Emily Dickinson, la que percibía la imagen y en la imagen penetraba



Déjame ir a donde quiera.
Todavía escucho una música que nace del cielo.
Ralph Waldo Emerson

Escribir sobre la eternidad, la muerte, las colinas, o de una simple abeja, en esas noches silenciosas, con un diálogo sobrecogedor, era, tal vez, tejer el hilo de araña que la conectaba al mundo, un mundo en que la hostilidad hacia lo femenino asemejaba un pan duro y negro.

Emily Dickinson escogió habitar en una torre anónima para desafiar la naturaleza de la normalidad. Para los hombres, la mujer era un animal bello y domesticado, hecho para procrear, o como un simple adorno en la sociedad. Una artista, una escritora, no podía aspirar a la voz de un escritor.

Emily Dickinson, Amherst, Massachussets (1830-1886), fue una mujer decimonónica, un cíclope en su laberinto. Le importaba lo tangible del alma, adentrarse en lo ínfimo de la mente, desgranar los actos de este mundo, observar los detalles que para alguien como ella no eran difíciles de retener.

Podía describir lo simple con la hondura y la sagacidad de una inteligencia que iba más allá de lo terrenal. Sospecho que era médium. Tenía exabruptos, actitudes impropias, podrían llamársele fuegos fatuos malignos, que emergían y luego desaparecían. Pero luego quedaban inscritos en sus palabras.

Como una araña oscura, se aferrada al hueco de la pared para sobrevivir. La sed apremiaba y el agua no era suficiente. ¿Cómo alzar el rostro hacia Dios y preguntar, si el Dios verdadero le había negado misericordia? Un Dios cruel que volteaba el rostro para no mirarla.

Tampoco en ese cielo podría ser ella misma, empezaba a sospecharlo al comenzar su escritura nocturna. Es en la noche cuando aparecen los espectros, las presencias se tornan voluptuosas y animan a los seres a hacer actos imprevistos.

La primera vez que vi un poema suyo, fue en el filme Sophie´s Choice. La protagonista, una polaca judía, había perdido a sus hijos durante la Segunda Guerra Mundial. En una escena, en una biblioteca, indaga si hay algún libro de la autora norteamericana, pero el ignorante empleado no sabe de quién se trata. Está enferma y débil, sin embargo, sus ganas de aprender (aprehender) no la detienen. Entonces se desmaya. Un hombre la levanta del suelo y se la lleva a su casa.

El poema aparece dos veces, cuando Nathan, su amante, se lo lee mientras la cuida en su convalecencia. Y también al final, perfilando la escena del suicidio concertado. Sin embargo, ese abandono a la vida es para celebrar el amor y el dolor.

La existencia es una y nos apremia vivir. La intensidad disminuye cuando el cansancio, la enfermedad y el dolor arman su trilogía. Afrontar el reto es una religión. Se necesita valor para morir.

Ample make this Bed –
Make this Bed with Awe –
In it wait till Judgment break
Excellent and Fair.

Be its Mattress straight –
Be its Pillow round –
Let no Sunrise’ yellow noise
Interrupt this Ground –

Nadie sospecha cómo es el flujo, el libre albedrío de las palabras, desnudarse para los demás (antes hubo una purga o un éxtasis), si es que alguien alcanza a leer lo que uno escribe, es revelar un estado de gracia.

Cuando Emily dice: “yo era lo más insignificante de la casa / con frecuencia pensaba que desapercibida –podía morir–”, se minimiza, aún consciente de su grandeza.

A veces, mis reflexiones se centran en su capacidad para enaltecer lo que la rodeaba exteriormente. Igual usaba su sentido del humor de manera irónica. Pienso en cómo solía increpar a Dios, salvándose de la culpa, por ser un espíritu dado a viajar interiormente y vendar sus ojos para dejar de verlo, aunque fuera por instantes.

Unos elegidos pudieron leerla. Parte de la poesía suya pasó de mano en mano, entre amigos, parientes, editores y críticos. No obstante, se negaba a que su obra fuera publicada, a pesar de la insistencia de su amiga la poeta Kate Scott Turner y también las peticiones de la escritora Helen Hunt Jackson.

Ella alegaba estar en un círculo. Y en realidad bebía de ese abrevadero inconmensurable. Sólo unos pocos poemas salieron en el periódico The Springfield Republican, además de otro de manera anónima.

Fama mía para justificar,
todo el resto de aplausos
superfluos – inciensos
más allá de la necesidad –
fama mía de carecer –
aunque mi nombre sea último –
esto sería un honor sin honor –
una fútil diadema –

Emily amó, de eso no hay duda. Está su correspondencia preñada de ese hálito impulsivo, de una pasión licenciosa que la hacía explorar las zonas más íntimas, donde se atrevía a desplegar su verdad. Hubo hombres y hubo una mujer. Algo que no importa demasiado. Al amor no se le debe poner un rostro o un sexo definido.

En la valentía del que ama está el error más común, pues no se sabe si del otro lado el sentimiento es similar. Aun así, el sentimiento es el más genuino cuando emerge. Eso sucedió con su cuñada. Las misivas que le enviaba, pletóricas de amor, de confianza ilimitada, no parecían ser de un amor de hermanas, ni de amigas. Nadie puede escribir de la manera que lo hizo solo por la separación, ni por las ganas de acercamiento hacia la otra. Se evidenciaba una simetría en la mutua exploración.

Los estudiosos especulan que amaba a Susan Gilbert (Susan Dickinson, de casada). Las cartas y los poemas que le dedicó fueron abundantes. Las unía la retroalimentación intelectual, ya que era receptiva con su obra y se le permitía juzgarla.

Sobrevino lo inesperado. El encuentro no fue una fiesta. Cuando Susan se desposó con su hermano Austin, todo cambió. Nunca el amor está en ambos lados con igual vigor. Nunca el amor se caracteriza por la vehemencia de dos. Siempre hay un lado que se hunde más que el otro, un nudo apretado es la diferencia. Eso lo supo tardíamente.

A Susan le expuso su idea sobre el matrimonio como una felicidad impuesta. El descubrimiento de que esa felicidad se trocaría en un acto equivocado, irreversible. Por tanto, no lo deseó para ella. Su verdadera vocación era disentir.

asiente – y eres normal –
disiente – y eres directamente peligroso –
y manejado con cadenas –

Revolucionaria, por la singularidad de sus acciones e ideas, se proclamó en rebeldía. Odiaba las tareas domésticas. Solamente hacía el pan y atendía las plantas del jardín.

Tampoco le gustaba hacer visitas. En sus últimos años, se tomaba la atribución de recibir a unos pocos invitados. Supongo que eran personas de charla inteligente. De seguro, la aburrían los tópicos superficiales, siendo alguien que invertía tantas horas en su escritura y en la lectura de escritores como Keats, Poe, Coleridge, Robert Browning y Elizabet Barret Browning, Shakespeare, además de la Biblia.

Admiraba a Emerson, quien en dos oportunidades visitó Amherst para impartir conferencias e incluso pasó una noche en casa de su hermano. Sin embargo, no llegó a conocerlo personalmente, aunque se supone que asistió a una de sus presentaciones.

Recluirse en su cuarto por veinte años, estar aislada, fue su elección. Las escaleras ya no extrañaban sus pies, ni el horno aquellas manos que antes habían preparado el pan tierno y oloroso. Quizás, elegir el color blanco para vestir le recordaba las migas de pan. O quizás el blanco significó una liberación mental a lo prohibido. Asimismo, quiso un ataúd blanco para que guardaran su cuerpo.

Al abandonar el mundo físico, fueron encontrados más de mil poemas, en pequeños folletos ensartados por sus manos. Me imagino que a ella le resultaba una angustia permanente reservarse la mayoría de sus textos, pues sabía que podría morir y que algún familiar cercano los hallaría. De hecho, los descubrió Lavinia, su querida hermana menor. Eran sus cartas al mundo, como ella misma expresa en uno de sus poemas.

Después de aquello, varias editoriales hicieron selecciones de su obra. En 1890, Mabel Loomis Todd y Thomas W. Higginson. Thomas H. Johnson, en 1955. Y la edición de R. W. Franklin, en 1998.

En la mayoría de estas compilaciones, no se ha respetado el orden, cambiando la puntuación, omitiendo sus peculiaridades ortográficas. ¿Cómo iban a entender de sus puntuaciones personas que no entendían del calor de un túmulo vibrante de la complicada atracción entre dos mundos?

He buscado con frecuencia traducciones al español, algunas más acertadas que otras. Sin embargo, valoro mucho las de la escritora y traductora Silvina Ocampo, que en 1982 había logrado realizar 600 traducciones. El trabajo de la amiga y colega de Jorge Luis Borges, según sus palabras, fue el resultado de los fieles hacia el Espíritu. Ocampo logró una reencarnación en el alma de Dickinson.

Es curioso, hay puntos en común entre ambas. Por ejemplo, eran poetas y amaban la botánica. A Silvina la habían inspirado los árboles, a los que dedicó muchos poemas. Dickinson escribía sobre la naturaleza, además de contar con una amplia colección de especies clasificadas. La argentina dominaba tres idiomas y escribía en inglés más que en su propia lengua. Acaso esto pueda parecer lapidario: creo que sólo la sensibilidad de un poeta puede traducir a un compañero.

Este es un fragmento de un poema Emily Dickinson traducido por Silvina Ocampo.

Porque yo no podía detener la Muerte –
bondadosa se detuvo por mí –
en el Carruaje cabíamos sólo Nosotros –
y la Inmortalidad.

Pasamos por la Escuela, donde jugaban
en el Recreo – del Patio – los Niños.
Pasamos por los contemplativos Pastos del Campo –
pasamos por la Puesta de Sol –
o más bien él nos pasó –


Nos detuvimos ante una Casa que parecía
una Protuberancia de la Tierra –
el Techo apenas visible –
la Cornisa –en el Suelo–

Desde entonces –Siglos pasaron– y aún
me parece más corto aquel Día
en que por primera vez intuí que las Cabezas de los Caballos
apuntaban a la Eternidad –

Por mi parte, quise experimentar a Emily una vez más, sentir el confinamiento al que se sometió voluntariamente, la inmovilidad (sin dejar el vuelo del ave). Acercarme a su ánima, leyendo sus libros, escribiendo, encerrada en mi habitación por todo el fin de semana. Estuve fuera, solamente, para ciertas necesidades primarias. De esta suerte, me inundaron sus vivencias espirituales, su soledad, aquellas ideas con respecto a Dios.

Hace tiempo, en mi volumen Lienzos Oscuros, dibujé a mi propia Emily:

Su libro es amarillo, lo tengo a mi cabecera
todo lo que ella ha tocado, es tocado por mí, la mesita de noche, la ínfima vela, el alba, su última estrella
Mi escritura es diferente, nos parecemos en el desgarro, en ver más allá de la conclusión.

Duermo, despierto, respiro bajo su roce, enciendo el silencio con sus palabras
Ella no se va, platica conmigo, pero no suele mirarme a los ojos, sigue en otro mundo, hilando su telaraña, aquella vida cuya sustancia es arena

Reside aquí, la mujer, la que escribía en su habitación (mi cuarto), con la ventana abierta a la frialdad, a una sobrevida entre palabras implacables y un pecho que arrojaba su corazón, enterrando su pensamiento, sólo visto por los más espirituales, ella, la que percibía la imagen y en la imagen penetraba.






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