Del impulso utópico y metafísico que sustentó el pensamiento poético de José Lezama Lima nadie duda. Tampoco de su “nacionalismo” cultural, del amor a un país que miró —y pensó— desde el mito y el secreto, en sus raíces más profundas y nutritivas a través de intensas lecturas y una metaforización tantas veces delirante: una Cuba de posibilidad e imagen, ensoñación cenital más que realidad palpable; una nación con sus catedrales aún por construir en el futuro.
Habanero esencial, del hondón viejo de la ciudad, que caminó con gozo mientras se lo permitió la obesidad, la salud y el asma, para Lezama todo fue signo gravitante y cantidad hechizada resueltos en palabra erguida encarnada en poema, ensayo, narrativa, y hasta en los textos periodísticos agrupados bajo el título de Sucesivas o coordenadas habaneras: “poiesis” como acto que participa en la desmesura y lo hiperbólico, en el Espíritu Santo como Madre Universal, como Sophia. Potens literario referido a esa Cuba “otra” encarnada en algunos de sus mejores poemas. Mundo de posibilidad infinita e incondicionada en esa tierra verde, Cubanacán, casi en el centro del mar Caribe.
Verde fue también su color predilecto. Verde como el rostro del Cristo gnóstico de la alquimia, el Adán Cadmo, síntesis del Árbol de la Vida y de la Luz primordial: el andrógino que nace en la Isla Sagrada y se reproduce mediante el deseo y el poder de la imaginación. Verde como el rostro del Hombre Verdadero —así lo vio María Zambrano en el ensayo que le dedicó a raíz de su muerte en 1976. El hombre que, al morir, dice la sibila andaluza, “crea libertad en la certeza de la certidumbre que trasciende la imposibilidad de ser hombre”.
Verde como la Ciudad Esmeralda del sufismo persa, polo espiritual celeste más allá del mundo material y de los sentidos. Y, sin embargo, sustancia poética mediadora, invisible pero gravitante dentro del mundo físico. Ciudad Esmeralda, tierra de Resurrección, en tanto es el espacio de la visión y operaciones del alma, de los místicos e iniciados; tierra que —como bien ha explicado el islamólogo francés Henry Corbin— es también el mundo de los poetas visionarios.
Asociado metafóricamente a Cuba, a Cubanacán, para Lezama ese mundo intermedio fue comienzo y fin de su obra poética e intelectual. Imagen actuante en la infinitud, ese “Mundo Imaginal” o de las Formas imaginales autónomas no es solo de las ideas puras o de la materialidad sensible, sino un inter-mundo, un límite, “istmo” (barzaj), donde se encuentran la imagen que desciende y el hombre que asciende: imagen que rige y actúa secretamente en la Historia; historia que, sin embargo, será un doloroso quehacer humano. Ese punto mediador y de encuentro —de lo estelar y lo telúrico que diría Lezama— hace posible una geografía y una historia imaginal.
Por su carácter ontológico específico entre cielo y tierra como espacio de transición y trasformación, este mundo imaginal o del alma, con la circularidad y la función de un mandala perfecto, posee un devenir histórico en relación a este carácter; una historia allende al mundo físico y donde las teofanías y los sucesos del acontecer espiritual se transforman en profecía que debe necesariamente cumplirse. Y es esa profecía encarnada en la historia hecha por los hombres la que —al decir del irlandés James Joyce— convierte a la historia en una pesadilla de la que se quiere despertar.
Hombre de La Habana profunda, de la Polis inmaterial, y más allá de las querellas literarias y políticas en las que a su pesar se vio envuelto, lo cierto es que la ciudad ensoñada por Lezama —“ciudad de las estalactitas” que conecta al paisaje, al hombre y a la sobrenaturaleza como imagen del cuerpo de Resurrección— no ha sido entre nosotros más que una hermosa Utopía; y, como toda utopía, ha devenido un infierno cotidiano.
Y fue con esa imagen posible, con esa imaginación visionaria que pensó a Cuba, más allá de su limitada vida republicana, como un “mundo imaginal”, y con sus catedrales a construir en el futuro. Ciudad atisbada siempre en lontananza, ¿desde el arco invisible de Viñales? Ciudad dibujada, y desdibujándose, entre el Cielo y la Tierra.
Por su sentido de totalidad, no cabe duda de que esta Ciudad Esmeralda —ciudad sagrada típica de otras gnosis y hermetismos visionarios que Lezama también conoció— fue de los símbolos principales que le suministró un combustible espiritual de altísimo octanaje a la densa red metafórica de su pensamiento; pues, como arquetipo central, a partir de esta Ciudad ensoñada de color verde llameante, se convocan otras imágenes visionarias del sufismo persa y el chiísmo musulmán. Imágenes tan del gusto personal de Lezama y que encontramos dispersas en toda su obra literaria: la casa como catedral iluminada, el viaje y el viajero inmóvil, la pradera oscura que convida, el Mar y la Isla Verde, y hasta el “verde errante” de los ojos verdes en la Oda a Julián del Casal.
Desde las espiritualidades del Oriente Próximo hasta el Islam heterodoxo, verde es el color del firmamento espiritual, del Jardín del Paraíso, y la tierra del más allá. Y será jardín verdeante, donde brota la fuente de la vida eterna, el lugar de reposo al que emigran las almas perfectas, resurrectas, cuando han cerrado su ciclo vital terrestre. Porque no debe olvidarse que, como dice en el poema sobre Julián del Casal, ese verde es también el verde de la muerte. Pero de la muerte como disolución definitiva de la cadena temporal, condicionada y causal, y no del ser; de la muerte como entrada al reino del uno-incondicionado; de la muerte como dadora de vida y principio de resurrección.
Así, en cualquier eje o centro del mundo, toda ciudad sagrada se ubica entre el principio y la manifestación; en un espacio —de los orígenes— donde se unifican en un orden ascendente e interconectado, el infierno, la tierra y el cielo. Diseñada según la espiral logarítmica de crecimiento continuo, construida sobre números, ritmos y armonías, más esférica que ortogonal o cartesiana, la Ciudad imaginal funciona, además, como un pulmón de la Creación.
Mediante este corazón del mundo que vivifica con sus pulsaciones de esfera hasta los rincones más ocultos del Cosmos, absorbemos y expiramos, tanto el oxígeno, vital para todo proceso fisiológico, como el conocimiento en su sentido de gnosis; conocimiento de salvación que hace al hombre cada vez más un hijo de la resurrección y donde el Adán primigenio que nos habita, transfigurará nuestro cuerpo de barro para erguirlo conforme al suyo de gloriosa luz; es decir, barro corporal transformado en imagen entre el mundo terrestre y el espiritual.
“Espacio gnóstico” donde a la creatura humana “se le vuelve favorable lo otro sagrado; es decir, lo invisible, lo irreal, la infinitud”, espacio gnóstico fuera del hecho histórico, de su causalidad y concatenación, y, sin embargo, necesitado del hombre “como único y último instrumento de configuración y forma”: conocer es co-nacer. Conocer, el mundo, la imagen, mediante la imagen y la semejanza: conocer “a imagen y semejanza”.
Como toda ciudad sagrada, paradigmática, la Ciudad Esmeralda es la base y fundamento de todo Cosmos manifestado; orden y cuadratura de un círculo que absorbe, limita y controla el caos: espacio donde se revela el signo en la materia, la infinitud en la posibilidad. Mediante el centro, ciudad o polis, copia imperfecta del plano divino en el terrenal, el hombre se aleja de la anarquía, de las pulsiones violentas, incontroladas y destructoras; encuentra seguridad cosmológica y existencial.
No es ocioso recordar que el griego polis y el latin civitas, que designan a la ciudad, parecen corresponder respectivamente, y por sus raíces, a los dos elementos que forman la palabra purusha (Principio Divino). Para el pensamiento hermético y tradicional, antimoderno, la ciudad humana debe tomar como modelo, en la medida de lo posible, la Ciudad Divina; y es solo en la medida de esta cercanía entre ambas que el pensamiento tradicional más radical habla, en sentido estricto, de civilización humana.
Creo que es fácil ver, en algunas de estas metáforas lezamianas ya expuestas, la relación oblicua con los primeros años de la Revolución cubana y su impulso utópico y libertario. Son ideas publicadas en artículos y periódicos de la época, y escritas en primer lugar en su fundamental ensayo de 1960, “A partir de la poesía”, redactado inmediatamente después del triunfo de 1959. Son ideas que prueban cómo Lezama se adhirió, de forma bastante ingenua, al fenómeno revolucionario.
Perteneciente a su libro La cantidad hechizada, primero publicado después del triunfo revolucionario, en “A partir de la poesía” Lezama termina convirtiendo a la Revolución cubana en una de sus eras imaginarias —la décima—, con todas las connotaciones que tiene el empleo de la “perfecta década” en cualquier aritmosofía.
En el centro de esta era mitológica “cubana” se encuentra, por supuesto, la imagen y figura mayor de José Martí, puesto que es su obra literaria y de pensamiento, pero sobre todo su vida, la cual hace que la imagen devenga, encarne en la historia. Con esa metaforización tan típica de su escritura, llegó a decir: “en vísperas de la Revolución yo escribía incesantemente sobre las infinitas posibilidades de la imagen en la historia. Entre las sorpresas que ofrece la poesía está la aterradora verificación del antiguo es cierto porque es imposible… Nuestra historia se vuelve un sí, una inmensa afirmación, el potens nuestro comienza a actuar en la infinitud”.
De este modo, lo imaginal como potens, como imposible actuando en la infinitud engendra “un éxtasis de las grandes transformaciones” y no una lógica histórica de corte positivista. Se vuelve, así, a los períodos, a las eras mitológicas e imaginarias que Lezama bosquejó en algunos de sus mejores ensayos.
Ahora, desde un verdadero salto al vacío, es la Revolución cubana como hecho que “rezuma seculares acumulaciones”, la etapa cenital, creadora e inmensamente afirmativa: culminación de un movimiento milenario desde la imagen. Y, como una era mitológica más, una temporalidad incesante donde “los dioses visitan a los guerreros”, para trenzarse, en el mismo troncón, en un ramaje de dioses y de hombres. “Por eso —continúa Lezama casi poseído por el delirio— no hablo de forma sino de éxtasis, de poderosas ensoñaciones que guían al hombre hacia la tierra prometida”.
Solo se comprende lo anterior desde las tres etapas que nos propone Lezama en su ensayo Las imágenes posibles (1948) para el estudio de la imagen: la imagen como un absoluto, la imagen que se sabe imagen, la imagen como la última de las historias posibles; estadios que culminarán en sus “eras imaginarias” de los años 60. Es en el tercer estadio donde la imagen crea una temporalidad propia y diferenciada, una suerte de suspensión o detención del río temporal y sucesivo de la causalidad y, por ende, donde la imagen prepara la entrada en el Paraíso; es decir, la resurrección del cuerpo como imagen.
Pienso que este último estadio bien pudiera ser la respuesta de Lezama, siempre desde la poesía y desde su catolicismo hereje y heterodoxo, a los años 60; su respuesta a la época de cambios a nivel mundial que le tocó vivir. Si en su tercer estadio la imagen reconstruye imágenes absolutas de anteriores etapas culturales e imágenes autoconscientes del arte, entonces, vivir la historia, en imagen y como imagen, es la última posibilidad humana que abre las puertas a la habitabilidad del Paraíso.
Imágenes y metáforas lezamianas como las leídas en párrafos anteriores evidencian su deseo de, más allá de la poesía y la literatura, ver, entre la tierra y el cielo como ángulos del Cosmos, a la Revolución cubana en forma de “un puente, un gran puente que no se le ve”. Es decir, si antes, en las propias palabras de Lezama, la poesía tenía por misión “empatar o zurcir el espacio de la caída”, ahora esta “misión” de cierre de la desgarradura o disonancia pasa al impulso revolucionario como acontecimiento hipertélico de carácter poético y político.
Dicho de otro modo, la Revolución busca recuperar en el mundo antes de la Caída ―mundo de lo incondicionado, de la acausalidad― la primera naturaleza humana. Por sencilla sustitución, puede decirse que la Revolución, por su inmersión en los orígenes, al igual que la poesía, deshace la historia. Al igual que la poesía, nos transporta hacia el ensueño primigenio de donde los hombres han sido arrojados al tiempo y a la causalidad.
Así, el poder de las Revolución —la Revolución en el poder— inserta al hombre, más que en una coral de ángeles en el reino de la libertad —la sobreabundancia de los dones y la “pobreza irradiante”—, en una multitud dionisíaca, embrujada, que escucha el canto del poeta (Revolución). Y, en consecuencia —y por esta escucha— pierde por completo el recuerdo del pasado para convertirse en servidor de este demiurgo del presente.
Debe anotarse, sin embargo, que fue esta propia historia de seres humanos en busca de la tierra prometida —en realidad, historia humana arrojada en un mundo sacrificial, oscuro, intolerante, y ajeno a la Ciudad Esmeralda como gran pulmón vivificador del universo— la que lo aisló entre las paredes húmedas de Trocadero 162, dejándolo sin el necesario aliento cordial, vital y físico; y, por lo demás, sin el oxígeno espiritual necesario para contemplar la ciudad cubana ensoñada y con sus catedrales en el futuro.
Conocemos de su destino final por su epistolario y lo que nos han contado amistades y personas que lo visitaron en Trocadero 162. Con los años de profundización revolucionaria, la “fiesta innombrable” que fue nacer en Cuba se le convirtió en una pesadilla nombrable: autoaislamiento creciente, soledad buscada y forzada, cartilla de racionamiento, dificultad con sus medicamentos para el asma; y, sobre todo, desconocimiento y mezquindad hacia su obra intelectual. Todo, para llegar a la frase que selló su destino cuando, ya inevitable, el morir se le venía encima: “no estoy para hospitales”.
Después, muerte casi solitaria en un feo y oscuro pabellón del hospital Calixto García; pabellón que no fue, por supuesto, aquel “pabellón del vacío” con el que soñó en uno de sus poemas de madurez; pabellón como espacio interior del mundo, para dormirnos calmosamente y evaporar al otro que sigue caminando; un niño que respira todo el rocío tenaz del cielo; imagen, tal vez, del espíritu resurrecto. Era el año 1976 y finalizaba “oficialmente” el Quinquenio Gris de la cultura cubana.
Hoy, sometido el espacio social de la Nación a una inmensa y desgarrante polarización —por supuesto, también más allá de sus fronteras físicas—, preguntamos: ¿qué subsiste de este hermoso sueño? O, más bien, ¿en qué hemos transformado los cubanos de aquí y de allá este sueño? No queda, entonces, más remedio que seguir oteando el horizonte y buscar esa posibilidad infinita, ese infinito que puede encarnar en la posibilidad. Escrutar esa Cuba “otra”: una Cuba que cada vez vemos más lejana en el futuro.
© Imagen de portada: José Lezama Lima.
En nosotros, Pablo
La soledad de la casa + los boleros + la amenaza de lluvia-Pablo es una ecuación demasiado difícil para resolver sola. Necesito compartir. Postear.