Ping pong fuera



Con la inocencia de Forrest Gump, pero sicópata, Fidel Castro practicaba maratónicamente cuanto deporte le comentasen o él hojeara en algún reportaje de una revista yanqui. 
 
Leía mal el inglés, pero parecía comprenderlo todo por intuición. Nadie admiró tanto a Norteamérica como él. Secretamente, hubiera preferido no tener que aislar a los cubanos de ese grandioso país. En definitiva, el castrismo fue un intento de reconstruir en Cuba un Estados Unidos de miniatura, a imagen y semejanza de Fidel.
 
Si bien no fue estrella en ningún deporte que practicó (y esto lo digo sin ánimos de ningunearlo, muchos estadistas no saben ni jugar al parchís), igual se llevaba a la cama a media humanidad mujeril. Tal como seducía al hombrerío político internacional. Unos y otras lo rodeaban como moscas. Sobre el tablero de ajedrez (en la revista Chess Life le han estimado un ‘rating’ retroactivo de 1300) o desbordando la mesa de ping pong.
 
En la práctica, no hubo una sola acción de Fidel Castro que haya caído en el vacío. Sus récords fueron actuados siempre para testigos, incluso cuando mandaba a matar. No vivió en soledad ni por un instante. Fidel era un pueblo en sí mismo. Un individuo escrupulosamente sociable. Un evangelio exponencial. Por eso, su vejez tan bíblica, cuando ya nadie resistía pasar las horas y los días junto al premier (su cuerpo agonizante olía a carne fuera de frío), fue su mayor tortura existencial.
 
Estarse muriendo en un cuarto cualquiera de máxima seguridad, sin trazas de la plaza pública que era su elemento natural, le parecía un acto de soledad insufrible. Más de una vez intentó suicidarse. Y queda por averiguar si a finales de noviembre de 2016 por fin lo logró.
 
En la foto de este lunes el foco está en su harén de mujeres, en un joven escolta y en un par de botellas de cerveza local. Fidel aparece ligeramente desenfocado, y no es por el movimiento de su performance atlético. Antes bien, al fotógrafo Lee Lockwood por algún motivo le interesó más el fondo que el primer plano de acción.
 
Tal vez, porque, durante los primeros años de la Revolución Cubana, nada ni nadie era feo en la Isla de la Utopía. La década de los 50 venía con una inercia de vida y belleza que no se detendría hasta pasada por lo menos otra década.
 
Fidel porta algo en los bolsillos de su pantalón. No parecen ser armas. Acaso sean objetos de oficina, cosas de intelectual ejecutivo. Por lo demás, todos lucen despiertos de una manera radical, humanísima. Al contrario de cómo posan hoy en día los cubanos ante las cámaras, lo mismo a ras de pueblo que en los entresijos del poder. 
 
Obviamente, Cuba estaba despierta como carajo. Fuimos felinos felices, así nos tocara matar o ser matados por aquella chusma salida de la burguesía. 
 
Miren esos ojos, compañeros, perdidos en la luz de la ventana o los raquetazos del Jefe. Destilan presencia y orgullo. Son biología hecha voluntad. Irradian ideas de un futuro con ínfulas de inmortalidad. Todo pulcro, todo positivo: fe, fuerza, fascismo.
 
Y no era para menos. Porque el centro de masa de la Vía Láctea coincidía por entonces con el eje arquitectónico de la Plaza de la Revolución. En La Habana hacíamos historia, compañeros, y no había un balón de básquet o una pelotica de pimpón que se nos escapase sin pagarla.




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Santa Castro

Orlando Luis Pardo Lazo

Fue, fumó, fascinó.






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