Esperar la ausencia. José Lezama Lima en los 70 (II)

EN EL VERANO de 1972 Virgilio Piñera cumple 60 años y Lezama le dedica un poema, donde alude y riposta a otro, “El resultado” (rebautizado en 1967 como “El telegrama”),[1] que Virgilio le había escrito diez años antes, tras leer Paradiso y reconciliarse con su autor. 

El poema de Lezama se abre con “un pistoletazo en el violáceo azufre”, señal para un pacto entre ángeles y demonios, “buscando el gran ojo primigenio”. Si antes Virgilio se había atribuido el papel demoníaco y Lezama el angélico, ahora la búsqueda de la sabiduría los hermana. Uno se había movido “rápido como el alfil”; el otro saltó, “como el caballo oblicuo”. Pero resulta que, al final, el poeta endemoniado y el angélico buscaban lo mismo. Ahora están parejamente relegados, son los que no pueden salir de la Isla. 

En los últimos versos del poema, el ojo de ese ciclón simbólico se junta con el mar y el tablero de ajedrez se convierte en un tablón de náufragos: jugando lo terrible, se encuentran “el bien y la ausencia”. Con la ironía cariñosa de esa comunión remisa, Virgilio ha sido poéticamente perdonado.

Entre 1970 y 1972 (las fechas y los manuscritos son cambiantes), Piñera también escribe otros dos poemas explícitamente dedicados a Lezama: “Bueno, digamos” y “Un duque de Alba”, que tienen un aire similar de quejoso balance generacional. En el primero, Virgilio despliega un orgullo irónico y se autoeleva con un raro “nosotros” a la altura de su antiguo contrincante: 

Bueno, digamos que hemos vivido, 
no ciertamente —aunque sería elegante— 
como los griegos de la polis radiante, 
sino parecidos a estatuas kriselefantinas, 
y con un asomo de esteatopigia. 
Hemos vivido en una isla, 
quizá no como quisimos, 
pero como pudimos. 
Aun así derribamos algunos templos, 
y levantamos otros 
que tal vez perduren 
o sean a su tiempo derribados.

El poeta endemoniado y el angélico buscaban lo mismo.

Detrás de esa vanidad atemperada está el subtexto de otro rasgo común: ambos escritores han decidido permanecer en la Isla y han pagado el precio por ello.

Alzamos diques 
contra la idolatría y lo crepuscular. 
Hemos rendido culto al sol 
y, algo aún más esplendoroso, 
luchamos para ser esplendentes. 
Ahora, callados por un rato, 
oímos ciudades deshechas en polvo, 
arder en pavesas insignes manuscritos, 
y el lento, cotidiano gotear del odio.

Ciudades en ruinas, manuscritos vueltos ceniza, odios rezumados de enemigos sin peso: en la lectura que hace Piñera de su circunstancia solo la memoria de otros tiempos parece servir de consuelo:

Mas, es solo una pausa en nuestro devenir.
Pronto nos pondremos a conversar.
No encima de las ruinas, sino del recuerdo,
porque fíjate: son ingrávidos
y nosotros ahora empezamos.

Sin embargo, en el otro poema de ese mismo año, “Un duque de Alba”, la relación entre los dos amigos está vista en un tono más amargo, con evidente sorna. El poema gira sobre la imagen del mencionado duque que “por más de veinte años”permaneció echado en su cama: “Entre la mugre de sus detritus / y la lepra de un amor desdichado, / veía salir el sol y ponerse, / veía como una tumba más la noche”. 

Ciudades en ruinas, manuscritos vueltos ceniza, odios rezumados de enemigos sin peso.

Ejemplo de tozudez, el aristócrata del poema recuerda eternamente el olor a azahar de su amada a pesar de la fetidez cotidiana que lo envuelve; es alguien que vive, por así decirlo, de la fragancia del pasado, entregado a una causa que, por absurda que parezca, resulta preferible a la de quienes, también “con mugres y millones de lepras”, son simples víctimas calladas de su entorno:

A este duque de Alba, tan feliz,
lo envidiamos noblemente,
nosotros, en edad asolada
por la tecnocracia y la desconfianza.
Este duque de Alba tenía un solo
pensamiento, una idea, pero suya.
Lo iba gastando,
y al mismo tiempo enriquecía.
Pero nosotros, en varias camas,
con mugres y millones de lepras,
entre planes y simulaciones,
ya no sufrimos nada.
Nos permiten tomar pastillas,
y callar.

Fina García-Marruz ha dicho que a Piñera “lo seducía el teatro que llevaba una situación cotidiana, por repetición, aumento y humor negro, hasta el grotesco”, y que a “ellos”, al núcleo duro de Orígenes, los seducía, en cambio, “ese momento en que una cotidianidad es visitada por la gracia”. Así visto, no hay dudas de que el ambiente sofocante de los 70 (“No me han dejado ni un huequito para respirar”, dice Arrufat que repetía Piñera) favorecía a la primera estética. 

Virgilio, excluido para entonces de la cultura oficial y condenado a traducir del francés autores africanos o vietnamitas, fue visitante habitual de Lezama durante esos años “de grisura y atonía” (Arrufat). Acompañado siempre de aspavientos y equívocos, polémico y mordaz, nunca complaciente. Prats Sariol lo recuerda, por ejemplo, en una de esas visitas, circa1974, quejándose de un pisotón sufrido en una guagua y discutiendo con Lezama sobre Paul Claudel.[2]

Su talento amargo se muestra también en un texto que debe corresponder al año 72 o 73, en ocasión de haber sido invitado al santo de Lezama, un 19 de marzo. Allí Piñera compartió con el doctor José Luis Moreno del Toro y su esposa Onilda, el poeta y dramaturgo José Triana y su esposa Chantal, el pintor Umberto Peña, el arquitecto Armando Bilbao, el dramaturgo Armando Suárez del Villar y, tal vez, el historiador Manuel Moreno Fraginals. 

‘Nos permiten tomar pastillas, y callar’.

En esas páginas, tituladas “Una velada bajo la advocación del santo José”, Piñera despliega toda su ironía y se burla sin compasión del ritual de adoración del Maestro en el que él mismo no ha tenido más remedio que participar:

Después de las efusiones de rigor, después de un breve intercambio de impresiones, después de preguntarse y contestarse por los respectivos estados de salud de cada cual y sobre todo de la del Maestro y de su esposa María Luisa, se abre la sección poético-fotográfica de la soirée. Ya es violin obligato en estas amables veladas de santoral que el poeta Triana declame, con voz de Stentor, unas décimas al Maestro, digamos unas diez, lo cual arroja un resultado apreciable de cien versos, que todos escuchan extasiados, y más que todos el Maestro que obligado está a un éxtasis mayor por razón de que esas décimas le han sido dedicadas con motivo de su santo patrón y además por ser dueño de casa y consecuentemente anfitrión.

Sigue la descripción del ambigú, con especial regodeo en los selectos postres, y se pasa después a la sección fotográfica, a cargo de Bilbao:

Aquí todo un problema de preséances: quién se inmortalizará con el Maestro; por supuesto todos afirman a una que el otro Maestro, el Piñera, si no tan glorioso al menos tan viejo como el Maestro número uno. Así pues, el lente mágico del arquitecto Bilbao toma al Maestro número uno y al Maestro número dos, ambos sentados, como dos caguamas filosóficas, calentándose con el sol de los muertos y el o menos muerto sol de la gloria literaria.

Después de las fotos de los maestros llegan las de grupo, y Piñera, empalagado de tanta cortesanía, se imagina dentro de una noche implacable, sepultado “en un polvo impalpable, no precisamente de estrellas, sino de ese otro, tan feo, llamado ceniza”:

Ahora la velada se ha cambiado de agradable en pompeyana, ya la lava empieza a ascender y casi llega al borde de los sillones, pero no habrá catástrofe pues el santo patrón José hace tiempo que tiene probados sus diez y seis cuarteles de inmortalidad. Así pues, más liqueur, más noche, más coco, más fruta bomba, más fotos. Hasta que llegue la extremaunción.

Quejándose de un pisotón sufrido en una guagua y discutiendo sobre Paul Claudel.

Incluso después de reconciliado con el “Maestro número uno”, Piñera seguía siendo Piñera.



EN OCTUBRE DE 1972, el historiador Manuel Moreno Fraginals le propuso a Lezama pasar una semana en el valle de Viñales, en Pinar del Río.[3] Fraginals, que conocía a Lezama desde principios de los años 40, se volvió en los 70 uno de sus amigos más cercanos. Era de los pocos que podía visitarlo sin avisar y del círculo, aún más reducido, que conseguía sacarlo de su casa. Así lo hizo, por ejemplo, en mayo de 1975, cuando lo llevó en silla de ruedas a una retrospectiva del pintor Mariano Rodríguez, que tuvo lugar en el Museo de Bellas Artes, para la que el poeta había prestado algunas piezas de su colección personal.

Moreno Fraginals y Lezama tenían una relación curiosa, basada en una común pasión por la cultura cubana, pero desde perspectivas muy diferentes. Diferencia que incluía los credos políticos: por esos años, Lezama era un apestado y Moreno Fraginals una firma frecuente en todos los manifiestos y cartas de intelectuales revolucionarios. “Creo que lo que más nos unió fue que desde el principio estuvimos en contradicción”, recuerda el historiador. “Lezama fue lo que se puede llamar un idealista; yo, en cambio, pertenecía ya a la juventud comunista del Partido Socialista Popular. Dentro de la esfera política, no había posibilidad de entendimiento. Él se interesaba por la literatura. Para mí, esta ha constituido siempre un deleite, no una profesión”. 

Tras la publicación de El Ingenio (1964) y, sobre todo, de su ensayo “La historia como arma” (1966), Fraginals se convirtió en uno de los paradigmas del historiador marxista cubano. Era muy crítico con una visión criollista de la historia nacional y trató de rebatir lo que consideraba el mito de “la burguesía como grupo creador de la nacionalidad”.[4]



Lezama en la sacristía de la iglesia del Espíritu Santo, el día del bautizo de Ariadna Prats, marzo de 1976. Cortesía de José Prats Sariol.


A Lezama, por supuesto, le parecía que reducir la historia a aspectos económicos y cuantitativos era una gran limitación, así que solía aleccionar a Moreno y le soltaba frases como “¿Por qué no haces un estudio cualitativo de la historia de Cuba? ¿Por qué no un estudio ético?”, “como si viera en mi apego a los números y la economía una especie de dios malo”. Pese a la disparidad de opiniones, sus frecuentes y francas discusiones nunca llegaron al conflicto personal. “María Luisa, su esposa, se asombraba de que nos quisiéramos tanto y, sin embargo, nos dijésemos tantas barbaridades. Lo hacíamos, eso sí, con un respeto profundo y mutuo”, asegura Moreno.

Aunque disfrutaba aquellas polémicas y los beneficios de la profunda erudición lezamiana, a Moreno le encantaba, además, otra característica de su interlocutor: Lezama era, recuerda, “el más sabroso y divertido contador de chismes que conociera La Habana”.

Por eso, cuando se tuvo que operar de cataratas y la UNEAC o alguna otra institución oficial le consiguió una reservación en el hotel Los Jazmines, Moreno pensó en extender la invitación a su amigo y aliviar su evidente depresión. “Era sabido que, si dejaban a mi padre en la Habana, cogía calle rápido y la operación hubiese sido un desastre”, comenta su hija, que por ese entonces estudiaba Física en La Universidad de La Habana. 

Mi madre [la arquitecta Beatriz Masó] estaba trabajando. Por eso, nos fuimos para Los Jazmines Lezama y María Luisa papá y yo […] En Viñales, Lezama y papá se pasaban todo el día en lo que me gusta llamar “la maledicencia”, ese arte de hablar mal de todo el mundo, específicamente de otros intelectuales. No te vayas a pensar que Lezama hablaba de ello como escribía poesía. Nada de eso. La maledicencia se entiende siempre. La suya era muy comprensible. Yo los dejaba en lo suyo y me iba para la piscina.[5]

El viaje, aunque breve (el valle está a solo 180 km al oeste de La Habana) no fue un simple trámite. Lezama estaba contento de poder salir de La Habana y, al mismo tiempo, tenía miedo de romper su rutina. “Salimos hacia Pinar del Río, y cuando íbamos por Artemisa me planteó que necesitaba regresar a su hogar”, cuenta Moreno. 

Como dos caguamas filosóficas, calentándose con el sol de los muertos.

Yo me negué, le armé un gran pleito y le quité al incidente el carácter dramático que él quiso darle. Cuando llegamos a Viñales, nos encontramos con una comida exquisita, cosa que como se sabe, era una de sus grandes debilidades. Pasamos allí una semana deliciosa. Su habitación daba al valle y desde la misma se apreciaba un espléndido paisaje.

En esa condición de sibaritas criollos también coincidían Moreno y Lezama. “Con él podías pasarte horas enteras hablando de cómo se hace el mejor cusubé, o qué distingue el sabor del anón del de la guanábana. Cocinar no sabía, y yo bromeaba con él acerca de ello; pero hablaba como el más experto chef”. Y aquí el historiador desliza uno de sus reparos de marxista: “Fue muy hábil para probar el gusto, la textura, mas no para pararse ante el fogón”. 

Lezama bien pudo haberle ripostado con una teoría cromático-palatal: aseguraba que las gradaciones del verde que derramaban los mogotes y los pinos enanos de esa región —que comparaba con ejércitos shakesperianos— le abrían el apetito. “Cuando se lanzaba en este tema, su capacidad para levantar una carta sideral de la sensualidad gastronómica cubana era imponente”, cuenta Pereira.

Otro de los diferendos entre escritor e historiador era cierta visión romántica que siempre tuvieron los origenistas de la cultura colonial cubana. Para Moreno, en cambio, La Habana evidenciaba, a través de una pobre arquitectura colonial, su historia de plaza fuerte y tierra de paso. “Éramos la ciudad más fortificada de América, y la más atrasada y plagada de vicios” —escribe en un interesante diario de 1945—. Nada más alejado de aquella Habana fundacional, sacralizada por el verbo lezamiano. 

Los dos también podían enredarse en una disputa sobre la autenticidad de la primera obra literaria cubana, Espejo de Paciencia, del canario Silvestre de Balboa, que a Lezama le parecía una inmejorable metáfora inaugural y a Moreno una falsificación llena de anacronismos. Quizás saldría a colación el periplo cubano de la novelista sueca Frederika Bremer en 1851, embelesada por la flora y la fauna de la isla, o el viaje de García Lorca al mismo mirador en el que ahora conversaban los amigos. Eruditas y rebuscadas pullas iban y venían, pero nunca faltaban las risas de dos criollos que sabían conservar la etiqueta. 

Lezama era el más sabroso y divertido contador de chismes que conociera La Habana.

Tampoco cuesta imaginar aquellas sesiones de maledicencia, centrada en una figura que tanto Lezama como Moreno Fraginals detestaban: el historiador Julio Le Riverend, por entonces viceministro de Educación. Pudieron haberse mofado, también, de las simpáticas pifias que un joven Moreno había detectado en una conferencia del pintor Diego Rivera, exaltando unos inexistentes “frescos griegos” o “tumbas de esclavos egipcios”. Esos días, las carcajadas de ambos resonaban en todo el hotel.

El 20 de octubre, Lezama le escribe a su hermana desde el mirador de Viñales, “que es, como tú recordarás, uno de los sitios más bellos de Cuba”. “El valle luce todo su esplendor y su gracia esbelta. Sentirse instalado frente a él es sentir el peso de toda la historia de Cuba, la que no se hizo, la que se quedó en posibilidad potencial y parece que va a irrumpir como un chorro de luz”. Instalado en “los placeres de la contemplación”, el poeta encuentra un raro momento de calma frente a “una inmensa gama de verdes, de azules cúpricos, por donde parecen saltar hilachas de oro y todo parece como si adquiriese alas y se precipitase en incesante parábola de la tierra al cielo”. 

Aquel calmo valle salpicado de mogotes se convirtió en benéfica Arcadia. “Me era muy necesaria esta salida al campo”, le confiesa a su hermana, en uno de los raros paréntesis a su desolación epistolar de esos años. También le avisa de que ha recibido (¡cuatro meses después!) la medalla de oro del premio Maldoror, en la que aparecen grabados los emblemáticos delfines de Barral. “Con qué honda alegría Mamá la hubiese visto, pero yo recuerdo que ella me decía siempre: cuando llegue el triunfo yo ya estaré muerta. Así ha sido, pero nosotros creemos en lo invisible y veo su preciosa mirada de alegría”. 



Portada de la ‘Poesía completa’ de Lezama Lima, publicada por Barral Editores, 1975. Cortesía del autor.


La estancia en Viñales dejó, según recuerda Moreno, momentos gratos. Una de esas tardes, el historiador advirtió a su hija Beatriz, que solía bromear con Lezama, del momento privilegiado que estaba viviendo: “Un día, cuando pasen muchos años, podrás contarle a tus hijos que has estado compartiendo con una verdadera gloria de la literatura mundial”. Lezama se emocionó hasta las lágrimas con esas palabras.



EL PRESTIGIO INTERNACIONAL de Lezama seguía creciendo. A Trocadero llegaban visitantes de todo el mundo, desde unas estudiantes eslovacas pastoreadas por Retamar (a las que Lezama interroga sobre Rodolfo II de Habsburgo) hasta el pintor español Antonio Saura, en busca de un texto lezamiano para un catálogo. El cubano se cartea con viejos amigos (como María Zambrano) y con escritores y críticos de España y Latinoamérica (Octavio Paz, Severo Sarduy, Rodríguez Monegal, Julio Ortega, Efraín Huerta, José Emilio Pacheco, José Ángel Valente…). Su nombre llegó incluso a aparecer en las quinielas para el Nobel de Literatura.[6] Pero en la Isla esa creciente atención internacional no siempre lo beneficiaba.

Eruditas y rebuscadas pullas iban y venían.

A finales de 1973, Jorge Edwards publica en Seix Barral su libro-testimonio Persona non grata, donde narra los detalles de su breve estancia en Cuba durante 1971 y su posterior expulsión de la Isla. Allí aparece un Lezama marginado y desafecto, que se queja del hambre y advierte al diplomático chileno sobre los peligros del “modelo cubano”. El libro fue inmediatamente censurado, tanto en Cuba como en Chile.

La muerte de Allende, en septiembre, había sido recibida en Cuba como una gran tragedia continental. Mientras Fidel Castro daba un discurso en el que declaraba al presidente chileno muerto en combate, Lezama prefirió suscribir la versión de su suicidio, interpretado en clave pitagórica como una inmolación que conducía al “logro de la totalidad de la persona”. Ese texto, titulado “Suprema prueba de Salvador Allende” y fechado en abril de 1974, es uno de los pocos en que Lezama se refiere a la actualidad política internacional:

La delicadeza de Salvador Allende lo convertirá siempre en un arquetipo de victoria americana. Con esa delicadeza llegó a la polis como triunfador, con ella supo morir. Este noble tipo humano buscaba la poesía, sabe de su presencia por la gravedad de su ausencia y de su ausencia por una mayor sutileza de las dos densidades que como balanzas rodean al hombre. Tuvo siempre extremo cuidado, en el riesgo del poder, de no irritar, de no desconcertar, de no zarandear. Y como tenía esos cuidados que revelaban la firmeza de su varonía, no pudo ser sorprendido. Asumió la rectitud de su destino, desde su primera vocación hasta la arribada de la muerte. La parábola de su vida se hizo evidente y de una claridad diamantina, despertar una nueva alegría en la ciudad y enseñar que la muerte es la gran definición de la persona, la que la completa, como pensaban los pitagóricos.

Es bastante obvia aquí la alusión a un liderazgo de izquierdas diferente del castrista. “No solo en la interpretación de la muerte de Allende —dice Rafael Rojas— sino en su lectura de la política del socialista chileno, Lezama procedía en sentido contrario a Fidel Castro en su famoso discurso. Cuando Lezama se refiere a la ‘delicadeza’ de Allende, está recurriendo a la clásica contraposición entre fidelismo y allendismo, o entre socialismo totalitario y socialismo democrático, que manejaron muchos escritores latinoamericanos —Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards, entre otros—, partidarios de la ‘vía chilena’ y críticos de la ‘stalinización’ de Cuba, tras el caso Padilla”.[7]

Una prueba de que ese texto sobre Allende no fue bien visto en Cuba está en los archivos de la Seguridad del Estado de Alemania Oriental. El 13 de septiembre de 1974 la Stasi recibe del Ministerio del Interior cubano la solicitud de censurar el artículo, que era parte de una antología sobre Allende que iba a ser publicada por la editorial Mitteldeutscher Verlag, con sede en Leipzig. En la nota se precisa que “el autor del artículo es un enemigo de la Revolución cubana y del socialismo”.

Su nombre llegó incluso a aparecer en las quinielas para el Nobel de Literatura.

Semanas después, el 10 y el 18 de octubre de 1974, la Stasi informa a la Seguridad del Estado cubana que el nombre de Lezama tampoco aparecerá en un ensayo de Julio Cortázar sobre Pablo Neruda, que estaba previsto para ser editado en la primavera de 1975. El director de la editorial germano-oriental comunicaba a la policía política la decisión de sacar a “Lima” de la antología porque había “traicionado a su pueblo”.[8]

Las últimas publicaciones de Lezama en revistas oficiales habían sido algunos poemas de lo que será Fragmentos a su imán: siete en el número 11 de la revista Unión, en marzo de 1972, y otro, “Antonio y Cleopatra”, en el número de Casa de las Américas correspondiente a julio-agosto de ese mismo año. Pero a partir de 1973, el veto a Lezama se vuelve más férreo. 

En junio del 73, por ejemplo, le cuenta a su hermana que él y María Luisa recibieron una invitación del Fondo de Cultura Económica para viajar a México pero “no se pudo resolver el asunto de la salida”. Lezama llevaba dos años intentando ese viaje a México, que le permitiría encontrarse con Eloísa. Una invitación de la UNAM de 1970, propiciada por el poeta Efraín Huerta, acabó en nada. Otro segundo intento, en diciembre de 1971, como invitado a una conferencia de Leopoldo Zea, tampoco tuvo éxito. Con renovado optimismo, en mayo de 1973 Lezama le explica a Huerta que ha recibido al fin invitación del FCE pero “yo le he dicho que las gestiones hay que hacerlas aquí para que me autoricen la salida. Si lo logran, iría a saludarlo…”.[9] Por lo visto, no lo lograron.

Otra anécdota con implicaciones policiales la cuenta Virgilio López Lemus, que en una de sus visitas a Lezama, a mediados de 1972, acompañado de los también estudiantes de Letras Jesús Barquet y Heriberto Pagés, vio entrar en Trocadero “a dos jóvenes a arreglar un desperfecto telefónico no reportado, antes bien, Lezama les indicó que su teléfono no tenía nada, pero aun así los jóvenes hicieron esto y lo otro y se fueron enseguida. El poeta protestó por la rudeza del trato, pero su esposa le dijo: ‘Lezama, son dos chicos obreros y no intelectuales como estos jóvenes’”.[10] No es demasiado arriesgado concluir que esos reparadores de imperfectos inexistentes eran obreros del espionaje.



Chantal Dumaine, María Luisa Bautista, José Lezama Lima y José Triana en el patio del restaurante 1830 (mayo de 1976). Cortesía del autor.


Mientras se refuerza la vigilancia sobre Lezama, su lista de invitaciones frustradas va creciendo: “me han invitado el Instituto Latinoamericano de Cultura [de Roma], la casa editorial Alianza Editorial, a un congreso a México, pero todo se queda en el aire… Supongo que algún día cuajará y, entonces, podremos vernos. ¡Vale la pena tener esa esperanza en la vida!”. 

En noviembre de ese año, el hijo de Efraín, David Huerta, que por entonces trabajaba en el FCE, le escribe de nuevo a Lezama para insistir en la posibilidad de un viaje patrocinado por esa institución: “Si [Jaime] García Terrés o yo pudiéramos hacer algo para que usted viniera, díganoslo con toda confianza. ¿Habrá quizá que hablar con alguien de la Embajada de Cuba en México o escribirle a algún funcionario del Ministerio de Cultura? Sería maravilloso tenerlo a usted unos días entre nosotros, escucharlo, conversar de tantas cosas”. 

Invitación similar le hace, a mediados de 1973, Luis Rosales para que Lezama participe en un curso del Instituto de Cultura Hispánica de Madrid titulado “La literatura hispanoamericana comentada por sus creadores”: “Se trata de pasar quince días en España con viaje y estancia pagadas, y además, acompañado aquí por muchos y buenos amigos. / Decídete a venir y dime qué trámites oficiales tengo que hacer para resolverlo. Tengo gran ilusión en ello”. 

Todas esas oportunidades de viaje a lo largo de 1972 y 1973 fueron vetadas. En octubre de ese último año, Lezama recibe en su casa al escritor y diplomático Mario Martínez Sobrino. Antiguo abogado, Martínez Sobrino había sido miembro del Servicio de Inteligencia Militar en el gobierno de Batista, pero muy pronto se sumó a la Revolución. Según el testimonio de Rogelio Llopis, Martínez Sobrino también devino informante de la policía política castrista “a fuerza de estar casado con una agente de la Seguridad: Carmen Villar”.[11]

La clásica contraposición entre fidelismo y allendismo, o entre socialismo totalitario y socialismo democrático.

Aunque con apariencia de pleitesía literaria, la visita de Martínez Sobrino tiene toda la apariencia de un control policial; es posible que Lezama también indagara sobre el reiterado veto a sus viajes con alguien vinculado directamente al MINREX.



EL 2 DE ENERO DE 1974, Cortázar vuelve a escribirle a Lezama desde París para felicitarlo por año nuevo, comentarle la “tragedia chilena” y ofrecerle el envío de medicinas a través de la valija diplomática. Se cartea también con Gregory Rabassa, para celebrar la aparición de Paradiso en inglés. Un amigo (al parecer, Pablo Armando Fernández) le ha contado que visitó a Lezama un día en que estaban rompiendo la calle y el escritor tenía un fuerte ataque de asma. “¿Cómo está, maestro?”, preguntó el visitante, antes de recibir la típica boutade lezamiana: “Pues aquí me tienes, con mi chaleco mozartiano en pleno apocalipsis wagneriano”.

La edición en inglés de Paradiso, en la magnífica traducción de Rabassa, representó otra alegría para Lezama, que gracias a Eloísa se mantuvo al tanto de las reseñas del libro en la prensa norteamericana: una de Edmund White en The New York Times, donde el libro era catalogado de “obra maestra”, lo complació; otra, de Michael Wood en The New York Review of Books (“no estoy convencido de que Paradiso, incluso en español, sea la obra maestra que mucha gente cree que es […]. Se trata más bien de un monumento derrumbado, un gran hito fallido, hundido en las arenas de la colosal autocomplacencia de su autor”) le pareció dogmática y sombría, llena de “simplificaciones ridículas”.[12]

En cualquier caso, ninguna opinión crítica sobre la novela podía influir tanto sobre la vida del escritor en ese momento como la nota que aparecía en la sobrecubierta de la edición de Farrar: “As Paradiso contains no political implications, no mention of the revolution, and frank discussion of homosexuality (a taboo topic in Cuba), Lezama has not been favored by the regime since the time of its publication”. A su pesar, Lezama había pasado a convertirse en un escritor disidente.[13]

La prueba definitiva de esa disidencia no ha de buscarse en las páginas de Lezama sino en los archivos del Departamento de Seguridad del Estado del Ministerio cubano del Interior. Después del “caso Padilla”, todos los intelectuales cubanos cayeron inmediatamente bajo sospecha. Sobre ellos planeaba la sombra de un nuevo concepto policial: el llamado “diversionismo ideológico”, tema al que Raúl Castro dedicó su discurso del 6 de junio de 1972, con motivo del onceno aniversario del MININT.

Esos reparadores de imperfectos inexistentes eran obreros del espionaje.

El diversionismo era una especie de Proteo multiforme: lo mismo servía para fundamentar cargos contra la llamada Microfracción que para discriminar a religiosos y homosexuales o descalificar a intelectuales “revisionistas”. Como bien ha analizado Duanel Díaz,[14] ese término es una versión de “lo real bajo forma juzgada” y aparece siempre asociado a un amplio léxico descalificador, que muta en función de las necesidades represivas. 

De entrada, como deja bien claro Raúl Castro en su discurso, los diversionistas utilizan las artes del engaño, “los métodos sinuosos, la perfidia, el fariseísmo y la simulación a que han apelado los ideólogos burgueses en el último decenio para criticar al marxismo desde posiciones supuestamente marxistas”. 

A partir de Padilla y de las reacciones suscitadas en el extranjero por su encarcelamiento, ya no debemos creer lo que digan los intelectuales, ni siquiera aquellos que se digan de izquierdas. Toda esa tipología cultural y política de los años 60 ha quedado anulada, inmersa dentro de una gran paranoia: los intelectuales son vistos como simples marionetas y la cultura como un campo de batalla; el enemigo último es la CIA, y como ella lo utiliza y lo disfraza todo, también todo es susceptible de ser impugnado en el tribunal revolucionario.

Sabemos ya, gracias al trabajo del investigador Jorge Luis García Vázquez, que existió un “Caso Órbita”, llevado “contra el escritor diversionista JOSE LEZAMA LIMA”, posiblemente paralelo o posterior al “Caso Iluso” abierto contra Heberto Padilla. Esa referencia a un expediente abierto a Lezama por la Seguridad del Estado apareció primero en un folleto de 1974[15] que, como sostiene Díaz, parece la “demostración gráfica” de aquel discurso de Raúl de 1972. 

‘Con mi chaleco mozartiano en pleno apocalipsis wagneriano’.

Tras un exergo tomado de esa intervención del ministro de las Fuerzas Armadas (“El diversionismo ideológico, arma sutil que esgrimen los enemigos contra la Revolución”), aparece la lista de las “evidencias” repartidas en tres salas de muestras y un cuarto de proyección: folletos publicados en Estados Unidos, propaganda religiosa, libros de René Dumont, K. S. Karol y un ejemplar de Persona non grata de Edwards; revistas pornográficas, juegos infantiles, programas radiales, obras “diversionistas” premiadas en concursos nacionales por jurados extranjeros, libros y publicaciones del grupo asociado a la revista Pensamiento crítico y un largo etcétera. 

Todo eso junto a los restos de material explosivo utilizado en atentados contra sedes diplomáticas cubanas en el extranjero. Y allí estaban también, como parte del expediente del “caso ÓRBITA”, libros y manuscritos confiscados a Lezama.




Según Antonio José Ponte, ese folleto “fue el programa de mano de una exposición abierta al público en La Habana de 1974 y organizada por el Ministerio del Interior cubano”.[16] En efecto, hubo exposición del MININT, pero nunca estuvo abierta al público porque era una muestra exclusiva para los ojos de los representantes de los servicios de inteligencia de los países socialistas, reunidos en La Habana con ocasión de un Seminario sobre el Diversionismo Ideológico.

A su pesar, Lezama había pasado a convertirse en un escritor disidente.

Gracias al abarcador archivo de la Stasi y a la generosidad de García Vázquez, podemos sumar a ese folleto otra contundente evidencia, hasta ahora inédita: unas páginas del informe que presentaron los servicios cubanos de inteligencia en ese seminario. En él también se menciona a Lezama como parte de un supuesto entramado de “elementos” enemigos de la Revolución y de una campaña propagandística “contra la política cultural y el prestigio de la Revolución”:

La celebración del Congreso de Educación y Cultura, que resumió y organizó las opiniones de las masas en relación a la necesidad de una cultura socialista y cuya resolución final es una amplia plataforma de trabajo que constituye la política cultural de nuestro Estado, convence a estos elementos de la necesidad de modificar sus métodos, los que se tornan más sutiles.

Tras unos meses de espera, continúan desarrollando su trabajo dirigido a mantener figuras de algún renombre real o fabricado como centro de posibles conflictos, esta vez en la persona del escritor José Lezama Lima, autor de procedencia católica, de extracción pequeño-burguesa y plenamente definido como enemigo ideológico de la Revolución.

Para esto publican sus obras en varios idiomas, le otorgan premios literarios en el exterior y le dedican artículos y comentarios, situándolo intencionalmente en distintas publicaciones como candidato al Premio Nobel de Literatura.[17]



Páginas 11 y 12 del informe que presentaron los servicios cubanos de inteligencia en el Seminario sobre el Diversionismo Ideológico, 1974. Cortesía de Jorge Luis García Vázquez.


De pronto, una nueva preocupación se cernía sobre el horizonte de guerra ideológica del MININT: por su creciente prestigio internacional y alguna carambola de la Academia Sueca, un escritor cubano, “de procedencia católica, de extracción pequeño-burguesa y plenamente definido como enemigo ideológico de la Revolución”, podía ganar el más prestigioso de los premios mundiales de literatura. Había que hacer cualquier cosa para impedirlo.

Se comprende entonces por qué se ignoraron los premios internacionales de Lezama, por qué se le mantuvo bajo vigilancia y por qué todas las invitaciones extranjeras que le llegaron durante los años 70 fueron frustradas con saña por el gobierno cubano. No fue resultado de la desidia administrativa, ni de la política de algunos burócratas resentidos, sino política de Estado a cargo del Ministerio del Interior.

Mientras tanto, en ese mismo 1974, a Lezama le seguían lloviendo las invitaciones: 

La universidad de la Aurora, en Cali, Colombia, me invitó al IV Congreso de la Narrativa Hispanoamericana, con tal de que diera una charla o una conferencia con otros dos escritores. Llegaron los pasajes aquí a La Habana, pero el resultado fue el de siempre: no se me concedió la salida. Ahora recibo otra invitación del Ateneo de Madrid, para dar unas conferencias. Siempre acepto, pero el resultado es previsible.

Yo estoy ya en un momento de mi vida en que me hace falta viajar, ver un poco de otro paisaje. La resonancia que ha tenido mi obra en el extranjero, me permitiría hacerlo. Pero la Ananké, la fatalidad está ahí, con su ojo fijo de cíclope.

Esa ananké también tenía, por lo visto, un delegado en el servicio de correos. En su carteo con el poeta español José Ángel Valente, Lezama le pide un ejemplar de la edición que, con la ayuda de María Zambrano, ha hecho Valente de la Guía espiritual de Miguel de Molinos para Seix Barral. 

Los intelectuales son vistos como simples marionetas y la cultura como un campo de batalla.

En enero de 1975, el poeta gallego confirma a Lezama que le ha enviado el libro desde Ginebra, pero meses después, en julio, Lezama le explica que la Guía “fue decomisada, según comunicación que recibí. Parece que, al leer la palabra espiritual, se entendió que hacía referencia a la metapsíquica, o vulgo espiritismo, y que era una obra para los numerosos discípulos de Allan [Kardec]. Ya ve Usted que Molinos sigue ganando batallas, se aniquila o lo aniquilan”. Valente se indigna con la noticia:

Me entristeció, en cambio, la suerte ahora reservada a Molinos, tan parecida en el fondo a la que tuvo hace doscientos años casi. ¿No pasa el tiempo? ¿Hay un elemento hórrido en la historia, que —bajo faces cambiadas— mantiene [como] apelación su identidad impositiva? ¿Es ese elemento el que hace que la historia si lo fuera de sí misma sea redimible? Pensé, primero, en hacer público comentario de este episodio de la larga cadena de las aniquilaciones. Pero supuse, después, que el comentario podía resultar inconveniente. 

La idea de que su interlocutor pueda denunciar públicamente el decomiso asusta a Lezama, que en carta posterior a Valente le especifica que “no comente lo de Miguel de Molinos, por motivos obvios. Bástenos saber que sigue dando batallas”.[18]

A finales de 1974, después de haber viajado mes y medio por Europa con su esposo en una excursión organizada por la Universidad de San Juan, Eloísa decide operarse de la misma enfermedad que había aquejado a su hermana Rosa: diverticulitis. Pasará dos veces por el quirófano, en octubre de 1974 y en abril de 1975. 

Lezama vive todo ese tiempo a la espera de noticias e imaginando a través de sus lecturas (El hombre sin atributos, de Musil, o el Diario de Paul Klee, por ejemplo) el ancho mundo que se le resiste: “Me parece que vivo esas existencias maravillosas, mientras permanezco, aunque con disgusto, inmovilizado, pues en el año pasado y en este he recibido como seis invitaciones para viajar a España, a México, a Italia, a Colombia, y siempre con el mismo resultado. Me tengo que quedar en mi casita, hasta que Dios quiera. Estoy aburrido y cansado”. 

La vigilancia y ostracismo no fue desidia administrativa, sino política de Estado del Ministerio del Interior.

Aquel que antes presumía de “peregrino inmóvil”, se siente cada vez más frustrado, reducido a viajar a través de los cuentos que su hermana le hace de las ciudades europeas por las que va pasando (Madrid, París, Londres, Lisboa…) en sus vacaciones. Luego le tocará rezar por la salud de su hermana y hasta evocarla en el nombre de un ciclón sobre el que ese otoño del 75 hablan los noticieros cubanos: “Decían los periódicos ‘Eloísa se dirige hacia Cuba’, y por lo menos simbólicamente te vimos llegar y comunicarnos tu alegría de siempre”.

Eloísa ha hecho su periplo europeo con cierto sentido de culpa (“pensé que ese viaje le correspondía a él”), y lo llama ahora con más frecuencia. Dos nuevas invitaciones al escritor (de la Universidad de Madrid para un curso sobre el barroco, y a un homenaje a Alfonso Reyes en México en mayo de 1975) no obtienen respuesta, pero la esperanza de que se produzca un milagro sigue en pie. 

Lezama sigue esperando. Los días se le escurren en la monotonía hogareña, mientras sigue escribiendo poemas. Una bronquitis, un intercambio de fotos y chismes familiares, relecturas, algún paquete con ropa que pagará el peaje del decomiso, una recepción en la embajada de España donde conoce en persona a Dulce María Loynaz, un invierno cruel que lo obliga a acopiar sábanas y frazadas…

Mientras Lezama le confiesa abiertamente a su hermana que “estamos muy solos y el cerco se aprieta cada vez más”, sus parientes viven a la espera de alguna concesión gubernamental que permita los viajes de reunificación familiar. Orlandito, el hijo de Eloísa, ha cumplido la mayoría de edad y lleva tiempo con ganas de visitar la isla de la que tanto le han hablado sus padres. 

Primero, el viaje se frustra por las operaciones de Eloísa, y luego por un accidente automovilístico, en junio de 1975, que deja al joven con collarín, “con esa posición de almirante japonés que otea el horizonte”. La noticia del accidente estremece a Lezama, que ya empieza a acostumbrarse a las constantes desdichas familiares: “Yo vivo siempre como en acecho de esas cosas pavorosas”, le confiesa a su hermana.

Denunciar públicamente el decomiso asusta a Lezama.

La perspectiva de ver a su sobrino y ahijado alegra, pero también inquieta a Lezama, que en mayo de 1976 trata de explicarle a su hermana que recibir al joven en Trocadero 162 no es buena idea: “Tengo en mi casa muy pocas comodidades y él es un muchacho acostumbrado a vivir muy bien. El segundo cuarto tiene un colchón viejo y destrozado. Hay que bañarse con jarritos”.



ESPERAR ES LA PALABRA que rige los últimos años de Lezama. Se repite en sus cartas y reaparece en sus poemas, revelando un cansancio que se regodea en “las virtudes de la aceptación”. “Si Pascal pensaba que gran parte de los males de su época estaban en que pocas personas podían estar sentadas un cuarto de hora, preparémonos a estar sentados una eternidad. Y pedir que el sillón envejezca antes que nosotros”, le había escrito a Valente en febrero de 1975.[19]

A finales de ese mismo año, mientras Franco convalece, el poeta gallego le confiesa que está harto de su exilio en Ginebra y piensa regresar a España. Pero Lezama, siempre prudente, le aconseja que espere: “Todo allí es muy confuso y hay que tener mucho cuidado en meterse en la boca del diablo. María [Zambrano] y usted están muy bien fuera de España, como vigías, oteando y esclareciendo. En cualquier momento vuelve a repetirse el carnaval de la muerte y su vida y su obra son muy necesarias”.[20]

En sus lecturas, Lezama también regresa sobre el quietismo que ya lo había fascinado a principios de los años 40. Era un gran admirador de Miguel de Molinos y su Guía Espiritual estaba entre los libros del “Curso Délfico”. La obra del fraile había sido también una de las pasiones de Zambrano, propagada entre su círculo habanero. Con los diálogos de Zambrano y Lezama, La Habana fue entonces el escenario secreto de una lucha entre el afán contemplativo del heterodoxo español, y el discursivo y meditativo de los jesuitas, principales detractores del quietismo, entendido como la creencia de que la perfección se halla en la inmovilidad y la resignación absolutas del alma a Dios, dejando que el hombre sea asimilado por el espíritu divino. 

Permanezco, aunque con disgusto, inmovilizado.

Como tal inacción requiere anular la voluntad humana, de ello se desprende que todas las acciones, tanto las buenas como las malas, son una limitación para el acercamiento a Dios. Molinos propone que para llegar a Él el alma no ha de hacer nada, sino limitarse a su pureza y aligerarse de toda preocupación o meditación. Esto produce un vacío espiritual, una nada, que sería el sendero más breve para la salvación. Esa doctrina, que ya en el siglo XVII había sido emparentada con el budismo y su búsqueda del nirvana, adquieren en el último Lezama un explícito matiz zen, desarrollado en su poema “El pabellón del vacío”:

Voy con el tornillo
preguntando en la pared,
un sonido sin color
un color tapado con un manto.
Pero vacilo y momentáneamente
ciego, apenas puedo sentirme.
De pronto, recuerdo,
con las uñas voy abriendo
el tokonoma en la pared.
Un pequeño vacío en la pared.

Lezama Lima elige dos incidentes prosaicos, hacer un mínimo agujero en la pared y raspar el mantel con la uña, como posibilidades cotidianas de experimentar el vacío. Estas acciones triviales también pueden ser puertas hacia un conocimiento más profundo porque los mundos físico y espiritual forman una unidad esencial. 

El tokonoma (toko no ma, literalmente “hueco en la pared” o “lugar del vacío”) es un pequeño cubículo o elemento de la morada japonesa, más elevado que el resto, donde se cuelga alguna pintura desplegable o se coloca algún arreglo floral. Ha sido elevado a categoría estética por su capacidad para convertirse en un “espacio en retracción”, de figurar una impresión de eternidad, que surge luego de perder la noción del tiempo. En ese sentido filosófico, y no en el propiamente decorativo, es que lo usa el escritor cubano.

Desgastado ya el voluntarismo de su juventud, que lo había impulsado a fundaciones y refundaciones, la vejez de Lezama refuerza la tendencia a evitar los esfuerzos y apartarse de las cosas mundanas. “Necesito un pequeño vacío, / allí me voy reduciendo / para reaparecer de nuevo, / palparme y poner la frente en su lugar”. La marginación impulsa el adiestramiento en el no ser, su reducción a un punto hueco, figuración de la nada quietista. 

Estamos muy solos y el cerco se aprieta cada vez más.

En ese triángulo de correspondencia(s) Lezama-Zambrano-Valente, tejido en torno al molinismo, hay un fermento místico que parece la respuesta del cubano a su muerte civil. Si en los años 40 Lezama veía en Molinos una “degeneración” de la teresiana “oración de quietud”, ahora el poeta cada vez parece confiar más en la gracia priorizada por el “clérigo oscuro” aragonés. 

A Zambrano, por ejemplo, le confiesa que recuerda los años de Orígenes que compartió con ella “como los mejores de mi vida” y la confirma como interlocutora fundamental en momento de profunda crisis: “A quién dirigirnos sino a usted en los momentos de prueba, pero en los que permanece firme nuestro sentido de la persona y la de su dignidad”.[21]

En medio de la sequedad y las tinieblas, él también ha escogido un “sufrir y esperar”, confiando en que Dios hará lo restante, regodeándose en esa nada molinista, que no es solo influencia oriental sino que “está en la raíz misma de lo hispánico y de lo nuestro”.

Como Molinos, Lezama se siente un “extrangero engendrado por su tierra” o, Valente dixit, un habitante de la “expatria”. También él ha terminado siendo un heterodoxo, una víctima de la inquisición y del moralismo. Le queda confiar en la redención póstuma, evocarle a Valente la tozudez del hereje: “Usted recordará que cuando fue condenado exclamó: El día del juicio veremos quién tiene razón”. 

“El que está en esa oquedad —ha escrito Valente sobre “El pabellón del vacío”— es inalcanzable, ya no puede ser vulnerado desde el tiempo. Tal es el mensaje del poema último de Lezama y el de toda su poesía y el de su entero existir y el de su vida en su momento extremo. El que entra en el tokonoma no muere, reaparece, vuelve siempre”.



José Lezama Lima y María Luisa Bautista, por Iván Cañas. Cortesía del autor.


Por medio de esa nada, que tanto recuerda la vacuidad budista, se muere de muchas maneras, en todos los tiempos y a todas horas. Pero, también, se resucita constantemente desde cualquier vacío mínimo, al alcance de la mano. Esta es la idea que sostiene uno de los mayores poemas de Lezama:

Tener cerca de lo que nos rodea
y cerca de nuestro cuerpo,
la idea fija de que nuestra alma
y su envoltura caben
en un pequeño vacío en la pared
o en un papel de seda raspado con la uña.
Me voy reduciendo,
soy un punto que desaparece y vuelve
y quepo entero en el tokonoma.
[…]
Pero el vacío es calmoso,
lo podemos atraer con un hilo
e inaugurarlo en la insignificancia.
Araño en la pared con la uña,
la cal va cayendo
como si fuese un pedazo de la concha
de la tortuga celeste.
¿La aridez en el vacío
es el primer y último camino?
Me duermo, en el tokonoma
evaporo el otro que sigue caminando.

La clave del último Lezama es esta oscilación entre el vacío que engendra la espera de la ausencia y la idea de la resurrección, entendida no solo en un sentido cristiano sino también alquímico. Cuerpo que se pierde, que se vuelve invisible, y cuerpo que se recobra en imagen luego de atravesar el vacío. Ambos motivos se entretejen en los poemas póstumos pero también en la inconclusa Oppiano Licario, que debió llamarse La vuelta de Oppiano Licario, puesto que narra este regreso trascendente del personaje avistado en Paradiso

Las mismas metáforas aparecen en verso y en prosa. El propio título de Fragmentos… aparece glosado por Ynaca Eco cuando dice: “Se nos ha dado un imán de la evocación, todos los fragmentos hacia un posible cuerpo nuevo, vemos al homúnculo en su marcha, y como una prueba de su existencia recurva sobre nosotros, nos inflama y al final nos abraza”. Así, también, el verso final de “El pabellón del vacío” (“evaporo el otro que sigue caminando”) está en Oppiano: “Las evaporaciones que desprende el cuerpo como abstracciones que después se ponen a andar”. 

En la novela hay también una breve referencia al tokonoma, y un guiño fundamental a la idea del vacío: en el manuscrito del libro que Oppiano Licario le deja a Cemí con su hermana Ynaca, la Súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas, hay un centro vacío, el recuadro en blanco de un poema que Lezama, aparentemente, no llegó a escribir, pero que debía ser el único trozo superviviente del manuscrito. 

Varios críticos han visto en ese espacio en blanco o excepción suprema una metáfora del destino de la Isla y del propio Licario, como proyecto inacabado de homúnculo o ser para la resurrección. Otros lo consideran algo circunstancial, producto del carácter trunco del manuscrito, y proponen posibles guiones de ese poema ausente.




© Imagen de portada: Virgilio Piñera y José Lezama Lima. Cortesía del autor.




Notas:
[1] Es curioso comparar las dos versiones que hizo Piñera de este poema, dedicado a Lezama. En la primera versión (fechada en 1962, según su Poesía completa) Piñera lloraba sobre el hombro de su antagonista preferido unas “lágrimas negras” que se quedaban en su pechera, como joyas de rencor. Lágrimas negras para un alma negra. La otra versión —manuscrita en el “Libro de los amigos” de Trocadero— es de mayo del 67, cuando ya ha salido Paradiso y la vieja porfía que los separó un buen tiempo ha quedado saldada por la grandeza indiscutible de Lezama, ante la cual Piñera rinde su rencor. Sin embargo, ahora es Lezama el que llora en el hombro de Piñera y sus lágrimas, como diamantes negros, caen sobre la pechera del enfant terrible. Hermoso ese final de reconciliación cristiana, partiendo el pan de la gloria.
[2] José Prats Sariol: “La galaxia Lezama”, Jacobo Machover (ed.): La Habana 1952-1961. El final de un mundo, el principio de una ilusión, Alianza Editorial, Madrid, 1995, p. 134.
[3] El valle, por cierto, es el escenario de un extenso poema de Lezama, “El arco invisible de Viñales”, recogido en La fijeza (1949), que empieza con una escena costumbrista: un muchacho que vende a los turistas estalactitas de las numerosas cuevas de la zona y guarda en una botella llena de cocuyos los centavos que gana por cada venta.
[4] Al final de “La historia como arma”, un ensayo dedicado al Che Guevara y publicado en la revista Casa de las Américas en 1966, se lee: “Quien no sienta la alegría infinita de estar aquí en este mundo revuelto y cambiante, peligroso y bello, doloroso y sangriento como un parto, pero como él, creador de nueva vida, está incapacitado para escribir historia. Y quien, sobre todas las pequeñas rencillas personales, no sienta su deber moral de entregarlo todo por la Revolución y esté consciente de las taras que arrastra y que no debe transmitir; quien en esta hora no sienta el deber de crear; quien no sienta el deber de estar aquí aunque sea simplemente quemándose como leña en este fuego; quienes no estén más allá de tu libro y el mío, de te-escribo-la-nota-de-tu-libro para que luego tú-me-escribas-la-nota-de-mi-libro, jamás podrán ser historiadores”. Esta ferviente declaración de fe revolucionaria se fue debilitando con los años, y Moreno terminó exiliado y desencantado en Miami, donde murió en 2001 (lo cual, según su propia teoría de los años 60, debería descalificarlo como historiador). En su prólogo a Oppiano Licario y su testimonio sobre Lezama recogido en Cercanía…, todavía incurre en interpretaciones oficialistas. Critica al “oportunista” Padilla, habla de “un plan para provocar que el autor de La fijezadesertara de las filas revolucionarias” y culpa de su marginación a “tres o cuatro funcionarios ineptos, envidiosos, y resentidos”. “Aquello significó un desplome para él, que creía lo habían dejado solo sin tener culpa. Entonces yo estreché mis relaciones con Lezama, y fue esa la época de mayor lucha mía con él, pues me di a la tarea de ponerlo en el camino de la verdadera realidad. Sabía cómo era y me le impuse como una especie de padre o de hermano mayor, si bien cronológicamente yo era menor. Iba a visitarlo dos o tres veces por semana. Otras personas acudían también a su casa por ese tiempo; algunos porque el poeta se había puesto de moda, otros porque lo estimaron realmente, y unos pocos porque querían ganarlo para las filas enemigas, aunque fue en vano: el ‘caso Lezama’ no podía crearse”.
[5] “Un humanista muy singular”, entrevista de Julio César Guanche y Joan Casanovas Codina con Beatriz Masó (https://www.sinpermiso.info/textos/el-otro-ingenio-el-complejo-vital-cubano-de-manuel-r-moreno-fraginals).
[6] Dice María Zambrano en carta a Agustín Andreu (22 de junio 1975): “Durante decenios he luchado para que le publicaran en revistas y editoriales. Sin lograrlo más que en las revistas en que yo tenía parte. Lo propusieron para el Nobel hace dos años”. En una entrevista que le hizo Ernesto González Bermejo (“De las penas y amores del Premio Nobel”, en Triunfo, año XXIX, no. 632, 1974, pp. 58-59), Artur Lundvisk, el único de los 18 miembros de la Academia Sueca que dominaba el español, fue preguntado por las posibilidades del Nobel de los cubanos Lezama y Carpentier. Al parecer, prefería al segundo. En su respuesta, califica la poesía de Lezama de “demasiado hermética” y agrega que “no se sabe si escribirá más novelas”.
[7] Rafael Rojas: “El Allende de Lezama y la vía chilena”, http://www.librosdelcrepusculo.com.mx/2016/03/el-allende-de-lezama-y-la-via-chilena.html.
[8] Jorge Luis García Vázquez: “Operativo Órbita. La Stasi y la Seguridad del Estado de Cuba contra Lezama Lima”, Conexión Habana-Berlín, 29 julio 2016, https://stasi-minint.blogspot.com/2016/07/operativo-orbita-la-stasi-y-la.html.
[9] Carta de José Lezama Lima a Efraín Huerta, mayo y 1973. “Efraín Huerta-José Lezama Lima: Correspondencia”, Crítica, no. 41, enero-febrero 2011, p. 32.
[10] Virgilio López Lemus: “El Lezama Lima que yo conocí”, incluido como “José Lezama Lima visitado”, Elogio de los poetas, Ediciones Luminaria, Sancti Spíritus, 2016.
[11] Rogelio Llopis Fuentes: “Testimonio de un apestado”, Mariel, año I, no. 3, otoño 1983, pp. 23-25. Curiosamente, Villar, que era sobrina de María Villar Buceta e hizo carrera como periodista oficialista luego de estudiar en la escuela Manuel Márquez Sterling, fue una de las pocas novias que tuvo Lezama en su juventud.
[12] Edmund White: “Four ways to read a masterpiece”, The New York Times Book Review, 21 de abril 1974, pp. 515-516; y Michael Wood, “Purgatorio”, The New York Review of Books, 18 de abril 1974, pp. 14-16. La de Wood suscitó incluso una réplica del traductor, obligado a romper una lanza por Lezama y recordando que el título de la novela tenía que ver no solo con Dante, razón por la cual el crítico llamaba pomposo al escritor, sino con la descripción de Cuba hecha por Cristóbal Colón.
[13] Traducción de Hypermedia Magazine: “Como Paradiso no contiene implicaciones políticas, no menciona la revolución y habla abiertamente sobre la homosexualidad (un tema tabú en Cuba), Lezama no ha sido favorecido por el régimen desde el momento de su publicación”.
[14] Duanel Díaz: “¿Qué es el diversionismo ideológico”, Palabras del trasfondo. Intelectuales, literatura e ideología en la Revolución cubana, Colibrí, Madrid, 2010, pp. 119-164.
[15] El folleto, de 18 páginas, lleva las marcas de los archivos secretos de la época comunista (“MfS” o Ministerium für Staatssicherheit, abreviadamente, Stasi; “ZAIG” o uno de los departamentos de la Stasi, el Grupo Central de Análisis e Investigación) y también el sello de los archivos consultables del poscomunismo: “BStU”, siglas de la oficina para la preservación de los fondos de la Stasi.
[16] Antonio José Ponte: “Lezama en los archivos de la Stasi”, Diario de Cuba, Madrid, 10 de junio 2011. 
[17] Informe secreto, hoja número 12. Clasificación del Fondo o Signatura de archivo: BA MfS ZAIG 6083 d. Cortesía de Jorge Luis García Vázquez.
[18] Rafael Rojas: “José Lezama Lima y la aduana del silencio”, Rialta, 7 de septiembre 2020, https://rialta.org/jose-lezama-lima-y-la-aduana-del-silencio. La correspondencia entre Lezama y Valente ha sido editada y comentada por Javier Fornieles (José Ángel Valente y José Lezama Lima, Maestro Cantor. Correspondencia y otros textos, Espuela de Plata, Sevilla, 2012).
[19] En el poema titulado “Esperar la ausencia”, fechado el 14 de mayo 1974, Lezama le había dado forma poética a esta circunstancia: “Sentirse más adherido a la madera / mientras el movimiento del sillón / va inquietando los huesos escondidos, / como si quisiéramos que no fueran vistos / por aquellos que van a llegar”.
[20] Carta de José Lezama Lima a José Ángel Valente, 9 de febrero de 1975.
[21] Carta de José Lezama Lima a María Zambrano, diciembre 1975.




esperar-la-ausencia-jose-lezama-lima-en-los-70-i

Esperar la ausencia. José Lezama Lima en los 70 (I)

Un Lezama Lima “inmovilizado y perplejo”, al borde de la depresión, el desespero, el pavor: un imposible posible que no alumbrará ‘potens’ alguno, solo dolor y lontananza.

Ernesto Hernández Busto