Mandelstam: escrutar las pupilas del tiempo

La reciente biografía de Ósip Mandelstam firmada por Ralph Dutli lleva en su frontispicio una estrofa del poeta que encierra, a la manera de ciertas frases gnómicas esculpidas en los templos antiguos, las claves de toda una vida:

Mi tiempo, mi bestia, ¿quién será capaz
de escrutar tus pupilas
y pegar luego con su propia sangre
las vértebras de dos siglos?

La metáfora del tiempo como un animal salvaje, criatura desconfiada de la que sin embargo el poeta no puede prescindir, resulta fundamental para entender la vida y la obra del más influyente escritor ruso de su generación. 

En ese apretado resumen, El ruido del tiempo cubriría la misión descrita en los dos primeros versos: escrutar las pupilas de una época. 

No se trata, pese a las apariencias, de una autobiografía nostálgica. El propio autor deja claro que no le interesa hablar de sí mismo sino prestar oído, ejercer una paradójica memoria “enemiga de todo lo personal”, atender a los procesos exteriores de agonía y germinación. 

Aquí, como en otras ocasiones de su poética, Mandelstam pone al oído por encima de los demás sentidos. Así como para él los versos eran primero una especie de murmullo, que recibía y repetía mientras daba nerviosas vueltas por su habitación, la memoria de una época será esa antena que capta sonidos, algunos fragorosos y otros casi imperceptibles, que acompañan a los hechos. 

A caballo entre dos siglos que son también dos mundos, el poeta se confiesa hostil a las epopeyas memoriosas. Casi no se autoanaliza, ni le interesa apelar al encanto de otra época, más dichosa que los difíciles años en que escribe y publica estas páginas. 

Habla de su infancia, de su familia, de los libros que lo formaron, de su escuela, de algunos encuentros y visiones decisivas. Pero siempre con la distancia de una escucha irónica. 

Al escuchar (y describir) la banda sonora e ideológica de su época, Mandelstam tampoco cae en el repudio ni las fáciles negaciones que llevarán a cabo los literatos revolucionarios. 

Para entender el presente, con su “incómodo, inconveniente y chirriante giro de timón”, hay que haber escuchado muy bien ese pasado impotente: su música, su literatura, sus gritos, sus aspiraciones estéticas, sus puestas en escena, sus fabulosas ensoñaciones. Pero no hay restauración posible; esos “años muertos”, de “malsana quietud” y vanos idealismos ya no podrán volver. 

Está, además, el problema de dar una estructura a la escucha de ese mundo desaparecido para atrapar, como le escribe un joven y conmovido Pasternak tras leer el libro, “experiencias apenas perceptibles y fugaces”. 

Aunque escriba en prosa, Mandelstam siempre piensa como un poeta, y la idea de una autobiografía, o biografía de una época, con su corsé cronológico, le disgusta tanto como el dócil romanticismo de salón. Su revuelta de poeta es también contra la tiranía de Cronos: el escritor procede por ataques parciales, pequeñas viñetas con frases concentradas y resueltas en una nerviosa sintaxis, hasta conseguir en cada palabra y cada nombre una poderosa carga significante. 

La triste belleza de unos días condenados se nos revela poco a poco hasta conseguir una dimensión casi flotante, quimérica, que contrasta con el bizantinismo revolucionario de las últimas escenas.

La excelente biografía de Dutli advierte también contra un malentendido frecuente: reducir la vida de Mandelstam a la del mártir de la poesía, sacrificado, como tantos otros escritores de su época, por órdenes del tirano. 

Esta versión, en la que tienen un peso decisivo las memorias de Nadiezhda Mandelstam editadas en España con el título de Contra toda esperanza, ha dado forma definitiva al mito del Orfeo moderno, víctima de las ménades del totalitarismo. 

No es falso, por supuesto, pero se trata de una visión recortada. El escritor, como bien explica su biógrafo, amaba profundamente la vida y no tenía el menor deseo de convertirse en mártir. Además, la grandeza literaria de Mandelstam ya era evidente antes de que Stalin llegara al poder.

El ruido del tiempo, empezado en Crimea en el otoño de 1923, continuado luego en Petersburgo y Moscú, y publicado en abril de 1925 por una pequeña editorial privada, cubre un arco temporal que corresponde a la infancia y adolescencia de su autor (nacido en 1891 en Varsovia, por entonces parte del imperio zarista). 

El libro, que parece a veces la historia de un lenguaje propio, concluye justo en el momento en que su autor empieza a escribir versos (la segunda mitad de la década del 1910).

Lo primero son recuerdos familiares. En 1892 los Mandelstam se mudan a Pavlovsk, una villa en la que el zar Pablo I (1754-1801), único hijo de Catalina II, había establecido su residencia de verano, transformando el pequeño pueblo en una ciudad adornada con magníficas construcciones y parques versallescos.

El padre de Mandelstam había nacido en un shtetl en la gobernación de Kaunas, Lituania, cuya población era mayoritariamente judía. Se hizo peletero, y llegó a tener un próspero negocio de fabricación de guantes. Autodidacta, había tratado de escapar del asfixiante ambiente patriarcal, de estrecha observancia religiosa, y pasó parte de su juventud en Berlín, construyendo una cultura en medio de la llamada Haskalá, la Ilustración judía, que trató de divulgar en esa comunidad los valores del Siglo de las Luces. 

Por lo que cuenta Mandelstam, parece que su formación literaria y filosófica no consiguió nunca integrar del todo, al menos lingüísticamente, las tradiciones rusa y alemana. Esa mescolanza de elementos, aún no asimilada a ninguna cultura concreta y sobre la que gravita el peso de los rituales religiosos, es lo que en este libro se describe como “el caos judaico”. 

Sin embargo, la madre de Mandelstam (Flora Osípovna Verblovskaya), también de origen judío pero criada en el ambiente urbano de Vilnius, sí había conseguido integrarse a una burguesía local, con hondas raíces en la cultura rusa. Gran lectora y pianista, ejerció sobre el joven Ósip, su primogénito, una influencia mucho más honda y decisiva que la de su marido.

Vale la pena detenerse en la compleja relación de Mandelstam con el judaísmo, que pasó por distintas fases a lo largo de su vida. Al principio, prima el cuestionamiento de una herencia no atendida; formarse una cultura y un lenguaje propios pasaba por rechazar esa preconcebida “llamada de la sangre” y asimilarse a lo ruso. 

El propio nombre del poeta (Ósip, es la variante rusificada del Iósif judío, el José del Antiguo Testamento) expresa esa necesidad materna de asimilación que luego se convertirá en pasión por el idioma ruso. 

Así, cuando Mandelstam describe la biblioteca familiar, acude a la metáfora de una cultura construida por estratos o capas: sobre las desordenadas ruinas del judaísmo ortodoxo se alza la Ilustración alemana. Y, por encima de todos ellos, las obras del inigualable Pushkin, maestro de la lengua y la sensibilidad rusas. 

De este intento temprano de Mandelstam por tomar distancia del “caos judaico” no debe deducirse, en ningún caso, una veleidad antisemita: el autor de estas páginas es el mismo que en noviembre de 1913, en una tertulia de la taberna El Perro Vagabundo, retará a duelo a Velimir Jlébnikov por un poema contra Menahem Mendel Beilis, el “Dreyfus ruso”, cuyo juicio dio lugar al sonado escándalo que dividió, como antes en Francia, a toda la intelligentsia de la época.

En 1897, la familia se muda a San Petersburgo. La entonces capital administrativa deslumbra al niño. Muchas de estas páginas están dedicadas a la familiaridad con una ciudad cuya geometría marcará, también decisivamente, el imaginario del futuro poeta. 

San Petersburgo era entonces la más racional de las ciudades, el “mediastino del helenismo ruso” (Brodsky), la encarnación del orden civilizado contrapuesto a la desarmonía de los orígenes familiares, la posibilidad de un brillante comienzo en el centro espiritual del imperio. 

Desde 1899 hasta 1907, un Mandelstam adolescente cursa estudios en el Instituto Tenishev (donde también estudiará, por cierto, un joven Nabokov), institución célebre por sus métodos educativos de vanguardia y por la calidad de su profesorado. 

En ese ambiente tendrán lugar las primeras experiencias intelectuales del futuro escritor, repartidas entre la política y la literatura, oscilando entre las complejas constelaciones ideológicas de la llamada Edad de Plata. Estos comienzos de una vocación quedaron bajo la guía espiritual de Vladimir Guippius, a quien están dedicadas algunas de las mejores páginas de El ruido del tiempo

La figura del artífice y profeta de un cambio que se teme tanto como se juzga imprescindible, dejará marca en la sensibilidad de una época donde se mezclan decadentismo, simbolismo, marxismo, nihilismo, eslavofilia y las tensiones religiosas que agitaban el subsuelo de aquella cultura. 

Retrato inmejorable de la atmósfera de la Rusia prerrevolucionaria, adiós definitivo a la infancia y a una existencia preliteraria, El ruido del tiempo capta la tensión irresuelta entre tiempo y memoria en el momento previo a la tormenta que romperá todas las brújulas.



* Una versión ampliada de este texto es el prólogo a la reciente edición de El ruido del tiempo, para la editorial Elba.





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Lezama Lima a mediados de los años 30

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