Para una arqueología del silencio: la ontología de la víctima

I

¿Qué diferencia el cuerpo decapitado del hijo de Saturno en la obra de Francisco de Goya del cuerpo sin vida de Iván el terrible en la monumental pintura del ruso Ilía Repin? Nada, ambos son víctimas de un poder que encarna su voluntad antropófaga. Saturno —como sugiere László Földényi—representa los últimos instantes de una lucha, es el estado de desesperación puro de quien se siente acorralado. Iván el terrible es la encarnación de la crueldad y el desequilibrio de quien gobierna como déspota, sin freno ni ley. No es casual que Stalin sintiera una íntima fascinación por esta obra. Saturno, como Iván, es la personificación de un poder absoluto, un poder que ejerce su hegemonía y violencia desde la destrucción de los cuerpos, por eso es un poder antropófago.

En la violencia ejercida desde un Estado totalitario, está un deseo y voluntad no siempre declarados. La tesis de la antropofagia totalitaria cobra sentido en el universo iconográfico; sobre todo, en el imaginario generado y defendido desde la víctima. En su práctica de la violencia, el sistema devora a la víctima que “carece” —desde el imaginario del poder— de “identidad”, valor jurídico y existencial. No se trata aquí de comer su carne, sino más bien de destruir la condición fundante de una identidad. 

Cierto es que ha prevalecido un entendimiento político en torno a los sistemas totalitarios; sin embargo, introducir la tesis de la antropofagia en su comprensión podría contribuir a subrayar su carácter antinatura. Cualquier análisis sobre la condición de la víctima en un sistema totalitario debería considerar esta tesis inexplorada como categoría y naturaleza.


II

No encuentro mejor aliada que la obra de Hannah Arendt para cotejar un entendimiento en torno a los sistemas totalitarios. 

Los totalitarismos son “organismos” que pueden hallarse tanto a la izquierda como a la derecha y que “subordinan todos los actos individuales al Estado y su ideología” (Eco, 2018). Para Arendt, es una forma de gobierno que difiere sustancialmente de otras como las tiranías y las dictaduras, sobre todo porque utilizan el terror. Si bien Arendt “delimitó” su obra al nacionalsocialismo, en especial a partir de 1938 y en el poder soviético a partir de 1930, en los gobiernos totalitarios se produce: concentración del poder en un líder; sustitución del sistema de partidos por un movimiento de masas; terror total como mecanismo de dominación; progresiva abolición de las libertades y derechos de las personas; desplazamiento constante del centro del poder; coexistencia del poder real; ostensible uso de la propaganda y del sistema educativo para adoctrinar; supervisión centralizada de la economía; y utilización del Derecho, a través de la manipulación de la legalidad con el propósito del logro de sus objetivos.

¿Qué duda cabe que la argumentación de Arendt aporte elementos fundamentales si se pretende analizar el régimen cubano como un sistema totalitario?

La subversión del orden asociado a estos discursos le hizo pensar sobre el carácter de las revoluciones como pathos (1988). La búsqueda de una nueva secularidad, la ruptura con la discursividad histórica, el advenimiento mesiánico de una nueva era, el sentido de inevitabilidad histórica, han sido los modos en lo que se han venido expresando las revoluciones en la modernidad.

Sin embargo, para Hannah Arendt, comprender el fenómeno de una revolución ha significado hacer coincidir la experiencia de la libertad con el origen de un nuevo orden nominal y simbólico. No obstante, libertad y liberación son dos entidades no necesariamente confluyentes. Si la liberación, como condición en una revolución, no supone en sí el reconocimiento de la libertad, o las libertades fundamentales, entre la intencionalidad y el deseo de la libertad se desarrolla una tensión que fundamenta el pathos trágico asociado a estos procesos. 

En uno u otro caso, toda revolución ha venido asociada —desde la inglesa de 1640— a un profundo sentido de la muerte, la revancha y mesianismo. Si bien las revoluciones han fundamentado el advenimiento de una nueva era, lo han hecho al menos a partir de tres elementos fundamentales: desmantelamiento del pasado, el olvido y la manipulación desde la memoria. 

¿Por qué pensar que la Revolución cubana es diferente? ¿Cuál es ese criterio de excepcionalidad que siempre se esgrime como argumento? ¿No es también es la Revolución cubana una revolución moderna?


III

Cuando conversaba sobre este tópico con mi colega y amigo Enrique del Percio,[1] me sugería que era necesario abrir el debate al campo de lo epistemológico, una vez que ha prevalecido un sentido de “victimización”. Pensar desde la víctima —me decía— es fundamental; y quizás aquí está la crítica más “profunda” a Max Weber, quien concibió el origen del capitalismo sin tener en cuenta el nuevo lugar de la mujer, la esclavitud, ni el papel de América en la conformación de la sociedad moderna.

Al fundamento de una epistemología de la víctima hay que incorporar un elemento bastante escurridizo en la tradición continental europea (cfr. Boderi, 1997): la “pasión” ha sido excluida históricamente dentro de la narratividad de autores de la acción como Hannah Arendt, sobre todo en su comprensión de los sistemas totalitarios. Pasión no debe ser entendida aquí en el sentido cartesiano, y mucho menos kantiano. Más bien, como padecimiento, estado, invalidez, una vez que la víctima, desde esta condición de “minusvalía”, es incapaz de actuar. “Traducidas” al lenguaje de Ricoeur, las tres pasiones humanas fundamentales están contenidas como “poder”, “tener” y “valer” en cuanto “estructura” y “lógica” (2011). 

Por eso, Enrique del Percio me recomendaba leer a la víctima desde la filosofía judía. A lo que acotaría también una relectura del psicoanálisis freudiano, en especial a su comprensión en torno a las masas y, claro está, la crítica de T. Adorno. Habría que añadir también la obra de Juan Carlos Scannone S. I. (2009) y Manuel Reyes Mate (2018) donde se anteponen a la historia como ambigüedad, el discernimiento como herramienta epistemológica. Estos serían ejes temáticos y conceptuales para una investigación más exhaustiva sobre este fenómeno.


IV

Renuente a sumarme a la vocación lacrimógena que tiene como fundamento la apología de la víctima, este ensayo intenta adentrarse más bien en una arqueología del silencio. En todo caso, la víctima como tropo dominante en la cultura occidental ha prevalecido desde un discurso y narratividad de la violencia; como “correlato” de esta violencia, hace evidente un cuestionamiento en torno a la naturaleza del hombre y sus organizaciones simbólicas. 

Desde el paciente “psiquiátrico” del Hospital General que Foucault describe obligado a trabajar porque el trabajo “[…] asume su significado como ejercicio ético y garantía moral” (1988:59). Hasta las víctimas de la represión en Cuba, pasando también por el Hospital Psiquiátrico (Betancourt, 2021), todas, absolutamente todas, comparten la experiencia del sufrimiento; traducida en formas históricas de la subjetividad, la cual involucra planos cognitivos, jurídicos, sociales, éticos, simbólicos y epistemológicos. Por ello, más que una historia de las víctimas, que estaría en consonancia con la naturaleza de un archivo o bitácora, una ontología en torno suyo permitiría adentrarse en la naturaleza del sufrimiento. Como la víctima no es una substancia ni un fundamento —es, en todo caso, un modo de subjetivación, un producto de prácticas represivas, expresadas desde hegemonías cognitivas y simbólicas—, se hace indispensable analizar las formas dominantes de la “verdad”, así como la normatización en el desempeño del “contrato social”. De ahí la significación que una ontología podría ofrecer como vehículo para el entendimiento de sí. 

Comprender a la víctima debe partir de reconocer su condición ontológica. Y ontología aquí no como forma que reviste la filosofía en tanto tradición continental, sino como contenido que pregunta por la existencia, el ser y su presencia en la realidad. Este carácter la coloca en una autopercepción; ya no solo es una víctima de un sistema totalitario, sino que se ve, se reconoce y reproduce a sí misma como tal. La capacidad de la autorrepresentación genera al menos tres condiciones fundacionales en la conciencia de la víctima:

  • Una temporalidad “paralela”; es decir, el tiempo de la víctima está fuera del tiempo, lo que significa que la condición de la víctima es permanente.
  • Un profundo sentido de culpabilidad. El fundamento de la culpa como autopercepción se traduce en una victimización de sí misma. Como acotara Mireya Robles en el documental Conducta impropia (Orlando Jiménez Leal y Néstor Almendros,1984), son “hombres con defectos, con una debilidad, se autocriticaba, se autorrebajaba; en la misma forma en que, por ejemplo, un judío en Incidente de Vichy (Arthur Miller) pudiera decir, yo quisiera en este momento no ser culpable, en lugar de decir yo quisiera no ser”.
  • El entendimiento de la víctima como objeto de autocensura y la “incapacidad” de generar un discurso crítico en torno a sí misma.

Lo que ha prevalecido en todo caso es un discurso de la victimización. Una narratividad articulada desde la experiencia producida por un dispositivo de poder, asumido desde una institucionalidad y reproducido por los medios de comunicación. Tal perspectiva de la victimización ha llegado a afirmar que la experiencia de esta solo es posible desde aquella que produce un dispositivo de represión; “objetivando” y reduciendo la naturaleza del padecimiento. 

¿Solo los que han sufrido un sistema totalitario están en condiciones de entender a sus víctimas? Si esto es “cierto”, la víctima como experiencia, o como registro, coloca al entendimiento en una disyuntiva: genealogía u ontología. Es decir, una “historia” de la víctima o un análisis sobre su modo de ser y existir. Ambas prácticas son legítimas; lo fundamental sería determinar cuál de las dos es más consecuente con el entendimiento de esta cuestión. 

Por eso, los tres elementos anteriores (temporalidad “paralela”, fundamento de la culpa como autopercepción, víctima como objeto de autocensura) permitirían comprender ya no solo la naturaleza de la víctima dentro de un sistema totalitario, sino también el carácter ontológico que rige a esta naturaleza y construye una identidad.


V

Pensar desde la ontología de la víctima supone al mismo tiempo una relectura de la obra de Freud; particularmente su comprensión en torno a las masas y claro está, la crítica de Adorno. Este aspecto es verdaderamente significativo por el valor que adquieren los “pueblos” o “las masas” —concepto importante para la escuela crítica de Frankfurt— en la legitimación desde la seducción (Žižek, 2003) de una ideología totalitaria.

Sobre el rol de la seducción de la ideología totalitaria en el entendimiento que la fascinación produce en el otro, Slavoj Žižek ha enfatizado que el predominio del “ellos” sobre el “yo” constituye, sin lugar a duda, una de las victorias del totalitarismo. Esa víctima subyugada y enternecida por el poder simbólico de la ideología ayuda a legitimar un sistema que terminará, como Saturno, devorándolo.

Freud es fundamental también para entender este aspecto de la naturaleza ontológica de la víctima. La cuestión radica en lo que este llamó “empobrecimiento psicológico”. Un sujeto seducido por el “objeto” o entregado a este en el lugar de potenciar el “Super-Yo”. Aunque Freud pensaba de forma “premonitoria” en el fascismo, su argumentación ajustaría a todas las variantes de los sistemas totalitarios posteriores, incluyendo los sistemas totalitarios comunistas; donde los elementos sociales “pospsicológicos y desindividualizados” forman la masa que los sostiene desde la instrumentalización de la dependencia, el control social y la expropiación del inconsciente. Al perder la “masa” —dice Adorno— la identidad del Yo, se deshace, por tanto, el sentido de autorrepresentación una vez que el discurso político y de control social le expropia el inconsciente. Deja de ser “Yo” para ser y existir en función del “Ellos”.

Si la “espontaneidad”, “la histeria colectiva” y el “fanatismo” son —según Žižek— fenómenos “no psicológicos, una vez que son ‘fingidos’ tanto por la masa, como por los que la dirigen”, podríamos pensar que los sistemas totalitarios son fuerzas heterónomas que se valen de cualquier mecanismo para ejercer el poder. “[…] [L]os propios sujetos ‘fingen’ su fanatismo ciego debido a la coacción externa, a los beneficios materiales, etc.” (ibíd.:56). Los sistemas totalitarios no solo hacen colapsar la forma tradicional de la ideología al concebirla como “falsa conciencia”, sino que instrumentalizan sobre los sujetos de la conciencia un sometimiento, una idea de sacrificio irracional e incondicional, para reconocerse desde “la inquebrantable convicción de ser el instrumento y de no ser más que el instrumento de la realización de una necesidad histórica” (ibíd.:82).

Las víctimas están a ambos lados del sistema y, como los sistemas totalitarios son la expresión más “orgánica” de una ideología instrumental, coexisten desde una “convicción ideológica”; pero también desde la oposición a esa ideología. Son víctimas en todo caso de un sistema que se sirve de ellas como puro medio para la acción política. Fidel Castro, con su cinismo natural, lo dijo de esta manera: “el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir. Y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella”.

Habría que añadir al carácter heterónimo de los sistemas totalitarios su naturaleza psicótica que pretende secuestrar el inconsciente colectivo en función de una ideología como fundamento de sí misma. Solo puede haber víctimas en un sistema totalitario, nadie escapa a esta condición. En el territorio de la víctima, la diferencia podría radicar en el posicionamiento político de los sujetos; si estas coexisten desde una “convicción ideológica”, encarnan lo que se ha llamado un “sujeto totalitario”, que no es nada más que un sujeto de la represión que desprecia la subjetividad, una vez que el Partido es la encarnación del “sujeto histórico” y nada está por encima de esta necesidad. En la Cuba totalitaria, el Partido Comunista, dada la “necesidad histórica” para la cual ha sido concebido, está por encima de la Constitución de la nación.


VI

Aunque Žižek ha abordado el rol de la ideología en la conformación y sostenimiento de los sistemas totalitarios, ¿cómo esta ha contribuido al establecimiento de la ontología de la víctima? Como tantos otros, se queda en el plano de la acción, donde no aparece un entendimiento epistemológico de la víctima como presupuesto existencial.

Si la violencia —ontológica— ejercida por un sistema totalitario genera una percepción arquetípica del horror, una violencia que no solo pretende la destrucción del cuerpo, sino también de su capacidad simbólica como un dispositivo social, ¿qué papel juega la ideología en la legitimidad de esta ontología? 

El cuerpo, como objeto de la violencia en los sistemas totalitarios, adquiere esta doble connotación. Rita Laura Segato desarrolla la tesis de la violencia ejercida como “uso y abuso del cuerpo del otro” (2010). El cuerpo del otro —el sujeto de la violencia— expropia a la víctima del control sobre su espacio-cuerpo. Este acto de manipulación forzada del cuerpo desencadena un profundo sentido del terror y la humillación a nivel simbólico y fáctico. El propósito de la violencia ejercida no es otro que la dislocación absoluta de la víctima, su dignidad y condición humana. Recordemos que “[…] las revoluciones no confían ni en sus muertos” (Fernández, 2016).

Aunque Segato habla desde una posición de género, me parecía muy sugerente esta “analogía” entre la naturaleza del violador —quien ejerce una fuerza sobre el cuerpo del otro— y los modos de ejercer la violencia desde un sistema totalitario, falocéntrico, patriarcal y machista. Quizás la diferencia entre estos dos sujetos de la violencia radique en el discurso político del sistema. Un discurso que va dando tumbos entre cuotas de cinismo y la esperanza, y que crea una heterodoxia que no tiene clara si está desde la herejía o la disidencia. En todo caso, el sistema totalitario funciona como un violador y la violencia es el enunciado que se activa y ejecuta en el orden físico, moral y mental del otro.


VII

Pero la violencia ejercida desde un sistema totalitario siempre viene acompañada del “argumento” de que su “legitimidad” se sustenta en la propia naturaleza del agresor, un sujeto que detenta el dominio absoluto sobre la vida y la muerte de sus víctimas. En el caso cubano y siguiendo esta argumentación, la teleología política del sistema totalitario ha establecido un estado de excepción, una excepcionalidad como “argumentación” y “fundamento” de la violencia, cuyo único objetivo es “salvaguardar un proyecto de nación”; pensando que nación y revolución son una y la misma cosa.

El carácter de esta burda e inverosímil “excepcionalidad” instrumentaliza el ejercicio de la violencia. Las víctimas de la violencia totalitaria reconocen en su agresor a un sujeto organizado desde la soberanía de la impunidad, lo cual significa que las víctimas no están circunscritas a un sector específico de la sociedad, sino a una profunda estratificación. 

“Decir que el soberano tiene derecho de vida y muerte significa, en el fondo, que puede hacer morir y dejar vivir; en todo caso, que la vida y la muerte no son esos fenómenos naturales, inmediatos, en cierto modo originarios o radicales, que están fuera del campo del poder político. […] El efecto del poder soberano sobre la vida solo se ejerce a partir del momento en que el soberano puede matar. En definitiva, el derecho de matar posee efectivamente en sí mismo la esencia misma de ese derecho de vida y de muerte: en el momento en que puede matar, el soberano ejerce su derecho sobre la vida. Es el derecho de hacer morir o dejar vivir” (Foucault, 2008:78).

Las condiciones que la violencia totalitaria genera sobre la víctima plantean cuestiones de método y forma. La víctima muere, pero no decide la forma en la que va a morir. Qué mejor ejemplo que la interrupción por parte del Estado totalitario de la huelga de hambre de Luis Manuel Otero Alcántara, quien, desde este dispositivo de resistencia, había decidido morir. Esta metodología introduce al mismo tiempo la práctica del horror como una variable y narratividad, sobre todo como imaginario. Es el mismo horror que Goya e Ilía Repin logran capturar en sus pinturas. Ante el horror, la víctima genera una conciencia de la autoincriminación que fundamenta y tipifica un conflicto interior.

Desde Foucault hasta Žižek, la biopolítica es, como diría este último, una política del miedo (2009) donde se establecen, a nivel “metodológico”, dos espacios de representación entendidos como agresividad y violencia. El primero es una fuerza de destrucción vital; el segundo, sin dejar de ser una fuerza de destrucción, concentra su esfuerzo en lo moral.

El horror y la simbología de la crueldad generan la tragedia de la deshumanización. El sujeto y el cuerpo de la violencia son una y la misma cosa, una no-persona. Una dinámica que para Simone Weil implica un entendimiento del sufrimiento como patología: “[…] involucre elementos psicológicos, físicos y emocionales: el dolor físico y mental profundo en tal caso se une a la sensación del paciente de ser un paria social hasta tal punto que podría sentirse, erróneamente, responsable de su propio sufrimiento. Su sufrimiento se vuelve sobre sí mismo para lacerarlo como agonía” (2016:83).

Emil Cioran abordó significativamente algunos aspectos de la autocondenación, sobre todo en su argumentación en torno a la condición humana. Para Cioran, la autocondenación está asociada al carácter dogmático del animal humano; un sujeto que siempre trata de convertir sus ideas en algo en lo que todos deberían creer. La tragedia de esta condición nos sigue a todas partes, incluso cuando intentamos dejarla atrás. Los sistemas totalitarios, pero sobre todo los sistemas totalitarios comunistas, saben esto; de ahí el “valor” de la narratividad del sacrificio y el mesianismo que siempre supone un futuro glorioso. Sus ideólogos saben esto, por eso secuestran para sí la ideología y el inconsciente colectivo, lo cual hace de estos sistemas una entidad heterónoma y psicótica.


VIII

La antropofagia totalitaria como medio a partir del cual se establece una violencia arquetípica hace efectiva su agresividad moral y física en la víctima. Pero si se pretende hablar desde su ontología, hay que aterrizar esta condición en un cuerpo. Si las víctimas, para la ontología, son cuerpos con nombres, lazos familiares, filiales, sueños, aspiraciones y conflictos existenciales; el cuerpo de la víctima para la antropofagia totalitaria es un residuo físico y moral sobre el cual el sistema ejerce un poder simbólico que comunica desde su institucionalidad política. No se olvide que “el control de la sociedad sobre los individuos no se operó simplemente a través de la conciencia o de la ideología, sino que se ejerció en el cuerpo, y con el cuerpo” (Foucault, 2017:377).

La noción de cuerpo está en el centro de este ejercicio de la violencia desde lo que Foucault llamó biopolítica. Todos los sistemas, pero sobre todo los sistemas totalitarios, administran, controlan, reprimen y gestionan la vida y la muerte de los cuerpos sobre los cuales se establece la violencia. Y es que desde el poder, pero sobre todo desde la biopolítica del poder, los cuerpos son una extensión del Estado; son sujetos carentes de identidad, más allá del valor que el poder le es dado administrar. Fuera de esta condición, los sujetos carecen de existencia. Recuérdese lo que al inicio de este ensayo Freud decía: son “sujetos” que, seducidos por la identidad del otro, dejan de ser.

Es aquí donde la violencia ontológica adquiere un profundo entendimiento de deshumanización moral y física. El sujeto tiene que desaparecer de la memoria del otro, es la muerte ontológica del sujeto social, “cuando ya no quedan testigos, no puede haber testimonio. […] Están prohibidos el dolor y el recuerdo” (Arendt, 2014:548). Si se entiende esto, se entiende entonces por qué la historia de la nación cubana está llena de ausencias. El discurso totalitario ha vaciado, como bien diría Rafael Rojas, el estante de libros. Y he aquí el papel que deberían representar los exilios en la restauración de la memoria. Para María Zambrano y Arendt[2] —por ejemplo— el exilio siempre es creador. Y es creador porque supone salir de esta autorrepresentación de la víctima, de esta conciencia de la autoincriminación para generar un criterio de intelectualidad no restringido, que permita superar ese predominio abrumador y esterilizante de lo gestual e hiperbólico que siempre va en detrimento de lo argumental y epistemológico. Habría que pensar entonces cómo superar el discurso de la historicidad y la institucionalidad teleológica para poder acceder verdaderamente a los archivos de la nación.

Pero regresando a la naturaleza ontológica de la víctima en los sistemas totalitarios, el primer paso para expropiar al sujeto de su identidad y condición fundante es matar en el hombre a la persona jurídica que en él subyace: “[…] ciertas personas o grupos sociales se les deja fuera de la protección de la ley y se acepta la ilegalidad como su forma de vida. Significa, entonces, que pierden todo derecho humano, incluidos el de la vida y la libertad. En este sentido, quedan fuera del reconocimiento jurídico de su existencia y comienzan a convertirse en parias humanos” (Arendt, 2014:549).

El cuerpo entonces “completa” su exclusión. No solo deja de ser un sujeto de la identidad y del sentido, sino que carece de cualquier respaldo jurídico. Es un cuerpo al que solo se le exige sacrificio, por eso es un esclavo.

El sacrificio no debe ser entendido aquí en el sentido que René Girard (2012) propone. En todo caso, para una sociedad totalitaria, el sacrificio tiene la intención de generar esperanza, ilusión, instrumentalizado por el sistema como propedéutica con el único objetivo de desarticular cualquier estallido social. La excepcionalidad que “supuestamente” regenta la dinámica del sistema totalitario hace del sacrificio y del esfuerzo —decisivo— una narratividad casi iconoclasta. El sacrificio y el esfuerzo son el vehículo para llevar adelante un proyecto de nación, lo cual justifica, dado su legitimidad teleológica, cualquier práctica de la violencia; una violencia donde las masas tienen que participar como cómplices.

Si para Girard el sacrificio tiene un carácter sacramental, muchas veces asociados a los rituales de la sangre, para la narratividad de los sistemas totalitarios, sobre todo para los comunistas, el sacrificio tiene la función de apaciguar las violencias intestinas e impedir que estallen los conflictos.


IX

El texto que hoy presento ha intentado fundamentar la naturaleza de la víctima desde los sistemas totalitarios; sobre todo desde el manejo de la violencia en la experiencia totalitaria cubana. Violencia arquetípica si se entiende como una consecución de una desmesura en donde la violencia es el fin absoluto; una violencia endógena que se recrea desde el espacio familiar, al espacio público. Endogamia que lo consume todo. Sería imposible pensar Cuba —rigurosamente— si no se reconoce —como bien afirma Adriana Cavarero— que “un crimen ontológico […] va mucho más allá de la muerte” (2009). Morir en Cuba es la muerte dilatada a lo largo de la vida, una vida consumida por un sacrificio inútil, por una niñez plagada de carencias y cenas simbólicas atestadas de vacío.

La violencia asociada al sistema totalitario cubano, la naturaleza de la represión física y simbólica a la que ha sido sometido el pueblo por más de sesenta años, conforma eso que he llamado antropofagia totalitaria. Un Estado que devora a sus ciudadanos, destruyendo sus cuerpos y sus almas. De ahí la significación de lo ontológico como delimitación de esa individualidad; un individuo que es conquistado por un padecimiento que socava su cuerpo y lo destruye. El silencio es el residuo, es lo que queda de ese cuerpo desmembrado por la violencia.

Este texto ha pretendido ser también una suerte de arqueología del cuerpo. Un cuerpo agobiado por la represión, por la dejadez, por el (sin)sentido de su existencia que ingresa en el universo de la locura. Son muertos vivientes atrapados en la densidad de un tiempo perpetuo. Son identidades de un drama y una muerte anunciada. La tragedia de vivir y morir en Cuba.

Las víctimas del sistema totalitario cubano, muchas veces son cuerpos sin nombre que gravitan. Para sus represores son números, fichas, desperdicios ingrávidos que forzosamente deben ajustarse a una burocracia tan represiva y excluyente como institucionalizada. Son cuerpos que muestran sin temor —porque han perdido el miedo— sus heridas, sus cicatrices, la forma brutal en la que han envejecido y han sido conducidas sus vidas; son cuerpos vencidos por el cinismo de un discurso plagado de falsas esperanzas.

Las víctimas del sistema totalitario cubano hacen añicos la ilusión, quiebran la corroída porcelana de una revolución con r, sin mayúscula, para, a través de ellas mismas, mostrar sus verdaderos ojos. Como Saturno e Iván, el régimen cubano, sin remordimiento alguno, se aferra a ellas, contorsiona su ya flácido cuerpo para que no escapen de sus garras, aunque las víctimas, exasperadas por el dolor, balbucean un suspiro que va rompiendo el silencio y anuncian el humano deseo de libertad.


© Imagen de portada: ‘Saturno devorando a su hijo’ (detalle), de Francisco de Goya.


Referencias bibliográficas:
Amarís Duarte, Olga (2021): Una poética del exilio. Hannah Arendt y Maria Zambrano, Herder, Barcelona.
Arendt, Hannah (1988): Sobre la revolución, Alianza Editorial, Madrid.
__________ (2014): Los orígenes de totalitarismo, Tauros, Barcelona.
Betancourt, Damaris (2021): Diez días en Mazorra, Ediciones Rialta, Santiago de Querétaro.
Bodei, Remo (1997): Geometría de las pasiones. Miedo, esperanza, felicidad: filosofía y uso político, Fondo de Cultura Económica, México.
Cavarero, Adriana (2009): Horrorismo. Nombrando la violencia contemporánea, Anthropos/uam-i, México.
Eco, Umberto (2018): Contra el fascismo, Lumen, Barcelona.
Fernández Fe, Gerardo (2016): “Edwards, Padilla, los micrófonos y los camarones principescos”, en Cuadernos Hispanoamericanos, no. 787, Madrid.
Földényi, László (2008): Goya y el abismo del alma, Galaxia de Gutenberg, Barcelona.
Foucault, Michel (1988): Madness and CivilizationA History of Insanity in the Age of Reason, Vintage Books.
__________ (2008): Defender la sociedad, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires.
__________ (2017): “El nacimiento de la medicina social”, en Estrategias de poder”, vol. 2, Paidós, Barcelona.
Girard, René (2012): La violencia y lo sagradoAnagrama, Barcelona.
Hamilton, Christopher (2016): A philosophy of tragedy, Reaktion Books, London.
Reyes Mate, Manuel (2019): Tratado de la injusticia.
Ricoeur, Paul (2011): Finitud y culpabilidad, Trotta, Madrid.
Scannone S. I., (2009): Juan Carlos: Discernimiento filosófico de la acción y pasión históricas.
Segato, Rita Laura (2010): Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología el psicoanálisis y los derechos humanos, Buenos Aires, Prometeo.
Žižek, Slavoj (2003): El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, Buenos Aires.
__________ (2009): Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Paidós, Barcelona.




Notas:
[1] Rector de la Universidad de San Isidro. Director del Doctorado en Filosofía de la Universidad del Salvador, sede San Miguel. Codirector del Programa Internacional de Estudios sobre Democracia, Sociedad y Nuevas Economías de la Universidad de Buenos Aires. Profesor de sociología jurídica y de la dominación de la Universidad de Buenos Aires.
[2] En este sentido, apunta muy certeramente Olga Amarís Duarte que no debemos creer, sin embargo, que “la experiencia del exilio es concebida por ambas autoras como un estado pasivo de aceptación y de sublimación de los acontecimientos de la época”. En Arendt, por ejemplo, “el refugiado se convierte en partícipe de la vita activa, influyendo y conformando la esfera pública mediante sus actos y sus palabras”; en Zambrano, se resurge a una vida nueva que “va instituyendo una patria tras otra, porque todas las ciudades han sido fundadas un día por un extranjero que vino de lejos con la sola intención de crear, de dar sin más” (2021). 




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Las sombras romanas de Calvert Casey

Armando Valdés-Zamora

Al final de una mañana de 1966 Calvert Casey llegó, probablemente desde Budapest, a la estación de trenes de Ginebra donde lo esperaba su amigo Juan Arcocha. Calvert iniciaba un último exilio que, como es sabido, terminaría con su suicidio en Roma.






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