Escribir es torear (erótica del casi-cadáver)

Una vez leí en la revista Réalités que hay que contar las cosas como las contaría un buen aficionado a los toros. Sin cambiar demasiado el sentido, hoy creo que hay que escribir y leer las cosas como las escribiría y leería un buen aficionado a los toros.

Me deslumbra el rojo capote de brega, el traje de luces, las lentejuelas, la seda, la montera, el corbatín, los bordados y los alamares. El traje del torero me deslumbra. Por un momento quiero ser el torero, el dueño del ritual taurino, y alzar el capote como quien alza una plancha de hierro que al caer decapita. Pero miro al lado y, de reojo, veo en mi espalda banderillas.

Hoy amanecí leyendo una entrevista a Angélica Liddell en El País. Entre otras cosas, la creadora teatral española adelanta que está escribiendo Liebestod, sobre el torero Juan Belmonte, el Pasmo de Triana: “Para mí trabajar [escribir / leer] no es producir, trabajar es consagrarse, es hacer del suicidio una fiesta. Yo hago teatro como Belmonte toreaba. Él decía que se torea como se es y como se ama. Trabajar es ‘ser’, es ‘amar’, es entregarse a algo mayor que tú, es estar al servicio de algo que trasciende a tus propias intenciones y a tus propias fuerzas”.

Yo escribo como Belmonte toreaba, como se es y como se ama.

Yo leo como Belmonte toreaba, como se es y como se ama.

Yo amo como Belmonte toreaba, como se es.

El matador Juan Belmonte atraviesa con la espada el costado del astado. El toro se desangra sobre el ruedo. La sangre tiñe la arena. Los caballos arrastran al toro, entre la vida y la muerte. La erótica del torero es la erótica del casi-cadáver. (Donde dice “torero” entiéndase “escritor / lector”, aquí y en los párrafos anteriores.)

Escribir es un acto de amor.

Escribir no es nadar.

Escribir es flotar.

(Donde dice “escribir” entiéndase “leer”, aquí y en adelante. Los valientes pudieran entender, también [tan bien], “torear”.)

Escribir es un deber, sugiere Lyotard. El deber de expresar lo que de lo contrario quedaría callado. Bien puede quedarse callado. Ese deber, no obstante, debe cumplirse sin autor(idad) aurático(a). Sin tecnonarcisismo.

Es mentira que escribo en soledad. Como soy varios en total, escriben muchos. Como esa hora del desierto en la que el dromedario deviene mil dromedarios. Como esa hora de la escritura en la que mil agujeros se abren en la superficie del pensamiento. Escribir es un agenciamiento, por tanto, inatribuible.

Escribir: hacer rizoma.

Soy un escritor multiplicado: rizomorfo.

Voy en manada (de toros).

Escribir es un servicio, un esfuerzo necesariamente imperfecto. Problemática que acompaña a la escritura-huella-estrato-resto-toreo. No es, como tal, una proposición pragmáticamente feliz. (“[…] es hacer del suicidio una fiesta”). Escribir es un débil intento de responder a una demanda. ¿Cuál es la demanda? Uno no lo sabe con certeza.

La palabra certeza la asocio a la palabra mistificación (en el sentido etimológico de hacer niebla, cubrir de niebla [mist]). Esa certeza, sugiere Lyotard, reside secretamente dentro del que escribe, y reside allí de un modo no prescriptivo, neblinoso.

Escribir / torear significa moverse a ciegas, arriesgarse.

Escribir / torear significa explorar una terra incognita.

Escribir / torear significa morir en el significante infinito.

No es lo mismo decir la verdad que estar “en la verdad”. En un sentido foucaultiano, no se está “en la verdad” más que obedeciendo a las reglas de una “policía” discursiva que fija sus límites; que fija toda una teratología de la verdad. Foucault le llama “teratología del saber”.

La teratología es el estudio de los errores: anomalías y malformaciones en organismos animales y vegetales. Dentro de la zoología, la teratología es la disciplina científica que estudia las criaturas anormales, es decir, aquellas que no responden al patrón común. Proviene del griego antiguo theratos, que significa monstruo.

La teratología —como la escritura— es, evidentemente, discriminatoria. Depende de “la verdad” en la que nos posicionemos. Lo que se le exige a un estudio teratológico es una gran capacidad discriminatoria. Quizá lo que se le exige (lo que le exijo) a la escritura es lo mismo.

La teratología explica la monstruosidad. Explica la monstruosidad a partir de rasgos y principios de rarefacción que identifican el error. Es necesario entender todo principio de rarefacción como una violencia, quizá difusa, pero seguramente coactiva, que se ejerce sobre las cosas (sobre la escritura), en todo caso como un principio que se les impone (que le impongo).

Escribo a partir de principios de rarefacción. Mi escritura no puede surgir más que en el interior de una práctica des/definida (el toreo) donde los acontecimientos “malformados” encuentran el principio de su regularidad y cobran efecto, son efecto, en la relación, coexistencia, dispersión, intersección y acumulación de elementos “anómalos”.

No sé si, en este punto, todavía sea necesario decir que, para mí, escribir es torear.

Toda escritura es “anexacta”, parcial, provisional, de naturaleza volitiva. No cesa de constituirse y de desaparecer. Es un proceso que no deja de extenderse, interrumpirse y comenzar de nuevo: “problema de la escritura: siempre se necesitan expresiones anexactas para designar algo exactamente” (Deleuze y Guattari).

Para escribir, para leer, para torear, para amar, obedezco a imperativos humanos que continuamente se redefinen. Así, la escritura, la lectura, el toreo, el amor son acciones tanto del deseo (erótica del casi-cadáver) como del poder (Foucault); acciones, en todo caso, conativas y afectivas a la vez.

Dije deseo como un aspecto del principio del placer. Dije deseo como carencia, como necesidad (Anne Carson en Eros. Poética del deseo). Pero el deseo es perverso, polimorfo. El deseo es ruptura, desgarradura, sutura, escisión, lo que produce el desplazamiento erótico. El deseo deviene un principio escritural constitutivo. Somos criaturas del deseo. De este modo, la escritura trata de adherirse eróticamente.

El deseo es Juan Belmonte clavando su espada en el costado del astado.

El deseo es un toro que se desangra sobre el ruedo.

El deseo es la sangre que tiñe la arena.

El deseo son los caballos que arrastran al toro, entre la vida y la muerte.

El deseo del torero es la erótica del casi-cadáver.

El deseo de adhiere al escritor como se es y como se ama.

¿Escribir es un carácter?

¿Escribir es una postura?

¿Escribir es una actitud?

(Donde dice “escribir”, entiéndase lo que se quiera entender.)

Escribir es un autosostenerse. 

Un autosostenerse en el borde. 

En el borde del toril. 

Escribir es, invariablemente, un carácter, una postura, una actitud política. En ese (eje)rcicio de (re)conocimiento y metamorfosis del lenguaje y el acto escritural es que puedo reconocer, de reojo, las banderillas sobre mi espalda.

Dejo algo en claro: entiendo la escritura no como una operación de guerra ni como un discurso de la beligerancia. Estas ideas que escribo al vuelo no son una operación de guerra ni un discurso de la beligerancia. Rebelarse se ha revelado inútil. Estas ideas son un deseo desarmado que goza estando indefenso.

Escritura en la que (me) bojeo.

Indefenso me siento ahora escribiendo todo esto; habría preferido poder deslizarme subrepticiamente, con todas las obsecuencias del caso. Yo también sé lo que hay de temible al tomar la palabra.

Sobre mi espalda banderillas.

Para mí no hay escritura sin meandros, sin ramificaciones. Tiene que ver con una contemplación extrañada que quiere ocuparse de vibraciones, de encarnaciones más que verbales, si se pudiere.

Todo ejercicio escritural es el fragmento de un mapa que se compone de multiplicidades. (Me refiero a la noción de mapa en el sentido en el que Deleuze y Guattari lo analizan en Mil mesetas: el mapa como “asunto de performance”, abierto, conectable en todas sus conexiones, desmontable, alterable, y susceptible de recibir constantemente modificaciones). Escritura y mapa son como los escombros. Relación que implica una autoconciencia de los destrozos. Que implica un proceso de autocorrección. El genio consistiría en llevar esa paradoja hasta el límite, hasta la demencia, hasta el cinismo.

Todo ejercicio escritural es un fragmento de falsedad. Todo está falseado desde el principio. Me autodevoro. Canibalismo y autofagia. Una idea me fascina: “Cuando gano todo, perdiendo me retiro” (Guillermo Cabrera Infante).

Pudiera decirse que todo esto no es más que un apóstrofe en un texto inacabado.

Pudiera decirse, de mí, que soy un falsificador, y que produzco apócrifos perfectos.




La Revolución que nos quedaba. Nota al realismo sin magia

Dayron Carrillo-Morell

“Un bodrio jacobino”, eso es lo que representa poner a la patria en una encrucijada entre la vida y la muerte, entre lo que nace y aquello que será decapitado sin derecho a la palabra. Añadiré solo una imagen al concepto: guillotina, tijera a la francesa puesta al servicio de la comuna; himno estrepitoso, altisonante, delirante, bizarro, soso…