Borges, Penélope, el albatros, Circe, San Juan, manzanas, lebreles: Los pájaros escritos (Unión, 1994) es buena muestra de aquella poesía que los jóvenes de entonces escribían a fines de los ochenta. La cultura toda servía para fugarse de la ideología. La poesía, en el libro de Juan Carlos Flores, era sobre todo eso: fuga. El poema, “irse del cuerpo, romper esas mallas, irse como se fuga un caracol” (“Historias paralelas”).
Ahora bien, esta idea digamos modernista de la poesía convive en el libro con otra más bien origenista. En “Anatomía de la rosa” leemos: “Como el labrador ante el sembrado el poeta contempla la página vacía, como el marino ante el océano el poeta contempla la página ya escrita”. La intimidante página vacía, ese espacio por conquistar, por surcar, ¿no correspondería más bien al mar; y la escrita al sembrado, el resultado del trabajo completo? Pero Flores estaba aquí más cerca de Vitier que de Casal; su imagen apuntaba a la naturaleza paradójica de la poesía, a ese misterio desarrollado en otro de los poemas del libro, titulado “Idea de la poesía”. “La poesía en el duermevela / como el ave de la resurrección / a cada instante nace / se aniquila”. Es este un poema claramente post-origenista: el acto poético es amor, presupone una fe. “La libertad, timón hacia la poesía, / la poesía, timón hacia la libertad”.
Distintos modos de cavar un túnel (Unión, 2003) nos presenta otro escenario. El Flores modernista-origenista, que habla de rosas, espejos y papiros, ha desaparecido en estos textos escritos a lo largo de la década del 90. Los animales son otros: la ladilla, la mofeta, el buey. Otros los objetos: la cafetera destartalada de Acosta León, un desvencijado tiovivo, la ruta 47. La circunstancia inmediata entra desconsideradamente en la poesía; “en el centro del poema / comidos los bordes del poema / con ojos de buey mira a la realidad / desde el centro del poema”. (“Totem”) La poesía ya no es fuga, al menos no como antes. Aunque cavar un túnel es ciertamente una forma de evasión, no se trata ya de evasión estética; no remite al viaje por la cultura y la imaginación, sino a una actividad física, material, que involucra al cuerpo. Cavar un túnel es trabajo duro, que ensucia la ropa y curte las manos. Y este túnel, sospechamos, no conduce a ninguna parte.
También la forma del poema ha cambiado: dejando definitivamente atrás el verso libre, Flores dio con un tipo de construcción “circular”, ensayada ya en algunos poemas de Los pájaros escritos, que se convertirá en la marca, el elemento medular de su estilo. Ahí encontró una veta que agotó hasta el cansancio: el discurso se repite, con mínimas variaciones, dos, tres y hasta cuatro veces, sin llegar a avanzar; de hecho no es discurso (carrera), sino re-curso, una suerte de agónico estancamiento, que podría acaso interpretarse como figura de la situación del país durante los años noventa. Pero quizás esto sería ir demasiado lejos. Lo evidente es que Distintos modos de cavar un túnel se distinguía también por su unidad: no era una recopilación de poemas sino un poemario estructurado, con prólogo y epílogo; el “demonio” del poeta va mano a mano con una consciencia diríase que baudelairiana de su trabajo verbal. El resultado es una máxima concentración lírica, paradójicamente acompañada por la monotonía de la repetición: como si el poeta quisiera decir lo menos posible, pero a la vez no pudiera evitar esa enfática vuelta sobre lo ya dicho que da carácter a su expresión.
Expresionismo, quizás, pero no como aquel de Acosta León y de Antonia Eiriz, contemporáneo de la épica diaria y de la utopía desarrollista, sino uno que viene después, cuando el desastre se ha consumado. “Los techos se caen y cualquier cosa, de un tiempo a esta parte, es un techo”, escribió en “El contragolpe”. Mientras otros escritores se concentraban en las ruinas auráticas de la Habana Vieja y Centro Habana, Juan Carlos Flores quiso ser el poeta de la “ruina nueva”, la ruina fea de los tiempos de la “construcción del socialismo”, que no propicia ni siquiera la melancolía de aquellas otras, las viejas ruinas, que conservan algo de los tiempos, siempre esplendorosos, fructuosos, de la Colonia y la República. Según él, escribir en Alamar hacía imposible todo barroquismo —en Alamar no hay columnas, no hay viejos carteles comerciales, no hay esquinas ni bodegas—, y de ese horror, de esa carencia, de esa aridez, brotan los poemas de Distintos modos de cavar un túnel.
Poesía civil, en alguna medida, y antipoesía, en tanto cuestiona todos aquellos discursos que usan a la poesía como coartada espiritual o sublimación de la circunstancia material. “Tiovivo”: el poeta contra la cortesanía y el culto; “Naturaleza muerta”: cabezas de pescado – cuaderno de poemas. En Los pájaros escritos Flores había rozado el tema de la pobreza irradiante: “Ah, veces en que me he preguntado si toda esta pobreza no será más que un tesoro, lo que se encuentra al final de los espejos”. (“Página en homenaje a los poetas goliardos”) Ahora no hay ya, no puede haber, contraposición evangélica entre la riqueza y la pobreza, porque unas simples botas tejanas representan todo cuando uno no tiene zapatos que ponerse. En el memorable performance del 22 de septiembre de 2005, en la azotea del Segundo Cabo, Juan Carlos quiso poner de relieve el valor de cambio de la poesía. Simbólicamente, vendió los poemas; se refirió al cheque del Instituto del Libro que cobraría por su actuación. ¿Quién es el que decía que es en el dinero donde hay más poesía? ¿Que el dinero es el quinto elemento?
Ese día en que leyó poemas de El contragolpe y de Guarderías, libro que vendría a cerrar la “Resurrección poética de Alamar”, Flores traía consigo a su tropa de Omni-Zona Franca: la contracultura urbana de Alamar tomaba por asalto el palacio colonial, el espíritu criollo de la vieja Habana. Aquel arte esencialmente performativo, animado por el propósito de romper las barreras entre la obra y su público, revelaba acaso una paradoja: la impronta vanguardista del arte de los sesenta, al que subyacía el deseo revolucionario de que la palabra y el acto se confundieran, irrumpía ahora desde los márgenes de la ciudad y del estado. La pelota de básquet, con su repiqueteo monótono, era la mejor banda sonora para aquellos poemas circulares, llenos de una fealdad sin paliativos. Hubo espacio para el humor negro; para la vulgaridad y la provocación. Lejos del realismo del carracho doméstico y la vía láctea, que acaso le sedujera en los ochenta, Juan Carlos bordeaba el realismo sucio. No encarnando, como Pedro Juan, la figura del jodedor, sino la del clown, la del bufón, la del loco.
Pero no todo fue mueca, eructo, excremento. Juan Carlos leyó el poema que dice: “Madre, te necesito, madre, te amo, creo que jamás podré aprender a acordonarme los zapatos”. (“El beso”) Este nuevo registro marca una clara diferencia entre El contragolpe y Distintos modos de cavar un túnel, aunque no se trata de novedad sino más bien de regreso, una vuelta a parte del lirismo nostálgico de Los pájaros escritos, donde el poeta quería ser “el niño aquel caminando descalzo por la playa” (“La alegría de vivir”), recuperar el momento en que, según el espléndido poema inspirado en los amantes voladores de Chagall, se produce, gracias al amor de una mujer, la comunión del sujeto con la naturaleza (“Una paloma se posó en mi frente y era diástole”) y la reconciliación de las criaturas (“Las madres se reconciliaron con los padres, los hijos con su sombra”), cuando el dolor y la soledad desaparecen como por arte de magia.
“Pero eso fue hace mucho tiempo”, reza el último verso del poema, que viene a poner fin al idilio. “La fuente se rompió”, había escrito Hernández Novás. Cuando Flores escribe “En esa caravana me hubiera gustado a mí enrolarme, ir tocando armónica hasta los fuegos verdes de Miami Beach” (“Meta volante”), ¿cómo no pensar en La Strada, y, desde luego, en los Sonetos a Gelsomina? Hay, pues, una veta novasiana en El contragolpe, y ello representa un cierto regreso al origen dentro de la propia obra de Juan Carlos, pero con una importante diferencia: en estos poemas de El contragolpe el énfasis no está, como en “El loco o Marc Chagall” y otros poemas de los ochenta, tanto en la descripción minuciosa, casi preciosista, de esa experiencia onírica o psicodélica de pasar al “otro lado”, recobrando el momento anterior a la caída, sino en la nostalgia del mismo, en la dolorosa consciencia de su irremediable pérdida. Para ello bastan una o dos frases: “Aquellas nanas, mi madre, aquellas nanas, cántame una” (“El número 10”); “Exiliado de mí mismo, si pudiera regresar a algún sitio, me gustaría regresar a mí mismo, lugar con arboledas”. (“El repartidor de biblias”); “Casa marina tuve, casa marina tuve” (“El leproso”).
Vegas Town puede leerse como el libro del fallido intento por conseguir algo de aquella felicidad original. ¿No es el campo, desde los tiempos latinos, el lugar del idilio? Pessoa, que aparece ya en El contragolpe e incluso en Los pájaros escritos, sobrevuela estos poemas. Pessoa, que es varios poetas, y aquí sobre todo dos. Ricardo Reis, el que quiere hacer una ermita de sí mismo, preside “Locus” y “Poemas encontrados”. “El ermitaño / se construyó una ermita”, y el poeta Flores dice que hubiera querido ser ermitaño, mas “Ser quien escribe o quien habla es habitar en un cementerio, pero dentro de una fosa común”. Luego esa opción no es factible. Después, en “El río I”, tenemos a Alberto Caeiro. El río que pasa por la aldea no es el Tajo, claro, y el poeta, aunque dice “Soy El guardador de rebaños”, enseguida se corrige: “no soy El guardador de rebaños / los poetas cubanos ya no sueñan”. Tampoco puede ser entonces Alberto Caeiro, el hombre simple, en armonía con la naturaleza y el mundo. La idea era viajar al campo para disminuir el mal, pero el poeta sabe que ese mal que padece, “gran mal o pequeño mal, será la causa verdadera de [su] muerte”. (“Franja”)
La “Resurrección poética de Alamar” ha quedado trunca. Quizás es justo, casi necesario, que no se cerrara, porque el proyecto era, desde el comienzo, irónico, imposible. Alamar no tenía resurrección posible, no tenía redención estética, remedio. Como la “meteorología habanera” de Lezama, la resurrección poética de Alamar era una broma, una boutade. Nos ha dejado, sin embargo, una de las obras poéticas más singulares y perdurables de las últimas décadas.
Si Piñera fue, en palabras de Flores, “extraño mercader”, sus poemas “el más exacto, alucinado mapa del país”, no es aventurado imaginar que, de aquí a medio siglo, cuando en lugar de esos horribles edificios hoy en camino de ser ruinas se erijan acaso centros comerciales, confortables hoteles y condominios con piscina, sus poemas, los de Juan Carlos, serán justo eso, un mapa lúcido y alucinado del país, de nuestro país siempre marcado por el desastre. Así como él mismo leyera a Roberto Friol en los años ochenta, alguien, algún joven poeta, lo leerá por las noches y en el atardecer cianótico, cuando el país sea una gota de sangre en su mantel.