Entre Pavese y un CVP cubano

A las 5 y 30 de la mañana, se supone que haya suficiente silencio. Pero no es así. 

Hay un CVP que trabaja en el parqueo que me despierta. Conversa en voz alta con el hombre de la guardia anterior, como si estuvieran en pleno día.

La perrita amarilla, que todos alimentan, tiene preferencia por él. Lo recibe con ladridos cariñosos, mientras se le sube a las piernas, moviendo la cola. 

Estos sucesivos disturbios trastocan mi descanso y me ponen de mal humor. Me dan ganas de mandarlos a callar, de tirarles algo, una piedra tal vez. Pero me contengo.

A veces, de madrugada, me desvelo sin que pase nada. Escucho el silencio, latiendo en su marea tranquila. 

Si miro a través de los postigos, imagino a Pablo, sentado y leyendo adentro de la caseta, a pesar de la poca iluminación. Extraño no verlo en su lectura nocturna. Hace más de dos años que este sereno se fue de este mundo.

El suicidio es un pecado y es destino. Antes o después, ese plan preconcebido se cumple. Hay un mantra que gira alrededor del elegido, en la manera que escoge para irse. Y existen múltiples formas, mas todo conduce a una sola dirección. 

Es, sobre todo, una muerte necesaria. Se diría que el cierre de algo que ya no tenía aliento.

Pablo escogió diciembre, el último mes del año. Preparó el baño, una toalla, una pastilla de jabón y el calzoncillo, casi nuevo. Todos los elementos del mismo color: azul. 

Arregló el hundimiento en ese color frío, de tanta calma, como el mar, y que, finalmente, le serviría de tálamo, pues sus cenizas se esparcirían allí, en la costa, entre las olas, donde el mar recibe toda clase de ofrendas y luego las vomita. 



La isla de los muertos I (1880), óleo sobre lienzo, 111 × 115 cm, Kunstmuseum, Basilea.


Sin embargo, a él no lo devolvería. 

En realidad, nadie conocía a Pablito, por lo callado de su comportamiento. Vivía a dos cuadras, con unas primas que no lo querían. A menudo, lo botaban del apartamento, diciéndole que se fuera a dar una vuelta por ahí. 

Un espacio pequeño, de un solo cuarto para tres personas. El hacinamiento obligado es la condena de muchas familias cubanas. Debido a esto, en su tiempo libre, lo veían vagabundeando por la Playita, con un libro bajo el brazo. 

La literatura le abría sus misteriosas puertas y lo dejaba entrar, sin pedirle nada a cambio. Algunos murmuraban que le faltaba un tornillo. Para ellos, no era normal ver a alguien que anduviera siempre solo.

Según un vecino de Riomar, que lo vio entrar varias veces a uno de los apartamentos vacíos, iba a pernoctar allí. Lo escuchaba hablando solo. ¿Quién no ha hecho soliloquios? A mi entender, hablar con uno mismo es asunto de almas viejas.

No se puede negar que era un tipo raro. Podía reaccionar como Bartlebyel escribiente. Hablaba de forma mecánica, como un autómata al que hubieran programado para decir las mismas frases. Después, caía en el mutismo y no había quien lo sacara de eso.

Una de esas tardes invernales, en un invierno congelante, que no abunda en nuestro país, lo sorprendí leyendo a Pavese. ¿Quién le regaló un libro del escritor italiano? Nadie lo sabe. 

Le pregunté y me respondió que se lo había traído un ángel. Sonreí, incrédula, y no quise indagar en la cuestión, porque a él le desagradaba dar explicaciones. Un ángel. Posiblemente uno de esos que se aparecen cuando una persona anda en apuros. 

Ese mismo ser etéreo quizás lo haya ayudado, cuando se metió en el baño y se ahorcó del tubo de la cortina. Ayudado por un ángel a morir. Tal vez haya sido una mejoría. Nada es eterno. Tampoco duró demasiado, ni siquiera cumplió una edad verdadera para morir.

Me prestó el libro. No era frecuente que intercambiáramos libros, tal vez lo hicimos tres o cuatro veces. Estoy segura de que era su libro de cabecera y le tenía mucho apego. Algo insólito, quiso que fuera incinerado junto a su cuerpo.



La isla de los muertos III (1883), óleo sobre tabla, 80 × 150 cm, Antigua Galería Nacional, Berlín.


Increíblemente, para alguien como él, dejó una nota suicida. Y su vida, al mismo tiempo, fue como esa nota, corta y de pocas líneas. 

Ya andaba en otro mundo, porque este le quedaba ajeno. ¿Cómo decirle a alguien que se quede a mirar lo catastrófico, lo que sigue enquistado y sin solución? 

Partir y no dejar más que un papelito. Olvidarse de las cosas: de la ropa usada, de su biblioteca en cajas, del sofá donde dormía. Olvidarse de no haber sido nunca alguien, de no tener un altar para sostenerse.

No hubo siquiera una novia. ¿Habría alguna ninfa ocupando su corazón, corrompiéndolo con su desprecio? Probablemente. 

Todo lo planeó, cuando le insistió a una de sus primas que fuera esa mañana a la bodega, a traer los mandados y que él se encargaría de preparar el almuerzo… 

En el instante en que el dueño del hotel y el conserje entraron, usando la llave maestra, vieron la habitación en penumbras y a Pavese tendido sobre la cama, vestido, pero sin zapatos. Los había puesto al lado de la mesita, bien ordenados, no para él, que ya nunca se levantaría. 

Había pedido tener un teléfono en la habitación. Y se sabe que llamó a varias mujeres, pero ninguna atendió. De seguro, alguna pudo haberle ahorrado la muerte en la cama de un cuarto frío y solitario. 

Cesare querido, de tu desesperación nació la iluminación, el apego y el desapego posterior. Veo el pueblito de tu infancia, los verdes, los olores del campo, el río, las visiones de las mujeres de diferentes edades, la convivencia entre los sexos. 

También observabas la ciudad, sus personajes y soledades, que no eran más que tu propio reflejo. Te retrataste a ti mismo en el cuento Años, cuando Silvia (el personaje), te convoca a una ruptura. 

La mujer que vivía a tu lado quiere que te marches. La relación amorosa es una vela moribunda que no arderá nunca más. Y él muchacho (tú) tendrás que irte en la gélida mañana para no volver. Aceptarás lo que no tiene remedio. 



La isla de los muertos V (1886), 80 × 150 cm, Museum der bildenden Künste, Leipzig.


Frío, por dentro y por fuera. Y terminarás así, tú y la mujer, de pie, tomando el último café junto al hornillo.

Adorabas a las mujeres y ellas te rechazaban. Hasta te encarcelaron en Roma, y luego en Brancaleone, por culpa de una joven del Partido Comunista que te enredó. 

Los fascistas registraron tu casa y encontraron unas cartas dirigidas a un preso. Fuiste el enlace entre la muchacha y el hombre, que era su novio. Ella te utilizó y pagaste la estupidez. 

En aquella aldea, apertrechado de palabras, sin ninguneo de hembras, rodeado de lugareños que no te conocían, te armaste de palabras. Rezabas el Padre Nuestro, pero no el de la Biblia, sino el tuyo. 

La oración inmediata, despertar y arrodillarte frente al crucifijo. Relegar los cuerpos, inalcanzables para tus manos y labios.

Arte de vivir (arte de morir, más tarde), desgranando las imágenes para encontrarles un significado filosófico, sin importar la estructura. Luego, quitándote valor, como si fueras a transformarte en polvo. En polvo amoroso, ausente.

No volverías a escribir. Te despediste de todos, la noche del 27 de agosto, en la habitación del Hotel Roma, donde querías pasar por un ser anónimo. 

Frascos de barbitúricos. Tú, vestido en el lecho, con los zapatos ordenados en el piso, que no usarías para levantarte nunca más. 



La isla de los muertos VI (1901). 80 × 150 cm, Museo del Hermitage, San Petersburgo, realizado en colaboración con su hijo, Carlo Böcklin.


Ya tocabas tus propias campanas, como si una presencia funérea te reclamara a su lado. Viniste al mundo con la maldición de una maquinaria defectuosa. Y la maquinaria tenía una cabeza que, por otro lado, era brillante y única.

Será un día tranquilo, de luz fría.
Nos vendrán a despertar una mañana, una vez para siempre, en la tibieza del último sueño.
No será necesario abandonar el lecho. Solo el alba entrará en la estancia vacía.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

No existen analogías entre un artista y un sereno, un Bartleby, un ser taciturno que a nadie le importaba. Salvo que están unidos por el acto suicida. Ambos, son eslabones rotos de la cadena.

Para los verdaderos suicidas, los que no se arrepienten en el último minuto, no debe resultar difícil llegar adonde los esperan millones y millones de difuntos que escogieron marcharse a La isla de los muertos

Todos serán bienvenidos a  Île des Morts, en un paisaje cambiante, en tonos morados, sepia, blanco y negro. Como las seis pinturas de Arnold Böcklin, donde un barquero guía el bote a través del río Estigia. Lo acompaña, invariablemente, esa alma en pena de túnica blanca, para arribar a la última morada enclavada entre las rocas. 

Y allí se quedarán, tranquilos y silenciosos.



© Imágenes de interior y portada: La isla de los muertos (Die Toteninsel), serie de Arnold Böcklin.




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Carta abierta de Herta Müller

Por Herta Müller

“Hay un horror arcaico en esta sed de sangre que ya no creía posible en estos tiempos. Esta masacre tiene el patrón de la aniquilación mediante pogromos, un patrón que los judíos conocen desde hace siglos”.