La Revolución que nos quedaba. Nota al realismo sin magia

Con su crítica mordaz a lo que ya se vislumbra como la canción más popular de este año, mi amigo Alexis me envía una nota a título bastante personal. El mensaje viene dirigido en forma de apéndice aclaratorio. Suena tan alentador el texto, que se me hace encarecidamente necesario reproducirlo en partes. Un gesto compensatorio, por decir algo más; sideral e ilustrativo, en todo caso.

Tras repasar varias veces el contenido, vuelvo ahora sobre él. Hay trechos que me resultan particularmente sospechosos. Parecen añadiduras, como si la misiva hubiera sido interceptada, leída y comentada en algún momento antes, durante o después de pasar por Correos de Cuba. No hallo, sin embargo, indicios generales de mucha alteración. No distingo adulteraciones ni tachaduras. Nada que ponga en solfa el trazo de la firma original. Solo esas quillas raras, que el lector acostumbrado seguramente encontrará, me dejaron con la intriga. Reconozco, eso sí, la retórica engañosa del Alexis maestril, exhaustivo y sin escaseces verbales. Su tono rezuma complicidad, mucha y muy astuta; también lo notarán.

Como estamos en la era más temida: la del chanchullo digital, y yo vivo en sacerdocio para con mis seguidores, voy a develar esto que me llega casi en secreto de confesión. Un alma bretera en condiciones se debe por entero a su pueblo, y el pueblo merece saber. Por lo tanto, aquí les filtro un par de extractos. Así que lea, desconfíe de WikiLeaks y no se canse de compartir:

“Querido amigo mío: 
De cuantas mentiras he escuchado en los días más recientes y de cuantas he tenido que contar a lo largo de mi vida, solo una, la más estrepitosa, se ha empeñado en arrancarme una advertencia que podría llegar a incomodar por su tono exclamativo. Sépase que esta advertencia la profiero con disgusto; y sépase también —usted conoce mis defectos— que yo la hubiera maquillado con esmero en cualquier otra ocasión; la habría zambullido hasta la asfixia en el caldo tan salado que nos escuece a orillas el Caribe, con tal de no generarle, mi estimado, problemas ni desvelos por venir.
Lo pienso, y ahora me percato de que nadie —solo un pérfido ignorante, lunático y vil asesino de la lira entre corcheas— se habría atrevido a semejante ignominia musical; a lapidar la lírica mundana en grado tal, que abrume por sobrecarga innecesaria a cuantos sentidos abarca la humanidad en su especie perceptiva. Eso es, y no otra cosa, aquella gimnasia posrevolucionaria que, afincándose en la disyuntiva y en la mala tradición de los oxímoros, dejaría a Góngora sin empleo, catatónico y asqueado del oficio.
‘Un bodrio jacobino’ —bien me lo decía usted en su carta anterior—; eso es lo que representa el poner a la patria en una encrucijada entre la vida y la muerte, entre lo que nace y aquello que será decapitado sin derecho a la palabra. A tono con la metáfora galaica, añadiré solo una imagen al concepto: guillotina, tijera a la francesa puesta al servicio lectivo y electivo de la comuna; himno estrepitoso, por no llamarlo altisonante, delirante, bizarro, soso…, infeliz como aquel lienzo malogrado que adoraban los expresionistas lisonjeros de Rousseau.
Una loca despeinada salta con pasmosa alevosía sobre su caballo, histérica pero audaz, dejándose en el suelo un festín de pajarracos entre cadáveres sangrientos; de bichos que devoraban sin remedio el cuerpo de lo que no se les ofrece en el campo por la vía natural. Gente muerta, empastada con la tierra y a merced de aquellos demonios negros hechos pluma; mientras la loca se deleita retozando, trozando y quemando los campos que antaño soñaban con abrigar la concordia. ‘Padre’ le decían al pobre Rousseau. Y en esa burla colectiva murió, haciéndose con el título de gran maestro para toda una gran generación de ingeniosos y acomplejados”.

Alexis entra en una fase oscura del recuerdo. Se puso gris y tengo que protegerle. Así que opto por saltarme una parte importante de su berrinche.

Una vez recuperado, agrega:

“No es pendencia, créame. Sin animosidad se lo aseguro. Es ruido ensordecedor, que se pasa de sufrible: una treta rebuscada del estilo sin estilo, que me obliga a recalar en lo absurdo de aquello que se aventura sin éxitos a autodenominarse enunciación. Cuando la artesanía se confunde con el circo —ya ni siquiera con el arte circense, que siempre tuvo buenos malabaristas el Bolshói—, cuando se juntan la pirueta y la pose, sin pasar por la cátedra de Alicia…; cuando el genio viene por encargo de un comité artístico bien centralizado, pasan estas cosas. Surgen los propósitos insondables del encargo, y en el asombro, más vale renunciar a cualquier riposta. Toca pues sacrificar la primavera, agenciarse una Bohemia y ponerse a llenar crucigramas.
Pero el contexto es otro, amigo mío. Y dadas las circunstancias, las del discurso soez e irreverente para con la prosa poética que ambos contemplamos con postrada admiración, debo deshacerme pesaroso del barroco e ir directo al grano; de modo que no sucumba usted a la falsa impresión de una tortura que podría extenderse ad infinitum. Permítame entonces aclararle que a la Revolución no le quedan 62 000 milenios. ¡En lo absoluto! Duerma usted tranquilo. De hecho, y a partir de este momento, tampoco le sobrarán tres segundos para seguir contando esas historias mal narradas. ¡‘La Revolution est finie’, mon très cher! No hallo reparo alguno en citar aquí esa frase del 18 brumario; para recordarle que, como cualquier producto a prueba y bajo estricta observación del Ministerio de Finanzas, las revoluciones todas tienen sus días perfectamente contabilizados. Y la nuestra, digo mal, la suya, mi apreciado, no tendría por qué escapar a aquel vaticinio napoleónico de 1799”.

Y, ya totalmente en sus cabales, diáfano, continúa:

“En cualquiera de sus estadios probables, las revoluciones presumen de poseer un alto sentido del deber creativo. Alardean de un poder que germina entre la reinvención del despotismo, la autoveneración de su encanto impostado y el inmovilismo como constante del futuro. La vanidad artística es también un arma de lucha en las revoluciones; aunque, en efecto, y como sucede en casi todas las tiranías, el miedo a la derrota se les echa encima y terminan siempre perdiendo el más mínimo sentido plausible de la imaginación.
Su revolución —la suya, insisto— pertenecía al reino de este mundo. Era una de las tantas y, como tal, nunca tuvo ni primicia ni excepción, por mucho que se haya adormecido en otra fantasía progresista. Nunca hubo excepción posible después de 1961. Hubo pautas, que solo los mártires y los martirizados audaces supimos negociar. Crear muerte en otros tiempos y otras latitudes, triturar brazos haitianos y levantar muros con la carne y las ideas de la masa, fue más fácil para algunos, conveniente para muchos y, si se quiere, ideal para ejercer todos clandestinamente el derecho a la imaginación”.

Con esto dicho, siento como si Alexis hubiera puesto aquí el punto final a su nota aclaratoria. Eso es lo que más me preocupa. Pienso que volvió a la sombra. No obstante, me topo con este último párrafo, anacrónico, corto, pero jugosito. Creo que lo voy a postear en mis redes.

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“Digamos entonces que, en un salto de la utopía comunista al monitoreo mediático del capital, a ritmo de reguetón y sin pasar por la democracia del mercado, la Revolución se quedó sin argumentos. Se tornó incomprensible para sus congéneres: el tan socorrido ‘pueblo’, la masa abusada que ha entrado en esa fase deplorable llamada ‘capitalismo de consigna’, donde el lema y el consumo se aparean con la artesanía, el circo y el filo de la guillotina.
Tuyo siempre,
Alejo”.




Gérard Noiriel

Los intelectuales en la era de las redes sociales

Gérard Noiriel

En el lenguaje de Orwell, yo diría que los intelectuales que pasan su tiempo en las redes sociales insultando a aquellos que no están de acuerdo con ellos, cuestionando su competencia profesional y su comportamiento cívico, contribuyen a la fabricación del “hombre totalitario”.