Se cumplió hace un par de meses uno de esos aniversarios que la gente aprovecha para desempolvar viejos obituarios y artículos, en este caso, sobre Nicolás Guillén, sempiterno Poeta Nacional de Cuba, desde que en 1961 le arrebatara por decreto el título a su paisano Agustín Acosta.
Las carreras de Acosta y Guillén ofrecen, además de esa común condición honoraria, otros paralelismos: ambos eran “de provincia”; ambos estudiaron Derecho —si bien Guillén no llegó a terminar la carrera—; ambos presumieron de antiyanquis y cultivaron eso que se llamó “poesía social”; ambos vertieron bilis sobre Lezama y Orígenes. Pero sus trayectorias también fueron, como veremos, vidas cruzadas —y es en ese cruce donde se anuncia una moraleja que prefiero dejar para el final.
Me sorprendió un poco, decía, que el tono general de esos recientes recordatorios aparecidos en la prensa del exilio sobre el también presidente vitalicio de la UNEAC fuera más bien amable, casi bonachón: tal parece que se hubiera llegado a un consenso pacificador post mortem sobre nuestro más claro ejemplo de intelectual funcionario. Un periodista aseguraba, por ejemplo, que Guillén “evitó la abyección de Miguel Barnet, la maldad de José Antonio Portuondo y la fiereza de Mirta Aguirre”.
Se disculpa también a Guillén de las implicaciones últimas del “caso Padilla” porque el día de la famosa autoinculpación esgrimió un pretexto médico para no estar presente y regaló a Portuondo el protagonismo de la vileza policial. No fue la única vez, por cierto: cada cierto tiempo el poeta se ingresaba en el hospital Comandante Manuel “Piti” Fajardo, cuyo último piso disponía de habitaciones individuales para dirigentes y casos especiales. La China, su eterna secretaria y amante, le iba informando cómo estaban las aguas por sus predios de la UNEAC o cuántas veces se le mencionaba en la prensa oficial: si eran más de tres, prefería retirarse a su cuartel de invierno porque, decía en voz baja, “a quien-tú-sabes no le gusta la competencia”.
La misma táctica aconsejó también a otros: “¡Enférmese!”, le recomendó, por ejemplo, a Manuel Díaz Martínez cuando el escándalo por la censura de Fuera del juego, el polémico poemario de Padilla. Como el escritor y jurado insistía en mostrarse inconforme y ponía reparos a su tarea de correveidile partidista, Guillén no tuvo más remedio que mostrarle el guantelete de acero: “Si usted se empeña en asistir a la reunión, la policía podría impedírselo”.[1] Si no es abyección, se le parece.
En el origen del mal había, por lo visto, un exceso de prudencia. Guillermo Cabrera Infante dice que Fidel Castro se quejaba de que Guillén le salía caro a la Revolución porque escribía poco. Su puesto de vate oficial no parecía muy seguro en época de constantes termidores. Recordemos también que, en los primeros meses de la Revolución, el futuro presidente de la UNEAC fue presa del celo jacobino de Virgilio Piñera (¡cómo cambian los tiempos, Venancio!), que en pleno diario Revolución le reprochó su contribución a la Nueva Revista Cubana (el poema “Epitafio”, uno de sus mejores, escrito en París a finales de los 50) en estos términos:
un poeta tan alejado del polvillo delicioso como es Nicolás Guillén publica un poema que es todo un canto al Ancien Régime. No digo que Guillén no pueda permitirse tales libertades, pero tal parece que, frente a un programa de concierto tan clásico, no le quedó otra salida que dar esa “Epístola” (dedicada a dos amigas cubanas que invernaban en Palma de Mallorca). A solo cinco meses del triunfo revolucionario, uno debe presumir que Guillén, poeta revolucionario en toda la acepción de la palabra, nos ofrecería algo revolucionario. Pero no pudo; el programa exigía el rapé, y ya lo ven, ahí están las dos amigas —Águeda y Nora— chismeando agradablemente con el poeta en las páginas de la Nueva Revista Cubana. Bueno, el Partido le pasará por alto este pecado venial.[2]
El nostálgico poema que no le gustó a Piñera era, por cierto, una lista de comidas cubanas que pronto se convertirían, efectivamente, en recuerdos del Antiguo Régimen.
A pesar de las consabidas disculpas con que se le retrata —por parte de Cabrera Infante o Raúl Rivero— y en las que se magnifica su proverbial condición de criollo reyoyo incapaz de ortodoxia, es pertinente recordar que nunca, absolutamente nunca, ni una sola vez en toda su carrera de astuto funcionario, Guillén levantó la voz para defender a ningún escritor o artista represaliado en Cuba. Oportunidades, por cierto, no le faltaron.
Para ver y juzgar mejor estos asuntos conviene retroceder, hacer un poco de historia, abundar en el paralelismo entre Guillén y su predecesor con muy distinto destino político.
Agustín Acosta Bello, que empezó trabajando como telegrafista en los ferrocarriles de su natal Matanzas (“Yo quisiera ser jefe de estación / en un pueblo pequeño, / donde no hubiera cura ni notario ni médico…”), se graduó de Derecho Civil en 1918 y tres años después se sacó el título de notario público con el que haría una mediana fortuna en Jagüey Grande, “pueblo tranquilo, que se recoge a las diez de la noche”.
Era notario, poeta y teósofo, pero también le apasionaba la política: se involucró en la lucha contra Machado, sufrió prisión por ello y con la caída del tirano llegó a ser gobernador de Matanzas (1933-1934) y Secretario de Presidencia durante el corto gobierno de Carlos Mendieta.
Guillén, en cambio, no luchó contra Machado: al menos desde 1927 estaba empleado en la Secretaría de Gobernación, en un puesto que le habían conseguido unos amigos de su padre, el senador liberal Nicolás Guillén Urra, muerto en 1917 durante la insurrección de La Chambelona. Publicaba en el conservador Diario de la Marina sus Motivos de son y, según propia confesión, “vivía al margen de la política”.
En alguna entrevista, achaca la culpa de esa indiferencia suya frente al machadato —hecho bastante excepcional en aquella época— a la temprana muerte de su padre: “yo era un joven inconforme, decepcionado de aquel tipo de actividades, que me recordaban negativamente la muerte de mi padre, la cual dejó una huella muy profunda en mí (…). En tal virtud, pues, mi actitud fue de repulsa a la política nacional hasta el punto de que nunca voté”.
En 1931, el mismo año que Acosta sacó una carta abierta contra Machado en la primera página de Bohemia, que le costó tres semanas de prisión,[3] Guillén publicó —luego de haber ganado uno de los premios de la Lotería Nacional— Sóngoro cosongo. En 1937 ya lo vemos, sin embargo, junto con Marinello en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en Barcelona, Valencia y Madrid. Poco después se hará miembro del Partido Comunista, que resultó ser otra ventajosa lotería —a mediano y largo plazo.
Cayó Machado y Agustín Acosta fue elegido senador por Matanzas (1936-1944). Ese mismo Congreso fue el que lo nombró, en 1955, Poeta Nacional de Cuba, un título que llevaba desierto casi veinte años, desde la muerte de Bonifacio Byrne en 1936.
Era, por una rara mezcla de patriotismo y retórica, uno de los pocos poetas consagrados de Cuba, presente en todas las antologías, incluso las de quienes no comulgaban con su poética. A su casa-notaría de Jagüey Grande iban a visitarlo los jóvenes escritores, en busca de anuencia. Uno de ellos, Lorenzo García Vega, que le llevó ilusionado su Suite para la espera, ha hecho el relato desopilante de una tertulia en aquella azotea-pérgola donde un inspirado Acosta le leyó versos de Julio Herrera y Reissig.
García Vega, cuyo padre fue tras la caída de Machado alcalde de Jagüey Grande, pone toda esa época bajo la advocación del sombrero de pajilla, signo distintivo de una grandeza heroica inventada por nuestra clase media venida a menos. Aquellos años 30, nos dice, crearon la definición de la nación cubana como “un mundo de pícaros que soñaban un kitsch romántico”.
Acosta, héroe político y poeta famoso, también estaría entre esos pícaros, y no escapa al juicio de frases que caen como latigazos: “revolución de mentirita”, “lucha folletinesca”, “heroísmo inmaduro”. Sin embargo, tras matar a su padre por poeta nacional interpuesto, el propio García Vega también reconoce que en ese kitsch modernista de Acosta está también el origen de su propio destino, eso que él bautiza, inmejorablemente, como “el oficio de perder”. Es inevitable, viene a decirnos, que un vate cubano acabe haciendo el ridículo. Lo cual, reconozcámoslo, es pintar con brocha gorda.[4]
A mediados de los años 50, Guillén y Acosta ya se habían hecho amigos. Hay noticia de que Guillén iba a los recitales poéticos de Acosta en el Ateneo matancero y no se cansaba de elogiar sus versos. Los dos convivieron como jurados en varios concursos cursis. Los juntaba, además, la maledicencia contra Orígenes y su estética, los choteítos al estilo de “Oí a Lezama hablar de Mallarmé, y me alarmé”.
Guillén no soportaba la literatura rebuscada, aunque disfrazaba sus chanzas con aquella táctica de “espumosa cordialidad” que ya hizo notar —y disculpó— Lezama. Acosta era menos “político” en sus fobias: Lezama y sus revistas le parecieron siempre una farsa para iniciados.
Cuando triunfa la Revolución, en enero de 1959, Acosta tiene ya 72 años; Guillén, 56. El primero decide ser fiel a su título patriótico y quedarse en Cuba, sin notaría y sin reconocimientos oficiales. Sara, su hija de crianza, emigra en 1961 como parte de la Operación Pedro Pan. Guillén, en cambio, se suma enseguida al proceso revolucionario y se hace perdonar su escasa producción poética con una frenética carrera de propagandista: da recitales para el Ejército Rebelde y viaja a Pekín, donde, enfundado en una camisa Mao, escribe versos chinos como estos: “Entre lotos marchitos bogar / y añorar su pasado esplendor… / —¿Su pasado esplendor? / Es inútil bogar: / Mira el loto: decora un tractor”. O bien “No hay / ni un yanqui ya en Shanghai. / Pekín / enterró al mandarín. / ¡Corre a ver tú / la tierra del arroz y del bambú!”.
El gobierno revolucionario lo envía a la URSS y a México —desde allí pergeñó su poema sobre Playa Girón, “La sangre numerosa”— y finalmente, entre 1961 y 1962, Guillén consigue, junto con el título de Poeta Nacional, la presidencia de la Unión de Escritores y un piso en el edificio Someillán.
A sus 60 años, es modelo de agitprop comunista, el escritor oficialista por definición, que lo mismo organiza actividades de solidaridad con los “hermanos pueblos socialistas” o celebra el centenario de Lenin, que recibe a Salvador Allende o manda a la delegación cubana a retirarse de un coloquio mexicano sobre Rubén Darío por “no estar de acuerdo con la orientación ideológica del mismo”.
La carrera de Acosta, en cambio, va en declive. En la Cuba revolucionaria publica un solo libro de poesía: Caminos de hierro (Ágora, 1963). Después de 1968, cuando el gobierno confisca definitivamente el Ateneo de Matanzas, donde el poeta era uno de los directivos y en cuyo lugar había establecido su templo espírita, no le quedó otro remedio que el silencio. Conservaba la cabeza, sí, pero no la lengua. En mayo de 1970, sin embargo, recibió un modesto homenaje y pudo leer unos versos martianos en la escalinata de la Universidad de La Habana.
Mientras tanto, Guillén y su fiel escudero Ángel Augier eran presencia constante en Moscú, Praga, Ulan Bator o Budapest, donde no se cansaban de recibir medallas. Años después, Guillén llegará al Comité Central del PCC; ocasión que Lezama aprovecha para saludarlo y recordar —con velada guasa— su fortaleza de “torete en la llanura camagüeyana”.
En 1972, justo cuando se van apagando los ecos internacionales del “caso Padilla”[5] y Guillén se prepara para celebrar su 70 cumpleaños con múltiples tomos y actos de homenaje, recibe en la UNEAC una carta de su viejo amigo, el casi olvidado poeta Agustín Acosta.
La carta está fechada el 17 de mayo de 1971 y en ella Acosta pide a Guillén que interceda ante las altas instancias para que le concedan a él y a Consuelo Díaz, su esposa, el permiso de salida de Cuba. Para esa fecha, el matrimonio llevaba diez años sin ver a su hija y aún no conocía a sus nietos, nacidos en Estados Unidos.
Voy a cumplir 85 años y estoy enfermo (te escribo en la cama y mi mujer pasa a máquina estas palabras). Ignoro, naturalmente, el tiempo que me quede sobre la tierra. Mi vista está cada día peor y esto me tiene muy preocupado. Tal vez si el viaje se efectúa buscaré algún oculista que impida el avance de las alteraciones que casi siempre me prohíben leer y escribir. Yo con una artrosis en las rodillas que me impide caminar, ella con gripe. Solos los dos en cama y enfermos. No podemos salir a buscar medicinas y alimentos, y no tenemos a ninguna persona que nos ayude porque los parientes están lejos y los particulares, o no conocen nuestro estado o, egoístamente, quieren desconocerlo.
Como ves, querido poeta, los cuadros son goyescos… Tú dirás si tenemos o no motivos para desear estar con nuestra hijita aunque fuera en el fin del mundo..
Acosta, avalado por diagnósticos, ha usado el recurso del “enférmese” para intentar ablandar el corazón de Guillén, no sin antes aclararle que en su partida no hay segundas intenciones: “No se trata, como es fácil comprender, de una decisión política, pues si tal fuera, tiempo para ello habríamos tenido en doce años; sino de una decisión, como te expreso, en que juegan los más profundos sentimientos del corazón”.
Con una mezcla de realismo y astucia, el poeta ofrece también a las autoridades el bocado de sus bienes inmuebles:
Lo siguiente sé que no habrá de interesarte, conocidos como son tus sentimientos, pero es posible que a quien tiene en sus manos las complicadas operaciones de las salidas del país le interesa conocer.
Nosotros —mi mujer y yo— poseemos en el reparto Marazul, de la playa, una casa de dos plantas, completa y decorosamente amueblada; nuestra jubilación sumadas completan la cantidad de quinientos seis pesos mensuales; nunca hemos tenido automóvil; tengo, además, un pequeño solar escriturado cerca de Peñas Altas, a una cuadra de la carretera central. Esa es toda nuestra riqueza de la cual con resignada pena nos desprenderíamos si obtuviéramos nuestra salida.
Ahora tú tienes la palabra. Mientras, te estrecho en un abrazo, como el último que nos dimos, hace un año, en el Habana Libre.[6]
La respuesta de Guillén no se hizo esperar. Su carta, que aparece sin referencia en el libro de Duanel Díaz, Palabras del trasfondo,[7] se conserva hoy en el archivo del Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana:
En relación con el asunto de tu carta, es decir, el deseo tuyo y de tu esposa de abandonar a Cuba por los Estados Unidos, tengo el sentimiento de comunicarte que desde mayo de 1970 está cerrado el término que dio el gobierno revolucionario para salidas de esta índole en las condiciones que tú deseas. Es absolutamente imposible, pues, cualquier gestión en ese sentido.
Tal vez no esté al que esto ocurra, Agustín. No creo que a tu edad sean recomendable los ajetreos de un viaje como el que tú proyectas. Tu salud requiere, pese a tu fortaleza, reposo y ausencia de ciertas emociones que viajes de tal naturaleza suscitan. A ello había que añadir el riesgo de que tus enemigos (que no son muchos, pero existen), tanto como los enemigos de Cuba, aprovecharan tu salida para determinar especulaciones que no pueden favorecerte históricamente y que desde luego perjudicarían profundamente tu crédito ante nuestro pueblo, en el que tu lírica presencia ha sido siempre vista con simpatía. Pero sobre todo, el inconveniente básico es de orden legal, o sea el vencimiento del plazo de salida a que me he referido anteriormente.
¿Qué decir de esta respuesta, en la que se juntan, creo yo, abyección, maldad y fiereza?
Agustín y Consuelo partieron finalmente de Cuba el 12 de diciembre de 1972, un año y siete meses después de la carta enviada a Guillén. Por lo visto, el poeta no estaba tan enfermo, pues en Miami siguió escribiendo y publicando durante otros siete años, hasta su muerte, el 12 de marzo de 1979.
Notas:
[1] Manuel Díaz Martínez: “El caso Padilla, crimen y castigo”, en Encuentro de la Cultura Cubana, no. 4-5, 1997, Madrid, pp. 88-96.
[2] Virgilio Piñera: “La Nueva Revista Cubana”, en Revolución, 27 de junio de 1959, La Habana, p. 2.
[3] Por cierto, años después, en carta abierta a Loló de la Torriente, Acosta comenta aquellos días de prisión en los que coincidió con Pablo de la Torriente Brau, Gabriel Barceló y otros comunistas que trataron de sumarlo a su causa. Como Acosta se entretuvo en poner sus reparos, uno de aquellos militantes le espetó: “Cuando nuestro Partido esté en el poder, usted será el primero al que le cortemos la cabeza”. Pablo de la Torriente salió en su defensa, cuenta Acosta, vanagloriándose de que su cabeza siga aún sobre sus hombros. Not so fast, my dear. Véase “Una carta de Agustín Acosta”, en Bohemia, año 61, no. 10, 7 de marzo de 1969, p. 35.
[4] Lorenzo García Vega: El oficio de perder, Colección Asteriscos, Dirección General de Fomento Editorial, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, 2004.
[5] Como parece que la doxa cubana sobre el llamado Quinquenio Gris requiere una urgente inyección de litio, voy a introducir aquí una pequeña digresión para recordar a un subordinado de Guillén: Otto Fernández (1934-2005). Su nombre bastaría para desmentir a los que dicen que la estética del realismo socialista nunca se quiso implantar en la Isla. Con apenas un librito publicado, Otto entró al mando de la revista Unión en 1969 y se ocupó también de decidir todas las publicaciones de la UNEAC. Antes había sido funcionario del Ministerio de Hacienda y Secretario del Poder Local de La Habana Vieja. Con su entrada, la revista oficial de los escritores cubanos procedió al siguiente desempeño: Un segundo número de 1970 dedicado a Lenin con motivo del centenario de su nacimiento. Un número especial con una selección de la literatura socialista polaca; después del “caso Padilla”, es decir, a partir del primer número de 1971, desaparece el Consejo editorial de la revista y Fernández queda como único director; el número 3 de ese año ofrece varias páginas de la poesía palestina en combate. En 1972 la revista celebra su primer decenio de fundación; un editorial proclama: “Uniónllega con este número a sus diez años de vida. Lo que no significa término ni plenitud, sino un modesto trecho recorrido en el mismo camino ascendente de la Revolución”. En 1972 también ve la luz un número especial sobre la literatura búlgara. En el primer número de 1973 hay una breve selección de poemas de autores argelinos. El número siguiente está dedicado al XX aniversario del asalto al Cuartel Moncada e incluye en sus páginas documentos, conversatorios o entrevistas de los comandantes Fidel Castro, Raúl Castro, Ernesto Che Guevara, Camilo Cienfuegos, Faure Chomón, Faustino Pérez, Raúl Díaz Argüelles, Álvaro Prendes, Efigenio Ameijeiras y Haydée Santamaría. El último número (3-4) de dicho año trae una selección de poemas de autores suecos y en ese mismo año se confecciona un número especial dedicado a la URSS, que recoge una amplia muestra de la literatura soviética. El primer número de 1974 brinda una muestra de poemas de autores finlandeses y de Bangladesh. En ese año ve la luz la segunda edición del número especial dedicado a la literatura soviética. El número 2 de 1975 presenta una selección de poesía soviética para niños.
Tomo este recuento bibliográfico del Diccionario de la Literatura cubana. Creo que es bastante ilustrativo. No por gusto le dieron a Fernández la orden de Cirilo y Metodio. En un poema de triste recordación, “Amanecer en Moscú”, el propio Fernández confesó: “Y sonrío y siento que Moscú entra en mi corazón / como los tiernos brazos de una madre”. En cuanto a los autores cubanos no publicados durante esos años en Unión, forman también una larga lista, que no les costará trabajo hacer.
Guillén aprobó todo esto. Y, por cierto, de ese señor Fernández dijo también Eliseo Diego en su prólogo al poemario De otro árbol (1979): “una decidida voluntad de servicio a su país le ha dificultado la realización sistemática de una obra que no vacilaríamos en situar entre las de mayor significación de la joven poesía cubana”.
[6] La carta se incluye en la edición del Epistolario de Nicolás Guillén hecha por Alexander Pérez Heredia (Letras Cubanas, La Habana, 2002). Aparece también citada en el libro Agustín Acosta Bello. Aproximación a su vida y obra, de Mireya Cabrera Galán (Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2009).
[7] Duanel Díaz Infante: “Reflexiones para terminar”, en Palabras del trasfondo. Intelectuales, literatura e ideología en la Revolución cubana, Colibrí, Madrid, 2009, pp. 199-213.
© Imagen de portada: Desde la izquierda: Alfredo Guevara, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier y Fidel Castro.
La urna
¿Por qué está tan fría?, ¿dónde están sus pies? (ocultosbajo un embalaje blanco que incorporaba el ataúd), ¿ahora qué toca hacer?