«Nada puede justificar una muerte allí donde cada elemento
[…] representa la garantía de la continuidad».
(Emilio Ichikawa, Contra el sacrificio)
Murió Ichikawa, sin dejar ni un perfil póstumo en Wikipedia, aunque sí los tuvo en la caricatura castrista de Ecured.
Yo nunca lo conocí en persona, mucho menos en pensamiento. En un sentido, no fuimos ni contemporáneos. Aunque alguna vez intercambiamos e-mails. Ichikawa fue siempre muy amable conmigo. Me citó en algunos de los posts perdidos de su blog eichikawa.com e incluso, en la remota prehistoria del año 2011, hasta me publicó un insulso inédito llamado “De permisos y otras patrañas”.
Yo pensaba en Ichikawa más a menudo de lo que Ichikawa haya podido pensar en mí. Incluso pensé en él en una escena erótica de nuestra asincrónica intimidad insular, pues nos unió el cuerpo magro de una mujer maravilla que los dos amamos y que a los dos se nos murió, en este siglo XXI que será la cripta de cada uno de nuestros mutuos lectores.
Desde que oí mencionar su nombre, como si de un eco lejano se tratase, siempre me pareció increíble que un cubano en Cuba ostentara sin problemas políticos semejante apellido nipón. Incluso busqué en la Guía telefónica cuántos Ichikawas cubanos eran abonados de la empresa ETECSA. Por lo demás, toda vez ostentado ese apellido, me parecía casi cómico que encima él se llamara Emilio, en lugar de, digamos, Akira o Ishi, o algo así.
En Cuba, compré dos de sus libros a finales de los atroces 90. Los títulos me deslumbraron enseguida, desde el anaquel de aquellas desvencijadas librerías del Centro Provincial del Libro y la Literatura, donde poco después yo terminaría empleado o empalado como promotor cultural: El pensamiento agónico (1996) y La escritura y el límite (1998).
A la postre, los hojeé muchas veces, supongo que para intentar citarlos en algún que otro artículo o ficción, pero nunca me los leí como tal. Sobra ese “como tal”; por supuesto, nunca me los leí.
Ambos eran libros de ensayos sobre diferentes temas importantes para diferentes campos de estudio de importancia. Por suerte, eran libros sin páginas y páginas de referencias. Y con escasas notas al pie. Pero, desde mi ignorancia intelectual de entonces ―que no era tanta como la actual―, esos títulos elegidos por Ichikawa me parecieron pura propaganda literaria. Tentadores títulos novelescos, como tantos otros libros de pensamiento que parecen que van a acabar con la cultura desde la misma portada, pero después hay que digerirlos culturalmente de párrafo en párrafo. Y a mí, ya desde entonces, me resultaba imposible la simple práctica de pensar.
En el primer número de la revista digital independiente Voces, en agosto de 2010, publiqué el post de su blog donde me menciona. Se llamaba “Papel y pantalla”. En ese texto brevísimo, Ichikawa parecía aleccionarnos a los blogueros, como un profesor paternal que solo aspira a lo mejor para sus pupilos.
“La práctica de la cíber-escritura —dejó cíber-escrito para la posteridad—, se arriesga en la aventura de lo efímero”. Por un lado, “sabe, o debe saber, que el cíber-texto llega con velocidad a donde el libro impreso, en el mejor certificado de los correos, demora semanas y en ocasiones meses”. Y, por el otro lado, “le consta (debe constarle) que con la misma prontitud desaparece. Y no regresa”. En fin, que “la internet se pesa por tráfico y no por belleza o autenticidad, que son índices relacionados con la escritura tradicional”.
Meses después, en Voces 5, yo también reproduciría, con su autorización hipertextual, una entrevista que Ichikawa le había hecho al trovador Frank Delgado.
En el exilio, tuve entre mis manos Contra el sacrificio, del camarada al buen vecino, publicado en 2002 por Ediciones Universal. Lo encontré junto a La heroicidad revolucionaria, sufragada por el Centro para una Cuba Libre de Washington D.C., donde me refugié durante el primer semestre de 2014, antes de lanzarme a mis desventuras académicas en Estados Unidos.
Allí, bajo las órdenes amorosamente refunfuñonas de su director Frank Calzón ―ilustre agente de la CIA, según la televisión comunista de medio continente― estuve lo más cerca que pude estarlo de Emilio Ichikawa Morín. Y no se lo dije nunca. Allí, espantado de todo y refugiado en nadie, presencié una llamada desproporcionada que le hizo Frank Calzón desde la oficina a su número personal.
Frank tenía un encabronamiento enceguecedor con el vidente de Ichi por las críticas al exilio cubano que recién había publicado ya no recuerdo en cuál website. Frank le dijo de todo, hasta del mal que no se iba a morir. Técnicamente, le gritó de todo, a pesar de que Emilio Ichikawa había sido un becario de su centro. O, tal vez, precisamente por haberlo sido.
Yo no sabía cómo detener aquella bronca telefónica. Ichikawa también le daba gritos a Frank Calzón, al otro lado del celular. Pero, como niños chiquitos, debo decir en honor a la verdad, maestra, que fue Frank quien empezó.
Los dos cubanos anticastristas se interrumpían, como perros rabiosos ante mí, recién llegado de Cuba solo para presenciar esta debacle. En ese instante de ira al vacío, yo no existía para ninguno de ellos dos. Y a los dos, sin embargo, fue en ese momento cuando más los amé. A Frank, como a un pobre padre que se va quedando sin hijos, en medio de una guerra perdida por la libertad. Y a Emilio, porque estaba más solo que la mierda a ras del cadalso crónico de la cubanía.
Salí corriendo de la oficina de la calle DeSales y me metí en el bañito compartido del Center for a Free Cuba. Lloré desconsoladamente, también como un niño huérfano, a la vista del Capitolio sin capitalistas del ex imperialismo mundial. Sin testigos, testigo yo mismo de la desaparición de todo disfraz de diálogo entre compatriotas sin patria. Fue la primera vez que quise no haber salido nunca de Cuba. Fue la primera vez que quise volver.
Descansa en paz, Ichikawa. Y ojalá que te hayan besado en tu filosófica frente los labios nunca lejanos del primer amor que murió sin volver a verte, ni verme, como tampoco nunca alcancé a verte en vida yo, ni tú a mí.
Leo ahora, también llorando, tu descomunal poema Everglades, conseguido a través de un préstamo inter-bibliotecario entre universidades privadas de los United Socialisms of America. Hace años que te habías marchado mudamente, sin una constancia, sin dejar nota. Apenas un apellido, como dedos que en el alma tuercen y en el pantano moran.
Tan pronto como supe de tu muerte Covid, recordé todo lo que te acabo de contar ahora, iluminado por aquel olvidado editorial tuyo de “OK, soy castrista”, publicada en El Nuevo Herald siglos atrás, apenas saliste de tu bucólica Bauta:
“Las discusiones con amigos y con personas a quienes quiero realmente, me desarman”. “La guerra que hago tiene para mí visos de automutilación”.
© Imagen de portada: Ilustración (detalle) del libro ‘Everglades’, de Emilio Ichikawa (Letra Capital, 2009).
Xavier Borges y los pobres sueños de Tobías
“Quería ser un americanito de película que habla mal de todos en su diario”.