Últimos apuntes sobre el 43 Festival de Cine de La Habana

Desde una suerte de retorcida consecuencia con el veto institucional sobre el largometraje de ficción Vicenta B (2022) y su director y guionista Carlos Lechuga, la edición 43 del Festival de Cine de La Habana finalizó con otro acto de censura sobre un realizador cubano, el único que obtuvo un premio Coral para la Isla en esta ocasión. 

Alejandro Alonso, director, fotógrafo y coguionista de Abisal (2021), mereció el premio en la categoría de Cortometraje documental. Como muchos de los ganadores de la noche, que se encontraban lejos de Cuba, Alonso, envió desde España un video de agradecimiento que debía ser proyectado en el momento de la revelación de su triunfo. 




Este corto audiovisual, donde Alonso pide un país más justo, una cinematografía sin censuras y lamenta la pantagruélica ola migratoria que protagonizan los cubanos, nunca fue visto por los presentes en el cine Charles Chaplin. La platea fue prácticamente tomada por el funcionariato oficial de la Cultura, congregado por decreto para aplaudir al desprestigiado “ministro del ramo” y, quizás, evitar otro temerario y sorpresivo tributo a los hechos del Teatro Villanueva, como el que protagonizara la actriz Andrea Doimeadiós durante la gala inaugural del evento. 

Todos los demás ganadores, ausentes y presentes tuvieron su momento para expresar a gusto alegrías y cuitas. No pocos manifestaron abiertamente sus posturas políticas acerca de las respectivas realidades nacionales. Solo el cine cubano fue amordazado. En un festival cubano, el cine cubano no aprobado por el poder regente —como casi todo—, calló. 



Sobre la selección…

A contrapelo de la intensa vigilancia que sufrió el evento, esta edición de 2022 contó con una selección rayana en la exquisitez, que reunió un muestrario casi óptimo de lo más interesante filmado en América Latina durante los últimos dos años, permitiendo divisar y sistematizar tendencias tópicas y estéticas muy nítidas, y así comenzar a perfilar desde la crítica y la teoría audiovisuales un retrato generacional coherente.

Gran parte de las cintas de ficción en concurso estuvieron enfocadas en la niñez y la adolescencia, sobre todo las que podrían, amargamente, definirse como zonas “desechables” de estas primeras edades; esos muchachos que sobrevive en los recovecos de la realidad urbana, invisibles, astrosos, al borde de la muerte y el delirio —como expusieron en toda su descarnada esencia largometrajes precedentes como Rodrigo D: No futuro (1990) y La vendedora de rosas (1998), del colombiano Víctor Gaviria, cuya influencia formal y discursiva es evidente en muchas de estas películas—. El director del ensayo fílmico Anhell69 (Theo Montoya, 2022) llega a reclamar el impacto de Gaviria en su vida y obra, y hasta lo convierte en personaje de esta película-confesión, de esta película fantasmagórica llena de vidas quebradas, adioses prematuros, poblada por exhalaciones más que por personas.




Aunque en su carrera por el Coral en el apartado de Documental Anhell69 sucumbió ante la inmensa Eami(Paz Encina, 2020), de Paraguay, y en su brega por el recién estrenado premio Arrecife —a la mejor película de temática cuir—cayó una vez más ante la también colombiana —e inferior, a pesar de sus sólidas calidades intrínsecas— Un varón (Fabián Hernández, 2022), esta suerte de testamento en vida en nombre de una generación muerta merece un subrayado importante en la selección.

El principal dispositivo para desplegar todas estas historias de juventudes al pairo son los actores naturales que en gran medida terminan interpretándose a sí mismos, o a personas muy cercanas a ellos, siguiéndose una vez más la pauta “neo-neorrealista” de Gaviria. Así se distingue en cintas como las colombianas Un varón, Los reyes del mundo (Laura Mora, 2022), La jauría (Andrés Ramírez Pulido, 2022), Amparo (Simón Mesa Soto, 2021); en la nicaragüense La hija de todas las rabias (Laura Baumeister, 2022); en las mexicanas Noche de fuego (Tatiana Huezo, 2021) y Manto de gemas (Natalia López, 2022); en la chilena Blanquita (Fernando Guzzoni, 2022); y en otras más. 

La confluencia de todas estas miradas en las juventudes ctónicas del subcontinente determina una preocupación definitoria de esta generación de realizadores, nacidos entre finales de los años 70 y mediados de los 80 del siglo XX, y reivindica a Gaviria como uno de los cineastas más influyentes en la contemporaneidad fílmica latinoamericana. 

Por supuesto, los postulados y parámetros defendidos por este director son tamizados a través de otra retícula de influencias y referentes, lo que redunda en discursos auténticos, para nada miméticos, en los cuales el prurito social se mixtura orgánicamente con la maravilla mitopoética; en un visceral tributo al realismo mágico más cercano a la espectralidad de Juan Rulfo y su tenebrosa aldea de Comala, que a la fantasía más costumbrista de García Márquez con capital en Macondo.

Los mundos de las referidas Los reyes…, La jauríaLa hija…, Anhell69, de las costarricenses Clara sola (Natalie Álvarez Mesén, 2021) y Domingo y la niebla (Ariel Escalante, 2022), y de la máxima premiada El gran movimiento (Kiro Russo, 2021) de Bolivia, se advierten como regiones limítrofes, crepusculares. Son fronteras en disolución, cosmos proteicos en los que los seres encarnados y desencarnados conviven en sutil y melancólica armonía, y los seres mágicos —como en el caso de Clara sola— aún generan milagros. 

Otro mundo —no mejor, pero sí diferente— es aquí posible, más allá de las bardas de esa ilusión reducida que nos empeñamos en catalogar como realidad. Más bien estas películas contribuyen a complejizar el modelo de realidad, reivindican la flexibilización del canon realista asentado en el ateísmo científico marxista, y por extensión, por los partidarios de la izquierda.

La postura progresista, social, anticolonial, antimperialista y demás ramificaciones del campo político siniestro, es innegable en este cine latinoamericano, pero que se declara, a su vez, libre de rígidos panfletarismos u oportunistas instrumentaciones políticas de variopinto sino propagandístico. 

Es un cine de la legitimidad cultural, poscolonial, que aboga por una liberación de la mirada a través de la reconfiguración de las maneras de percibir el arte y el mundo, allende los mullidos modos conservadores que hegemonizan la mirada y crían espectadores perezosos. Es un cine del incordio, la provocación, la complejidad, de la emancipación, que parte en primerísima instancia de la reconfiguración del lenguaje. La subversión apunta a toda forma conservadora y reaccionaria de concebir la existencia, más allá de las máscaras ideológicas binarias.



Sobre algunos corales poco convincentes…

A pesar de que en este Festival era casi imposible no premiar una mala película, de tantas opciones sumamente cualificadas, el jurado de Ficción se las arregló para conceder más de un Coral a la peor película —por mucho, diría que por demasiado— de toda la muestra en competencia: Argentina, 1985 (Santiago Mitre, 2022), que se vio favorecida con el premio de Actuación masculina para Ricardo Darín, con el de Guion para Mitre y Mariano Llinás —maestro indiscutible que quizás le deba este texto a un dolor de cabeza o a un deseo cínico de escribir, muy a propósito, un mal guion—, y el Coral de Dirección de Arte para Micaela Saiegh.




El último de estos galardones quizás sea el más “correcto” y menos recriminable, aunque suscribe la idea más conservadora y convencional que pueda tenerse sobre este apartado tan importante del cine, que no tiene que reproducir a pie juntillas los signos epocales. En el caso de Argentina…, concentrada apenas en la reproducción mimética de un suceso histórico —siendo así mucho más apta para una muy didáctica clase de nivel educativo medio, que para su exhibición como obra artística autónoma—, la dirección de arte se ve reducida a replicar vestuarios, espacios, sin que estos resulten elementos expresivos y dramáticos definitorios para el desarrollo del relato y sus tesis, si es que tiene alguna.

Argentina, 1985 es el perfecto ejemplo de las buenas intenciones que empiedran el camino al infierno, ubicada justo en el cauce seudoprogresista marcado por cineastas como Oliver Stone y sus alegatos sociopolíticos hollywoodenses, medianamente aptos para la sencilla deglución de toda la familia. 

Mitre echa mano de todos los clichés narrativos y expresivos posibles para construir un relato leve, casi frívolo, abocado al territorio facilón del melodrama televisivo, que logre un efecto instantáneo en los públicos, sin exigir casi nada de su atención, sin retar percepciones. Puro sedentarismo fílmico que redunda en la consolidación de las citadas formas reaccionarias de mirar y concebir el mundo, impugnada por casi todo el resto de las cintas latinoamericanas en competencia. Más allá de las buenísimas intenciones que pudieron mover a los creadores de la cinta, esta sedimenta modos estereotipados que subvierten, a niveles más sutiles de la consciencia, toda la justeza del mensaje directo.

Argentina, 1985 es pura propaganda, que desde su banalidad rampante atenta incluso contra la prolífica filmografía de esa nación austral que ha abordado a través de las décadas su cruenta dictadura militar, desde La historia oficial (Luis Puenzo, 1985) y La noche de los lápices (Héctor Olivera, 1986), hasta La larga noche de Francisco Sanctis (Francisco Márquez y Andrea Testa, 2016) y Rojo (Benjamín Naishtat, 2018), para solo establecer un arco temporal amplio de alta calidad.

La película carece incluso de personajes en el sentido más estricto de la palabra. Reduce su parque interpretativo a instrumentos de una situación, a seres recusables cuya única función es propulsar la historia del primer juicio a los miembros de las juntas militares que cedieron ante la democracia en 1983. Poco o nada hay de las resonancias de los sucesos en los cosmos internos de los caracteres, como sí sucede en la reciente cinta Azor (Andreas Fontana, 2022), que desafortunadamente no integró la selección oficial del Festival y que, también coescrita por Mariano Llinás —esta vez sí con todas las ganas y destrezas—, discurre entre las terribles sutilezas de una dictadura en ascenso hacia sus más sangrientas cumbres, cuyas faldas se tiñen de rojo carmesí.

El fiscal Julio Strassera, interpretado por la estrella continental Ricardo Darín —protagonista de La cordillera (2017), previa y algo más efectiva sátira política de Mitre—, no es menos leve que el resto, aunque sea el epicentro de la cinta. El director pierde la oportunidad de articular un discurso acerca de los dilemas éticos a los que se enfrenta un profesional distinguido por no hacer nada durante la dictadura y que tiene sus manos una segunda oportunidad de enmendarse a posteriori

Strassera es el ciudadano “común” que apartó la vista de los crímenes estatales desde la misma cómplice neutralidad del banquero suizo protagonista de Azor, quien administra los bienes de los dictadores militares de entonces. Ese conflicto es apenas bocetado y enseguida queda relegado al lado del camino, a favor de un recuento cronológico de los sucesos directamente vinculados con los Juicios de las juntas, como se les conoce. 

Darín asume su personaje de la única manera que conoce: convirtiéndolo en Darín, y la película se convierte en “una película de Darín”, para que sea visto mínimamente caracterizado como Strassera, iluminando a todos a su alrededor. Se interpreta a sí mismo con su usual oficio, digno, pero bien lejos de cualquier virtuosismo que amerite distinciones.

De hecho, el apartado histriónico no fue el fuerte del Festival, pues la interpretación femenina recayó en Julia Chávez por su encarnación de Elena, madre joven y emigrante que se ubica en el lado más flaco de El otro Tom (Rodrigo Plá y Laura Santullo, 2021); cuyo protagonista, el niño Israel Rodríguez-Bertorelli (Tom), refulge por su profunda organicidad, que bien pudo merecer el Coral. La fuerza expresiva del niño subraya más aun las carencias de Chávez como su progenitora, las que quizás fueron confundidas con una posible contención orgánica.




El Festival 43 abundó en buenas interpretaciones, muchas a manos de actores no profesionales, rampantemente desatendidas a favor de actuaciones débiles como la de Darín y Chávez, que apenas se sostienen desde sus respectivas correcciones. A la par, varios intérpretes no pudieron aspirar al Coral por participar en películas inscritas en el apartado de Ópera Prima, que veta cualquier posibilidad de optar por las categorías de especialidades, a pesar de la contundencia de muchos de estos títulos. Wendy Chinchilla, protagonista de Clara sola; Sandra Melissa Torres, actriz principal de Amparo; Aline Kuppenheim, “estrella” de 1976 (Manuela Martelli, 2022); fueron algunas de las actuaciones más sólidas de la selección oficial, pero no fueron consideradas por el carácter “primerizo” de sus películas. 

Estas circunstancias llaman una vez más a repensar el sistema de categorías del Festival. Estos límites taxonómicos que segregan a debutantes en los rigores del largometraje de otros que muchas veces solo cuentan con una película más, y así puedan todos optar por un mayor abanico de premios. Y si bien muchas de estas cintas son óperas primas para sus directores, no lo son para sus montadores —la veterana Marie-Hélène Dozo, a cargo de la edición de Clara sola, ha editado las mejores películas de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne—, directores de arte, actores, directores de fotografía, cuyos desempeños terminan perdiendo igualmente la oportunidad de ser valorados para los correspondientes lauros de sus especialidades. 



Sobre otros corales convincentes…

Con ególatra alegría advertí que gran parte de los premio Coral entregados en esta edición 43 coincidieron con cinco de las sugerencias que en las vísperas del evento incluí en la entrega número 17 de la sección 10 películas a plazo fijo. Una más afortunada y precisa coincidencia hizo que la lista fuera encabezada por la gran triunfadora del Festival: El gran movimiento, que además del premio de Largometraje de Ficción, prevaleció en los apartados de Edición (para Russo y Pablo Panigua) y Sonido (para Mercedes Tenina y Mauricio Miguel Quiroga).

Clara sola, el jurado de Ópera Prima otorgó una mención. Abisal se alzó con el Coral de Cortometraje Documental. Mato seco em chamas (Adirley Queirós y Joana Pimenta, 2022) recibió el siempre cardinal premio de la FIPRESCI, que valida obras de radical pujanza, pensadas desde la ruptura y el desafío, y mereció otros dos corales de especialidades: Música original, para el grupo Muleka 100 Calsinha, y Fotografía, para la propia Pimenta.  

La sin par Eami primó en la categoría de Largometraje documental, subrayando la obra de una de las cineastas latinoamericanas más importantes de la contemporaneidad. Junto a autoras como Lucrecia Martel y Albertina Carri, Encina ha contribuido a redefinir gran parte de la fílmica subcontinental con películas como La ciénaga (Martel, 2001), Los rubios (Carri, 2003) y Hamaca paraguaya (2006); tríptico involuntario de gran y compleja belleza, hondura discursiva y autenticidad cinematográfica.

De manera general, el apartado de Ópera prima ofreció un abanico de premios más amplio y balanceado, que de cierta manera compensa la imposibilidad de que estas películas accedan a los premios de las especialidades. La generosidad de lauros y menciones revela la contundencia de casi todas las opciones que tenía ante sí el jurado, decantándose finalmente por la sorda y opresiva épica de la cinta colombiana Amparo, titulada como la protagonista: una madre soltera que durante los años 90 se lanza a rescatar a su hijo del servicio militar obligatorio.




Para salvar a Elías (Diego Alejandro Tobón) de ser enviado a una de las zonas más peligrosas del conflicto civil, Amparo tiene que desafiar la inexpugnable esfera de influencia del patriarcado reaccionario. Su lucha, aunque es conscientemente maternal, alcanza dimensiones mucho más amplias, de impugnación de la masculinidad hegemónica.

Aunque un personaje le dice a Amparo que “la guerra es de los pobres”, el reclutamiento, el ejército regular, las guerrillas y el aparato burocrático son, todos, cosas de hombres. A las mujeres apenas se les permite observar desde la periferia o emplear sus cuerpos como moneda de cambio ante la imposibilidad de colectar los dineros necesarios para pagar a funcionarios militares corruptos por las bajas de sus hijos. 

La dirección de fotografía, a cargo de Juan Sarmiento G., opta por concentrar la mayoría de los encuadres en intensos primeros planos del personaje y así registrar, siempre sin énfasis melodramáticos baratos, el progreso de la tragedia que vive Amparo durante las apenas 24 horas que abarca el relato. También para cartografiar las cicatrices del sufrimiento que van expandiéndose y bifurcando por un rostro en el que se refleja la resignación de una mujer que vive en un pliegue de la existencia, con apenas esperanzas en el amor, así como la determinación salvaje y desesperada de la madre que no se permitirá ver arder a su descendencia en las llamas indiferentes del poder.

Como en La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, Carl Theodor Dreyer, 1928) o El hijo de Saúl (Saul fia, László Nemes, 2015), la testa de Amparo ocupa la pantalla hasta casi asfixiar la visión. Su rostro, invisible para muchos de los personajes diegéticos, se impone a los espectadores, obligándolos a mirar a alguien a quien muchos no le dedicarían ni un vistazo fugaz. El mundo a su alrededor se difumina, aparece desenfocado la mayoría de las veces, los personajes salen y entran constantemente del reducido campo. Para ella, el universo está fuera de campo, pues la suerte de su hijo ocupa cada milímetro de espacio. Sin él, la realidad se vuelve irrespirable, imposible, absurda.    

Las peripecias de Amparo dialogan con la ópera prima triunfadora en el Festival 42: Sin señas particulares (Fernanda Valadez, 2020), que igualmente relata la búsqueda de una madre en pos de su hijo, desaparecido en medio del infierno migratorio de la frontera entre México y Estados Unidos. No existe un término para definir a un progenitor que ha perdido a su vástago. ¿Sería suficiente el término de orfandad para resumir la angustia abisal que les raja el mundo? ¿Mutilación, quizás? 

Los nombres de ambas madres acusan nada disimulados simbolismos de esencia bíblica. La protagonista de Sin señas… se llama Magdalena y su hijo, Jesús —sobran los argumentos—. Amparo conceptualiza toda la actitud de la protagonista hacia su hijo Elías, nombre de profeta abducido en vida por el carro flamígero enviado por Dios, según las escrituras. Y al mismísimo Yahvé de los Ejércitos la joven madre va a arrancarle a su hijo, principio y fin de su existencia, Alfa y Omega, Infinitud, Absoluto.

1976, película merecedora del Coral Especial del Jurado de Ópera prima, despliega otra íntima tragedia femenina en tiempos tan violentos como la dictadura de Augusto Pinochet. Los avatares de Carmen (Kuppenheim) devienen suerte de antípodas intensamente minimales de la extroversión historicista de Argentina, 1985. Se concentra en otra mujer que, como Amparo, desafía un contexto patriarcal extremo, como solo logran ser las dictaduras —epítomes de la violencia machista.  




Carmen es una mujer de la alta burguesía chilena. Existe en un pliegue de la realidad, muy diferente del de Amparo en cuanto a comodidades y tranquilidad, pero muy semejante en tanto margen, segregación, anulación e invisibilización respecto al discurrir principal de la Historia. Ambos personajes, a través del tiempo y el espacio, comparten suertes. Carmen va percibiendo de a poco que su tranquilidad hogareña reposa sobre un cada vez más peligroso y mortal territorio, desde el que van filtrándose leves horrores hasta ella.

Su burbuja pierde impermeabilidad. El dolor y la sangre derramada por Pinochet se deslizan dentro de su antes seguro interior, van rasgando los velos de aturdido conformismo que arropaban la conciencia de la mujer, reducida a esposa diligente de un profesional de la salud prestigioso, a costa de su propia vocación médica. 1976 se convierte en la relatoría de un despertar tardío y repentino, en el desguace de una ilusión. 

El axis mundi del relato es Carmen, y la interpretación de la Kuppenheim es sobradamente diestra, sutil y elocuente. La discreta trama se resignifica plano a plano gracias a la presencia de esta mujer, tan frágil como temeraria, en pleno apogeo de la rebelión y la revelación.

La jauría, reconocida con el Coral a la Contribución artística —calificativo curioso para un nicho necesario para seguir compensando la segregación de estos primeros largometrajes de ficción—, sumó otro galardón para Colombia en la categoría, donde su cine reinó. Esta película lleva hasta los extremos la escatología infanto-juvenil que transversaliza la selección oficial, con su historia de adolescentes homicidas, largados a la sentina de la realidad que resulta la ruina-cárcel localizada en medio de la nada infernal, donde subsisten.




Como sucede con Los reyes del mundo, el territorio de La jauría es confuso, parece a punto de desdibujarse entre las penumbras que predominan. Se dice que en los sueños nunca se ve el sol y que la iluminación parece provenir de zonas ignotas. 

En la película, la escasa luz que define las formas y espacios parece más bien una fosforescencia mortecina que brota de los árboles, las rocas y las personas. El paisaje pertenece más al sueño y al infierno que al reino de la vida. Los personajes bien pudieran estar ya muertos, atrapados en un purgatorio umbroso donde no pueden olvidar sus crímenes. El peor delito es ser pobres, nacer en el inframundo terreno. La jauría de presos prematuros lanza ladridos mudos y dentelladas romas a una avalancha de fatalidad que se les encima, les va robando poco a poco el oxígeno de sus pulmones y la esperanza de sus almas, hasta despojarlos de toda condición humana. 

La película de Ramírez Pulido no contribuye particularmente al séptimo arte con nuevas añadiduras al lenguaje cinematográfico que lo revolucione —como indicaría la denominación de su categoría—, pero coloca una pieza más en un mosaico doloroso, pletórico de rostros de niños en peligro de extinción, a punto de sumergirse en la fosa común, donde la nada regresará a la nada. Esta cinta y muchas otras exhibidas por el Festival de La Habana son incómodos recordatorios de cuántas vidas se fermentan en los sustratos más ocultos del mundo. 


© Imagen de portada: Cartel del 43 Festival de Cine de La Habana (detalle).




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10 películas para ver en el 43º Festival de Cine de La Habana

Antonio Enrique González Rojas

¿Quiénes miran? ¿Qué se mira? La siguiente listaesboza uno de tantos posibles itinerarios que pudieran seguirse a través de las películas programadas en el 43º Festival de Cine de La Habana.






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