La trampa de la identidad

Lo que mil politólogos y estrategas electorales habían declarado imposible ocurrió el 8 de noviembre de 2016. En una elección muy reñida, Donald J. Trump derrotó a Hillary Rodham Clinton y se convirtió en el cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos. Los partidarios de Trump celebraron el golpe que habían asestado a un establishment político que despreciaban. Pero muchos estadounidenses sintieron miedo por lo que Trump pudiera hacerle al país y a las personas más vulnerables dentro de él.

Los motivos de preocupación eran reales. Durante su campaña, Trump prometió prohibir la entrada de musulmanes en Estados Unidos. Dio a entender que la policía debía tratar con dureza a los sospechosos de delitos al detenerlos. Pidió que su adversaria fuera encarcelada. Dudó en distanciarse de partidarios extremistas como David Duke. Y puso en duda que fuera a aceptar una derrota electoral.

Muchos temores se hicieron realidad. En los primeros meses de su presidencia, Trump prohibió la entrada en Estados Unidos de millones de personas vinculadas a alguno de siete países musulmanes. Prohibió que las personas transgénero sirvieran en el ejército. Despidió al director del FBI en circunstancias dudosas. Y cuando perdió su intento de reelección, cuatro años después, se negó a reconocer la derrota e inspiró a una turba a asaltar el Capitolio.

Al principio, la amenaza que representaba Trump provocó una enorme oleada de protestas. El día después de su investidura, medio millón de personas se concentraron en Washington D. C. para participar en la “Marcha de las Mujeres”; millones más salieron a las calles en ciudades de todo el país. Cuando se publicó la orden ejecutiva de la Casa Blanca sobre inmigración una semana después, dejando varados a decenas de viajeros procedentes de países musulmanes, miles de estadounidenses acudieron espontáneamente a los aeropuertos de la nación.

Los estadounidenses también insuflaron nueva energía a las organizaciones que se oponían a Trump. Grupos activistas como la ACLU y la NAACP recibieron millones en donaciones de pequeños contribuyentes, lo que amplió significativamente sus recursos financieros. Indivisible, un movimiento de base cuyos fundadores progresistas buscaban explícitamente emular al Tea Party, movilizó a sus miembros para oponerse a la confirmación de los nominados de Trump. En todo el país, miles de ciudadanos que nunca habían ocupado un cargo político decidieron postularse para el consejo municipal, la legislatura estatal o incluso para el Congreso.

En las primeras semanas y meses tras la victoria de Trump, los activistas alimentaron la esperanza de que todos esos esfuerzos acabarían, de algún modo, obligándolo a abandonar el cargo. Tal vez los “electores infieles” del Colegio Electoral conspirarían para salvar la república de su presidente electo. Quizá inminentes revelaciones sobre sus vínculos con el Kremlin persuadirían a los líderes del Partido Republicano de hacerle dimitir. Tal vez Robert Mueller, el fiscal especial designado para investigar la injerencia rusa en las elecciones de 2016, presentaría cargos penales contra Trump. Quizá el Congreso lograría destituirlo mediante un proceso de impeachment. Animado por las predicciones exaltadas de los canales de noticias por cable, un amplio sector de la población estadounidense llegó a creer que, de algún modo, en algún momento, quizá por una vía aún inimaginable, todo ese enorme fervor popular acabaría traduciéndose en la destitución de Trump.

Pero la esperada salvación no se materializó. El Colegio Electoral eligió debidamente a Trump. La famosa “cinta dorada” nunca apareció. Mueller no imputó al presidente. Un primer intento de impeachment fue rechazado por una votación prácticamente partidista. No surgió ningún deus ex machina que hiciera desaparecer a Trump.

Muchos de los opositores de Trump afrontaron esa decepción del mismo modo en que suelen hacerlo los participantes en movimientos de masas cuando se disipa el entusiasmo inicial: volvieron a concentrarse en sus trabajos, sus hijos y sus aficiones. Las organizaciones progresistas nunca volvieron a recaudar tanto dinero de pequeños donantes como en noviembre de 2016. La asistencia a las protestas empezó a disminuir. La última Marcha de las Mujeres antes de la pandemia, celebrada en enero de 2020, reunió solo una mínima parte —alrededor de una cuarentava parte— de la multitud original.

Pero a medida que se desvanecían las altas expectativas del movimiento de la “resistencia”, algunos de sus miembros reaccionaron de forma muy distinta: en lugar de seguir protestando o desconectarse de la política, dirigieron su ira hacia el interior. Instituciones de tendencia progresista —desde universidades hasta fundaciones y organizaciones artísticas— se vieron consumidas por conflictos internos. Campañas para despedir o aislar a personas “problemáticas” por todo tipo de ofensas —algunas graves y otras triviales, algunas reales y otras imaginadas— absorbieron una enorme cantidad de energía. En ciertos entornos, la versión popularizada de la síntesis identitaria se endureció hasta convertirse en una ortodoxia, y el disenso empezó a ser desalentado de manera cada vez más autoritaria. Durante buena parte de la era Trump, amplios sectores de la América progresista parecían dirigir más ira contra los miembros “desviados” de su propia tribu que contra su enemigo nominal en la Casa Blanca.



Una ortodoxia identitaria desciende sobre las instituciones progresistas

Cuando las protestas masivas de finales de 2016 empezaron a extinguirse y los diversos intentos de forzar la dimisión del presidente recién electo naufragaron, se instaló una sensación paralizante de impotencia. A medida que los activistas de izquierda comprendían que poco podían hacer para protegerse de un presidente que —por razones perfectamente racionales— les infundía miedo, algunos redirigieron su atención hacia aquello que aún podían controlar. “Quizá no pueda acabar yo solo con el racismo, pero puedo lograr que despidan a mi jefe, o puedo hacer que retiren a tal persona, o puedo pedir que alguien rinda cuentas”, explicó un veterano del movimiento progresista que trabajó como director ejecutivo de una importante organización de izquierdas en ese periodo. “La gente encontraba poder donde podía, y a menudo eso era en el trabajo, a veces donde vivías o donde estudiabas, pero siempre en un entorno cercano”.

Esa es una de las principales razones por las que, entre 2016 y 2020, parte de la energía más intensa de la izquierda se dedicó a eliminar a cualquiera que supuestamente amenazara con contaminar la pureza moral de su comunidad. Profesores de universidades y centros de humanidades; poetas, pintores y fotógrafos vinculados a grandes instituciones artísticas; incluso empleados de organizaciones progresistas del país podían hacer muy poco para defender a su nación de Donald Trump. Lo que sí podían hacer era identificar a alguna persona que, de forma deliberada o involuntaria, real o imaginada, violara las nuevas certezas políticas a las que las comunidades más progresistas del país se habían comprometido.

Esto ayuda a explicar el extraordinario auge de intentos de despedir o marginar a personas acusadas de violar las normas de la comunidad. Donald McNeil, el primer periodista de prensa escrita de un importante periódico estadounidense en alertar al país sobre la amenaza que suponía la COVID-19, fue despedido de The New York Times por supuestamente repetir un insulto racista al preguntar sobre el contexto en el que otra persona lo había utilizado. David Shor, analista de datos en una organización de campañas progresistas, perdió su puesto tras compartir un artículo de un destacado politólogo afroamericano que analizaba las consecuencias negativas de las protestas violentas. Emmanuel Cafferty, un electricista apolítico de origen latinoamericano, fue despedido de una empresa de servicios públicos en San Diego después de que activistas en Twitter interpretaran erróneamente un gesto con la mano que hizo al conducir su camión como un símbolo de supremacía blanca.

A finales de la década de 2010, una ortodoxia asfixiante había descendido no solo sobre instituciones famosas cuyas disputas podían aparecer en la prensa nacional, sino sobre innumerables escuelas, asociaciones y corporaciones en todo el país. Cualquiera que ofendiera la sensibilidad política de sus colegas podía ser retratado como sexista, racista o simpatizante secreto de Donald Trump. Y dado que cualquiera culpable de semejantes pecados políticos contaminaba la pureza de la comunidad, un pequeño pero poderoso contingente de activistas se erigió en héroes enmascarados cuya misión era garantizar que una acción rápida y contundente castigara a los supuestos traidores, oportunistas y saboteadores.

Como ha documentado el periodista de izquierdas Ryan Grim en The Intercept, las instituciones progresistas resultaron especialmente vulnerables a esta dinámica autodestructiva. “Es difícil encontrar una organización progresista con sede en Washington que no haya estado o no esté actualmente en crisis”, escribió Grim en junio de 2022. “El Sierra Club, Demos, la American Civil Liberties Union, Color of Change, el Movement for Black Lives, Human Rights Campaign, Time’s Up, el Sunrise Movement y muchas otras organizaciones han atravesado turbulencias dolorosas y paralizantes en los últimos años”. (Numerosos miembros veteranos del movimiento, como el dirigente del Working Families Party, han confirmado desde entonces la valoración de Grim).

El director ejecutivo de una importante organización progresista que dimitió frustrado por ese ambiente sofocante explicó el coste que tuvo. “Se ha dedicado tanta energía al conflicto interno y a toda esa mierda interna que ha afectado seriamente a la capacidad de los grupos para hacer su trabajo”, le dijo a Grim. “Durante mis últimos nueve meses, pasé entre el 90 y el 95 % de mi tiempo lidiando con disputas internas”. Otro responsable institucional que aún no ha tirado la toalla se mostró incluso más desalentado: “Antes queríamos hacer del mundo un lugar mejor —dijo—. Ahora solo conseguimos que nuestras organizaciones sean lugares más miserables donde trabajar”.

Hay algo peculiar en todo esto. Durante los años de Trump, existían numerosas causas urgentes y valiosas a las que los activistas y las organizaciones progresistas podían haber dedicado su atención. Y, sin embargo, se consumieron en luchas internas. ¿Por qué ocurrió esto? O, como se preguntaba el antropólogo Roy D’Andrade: “¿No resulta extraño que el verdadero enemigo de la sociedad termine siendo ese tipo de la oficina al final del pasillo?”. La respuesta a estas preguntas exige un breve desvío por la ciencia de la psicología de los grupos. Porque está enraizada en lo que hace funcionar a los colectivos, en cómo los disidentes pueden ayudar a mantenerlos cuerdos y en el momento en que la presión por conformarse se vuelve tan fuerte que los extremistas adquieren el poder de imponer su visión a los demás.



Presión de grupo y radicalización de los colectivos

En la primavera de 1915, un niño pequeño del centro de Polonia celebraba la Pascua con su familia. Como manda la tradición, su abuela sirvió una copa de vino adicional y explicó que era una ofrenda para el profeta Elías. “¿De verdad va a dar un sorbo?”, preguntó asombrado el niño de siete años. “Oh, sí —le respondió su tío—. Ya verás cuando llegue el momento”.

El pequeño observó atentamente la copa. Escéptico por naturaleza, no podía imaginar que un prodigio así ocurriera ante sus ojos. Pero cuando su primo exclamó que el vino del vaso estaba bajando, el niño estuvo de acuerdo: ¡realmente parecía haber un poco menos de vino en la copa!

Pocos años después de aquella memorable cena de Pascua, el niño, que se llamaba Solomon Asch, emigró a Estados Unidos. Aprendió inglés por su cuenta leyendo las novelas de Charles Dickens, estudió en el City College de Nueva York y llegó a ser profesor de psicología en Swarthmore. Conmovido por la crueldad de la Segunda Guerra Mundial, se obsesionó con comprender por qué los miembros de los grupos aceptan con tanta frecuencia creencias extremas o acciones inmorales. Al no encontrar respuesta en la literatura existente, volvió una y otra vez a su propia experiencia infantil. Se preguntaba hasta qué punto los seres humanos son susceptibles a la sugestión.

Para responder a esa pregunta, Asch reclutó a estudiantes universitarios para un experimento aparentemente sencillo. Les mostró dos tarjetas. En una había una sola línea. En la otra, tres líneas de distinta longitud. Luego les pidió que eligieran cuál de las tres líneas de la segunda tarjeta tenía la misma longitud que la línea de la primera. Era una tarea fácil, y los estudiantes la resolvieron sin dificultad. Casi todos dieron la respuesta correcta.

Pero entonces Asch introdujo una variación en el experimento. Colocó a los sujetos de prueba en grupos compuestos en su mayoría por actores pagados. Durante las primeras rondas, tanto los estudiantes como los actores dieron la respuesta obviamente correcta. Pero en la tercera ronda, todos los actores dieron una respuesta errónea. ¿Qué harían los verdaderos sujetos del experimento? ¿Confiarían en sus propios ojos o, como el pequeño Solomon, se dejarían arrastrar por la sugestión?

Los resultados fueron asombrosos. Tres de cada cuatro estudiantes universitarios se sumaron a la respuesta evidentemente equivocada al menos en alguna ocasión. Tal vez llegaron a creer de verdad en la respuesta errónea, o tal vez mintieron para no destacar entre sus compañeros. En cualquier caso, mostraron una inquietante propensión a conformarse con un grupo que claramente se estaba equivocando. Los hallazgos de Asch, replicados posteriormente por psicólogos en numerosos contextos diferentes, ilustran cómo grupos enteros pueden llegar a abrazar ideas equivocadas, extremas o incluso peligrosas. Si unos pocos miembros influyentes de un grupo proclaman con fuerza una creencia, los demás pueden sentirse presionados a manifestar su acuerdo, aunque muchos de ellos alberguen en secreto objeciones fundadas.

En los experimentos de Asch, las consecuencias eran aparentemente leves. Pero en las décadas siguientes, los investigadores interesados en los efectos del conformismo grupal —en campos que iban del derecho a la empresa— partieron de su intuición central para demostrar que fenómenos similares también pueden provocar conductas aparentemente irracionales en contextos de gran importancia. 

Tomemos como ejemplo un grupo de personas que debe decidir la indemnización que una empresa ha de pagar porque su negligencia provocó lesiones a un niño pequeño. En el experimento, cada miembro del grupo anotó en privado la suma que consideraba apropiada, con cifras que oscilaban entre 500.000 y 2 millones de dólares. ¿Qué cantidad acordaron tras debatirlo en grupo? La respuesta intuitiva sería pensar que alcanzarían algún tipo de compromiso y fijarían los daños, digamos, en 1,5 millones. Pero esa intuición resultó equivocada. En la mayoría de los casos, los grupos que deliberaban sobre compensaciones en una situación así imponían sanciones mucho más elevadas —de hasta 5 o incluso 10 millones de dólares.

Los experimentos en los que se pidió a grupos deliberar sobre cuestiones clásicas de política pública —desde el aborto hasta el derecho a portar armas— arrojaron la misma conclusión. Cuando personas que en su mayoría comparten una postura sobre un asunto moral o político debaten juntas ese tema, no tienden a moderarse ni a buscar un punto intermedio; al contrario, suelen animarse mutuamente. En un número sorprendente de casos, llegan a una conclusión más radical que la que defendía originalmente cualquiera de los miembros del grupo. Es lo que el reconocido economista conductual de Harvard Cass Sunstein ha denominado “la ley de la polarización grupal”: después de que grupos de personas afines deliberan sobre una cuestión moral o política, las conclusiones a las que llegan son más radicales que las creencias individuales de sus miembros.

La polarización grupal no tiene por qué ser algo malo. A veces, la deliberación entre personas con ideas afines sirve para reconocer que la respuesta radical es, en realidad, la correcta. (Quizá todos estaríamos más seguros si las empresas tuvieran siempre que pagar indemnizaciones enormes por su negligencia). Pero dado que el consenso en torno a una posición radical dentro de un grupo suele basarse en la presión de los pares —y puede oponerse a pruebas claras y objetivas—, resulta especialmente importante que los grupos cuenten con algún mecanismo interno que los mantenga a salvo de desviarse por completo.

Por eso los investigadores se han centrado últimamente en el papel extremadamente importante que desempeñan los disidentes al moderar los efectos de la ley de la polarización grupal. “La crítica interna y el disenso son vitales para el éxito de los grupos sociales”, señalan los psicólogos Levi Adelman y Nilanjana Dasgupta en un estudio reciente. “Evitan que los miembros del grupo se aíslen de puntos de vista que podrían ser cruciales para la toma de decisiones colectivas. También previenen el pensamiento grupal, el proceso por el cual los miembros de un grupo sobredimensionan las opiniones similares y silencian a los disidentes”.

La mayor parte del tiempo, esto funciona sorprendentemente bien. Muchos grupos son tolerantes con el disenso interno. Reconocen la importancia del debate abierto e incluso pueden recompensar a quienes se atreven a expresar sus críticas. Esto es especialmente cierto cuando quienes hablan son percibidos como miembros leales del grupo que buscan mejorarlo, y no como forasteros que no comparten sus objetivos. Pero lo frecuente no es lo mismo que lo constante. Y la investigación también sugiere que hay momentos en los que las normas sanas que fomentan el disenso y mantienen bajo control la polarización grupal ceden ante una enorme presión de los pares y “cascadas reputacionales” que consolidan las opiniones de una pequeña minoría, incluso cuando la mayoría de los miembros del grupo discrepan de ellas en privado.

¿Podemos predecir, entonces, cuándo la presión por conformarse se vuelve tan aplastante que cualquiera que se atreva a disentir es vilipendiado, y los que permanecen en el grupo sienten una necesidad aún más intensa de alinearse con las opiniones de sus miembros más ruidosos? La respuesta parece ser afirmativa. En las dos últimas décadas, los investigadores han hallado pruebas convincentes de que existe un conjunto concreto de circunstancias que hace mucho más probable que un grupo se vuelva menos tolerante con el disenso, y que los críticos internos sufran sanciones reputacionales tan severas que la mayoría prefiera guardar silencio.

Los psicólogos sociales han comprobado que la presión por conformarse se intensifica enormemente cuando un grupo se encuentra en medio de un conflicto que implica cuestiones morales de gran calado y hace que sus miembros se sientan amenazados. Mientras que los críticos internos suelen ser vistos como personas sinceras, cualquiera que se atreva a discrepar de las opiniones o acciones respaldadas por los líderes del grupo en tales circunstancias corre el riesgo de ser acusado de desviación moral y de caer bajo la sospecha de ser un saboteador.

“El conflicto entre grupos aumenta la aplicación de las normas dentro del propio grupo y se correlaciona con la intolerancia hacia los miembros críticos del mismo grupo.”, resumen Adelman y Dasgupta el estado de la investigación. “Así, cuando la amenaza hacia el grupo propio es patente, sus miembros pueden volverse menos receptivos a las críticas internas y reaccionar negativamente incluso ante los críticos que pertenecen al grupo”. En tales condiciones de amenaza, “la crítica procedente de miembros del propio grupo puede percibirse como un acto de traición y atribuirse a motivos perversos por parte del crítico”. En ocasiones, estas dinámicas resultan tan poderosas que ya no es necesario disentir de forma consciente o explícita para provocar la ira del grupo; basta con que alguien parezca violar sus normas, aunque sea de manera tenue o involuntaria, para convertirse en objetivo.

La sensación de impotencia es una de las principales razones por las que se desvanece la tolerancia hacia los disidentes en situaciones de amenaza percibida. Cuando el verdadero objeto de tu ira está fuera de tu alcance, y las implicaciones morales del momento son elevadas, la incapacidad de hacer algo útil se vuelve intensamente frustrante. Algunas personas, desesperadas por hacer algo —lo que sea— para mantener a raya la amenaza, comienzan entonces a dirigir su ira hacia quienes están bajo su control.

Esto puede ayudar a explicar lo ocurrido en ciertos sectores del movimiento progresista durante la presidencia de Trump. El tipo de la oficina del fondo del pasillo quizá no sea el mayor enemigo de la sociedad, pero suele ser el mayor enemigo sobre el que se tiene un mínimo control. Así que, cuando los activistas empezaron a sentir que carecían de herramientas para proteger al país de la amenaza que emanaba de la Casa Blanca, una pequeña pero influyente parte de ellos se volvió intolerante con el disenso interno, y dirigió buena parte de su ira contra cualquiera que se atreviera a violar las normas no escritas de la síntesis identitaria.



Los guardianes intelectuales de la ortodoxia identitaria

Al principio, estas tendencias surgieron de forma más o menos orgánica. A medida que crecía el riesgo de que cualquier manifestación abierta de disenso con la versión popularizada de la síntesis identitariafuera vista como “hacerle el juego a Trump”, cada vez más miembros de instituciones progresistas que discrepaban del consenso dominante optaron por guardar silencio. Y a medida que más personas callaban, aumentaba el coste para quienes aún insistían en hablar. Se había formado un círculo vicioso. Pero pronto, un par de libros superventas dieron un paso más allá, dotando a esta nueva ortodoxia identitaria de una especie de superestructura intelectual que santificaba la intolerancia hacia el desacuerdo como una parte necesaria de la resistencia contra toda forma de intolerancia.

Dos afirmaciones se convirtieron en mecanismos especialmente eficaces para imponer la nueva ortodoxia identitaria, y ninguna sorprendería a quienes conocen la literatura psicológica sobre cómo los grupos vilipendian a los disidentes en situaciones de amenaza percibida. La primera sostenía que solo existen dos bandos en la lucha entre racistas y antirracistas, de modo que cualquiera que se niegue a unirse al supuesto bando antirracista es un racista: una forma muy eficaz de presentar a quienes no se ajustan plenamente a las nuevas normas de la comunidad como desviados morales. La segunda insistía en que cualquier forma de resistencia a esa ortodoxia debía de estar motivada por una negativa interesada a reconocer la propia complicidad con el racismo: una forma muy eficaz de retratar a todos los disidentes como personas movidas por intenciones perversas.

En la primera década del siglo XXI, buena parte de la izquierda estadounidense había resistido con razón la afirmación maniquea de George W. Bush de que “o estás con nosotros, o estás con los terroristas”. Pero ahora un sentimiento sorprendentemente similar se difundió como meme, se incorporó a innumerables cursos de diversidad e incluso apareció en sitios web corporativos. Todo acto, persona, institución y política pública —argumentó Ibram X. Kendi en un libro superventas publicado en 2019— es racista o antirracista; no existe tal cosa como un acto neutral.

Al escribir How to Be an Antiracist, tuve un objetivo singular. Si pudiera de algún modo moldear el mundo, lo que esperaría que surgiera de este libro sería, muy sencillamente, erradicar el término “no racista” del vocabulario estadounidense. Y así obligar a la gente a reconocer que solo puede ser, ¿qué? Racista o antirracista.

Ahora bien, es perfectamente razonable sostener que todos los seres humanos tienen el deber moral de oponerse al racismo; yo mismo estoy firmemente de acuerdo con esa afirmación. Pero la forma en que Kendi definió sus conceptos clave, incluido el de “antirracismo”, hacía que su teoría resultara mucho más radical de lo que podría parecer a primera vista. Según Kendi, el único criterio para determinar si un acto, una persona, una institución o una política pública es “racista” o “antirracista” consiste en si contribuye a aumentar o disminuir la brecha de ingresos (o de riqueza, o de cualquier otro indicador deseable) entre personas blancas y negras. En consecuencia, ha declarado que una amplia gama de entidades que, a su juicio, no reducen esas disparidades raciales son racistas: desde el capitalismo hasta las pruebas SAT, y desde el filibusterismo hasta la propia Constitución de Estados Unidos.

Kendi tampoco dudó en dejar claro cómo consideraba el estatus moral de cualquiera que no abrazara este programa antirracista tal como él lo entiende. Según Kendi, todo aquel que afirme que “no es racista” está, en la práctica, poniéndose del lado de segregacionistas, eugenistas y traficantes de esclavos: “Los estadounidenses que se autodenominan no racistas —ya sean conservadores, moderados, liberales, radicales o progresistas— no se dan cuenta de que estamos conectándonos con una historia de traficantes de esclavos que también se definían como no racistas”.

La segunda creencia desempeñó un papel aún mayor a la hora de desalentar el desacuerdo con la nueva ortodoxia. Afirmando que ninguna persona blanca es capaz de superar los patrones racistas de pensamiento y conducta que se le inculcan desde la infancia, Robin DiAngelo —la formadora en diversidad cuyos cursos se han utilizado para capacitar a empleados de Coca-Cola y de muchas otras grandes corporaciones— asumió con orgullo la idea de que ella, como todos los blancos, es racista. Como resumía un artículo sobre su trabajo: “Si eres una persona blanca en Estados Unidos, la educadora en justicia social Robin DiAngelo tiene un mensaje para ti: eres racista, simple y llanamente”.

Pero el mensaje central de DiAngelo iba dirigido a quienes se atrevían a negar su propuesta de autodefinirse como racistas. Al negarse a aceptar cualquier desacuerdo con su marco intelectual como algo legítimo, sostenía que la resistencia a sus ideas era, tal como sugiere el título de su libro más influyente, simple evidencia de “fragilidad blanca”. Como ha resumido John McWhorter su postura: “Si te opones a cualquiera de las ‘observaciones’ que DiAngelo te hace sobre tu racismo, estás participando en una forma de acoso ‘cuya función es oscurecer el racismo, proteger la dominación blanca y restaurar el equilibrio blanco’”. El efecto del libro de DiAngelo fue llevar al gran público una teoría imposible de refutar: todas las personas blancas son racistas, y si no estás de acuerdo, eso solo demuestra lo racista que eres.

Cuando tres policías asesinaron a George Floyd en las calles de Mineápolis el 25 de mayo de 2020, inspirando a millones de estadounidenses a protestar contra la injusticia racial, fueron Kendi y DiAngelo quienes se convirtieron de la noche a la mañana en celebridades y establecieron los términos del discurso dominante. Publicado en 2018, White Fragility se convirtió en uno de los libros más vendidos de 2020, ocupando los primeros lugares de la lista de bestsellers del New York Times durante más de un año. How to Be an Antiracist, de Kendi, fue solo un poco menos popular, y dio origen a una franquicia que incluyó superventas como Antiracist Baby. (“A los bebés se les enseña a ser racistas o antirracistas —no existe la neutralidad”, afirma el libro ilustrado, dirigido a niños de entre uno y seis años, antes de animarlos a “confesar cuando sean racistas”).

Kendi y DiAngelo aparecieron en los principales programas de televisión, desde The View hasta The Late Show with Stephen Colbert. Sus libros recibieron críticas entusiastas en publicaciones prestigiosas y pasaron a formar parte de las listas de lectura antirracista compartidas por las mayores corporaciones del país. A la luz de la adulación acrítica que sus ideas recibieron en todo Estados Unidos, no resulta sorprendente que muchas personas que albergaban serias reservas sobre la versión popularizada de la síntesis identitaria llegaran a la conclusión de que no tenían otra opción que guardar silencio. La trampa de la identidad había conquistado por completo la corriente dominante.






* Fuente: “Dissent Discouraged”. Capítulo del libro The identity trap: a story of ideas and power in our time (Penguin Press, 2023), de Yascha Mounk. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.