3).

En consonancia con este argumentario, el tratamiento temático del personaje negro va ubicándose siempre hacia el mismo lugar. Su vulnerabilidad social enfatiza en la promoción de un imaginario racial que ha calado de manera profunda en la cotidianidad de la sociedad cubana situándose en fases en las que:

Sigue siendo frecuente la esencialización resultante de usar rasgos fenotípicos en lugar de nombres propios como término de referencia (algo casi inaudito para los blancos). Continúa sexualizándose tanto al negro (hipersexualizado hasta la atrofia con constantes referencias al tamaño de su pene) como a la mulata (percibida repetidamente como lujuriosa y provocadora por naturaleza). Se insiste en suponerle al afrocubano, como parte de su esencia, la habilidad para la música más tradicional (si bien es cierto que son cada vez más frecuentes los textos que tratan de romper con este estereotipo) (Uxó, 2013:579).

A partir de esta cronología, enfocaremos determinados personajes y escenas dentro de Trilogía sucia de La Habana que corroboran esta preferencia. Son imágenes que poco difieren de las tendencias estilísticas literarias que hemos comentado y que proyectan un debate controvertido a la hora de problematizar los estereotipos racistas en torno a la sexualidad y su actuación social en la conformación de los modelos de masculinidad. Captar la plasmación social de la imagen del negro en un conjunto de cuentos que corresponden a determinadas coyunturas históricas dentro de un microespacio marginal, confirma de forma explícita el papel que juega dentro de la sociedad cubana el discurso sobre la raza.

Poner en el centro a la Cuba del Período Especial implica, en consecuencia, textualizar la pobreza material, los campos metafóricos de la marginalidad traducidos fundamentalmente en pasajes en los que la sexualidad y la violencia le imprimen un matiz poco común.



El supermán negro, el bobo y otras facetas sexuales de distorsión

En la literatura cubana, la corporización de la sexualidad opera dentro de varias dicotomías (Valladares-Ruiz, 2012). Como consecuencia, el legado colonial le ha destinado al personaje negro un papel social circunscrito al sexo. Dicho estereotipo ha calado tan profundo en el imaginario nacional cubano que, aunque el sexo a priori es una característica de la que los cubanos en general suelen alardear, la identidad racial está intrínsecamente relacionada con las percepciones sobre la sexualidad. Estas percepciones suelen estar condicionadas por experiencias físicas y subjetivas que tergiversan las imágenes raciales, las cuales quedan reducidas a conceptos monolíticos muy peculiares.

Tengamos presente que las representaciones en torno a la raza se localizan también en procesos y experiencias sociales que evalúa Stuart Hall a partir de prácticas que “son democratizadas y socializadas y que permiten a su vez conferir y retirar significados” (1994:27). En Trilogía sucia de La Habana la experiencia vital que nos muestra su narrador, Pedro Juan Gutiérrez, pone al descubierto las contradicciones políticas que afloraron en la sociedad cubana del Período Especial respecto a la identificación racial (De la Fuente, 2001) en escenas recurrentes y paradigmáticas en las que la sexualidad perpetua un espejismo de dominación racial a partir del cual la gente considerada “blanca” observa a los denominados “otros” (Wade, 2009).

Este libro, polémico en muchos sentidos, ha sido catalogado por la crítica literaria de diversa índole: como crónicas y como viñetas. Sin embargo, su característica central es poner en tela de juicio y simultáneamente reproducir las normas y estereotipos de la cultura y la sociedad cubana (Whitfield, 2002). Esta escenificación está plagada de obscenidades y morbosidades que indagan en las zonas más nauseabundas de la naturaleza cotidiana de la sociedad habanera dentro del denominado Período Especial (Sklodoswka, 2016). La mayoría de los textos, narrados a través de un alter ego, se convierten en hechos sociales que cumplen una función estética y entronizan un discurso no oficial, marginado, disidente, alternativo.[1]




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Poner en el centro a la Cuba del Período Especial implica, en consecuencia, textualizar la pobreza material, los campos metafóricos de la marginalidad traducidos fundamentalmente en pasajes en los que la sexualidad y la violencia le imprimen un matiz poco común: el falo hiperboliza el mito del pene o “miembro ilustre” y pone de relieve una permanente decoración “escatológica” del imaginario racista en la medida en que se recurre a las prácticas colonialistas que lo moldearon.

Se nos presentan de esta manera unos personajes quebrantados que evocan la estructura de la representación racista de la sociedad cubana y que son narrados continuamente a través de la sexualidad, un aspecto que relaciona entre sí las identidades raciales y el sexo, considerando un tratamiento análogo hacia el personaje negro como sujeto y objeto (Viveros, 2009).

En casi cada relato de Trilogía sucia hay entre líneas un personaje negro (hombre o mujer), representado por el delincuente, el bisnero (negociante), la jinetera (prostituta), el masturbador; una concatenación de estereotipos que contribuyen a naturalizar los mitos y leyendas del imaginario colonial. Además, de un modo particular, se hace latente una dinámica narrativa, textual y explícita, que ilustra la figura del hombre negro con el mecanismo racista de la potencia sexual: “el negro tiene una pinga de negro” (P. J. Gutiérrez, 1999:24), lo cual presupone anclar cierto significado en el cuerpo negro que les atribuye estatus de objetos sexuales y los cosifica como objetos raciales.

Cuando se pone en contexto de manera recurrente formas de dominación y control sociosexuales a los que han estado sometidos los hombres negros históricamente, preocupados en su conjunto por los valores de la igualdad racial y no tanto por los roles de género, la aceptación pasiva de esta estructura contribuye a su perpetuación cultural y social.

En esta dimensión examinaremos de manera muy particular tres cuentos: “Abandonando las buenas costumbres”, “Aplastado por la mierda” y “El bobo de la fábrica” de Trilogía sucia, y aunque el papel del binomio raza-sexualidad ocupa un protagonismo desmedido, queremos destacar también algunas de las articulaciones del lenguaje racial cubano que ponen de manifiesto los sistemas de opresión que distinguen la imagen de la raza a partir de los paradigmas colonialistas del blanqueamiento.[2]

En el primero de los cuentos, “Abandonando las buenas costumbres”, la escritura avanza hacia complejas intersecciones constitutivas de estereotipos racistas, donde no resulta difícil distinguir a los personajes racializados. Las tropelías en el muro del malecón ponen en perspectiva a la mulata, Miriam, dispuesta a la sumisión y al sexo desenfrenado sin escrúpulos:

Miriam era una mulata no muy alta, desnutrida pero bonita y bien proporcionada. […]. Tenía treinta y un años. Un hijo de dos años, y un marido, según ella “negro como un totí”, preso con una condena de diez años. […] El muchacho debía de ser de él, porque también era muy negro.
Durante un tiempo jineteó con los turistas, en el Malecón y en los hoteles del centro. Un día me dijo: “Si me ves en esa época, papi, estaba gordita, con el culo lindo, pero me compliqué con el negro, porque yo soy loca a los negros. ¡Cómo me gustan! Y con este, preso y todo, le parí un niño. No te pongas bravo, pero ese negro es mi macho, aunque tú eres muy cariñoso, pero él tiene algo que yo no sé…, no sé cómo explicarte” (ibíd.:47).




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La dimensión racial en el relato de Miriam ocupa un espacio significativo cuando al continuar con su lógica deja entrever los atributos que escenifican la figura de su marido negro, los cuales reafirman los estereotipos racistas construidos históricamente. Sin embargo, esa lógica es aún más polémica cuando establece un patrón de dominación mucho más distendido:

Yo cada día era más indecente. A ella le gustaban los negros bien negros, para sentirse superior. Siempre me lo decía: “Son groseros, pero les digo ¡negro, échate pa’ allá!, y yo estoy por arriba porque yo soy clarita como la canela”. En realidad, era más clara que la canela y todo lo valoraba así: los más negros abajo, los más claros, arriba (ibíd.:47-48).

Aquí impera la idea de un orden sociorracial jerárquico que interactúa con una realidad estridente de crisis y miseria que produce formas de clasificación social arbitrarias de la apariencia física. En este sentido, las diferencias conllevan marcas culturales construidas socialmente que, en apariencia, habían sido desterradas de la sociedad cubana a partir de 1959. Ahora bien, este tipo de lógicas consienten en legitimar la noción de que los hombres negros son desmasculinizados cuando se aportan elementos que limitan las representaciones de la imagen racial. De ese modo, se aceptan de manera pasiva las normas de la masculinidad establecidas por la cultura blanca y patriarcal (Brancato, 2000).

A partir de entonces, se adopta un modelo de masculinidad que queda supeditado a la apariencia física y a los estereotipos que se construyen en torno al “color de piel”. Pero esa percepción va mucho más allá. Cuando se pone en contexto de manera recurrente formas de dominación y control sociosexuales a los que han estado sometidos los hombres negros históricamente, preocupados en su conjunto por los valores de la igualdad racial y no tanto por los roles de género, la aceptación pasiva de esta estructura contribuye a su perpetuación cultural y social (Hooks, 2004).

La raza no solo permite legitimar los estereotipos sino también explicar cómo los valores sexuales pueden ser distorsionados haciendo énfasis en imágenes muy específicas que han contribuido a sustentar el argumento de que “para el imaginario occidental, el sexo se ha convertido en uno de los rasgos que definen el ser negro.

De ese modo, para ser hombre negro, existe un vínculo colonial que ha construido una mitología de potencia sexual que contribuye a representar la masculinidad negra a través de un falocentrismo patriarcal que entrelaza orgullo racial con orgullo viril. Desde esta perspectiva, el imaginario racista blanco patentiza una representación racial de la sexualidad que implica “ciertos modos en que los blancos miran a los negros y cómo, en esta forma de mirar, la sexualidad del hombre negro, se percibe como algo diferente, excesivo, lo otro” (Mercer, 1999:67).

En esta línea, hay un encasillamiento que establece ciertos límites morales, los cuales llevan a naturalizar los comportamientos sexuales racializados como inapropiados, contribuyendo a legitimar el carácter sexuado de la dominación racista. Uno de los relatos en Trilogía sucia que dialoga con estas interrogantes, “Aplastado por la mierda”, enfatiza en la representación racial de la sexualidad a partir de un grafismo surrealista que entrecruza varios personajes y pone al protagonista en medio de una especie de radiografía autobiográfica, puesto que el personaje con el que interactúa cuenta de manera casi escenificada la historia de su “pinga”. Y destaco la palabra, porque a eso se reduce:

me fui a ver al viejo. Era un tipo duro. Un negro muy viejo. Destrozado pero no destruido. Vivía en San Lázaro 558, y se pasaba el día sentado silenciosamente en su silla de ruedas, asomado a la puerta, mirando el tráfico […].
Yo tenía media botella de ron adentro, y eso me ponía conversador y jocoso.
Después de una hora y unos cuantos tragos (al fin aceptó beber conmigo), el viejo me dio una pista: había trabajado en teatro.
—¿En cuál? ¿En el Martí?
—No. En el Shangai.
—Ah, ¿y qué hacía allí? Dicen que era de mujeres encueras y eso. ¿Es verdad que lo cerraron enseguida, al principio de la Revolución?
—Sí, pero yo no trabajaba allí hacía tiempo. Yo era Supermán. Siempre había una cartelera para mí solo: “Supermán, único en el mundo, exclusivo en este teatro”. ¿Tú sabes cuánto media mi pinga bien parada? Treinta centímetros. Yo era un fenómeno. Así me anunciaban: “Un fenómeno de la naturaleza… Supermán… treinta centímetros, doce pulgadas, un pie de Superpinga… con ustedes… ¡Supermán!”.
—¿Usted solo en el escenario?
—Sí, yo solo. Salía envuelto en una capa de seda roja y azul. En el medio del escenario me paraba frente al público, abría la capa de un golpe y me quedaba en cueros, con la pinga caída. Me sentaba en una silla y al parecer miraba al público. En realidad, estaba mirando una blanca, rubia, que me ponían entre bambalinas, sobre una cama. Esa mujer me tenía loco. Se hacía una paja y cuando ya estaba caliente se le unía un blanco y comenzaba a hacer de todo. De todo. Aquello era tremendo. Pero nadie los veía. Era solo para mí. Mirando eso se me paraba la pinga a reventar y, sin tocarla en ningún momento, me venía. Yo tenía veintipico de años y lanzaba unos chorros de leche tan potentes que llegaban al público de la primera fila y rociaba a todos los maricones.
—¿Y eso lo hacía todas las noches?
—Todas las noches. Sin fallar una. Yo ganaba buena plata, y cuando me venía con esos chorros tan largos y abría la boca y empezaba a gemir con los ojos en blanco y me levantaba de la silla como si estuviera enmariguanado, los maricones se disputaban para bañarse con mi leche como si fueran cintas de serpentina en un carnaval, entonces me lanzaban dinero al escenario y pataleaban y me gritaban: “¡Bravo, bravo, Supermán!” (P. J. Gutiérrez, 1999:61-62).




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La historia del “Supermán tropical” posiciona una idea en la que la raza no solo permite legitimar los estereotipos sino también explicar cómo los valores sexuales pueden ser distorsionados haciendo énfasis en imágenes muy específicas que han contribuido a sustentar el argumento de que “para el imaginario occidental, el sexo se ha convertido en uno de los rasgos que definen el ser negro. Y esta representación se ha seguido difundiendo y renovando en distintos escenarios sociales y a través de distintos discursos” (Viveros Vigoya, 2009:72)

El último de los cuentos a examinar, “El bobo de la fábrica”, es una constatación del impacto del lenguaje racial y la sexualidad. No es necesario introducir matices, la pinga del negro sigue adquiriendo mayor protagonismo simbólico y de un modo alarmante ilustra formas de representación de la masculinidad en los hombres negros que los enfrenta cotidianamente al dilema racial que vive la sociedad cubana en toda su complejidad (Zurbano, 2012).

El personaje de este relato, Juan el bobo, confronta dos distorsiones: negro y bobo. Además, la escena cotidiana de su número circense también se reduce a su pinga. Dejaba de ser Juan el bobo para convertirse en una “pinga negra”:

En la fábrica había un bobo. Era un negro corpulento, fuerte y joven. La gente decía era sobrino del administrador. Juan el bobo.
Siempre merodeaba a las mujeres en las oficinas y ellas lo provocaban. El chiste era decirle que la tenía chiquita igual que un niño y que no se le paraba. El bobo no hacía caso, pero ellas seguían jodiéndolo hasta que el tipo se sacaba el animal y se lo mostraba. No era una pinga. Era un animal negro, gordo, y salvaje, con unos treinta centímetros de largo. El tipo se sacaba aquel monstruo ya medio erecto y lo mostraba muy orondo, complacido de la admiración que causaba. Ellas empezaban a gritar y a tirarle presilladoras y pisapapeles, pero en realidad era un juego. Les gustaba ver aquel trozo de carne negra y palpitante (P. J. Gutiérrez, 1999:200).

El imaginario colonial que reproduce estereotipos racistas continúa haciendo énfasis en fenómenos contemporáneos que utilizan ciertas zonas del carácter racista de la sociedad cubana para multiplicar las ambivalencias de los valores sexuales.

Estamos frente a una representación textual que continúa generando tensiones. El narrador distorsiona las representaciones sexuales de la raza. Tengamos en cuenta que estos personajes quedan reducidos a un pene, lo cual por un lado legitima los estereotipos racistas en torno a la masculinidad de los hombres negros y, por otro, mantiene latente los valores sexuales del imaginario colonial. Como consecuencia, el binomio raza-sexo genera un paradigma efectivo en los modelos de masculinidad. En el ámbito teórico cubano se ha destacado con bastante constancia la relación del hombre cubano con su sexualidad; especialmente la relación con el pene o “miembro ilustre”: “Poseer un pene grande le abre al futuro hombre los caminos de la sexualidad, pues mientras mayor sea el diámetro y la longitud más resaltará su virilidad” (González Pagés, 2010:65).

Naturalmente que aquí se hace alusión al hombre cubano en general. Sin embargo, algunas encuestas realizadas en La Habana para corroborar estos criterios sobre el mito de las dimensiones del pene situaron en primer lugar a la “raza negra” como la portadora de las más grandes (ibíd.:66). A partir de ahí, la forma explícita con la que Pedro Juan Gutiérrez dialoga con estos antagonismos pone de relieve cómo existen zonas dentro de la sociedad cubana que perpetúan los soportes coloniales de la imagen racial que se corresponden con un argumento de Étienne Balibar en el cual dictamina: “[…] cuan sobredimensionadas sexualmente están las categorías del imaginario racista. Y hasta qué punto las diferencias raciales han sido edificadas sobre la base de universales antropológicos que son metaforizaciones de la diferencia sexual” (Viveros Vigoya, 2009:66).

Desde esta perspectiva, el imaginario colonial que reproduce estereotipos racistas continúa haciendo énfasis en fenómenos contemporáneos que utilizan ciertas zonas del carácter racista de la sociedad cubana para multiplicar las ambivalencias de los valores sexuales. Si no, no se entiende la popularidad que alcanzó la estrofa de la canción el “palón divino” con la que encabezamos estas reflexiones. La exposición del pene del hombre negro resulta ya una especie de ritual en el que su imagen no logra liberarse del mito racista. Bajo esa suspicacia, que no surgió espontáneamente, tenemos un largo camino que recorrer para construir una masculinidad en torno a las representaciones raciales sobre la estela de nuevos paradigmas.




Referencias bibliográficas
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Notas:
[1] Tengamos presente que este tipo de relatos, aparentemente de ficción, viene a sustituir la ausencia de un periodismo investigativo que no tenía espacio en ninguno de los órganos oficiales de prensa. Cfr. Yánez Delgado (2009).
[2] El denominado blanqueamiento correspondió a una práctica social y cultural desde el punto de vista ideológico que representó un ideal racial tanto en el orden simbólico como biológico. En el ámbito simbólico emergió de las estructuras coloniales de dominación, colocando la jerarquía de los blancos en lo alto de la pirámide. Su concepción biológica se patentó a partir de las uniones sexuales entre individuos de piel oscura y clara con la intención de producir una descendencia de piel clara que le permita un mejor estatus en las sociedades estratificadas racialmente (Cfr. Quijano, 2000).



* Este texto forma parte del libro ‘Isla diseminada. Ensayos sobre Cuba‘, de los editores Justo Planas, Reynaldo Lastre, Alex Werner y Jorge Alvis.

© Imagen de portada: Eduardo Rodríguez Sardiñas.




silencio-victima

Para una arqueología del silencio: la ontología de la víctima

Antonio Correa Iglesias

¿Qué diferencia el cuerpo decapitado del hijo de Saturno en la obra de Francisco de Goya del cuerpo sin vida de Iván el terrible en la monumental pintura del ruso Ilía Repin? Nada, ambos son víctimas de un poderque encarna su voluntad antropófaga.