El poder del perro

Como solía decir un amigo de Ricardo Piglia, la literatura norteamericana es toda la literatura universal en un solo idioma: pretender agotarla o conocerla en su totalidad sería tan insensato como intentar cruzar a nado el Océano Atlántico o invadir Rusia sin ropa de invierno.

Incluso si nos limitamos a las postrimerías del siglo XX y las dos primeras décadas del XXI la sensación fundamental que atenaza a cualquier lector que se anime a penetrar en este inextricable laberinto es el vértigo, la angustia de la posibilidad: ¿qué leer cuando las opciones parecen multiplicarse casi infinitamente y la crítica literaria anuncia cada cinco minutos el surgimiento de “un nuevo y prometedor talento”?

Bueno, una respuesta posible es, por así decirlo, ir al seguro: elegir, entre las decenas de escritores contemporáneos a los pocos —en el contexto de la literatura norteamericana nunca son tan pocos; quizás solo la literatura francesa puede comparársele en este sentido— que no se limitan a redactar un libro tras otro, embriagados por el éxito comercial y los engañosos placeres de la fama, sino que edifican pacientemente una auténtica oeuvre, “un conjunto de piezas individuales que formen parte de un todo que aspire a la maduración y lo completo” (según la precisa definición de George Steiner). Siguiendo este criterio nos encontramos inmediatamente con pesos pesados como Philip Roth, Cormac McCarthy, Don Delillo, Thomas Pynchon, William Vollmann… la lista podría continuar, pero supongo que ya se hacen una idea: se trata de escritores complejos, ampliamente celebrados por la crítica, que desde sus muy diferentes poéticas intentan acercarse lo más posible a ese objeto de ribetes casi mitológicos: la Gran Novela Americana.

Lo que me interesa aquí entonces es examinar la obra de un escritor contemporáneo de enorme influencia en la literatura y la cultura norteamericanas pero que (probablemente por los persistentes prejuicios asociados aún hoy a los así llamados géneros menores) no aparece generalmente en estas listas ni cosecha los premios más prestigiosos (Pulitzer, National Book Award, Pen Faulkner): James Ellroy, el autoproclamado “perro rabioso de las letras norteamericanas”.

Es curioso el caso de Ellroy: nada en los inicios de su carrera parecía indicar que se convertiría en un gran escritor. Es cierto que sus primeros libros son ejercicios competentes dentro de la tradición de la novela negra, pero si solo hubiese escrito esos textos nadie le habría prestado atención y figuraría como una nota al pie en alguna enciclopedia sobre literatura policial. Sin embargo, esto no fue lo que sucedió: la publicación de La dalia negra en 1987 colocó a Ellroy en la primera fila de la crime fiction americana, iniciando su conquista de una geografía simbólica que a inicios de los 90 sería exclusivamente suya: la ciudad de Los Ángeles como metáfora de la pesadilla americana entre 1941 y 1958.

En La dalia negra ya están presentes todos los temas y obsesiones del Ellroy maduro: la investigación implacable que no se limita a resolver un caso específico sino que intenta descifrar la genealogía de la violencia (un crimen remite a otro que remite a otro que remite a otro… creando una cadena paranoica de vínculos que ni siquiera la supuesta “solución” puede romper; el propio Ellroy ha declarado en más de una ocasión que  el concepto de clausura es una patraña y que nada termina realmente en sus libros: “Closure is bullshit”), la reconstrucción minuciosa del submundo criminal en las décadas del 40 y el 50, la renovación del arquetipo de la mujer fatal con una intensidad rara vez conseguida desde Hammet y Chandler, la corrupción sistémica que se propaga como una indetenible gangrena por todo el cuerpo social, una concepción del Mal que no lo concibe como una mera abstracción filosófica o un efecto de superficie en las relaciones humanas, sino como  un miasma persistente que impregna el tejido mismo de lo Real.

(Se trata, por así decirlo, de un puritanismo calvinista descompensado por el lado del Mal, sin fe ni esperanza en la redención futura, peligrosamente cercano a ciertas doctrinas gnósticas: a pesar de las insistentes declaraciones de Ellroy sobre la “firmeza de su fe cristiana” y el supuesto “carácter redentor” de sus libros, resulta evidente la fascinación que siente por el “lado oscuro”. No es el único escritor importante que ha pasado por esto: recordemos lo poco verosímiles que resultan las partes edificantes en las novelas de Dostoievski).

Ellroy combina magistralmente estos elementos y los pone al servicio de una trama en la se resuelve (ficcionalmente, por supuesto) el asesinato de Elizabeth Short (llamada la dalia negra por la prensa sensacionalista), probablemente el homicidio no resuelto más famoso en la historia de los Estados Unidos. Ciertamente es un libro notable, pero en última instancia es un whodunit (entiéndase: una novela policial en la que el enigma y la identidad del asesino son lo esencial) que no consigue dejar atrás las inevitables limitaciones de esta estructura narrativa. Ellroy, por supuesto, no quería ser etiquetado como mero escritor de novelas policiales más o menos entretenidas y en sus próximos tres libros —El gran desierto (1988), L.A Confidential (1990), Jazz Blanco (1992)— complejizó enormemente sus tramas, refinó su estilo y profundizó en el diseño de los personajes para llevar sus textos a los límites mismos del género: nunca se habían escrito novelas tan radicales en la tradición del noir y parece dudoso que alguien consiga superarlo en el futuro.

Estos no son libros para el lector promedio (sea lo que sea que eso signifique): aquí Ellroy destruye muchas de las convenciones aceptadas de la novela.

En El gran desierto (en alguna medida un libro de transición que no accede todavía a la intensidad casi insoportable de los textos posteriores) Ellroy utiliza por primera vez la triple perspectiva que se convertirá en uno de sus procedimientos fundamentales: el relato se estructura a partir de secuencias narrativas dominadas por el punto de vista de uno de los personajes protagónicos (aunque, como es natural, muchas veces las perspectivas se solapan). Aparecen aquí entonces los típicos protagonistas de Ellroy: policías blancos atormentados y corruptos que buscan desesperadamente la redención… y casi nunca la encuentran.

En El gran desierto estos miembros de la brigada de homicidios de la policía de Los Ángeles siguen la pista de un killer adicto al jazz y a la carne humana en el fatídico año de 1950, sacudido por las guerras mafiosas y las campañas del senador McCarthy. Junto a los tres protagonistas surge la monstruosa figura del teniente Dudley Smith, comparable por su exultante malignidad y su maquiavelismo al juez Holden de Meridiano de Sangre. De hecho, la exuberancia negativa de Smith es tal que se convierte en el sol negro alrededor del cual giran todos los personajes y, en lugar del Cuarteto de Los Ángeles, cabría hablar de una trilogía de Dudley Smith. Pues si los libros de Ellroy aspiran a ser nada menos que representaciones absolutas del submundo criminal, de ese reverso sombrío de la sociedad que aterroriza y fascina a los lectores del género, entonces es precisa una encarnación del Mal Radical tan indiferente a la piedad como al remordimiento en comparación con la cual incluso sus detectives corruptos (y la mayor parte de sus criminales) pueden pasar por tipos virtuosos.

Precisamente el ascenso indetenible y la caída (relativa) de Dudley Smith son el tema que estructura las dos últimas novelas del Cuarteto (L.A Confidential y Jazz Blanco). Es preciso reconocer que estos no son libros para el lector promedio (sea lo que sea que eso signifique): aquí Ellroy destruye muchas de las convenciones aceptadas de la novela negra: la presencia de al menos un personaje por el que el lector pueda sentir simpatía, una trama más o menos lineal e inteligible, un estilo que aspira a la funcionalidad y no a llamar la atención sobre sí mismo, entre otras; y construye tramas laberínticas e inextricables que se sostienen gracias a la implacable energía de un estilo que solo admite comparación con el de las últimas novelas de Cèline. Me refiero, como es natural, a su trilogía autobiográfica: De un castillo a otro; Norte; Rigodón.

En realidad no se lee a Ellroy por el argumento sino por la atmósfera de ruina ineluctable e inminente que envuelve a todos los personajes, por los diálogos magistrales (muy pocos escritores, americanos o no, pueden competir con Ellroy en su representación de la jerga criminal: tal es la autenticidad con que transmite el tono de estos personajes que podría argumentarse que si los mafiosos y los policías corruptos de Los Ángeles no hablan así, ciertamente deberían) y por el puro placer del estilo, esa música casi hipnótica que atraviesa todos sus textos.

Estos rasgos aparecen en su estado más puro en Jazz Blanco, la última novela del Cuarteto: Dave Klein, un policía corrupto y racista, debe resolver un caso sumamente enrevesado que podría exponer los profundos vínculos de la policía de Los Ángeles con el crimen organizado. Evidentemente no tiene el menor deseo de hacerlo, pero es presionado por Edmund Exley, jefe de la Brigada de Homicidios, quien a su vez no tiene ningún interés por la Ley o la Justicia sino que utiliza el caso para ajustar cuentas con su Némesis, el inefable Dudley Smith. La trama es tan intrincada que por momentos resulta imposible seguirla, pero los personajes son tan convincentes y el estilo tan brillante que Ellroy una vez más se sale con la suya.

Es difícil exagerar la influencia de estos libros en la evolución del género: para poner solo un ejemplo entre muchos posibles, los muy exitosos libros del británico David Peace (el así llamado Cuarteto de Yorkshire o Red Riding Quartet) no habrían sido posibles sin la lectura y asimilación de la obra de Ellroy. Algo ampliamente reconocido por David Peace en muchas entrevistas: “Descubrí la obra de Ellroy en una librería de segunda mano en Tokio. Su novela Jazz Blanco fue mis Sex Pistols. Reinventaba el género de tal manera que me di cuenta de que si quieres escribir el mejor libro de temática criminal, has de ser capaz de escribir mejor que Ellroy”.

Por supuesto, no se trata de imitar mecánicamente los procedimientos: la malograda segunda temporada de True Detective (con esos hermanos que salen de la nada para vengarse) muestra con claridad los riesgos de una influencia mal asimilada.

El Cuarteto de los Ángeles significó la renovación radical de la novela negra pero también puso a Ellroy en una posición difícil: ¿qué hacer cuando has escrito libros que van mucho más allá de las posibilidades de tus contemporáneos y representan el límite que es posible alcanzar si permaneces fiel a convenciones más o menos estrictas?

No nos engañemos: como en todos los libros de Ellroy lo que se articula es un sondeo abisal de la así llamada condición humana.

La aplastante respuesta del “perro rabioso” apareció bajo la forma de la monumental Trilogía Americana: América (1995); Seis de los grandes (2001); Sangre Vagabunda (2009), las novelas que lo alejaron definitivamente del gueto genérico y lo situaron a la altura de los mayores escritores contemporáneos. En los libros anteriores se documentaba hasta el vértigo el “lado oscuro” de Los Ángeles en la época dorada del film noir (1941 a 1958), en la Trilogía Americana el escenario es la totalidad de los Estados Unidos (y otros lugares como Vietnam, Haití y la República Dominicana) entre 1958 y 1972. Lo que se explora aquí es la historia secreta de Norteamérica, “la pesadilla privada de la política pública” en estos años violentos y tortuosos.

Una vez más Ellroy recurre a la triple perspectiva, pero aquí los tres personajes protagónicos no investigan los crímenes sino que los perpetran y encubren al tiempo que definen con sus acciones clandestinas la política visible de su época. Detrás de estos “malvados hombres blancos” se oculta J. Edgar Hoover, director del FBI durante cuarenta años y manipulador supremo, a su manera tan repulsivo y fascinante como Dudley Smith.

No nos engañemos: como en todos los libros de Ellroy lo que se articula aquí es un sondeo abisal de la así llamada condición humana: el tema es el Mal, pero no en el plano de los individuos sino en una escala mundial, épica. En este sentido, Seis de los Grandes (que narra el período entre 1963 y 1968) es la verdadera cumbre de la carrera literaria de Ellroy: un libro extraño y monstruoso que por su visión despiadada de la Historia, su monumentalidad (más de cien personajes) y su complejidad estructural casi joyceana, está a la altura de Las Benévolas y 2666, esas “novelas totales” imponentes y severas.

Tras alcanzar la cima, el regreso a los orígenes: con la publicación de Perfidia (2014), Ellroy ha comenzado a edificar el Segundo Cuarteto de Los Ángeles, que narrará el período de la Segunda Guerra Mundial en esta ciudad maldita y en el que aparecerán muchos de los personajes de libros anteriores, incluyendo un rejuvenecido Dudley Smith en la cima de su talento maligno: Ellroy no parece ser capaz de deshacerse definitivamente de él.

Todavía es muy pronto para emitir un juicio definitivo, pero a juzgar por el espléndido volumen inicial se trata de una época que ofrece muchas posibilidades al singular talento de Ellroy (la paranoia generalizada, el internamiento ilegal de los ciudadanos de origen japonés en los campos de concentración, la descomunal corrupción propiciada por la guerra) y el Segundo Cuarteto podría convertirse en algo por lo menos tan importante como la Trilogía Americana. Así, quien en algún momento soñó con convertirse en “el Tolstoi de la novela negra”, ahora es simplemente el mayor novelista histórico vivo de Norteamérica, con una influencia que se extiende por todas partes y no se limita a la literatura: dos exitosas películas basadas en sus obras, una inminente serie de televisión basada en L.A Confidential y la canción Tijuana Bible de Tom Russell (inspirada por el Primer Cuarteto), confirman su estatus canónico en la cultura norteamericana.

Por supuesto, algunos siguen criticándolo por motivos reales o imaginarios: una supuesta indiferencia por las minorías, la complejidad excesiva de los textos (¿en serio?), personajes demasiado extremos para ser verosímiles… las insensateces de estos tipos no parecen tener fin. Sospecho que ante objeciones como estas Ellroy se limita a encogerse de hombros, pero también podría, más que ningún otro escritor norteamericano, hacer suyas las orgullosas palabras de Malcolm Lowry en la célebre carta a su editor: “hay mil escritores que pueden crear personajes convincentes hasta la perfección, por cada uno que pueda decir algo nuevo sobre el fuego del infierno. Y lo que digo es algo nuevo sobre el fuego del infierno”.

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