Intelectuales y luciérnagas

Aproveché el centenario de Pier Paolo Pasolini para leer la magnífica biografía que le ha dedicado Miguel Dalmau y, de paso, revisitar sus artículos periodísticos. Años atrás, en mi juventud, me aburrieron un poco sus soflamas pero, para mi sorpresa, este regreso resultó más interesante de lo previsto.

Creo que Pasolini habría firmado sin dudar uno de los supuestos iniciales de Un manifiesto conservador, el reciente pamphlet de Jordan Peterson, donde se afirma que las ideas más profundas y básicas de una sociedad son las teológicas, porque tratan de lo eterno y lo sagrado. Si se analiza con cuidado toda la obra del escritor y cineasta italiano veremos que buena parte de su encanto radica en una incansable curiosidad por lo sacro. Da igual que sus indagaciones atraviesen temas tan diversos como el Evangelio o la tragedia griega, la amistad o la clase obrera, el capitalismo o la sexualidad: lo que se busca es desentrañar los poderes primigenios del mito.

En uno de sus artículos más conocidos, “La desaparición de las luciérnagas” (1975), Pasolini denuncia la sustitución de un mundo y una forma de vida tradicionales por un nuevo totalitarismo encarnado en el hiperconsumo, que habría arrasado con cierto tipo de civilización paleocapitalista. Los destellos de las luciérnagas que la contaminación industrial borró de la noche italiana habían sido sustituidos por los “feroces fulgores” del consumismo. Un “genocidio cultural” había transformado por completo la vida italiana. El nuevo fascismo hegemónico le parecía más sofisticado que el del Duce, pues ofrecía menores posibilidades de resistencia e implicaba toda una “mutación antropológica”. En ese régimen pragmático ya no había lugar para debates y retórica humanística: su objetivo era “la reorganización y la homogeneización brutalmente totalitaria del mundo”.

En la última década, hemos asistido a la reformulación del llamado “intelectual de izquierdas” con discursos cada vez más específicos y, al mismo tiempo, más intolerantes.

Con estas conclusiones apocalípticas, Pasolini parece bastante más cerca de Naphta, el oscuro personaje de La montaña mágica de Thomas Mann, que de su compatriota, el sarcástico Settembrini, creyente en el progreso, la Ilustración y el futuro de la humanidad. En la novela de Mann estos dos personajes se disputan el alma del protagonista, Hans Castorp. Si Settembrini es el arquetipo del liberal, Naphta lo es del reaccionario. (Vale aclarar que desde la izquierda también se puede ser reaccionario: en su odio al burgués y a la democracia, en su comunismo místico y su jesuitismo igualitarista, los extremos ideológicos acaban por confluir). 

A Pasolini, como a Naphta, el humanismo capitalista le parece un artefacto vacío. ¡Cómo hablar de democracia o derechos humanos en medio de ese totalitarismo del hiperconsumo, que sólo podrá ser derrotado con una Revolución más radical que todas las revoluciones burguesas! Aunque se les ha intentado equiparar con ciertas figuras reales, Naphta y Settembrini son, ya se ha dicho, unos arquetipos, las dos caras de la moneda de la modernidad. Su duelo novelesco sirve tanto para ilustrar los límites del progresismo liberal como para entender el lado místico del ideal comunista.

Como he escrito un libro sobre intelectuales de la derecha reaccionaria, a cada rato me preguntan por el tablero ideológico actual y me piden que recoloque allí mis piezas. Las nuevas derechas parecen fáciles de identificar, pero ¿qué pasa hoy con esa figura que ya nació, a raíz del caso Dreyfus, con el halo del progresista?

Resulta difícil imaginar cómo encajaría Pasolini, por ejemplo, en el mapa actual.

En la última década, hemos asistido a la reformulación del llamado “intelectual de izquierdas” con discursos cada vez más específicos y, al mismo tiempo, más intolerantes. Es difícil saber en qué consiste exactamente la llamada “ideología woke”. ¿Un estado de alerta contra la discriminación sistémica? ¿Una ingenua revisión de los viejos nombres y asunciones del capitalismo tardío? Menos difícil es adivinar tras esta cosmovisión al viejo jesuitismo, ahora con el disfraz de la movilización permanente. Quizás estemos ante una variante del Gran Despertar protestante, nuevo fanatismo con disfraz laico, que florece dentro de lo que David Rieff llama el “Complejo Académico-Cultural-Filantrópico”. O se trata de una radicalización de la teoría de la sospecha posmoderna, devenida cruzada adolescente contra los valores tradicionales. En cualquiera de estos casos, la consecuencia es la misma: una cansina obsesión pedagógica que nos exige empezar de cero, a la manera de los recién bautizados, para después proclamar quién se salva y quién se hunde.

Un brillante Arcadi Espada diseccionaba hace poco la temeraria disputa de esta neoizquierda woke contra la biología y su necesidad de creer en una teoría de la tabla rasa que sobreestima el poder de la educación. Tal actitud mental estaría vinculada a una defensa abstracta de la igualdad: “la izquierda no puede admitir que las personas nazcan con diferencias de calado respecto a cuestiones clave como la inteligencia, la belleza o la salud”. Esta cancelación de la distinción, llevada a extremos ridículos, amenaza con convertirse en cancelación del pensamiento.

Resulta difícil imaginar cómo encajaría Pasolini, por ejemplo, en el mapa actual. Para él, un intelectual era “alguien que reúne las piezas desorganizadas y fragmentarias de un coherente cuadro político, que restablece la lógica allá donde parecen reinar la arbitrariedad, la locura y el misterio”. En su poesía, sin embargo, hay una pulsión más compleja, que lo lleva a cuestionarse esa supuesta madurez lógica para seguir siendo fiel “alla stupenda monotonia del mistero”. 

Intelectual sin partido, autodidacta, hijo del marxismo y el psicoanálisis, Pasolini consiguió una coherencia que hoy se echa de menos.

Sobre todo, a Pasolini le habría resultado extraño un pensamiento de izquierda que cada vez parece más alejado de la vocación marxista, es decir, de asuntos como las clases y la realidad económica. Rieff ha hecho notar que no hay moda woke en la economía, un territorio que funciona justamente a partir de la distinción. Aunque se haya desgastado en consignas y dictaduras, el marxismo se anunció como proyecto filosófico para pensar la desigualdad económica y trascenderla, mientras que el pensamiento woke no toca ni de lejos los cimientos de la actual ideología económica capitalista. En un punto que sería interesante precisar, la idea marxista de un sujeto transformador descarriló para convertirse en deconstrucción de géneros e identidades, mientras que la búsqueda de la igualdad se convirtió en la aburrida pedagogía de atomizadas especificidades.

Intelectual sin partido, autodidacta, hijo del marxismo y el psicoanálisis, Pasolini consiguió una coherencia que hoy se echa de menos. Uno no lo imagina, por ejemplo, asegurando en un prólogo a Das Kapital que la militancia universitaria se ha aburguesado y ya parece “un teatro de la revolución” (¡indudable!) para salir semanas después en un anuncio de Adolfo Domínguez, aconsejando que viviríamos mejor si no pensáramos tanto. Como aquellas luciérnagas de Pasolini, parece que los auténticos intelectuales de izquierda también se han ido extinguiendo.




* Artículo publicado en ABC, el 5 de noviembre de 2022.

© Imagen de portada Pier Paolo Pasolini.




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