Algunos fragmentos de El arte de la fuga (1996) y El mago de Viena (2005)
Llevaba dos años de vivir en Varsovia. Un día el cartero me entregó una carta procedente de Vence, una población del sur de Francia. La firmaba Witold Gombrowicz. ¿Se trataría, acaso, de una broma? Me resultaba difícil creer que fuera auténtica. La mostré a algunos amigos polacos y se quedaron estupefactos. ¡Una carta de Gombrowicz recibida por un joven mexicano residente en Varsovia! ¡Qué exceso, qué anomalía! Yo asentía y me regocijaba. “Como todo en la vida de Gombrowicz”, me decía.
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Uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas. Uno está conformado por tiempos, aficiones y credos diferentes. En el momento en que escribo estas páginas puedo dividir mi vida en una fase larga, gustosa y gregaria, y otra, la más reciente, en que la soledad me parece un regalo de los dioses.
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Cree uno comportarse como un robot, obrar mecánicamente, marchar como un sonámbulo, ser igual al ejército de pequeños hombrecitos y al final resulta que la fuerza del instinto ha trabajado en sentido contrario. Rosita Gómez soñaba en la niñez con ser una bataclana y terminó siendo una honesta cajera de banco; nunca aprendió a bailar, ni siquiera valses. Marcelino Góngora soñó con ser un mañoso, el capo de una banda criminal, el terror del mundo, y ya antes de terminar la adolescencia era sacristán en la iglesia de su pueblo. El libro que alguien se proponía escribir, y para el que tomó durante años innumerables notas, se paralizó de pronto, dejó de ser un proyecto; algo inesperado, ajeno a la voluntad comenzó a dibujarse en el futuro. Así suceden las cosas. Vuelva usted a preguntar qué somos, a dónde vamos, y una bofetada lo librará de las pocas muelas que le quedan.
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Me gustaría alejarme, hasta donde sea posible, de visiones apocalípticas; detenerme, en cambio, en zonas de imprecisa determinación, en minucias: la escritura, la lectura, los sueños, todo aquello que eluda lo grandioso, lo jeremíaco, el afán apostólico y la pontificación didáctica.
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A medida que el tren se iba acercando a la frontera, las canciones del Quinto Regimiento, que unos muchachos cantaban en un compartimento vecino, llegaban al mío. Comencé a hablar de tonterías con una chica francesa desdentada y rolliza sentada frente a mí para romper el clímax. Collioure, Perpignan, Argelès, nombres oídos tantas veces a don Manuel Pedroso, a Max Aub, a Garzón del Camino, a Ara y María Zambrano: emoción en aumento.
Al llegar a la frontera odiaba ya para siempre a la francesa a quien le faltaban dos dientes delanteros, por el desdén con que se expresaba de los españoles y de sus canciones. “Para nosotros son sólo primitivos, creen que con sus canciones van a salvar al mundo, hagan lo que hagan serán sólo primitivos”, y al decirlo sonreía con los labios plegados, como la Gioconda, para ocultar la oquedad bucal.
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Mis protagonistas, salvo una o dos excepciones, eran siempre mexicanos de paso por algún lugar de Europa: estudiantes, escritores y artistas, hombres de negocios, cineastas que asistían a algún festival, o tan sólo turistas. Hombres y mujeres de cualquier edad que en un momento imprevisible sufrían una crisis moral, o amorosa, intelectual, religiosa, ideológica, existencial. De haber pasado ese momento de angustia en México lo hubiesen sobrepasado con seguridad fácilmente, y tal vez considerado como una minucia. El entorno, los usos familiares y profesionales, el trato con los amigos, los colegas o sus maestros y, en caso extremo, con su psicólogo o un psicoterapeuta competente los librarían del malestar. En la soledad del Orient-Express o aún más en la del Transiberiano, en la madrugada de un centro nocturno en Roma o en Palermo, rodeado de bufones y caras desabridas, el desasosiego crecía, la lucha consigo mismo tomaba otras dimensiones, los enigmas interiores que nadie desea descubrir se volvían tenebrosos. En esos complicados tejidos y sus diversas variaciones me entretuve casi quince años.
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Vi en trasmisión directa a los primeros hombres en la luna. Semejantes a gigantescos osos panda. Fue como si no los viera. No hubo elemento de sorpresa, todo eso lo había leído en la niñez, en forma más atractiva, en Verne, en Wells, y, además, lo había visto con mayor glamour en el cine.
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En los primeros meses de mi estancia en Italia conocí muchas veces la sensación de que la gente esperaba de mí, como de cualquier joven latinoamericano, un caudal de visiones tropicales y aguerridas, de formas de pensamiento diferentes, de mitos, rebeldías y estrategias distintas que quizás ayudaran a redimir el viejo mundo. La representación aggiarnata del buen salvaje con reminiscencias borgeanas y destellos cheguevaristas. Les halagaba sentir reconocida su cultura y al mismo tiempo los desilusionaba. Esas andanzas por el Renacimiento, la Ilustración y las vanguardias, a final de cuentas, les correspondían a ellos.
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Debo confesar que soy sordo del oído izquierdo. Y eso me produce alteraciones anímicas que, en sus peores momentos, pueden confundirse con la memez y también con la demencia. Si en una reunión social, sobre todo en una comida, el comensal de mi izquierda resulta un parlanchín por naturaleza, ya estoy perdido. Respondo mal, por intuición, al azar; abundo en imprecisiones, en disparates, hasta que poco a poco el fallido interlocutor va distanciándose, harto de repetir sus preguntas y oír respuestas que poco o nada tienen que ver con ellas. Eso me produce inhibiciones impresionantes, y una vez inhibido, tenso o temeroso, no soy ya responsable de mi comportamiento.
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Durante su estancia en Moscú, Benjamin no se da tregua. Asedia a su amada y permanentemente es desdeñado por ella, traduce páginas de Proust, escribe la nueva entrada sobre Goethe para la Nueva Enciclopedia Soviética en preparación, visita museos, asiste al teatro —en especial al de Meyerhold, que le fascina—, hace visitas, una de ellas a Joseph Roth, quien ha viajado a costa de un importante periódico de Frankfurt, y compra hermosas piezas de madera para enriquecer su colección de juguetes populares.
Los argumentos expuestos por Roth en oposición a Stalin le parecen poco serios, exposiciones anticomunistas banales para satisfacer al gran capital: “Roth llegó a Rusia como un bolchevique (casi convencido) y se retira de aquí como un monárquico”. La expresión proletaria en la literatura de la Unión Soviética le parece indispensable, pero la ausencia de reflexión teórica y la canonización de moldes en exceso elementales lo desaniman. Su inteligencia privilegiada se extravía en la permanente comedia de errores que vive en el Moscú de la desinformación, de las verdades a medias y las mentiras barnizadas por capas de dudosa virtud.
Cuando Benjamin entrega su texto sobre Goethe, laboriosamente pensado, Karl Radek, alto funcionario cercano a Trotski y protector de algunos escritores al borde de la disidencia, lo rechaza como si se tratara de un panfleto primitivo y sectario; según él “en cada página aparecía por lo menos diez veces la expresión lucha de clases”. Benjamin, quien había llevado el texto a las oficinas de la Enciclopedia, le demostró que eso no era del todo cierto, añadiendo que, por otra parte, era imposible hablar de la actividad de Goethe que ocurre en una época de grandes luchas de clases sin emplear aquella expresión. Radek añadió, al parecer con desdén: “El problema está en aplicarla en el sitio adecuado”.
Benjamin comprende que tiene perdida la partida “puesto que los mezquinos directores de la empresa se sienten inseguros para sostener sus propias convicciones ante la más insignificante sugestión de alguna autoridad”. Y en cuanto a la obra de Bulgákov que tanto irritó a los comunistas y que él, Benjamin, había calificado como “una provocación absolutamente escandalosa», se sostenía en el teatro por órdenes superiores: Stalin, ¡nada menos! Asistió quince veces a verla, según confirman los archivos del Teatro de Arte de Moscú. Lo dicho: una fatigosa comedia de equivocaciones.
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Debo añadir que me someto a cualquier experiencia curativa con la credulidad de un niño. Me convierto en el cordero más manso que alguien haya podido imaginar. Toda resistencia personal desaparece. Médicos alópatas u homeópatas, magnetistas, chamanes, acupunturistas, curanderos, da lo mismo: mi fe se deposita de inmediato y por entero en ellos. Todo resabio de escepticismo se desvanece.
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Releo los materiales del libro en que me afano. Pretende ser un registro de pasos, la historia de una educación aún no concluida, y descubro rezagos de esnobismo de los que creía haberme liberado. Entre otros, la tendencia a citar lecturas visiblemente prestigiosas. No se trata de inventarlas ni de falsificarlas, para nada me interesa aparecer como un lector que no soy; solo que he excluido otras más plebeyas o, digamos, más normales, y que han sido en mi vida tremendamente importantes.
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A medida que el lenguaje oficial escuchado y emitido todos los días se volvía más y más rarificado, el de mi novela, por compensación, se animaba más, se hacía zumbón y canallesco. Cada escena era una caricatura del mundo real, es decir caricatura de la caricatura. Encontré refugio en el relajo.
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Pensar en los momentos premonitorios de una obra narrativa me acerca, ineludiblemente, a la célebre entrevista donde William Faulkner confesaba que el estímulo inicial de una novela surgió de la contemplación de las braguitas de una niña que intentaba trepar por el tronco de un árbol.
Durante días y días aquellos calzoncitos y aquel árbol se le aparecían en los momentos más inesperados. Se servía un whisky y entre las rocas aparecía la prenda íntima; intentaba leer un periódico y sobre la página impresa flotaban los muslos de una niña; veía pasar a una vecina fruncida y apergaminada por la acera de enfrente y en el trasero de aquel tétrico anuncio contra la lujuria no podía dejar de sobreponer los pequeños glúteos de la niña que trepaba por el tronco de un árbol.
Aquella imagen inicial comenzaría en algún momento a ramificar. Se me ocurre que un día el escritor debió imaginar bajo aquel árbol a un niño que se debatía entre la vergüenza, la humillación y la necesidad animal de mirar las piernas desnudas y la prenda íntima de esa niña que resultaba ser su hermana. Encerrada en una nuez, se encuentra ahí la esencia de una de las más extraordinarias novelas de nuestro siglo, la que cuenta la pasión de Quentin Compson por su hermana Caddy y su trágico desarrollo. Su título: El sonido y la furia.
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La lectura es un juego secreto de aproximaciones y distancias. Es también una lotería. Se llega a un libro por caminos insólitos; tropieza uno con un autor de modo en apariencia casual y luego resulta que no puede dejar de leerlo nunca. He citado en artículos, en entrevistas, en el cuerpo mismo de mis novelas a varios escritores de quienes me considero deudor; pero nunca, hasta donde recuerdo, mencioné una de mis fuentes principales.
Hace poco, mientras escribía unos apuntes sobre Carlos Monsiváis, encontré en su antología de la crónica unas páginas dedicadas a Gabriel Vargas. Tropezar ahí con la imagen de Borola, verla agitar casi en pelota su cuerpecito de zancudo, significó un verdadero reencuentro. Cantaba y bailaba su canción de batalla:
Muevo mucho las caderas, / las agito al caminar. / ¿Por qué te me desesperas? / No lo puedo remediar… / Haciendo así:cuchichí cuchichí… / Haciendo así cuchichí, cuchichí…
Mi deuda con Gabriel Vargas es inmensa. Mi sentido de la parodia, los juegos con el absurdo me vienen de él y no de Gogol o Gombrowicz, como me encantaría presumir. ¿Quién es Gabriel Vargas?, preguntará alguno. Bueno, es un fabuloso cartonista, uno de cuyos cómics, quizás el más famoso, se llamó La familia Burrón.
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Regreso a casa de una sesión intensa con mi masoterapeuta. Debí haberlo visitado semanas atrás, y como consecuencia del retraso mis dolores de espalda, de cuello, de hombros, de nuca se exacerbaron hasta el infinito. El doctor hacía su trabajo sin dejar de repetir que por mi culpa la espalda se ha petrificado, que todos mis músculos estaban anudados, que distenderlos le iba a llevar bastante más tiempo y esfuerzo que el que necesita una sesión normal, mientras yo, adolorido, gemía desesperadamente.
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Yo adoro a los excéntricos. Los he detectado desde la adolescencia y desde entonces son mis compañeros. Hay algunas literaturas en donde abundan: la inglesa, la irlandesa, la rusa, la polaca, también la hispanoamericana. En sus novelas todos los protagonistas son excéntricos, como lo son sus autores. Laurence Sterne, William Beckford, Jonathan Swift, Nicolai Gogol, Tomasso Landolfi, Cario Emilio Gadda, Witold Gombrowicz, Bruno Schulz, Stanislaw Witkiewicz, Franz Kafka, Ronald Firbank, Samuel Beckett, Ramón del Valle-Inclán, Virgilio Piñera, Thomas Bernhard, Augusto Monterroso, Flann OʼBrien, Raymond Roussel, Marcel Schwob, Mario Bellatin, César Aira, Enrique Vila-Matas son excéntricos ejemplares, como todos y cada uno de los personajes que habitan sus libros, y por ende las historias son diferentes de las de los demás.
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Y volverá entonces a las andadas, dejará intersticios inexplicables entre la A y la B, entre la G y la H, cavará túneles por doquier, pondrá en acción un programa de desinformación permanente, enfatizará lo trivial y dejará en blanco esos momentos que por lo general requieren una carga de emociones intensas.
Mientras escribe, sueña con fruición que su relato confundirá a la gente de orden, a la de razón, a los burócratas, a los políticos, sus aduladores y sus guardaespaldas, a los trepadores, a los nacionalistas y cosmopolitas por decreto, a los pedantes y a los necios, a las cultas damas, a los lanzallamas, a los petimetres, a los sepulcros blanqueados y a los papanatas.
Aspira a que esa ubicua turba logre perderse en los primeros capítulos, se exaspere y no llegue siquiera a conocer la intención del narrador. Escribirá una novela para espíritus fuertes, a quienes les permitirá inventar una trama personal sostenida por unos cuantos puntos de apoyo laboriosa y jubilosamente formulados.
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Fui con Paz al Museo de Bellas Artes a ver la soberbia colección de Wifredo Lam, pasamos al hotel Meliá a comprar El País, recorrimos el corazón de La Habana y en los puestos de libros encontré algunas maravillas: la poesía completa de Gastón Baquero y la de Emilio Ballagas, la obra narrativa casi completa de Lino Novas Calvo, de quien fui incondicional en mi juventud, y una edición mexicana, que en las librerías de México jamás vi, de ese libro considerado maldito durante muchos años: Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro, que César Aira compara con el más provocativo Genet en su Diccionario de autores latinoamericanos.
La Habana vieja es un portento, añade al cosmopolitismo turístico la fuerza popular del Caribe. Pululan los músicos por todas partes. Cuando conocí La Habana por primera vez los turistas llegaban de los Estados Unidos; hoy los que hablan inglés en las plazas y en los restaurantes son canadienses; pero también se oye francés, italiano, mucho alemán, y en abundancia el español de España. El lenguaje de los negros y mulatos me resulta casi ininteligible, un papiamento extraordinariamente melodioso, como extraído de poemas del primer Guillén, de Ballagas y los cuentos de Lydia Cabrera.
Podría ser que en mis primeras visitas a Cuba, antes de la Revolución, los mulatos no circulaban por las calles de La Habana vieja en tal cuantía, o que en esos tiempos se esforzaran por hablar con un español de acento cubano regular para no ser despreciados por los blancos, o quizás mi memoria retuviera otros aspectos de la ciudad para mí más atractivos que la manera del habla popular.
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Se me escapaban las palabras, se me quedaban a medias, me confundía con las conjugaciones, con el uso de las preposiciones, se me paralizaba la lengua. Al tratar de leer lo que perpetraba en mis cuadernos durante los últimos meses encontraba fragmentos de algo parecido a un Finnegans Wake del paleolítico inferior grabados en piedra por algún aturdido hombre de Neanderthal.
Antonio Tabucchi comentó una vez que Carlo Emilio Gadda invitaba a desconfiar de los escritores que no desconfían de sus propios libros.
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Es necesario que todo el mundo aprenda a reírse de esos monigotes ridículos y siniestros que se dirigen a la nación como si por su boca se expresara la historia, no la viva, eso nunca, sino la que ellos han embalsamado. Cualquier novedad los amedrenta. Cuando la gente los conciba sólo como las ratas que son, los loros que son, y no como los soberbios leones y pavorreales que creen ser, cuando detecten, ¡claro que eso les llevará tiempo!, que son objeto de risa y no de respeto ni temor, algo podrá comenzar a transformarse; para eso es necesario hacerles perder base; están preparados para responder al insulto, aun al más violento, pero no al humor.