Los escritores son peligrosos.
Con frecuencia no son muy simpáticos.
Julian Barnes: Algo que declarar.
Santa Fe de Bogotá. Postrimerías del verano de 2007. Durante cuatro días nos reunimos allí arriba, a no sé cuántos metros sobre el nivel del mar, los treinta y nueve escritores jóvenes más prometedores de Latinoamérica.
Suena un poco bizarro, por no decir ridículo. Pero no fue culpa nuestra: en calidad de tales nos invitaron. Y ya que aceptamos ir, todos tuvimos que ser, mientras duró la fiesta, muy simpáticos. No lúcidos ni sinceros. Solo muy simpáticos. Está de moda. ¿Y en qué consiste la tan cacareada simpatía? Pues en otorgarle al prójimo lo que este solicite. Ni más ni menos.
Penúltima jornada, crepúsculo. Vestíbulo del hotel Suite Jones, donde nos alojamos los treinta y nueve pimpollos. Tras un maratón de entrevistas, paneles, presentaciones y firmaderas de libros, estoy exhausta, sin ánimos para nada. Sentadita en una silla, fumando, contemplo a la gente que pasa.
De pronto veo a este chamaco peruano, Santiago Roncagliolo, tratando de reclutar a mi compatriota Ronaldo Menéndez para jugar ajedrez. Lo tiene prácticamente agarrado por el pescuezo. ¡Vaya ímpetu ajedrecístico! Renuente, el cubano mira hacia todos lados en busca de auxilio. Exclama: ¡No, asere, no! ¡Ya te dije que no…! Me recuerda a Patrick Bateman intentando librarse del pegajoso Luis Carruthers en aquella antológica escena de American Psycho.
Ronaldo y esta servidora fuimos condiscípulos en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana (UH), donde antaño le descargábamos al ajedrez. Apenas me divisa, pues, le informa a Santiago que yo también sé jugar. Y huye cobardemente, el muy lengüino, mientras el peruano se gira hacia mí.
No puedo moverme rápido, soy presa fácil. De modo que Santiago me captura en un dos por tres. Le da igual un adversario que otro. Es obvio que sufría de la denominada “fiebre del ajedrez”, como los jugadores compulsivos en aquel vertiginoso filme de Vsievolod Pudovkin donde a ratos vemos en acción nada menos que al mismísimo José Raúl Capablanca.
(La comedia silente Fiebre del ajedrez, de 1925, combina secuencias de ficción con filmaciones realizadas en el marco del Torneo Internacional celebrado ese año en Moscú. En la cinta, además de nuestro Capablanca, aparecen otros ajedrecistas de primer nivel, como Frank Marshall, Richard Réti, Frederick Yates y Ernst Grünfeld. He incluido esos chismes aquí por sugerencia de mi colega y amigo, el narrador, poeta y ensayista Daniel Díaz Mantilla, quien también jugaba ajedrez conmigo, no en la UH, sino mucho antes, en la secundaria, cuando éramos fiñes.)
Así pues, ahora era yo quien miraba con angustia en derredor. Solo que en el vestíbulo, para mi desgracia, ya no queda más nadie a quien soltarle la papa caliente. ¿Aceptaría quizá sustituirme nuestro siempre servicial carpetero colombiano? Me temo que no. Él debe ocuparse de sus quehaceres, entre los cuales probablemente no se incluye entretener a los huéspedes lunáticos. De manera que estoy embarcada. ¡Malditas las ganas que tengo de jugar! No ya al ajedrez, ni siquiera al parchís, al scrabble o a las damas chinas.
Oká, niñas, de acuerdo. Santiago era un buen material. No tanto como su tocayo brasileño, el Nazarian, que parece un galán de Hollywood, pero estaba bien. Les juro, sin embargo, que de no ser por el puñetero asuntico ese de la simpatía —al que Ronaldo, a todas luces, no concede mucha importancia— le hubiera espetado rotundamente que nanay, papirriqui, tú deliras, desmaya esa talla, actualízate, anda, no seas cheo, olvida el tango y canta bolero.
De cualquier forma, le advertí que hacía más de una década no me sentaba enfrente de un tablero. Mi advertencia, empero, no lo disuade. Le entra por una de sus orejas andinas y le sale por la otra. ¡Bah, qué importa…!, me replica, muy campante, encogiéndose de hombros.
Ningún profesional suscribiría eso. El ajedrez, para este chiquito, debe ser un mero hobby. Para mí es, o mejor dicho, fue un deporte de combate. Una cruenta, salvaje, despiadada metáfora de la guerra. Nunca aprendí a asumirlo de otro modo más ligero, menos bélico. ¿Y a quién en sus cabales se le ocurre volver al cuadrilátero, digamos, o al tatami, catorce años después del retiro, sin entrenamiento previo y con el carapacho oxidado?
Refractario al más elemental sentido común, Santiago insiste. Bajo los efectos de la fiebre en su fase aguda, casi me remolca hasta el diminuto cafetín de apariencia acogedora, a un costado de la carpeta del hotel, donde está la mesa con el tablero tallado y los trebejos dentro de un cofre de madera.
Una vez allí, sorteamos la salida. No protesto. La caballerosidad se fue al diablo desde que Judith Polgar le cayó a papazos a Gary Kaspárov. Somos iguales. Así que ahora me tocan las negras, las de perder. (En mi época, cerca del ochenta por ciento de las partidas se ganaban con blancas. Aunque siempre hubo genios “negros”, verbigracia: el príncipe Alekhine.) Y empieza mi calvario.
Nunca antes he visto la apertura de Santiago. Quizá es nueva. ¿La habrá inventado él acaso? Perpleja, a duras penas logro coordinar una defensa. Hago ademán de ponchar el botón del reloj, mas no hay reloj alguno, claro que no, y eso me perturba. De haberlo, tal vez hubiésemos echado un blitz, modalidad menos estresante para mí, por alguna misteriosa paradoja, que el “ajedrez pensado”. Pero no lo hay. Coño, recoño… Fuera de training como estoy, no consigo visualizar ni cohete más allá de la siguiente movida. Cero estrategia. Voy a ciegas, parando golpes. Así nadie gana. ¡Qué desastre! Uno comprende cómo debió sentirse el mariscal Von Paulus en Stalingrado.
Pasa el tiempo, unos veinte minutos, y la cosa no mejora. Al contrario, va de mal en peor. Siento vértigo en pleno medio juego. Me duele el cerebro. La vista se me nubla. Confundo los colores de los escaques y de las piezas. No prendo un cigarro, aunque lo deseo, pues estoy acostumbrada a cumplir las reglas de los torneos y no fastidiar con el humo a los otros ajedrecistas (por mucho que algunos se lo merecieran). Veo un alfil donde hay una torre. O un peón. O qué carajo sé yo. Los caballos se encabritan y la dama chilla y patalea, de lo más histérica, mientras el rey bosteza protegido por un enroque. Anhelo que Santiago acabe de liquidarme ya. Pero él, según todo parece indicar hasta el momento, es incapaz de organizar un ataque medianamente destructivo. Ni siquiera me ha sacado ventaja. ¡Válgame Dios! ¿Se habrá visto macao?
Agobiada, suspiro. Pienso en mi sabio, querido, inolvidable maestro Eleazar Jiménez, quien le hizo tres tablas a Bobby Fischer en apenas cuatro partidas. Si resucitara y viera esto, seguro se avergonzaría de mí.
El martirio cesa, por fin, cuando llaman a mi entusiasta contrincante para una lectura pública o algo por el estilo. Se larga, un poco a regañadientes, mas en modo alguno frustrado o insatisfecho. Bueno, por lo menos sonríe. La partida no fue anotada ni, por ende, sellada. Jamás la reanudaremos. ¡Uf, qué alivio! Creo que me he ganado con creces el título de Miss Simpatía.
Iba a levantarme, hecha leña, cuando vi a Jorge Volpi instaladísimo frente a mí. Había estado observándonos en silencio, como el tercer hombre en Los jugadores de ajedrez, aquel famoso cuadro de Thomas Eakins, y ahora me pregunta si quiero seguir jugando. ¡Cristo de Limpias! Siento miedo. ¿Se habrá desatado alguna epidemia…? Pues no. Falsa alarma. Jorge no tiene fiebre ni trama nada en contra mía. Nos ponemos a conversar, muy civilizadamente, de otros temas. Política, literatura, viajes, conocidos comunes. En fin, lo habitual entre colegas. Después del tormento enfrente del tablero, me resulta balsámica la cháchara con este mexicano tan razonable y generoso. Al margen de lo que nos depare el futuro, siempre lo recordaré con afecto.
¡Ay, pero la vida es dura! Esa misma noche, en la penumbra humeante y estruendosa de una inverosímil discoteca, nuestro amiguito del Perú me regalaba un ejemplar de cierta novela suya. Un thriller bien sangriento. Y en la primera página, sin el menor escrúpulo, había garabateado una feroz amenaza: “Para Ena Lucía, por todas las partidas que tenemos pendientes”. Mamma mia.
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Posdata. Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) será un trebejista infame, de salir chaqueteando, pero también es, sin duda, un escritor de primera línea. La novela Abril rojo, con la cual obtuvo el Premio Alfaguara en 2006, así lo demuestra. Su narrativa, muy vital, recia y trepidante, evoca la cinematografía de su coterráneo Francisco Lombardi. E inclusive, por momentos, la de Gillo Pontecorvo, lo que no es cáscara de coco.
¿Por qué escribo sobre Sherlock Holmes?
Puedo esgrimir un argumento a favor de la pertinencia de Sherlock Holmes aquí y ahora. No existe, a mi entender, otro personaje literario con su estatura mítica y su proyección internacional que haya encarnado con tanta coherencia los ideales del liberalismo, siempre válidos, oportunos y defendibles frente a la barbarie totalitaria.