Katherine, Murry, Lawrence, Frieda: juntos pero no revueltos



A Katherine Mansfield, John Middleton Murry, D.H. Lawrence y Frieda Weekley (luego Lawrence), los unía la escritura y la amistad. Las dos parejas que compartían afinidades, que después se transformarían en peleas virulentas.

Los Lawrence eligieron Cornualles para residir un tiempo e invitaron a los Murry. Serían vecinos. Hubo días de armonía, días completos y pacíficos.

Allí la naturaleza era despiadada, el frío y la neblina los entumecía. Aunque enseguida el fuego y la conversación los aliviaba, como un talismán contra el aislamiento.

Y vivieron en casas de alquiler barato, rústicas, hechas de piedra. En una de ellas, se alzaba una torre. Lawrence la quiso para K, para que pudiera escribir y ver el paisaje desde la altura. Asimismo, podía observar el mar, un mar azul que se tornaba oscuro, horrendo, de muerte, favorable para los naufragios.

Aunque faltaban algunas comodidades y carecían de servicios sanitarios, todos se adaptaron. Lawrence se había ocupado de que hubiera un retrete afuera.

Antes de que llegaran a instalarse los Murry, Lawrence le había escrito a K:

Es el lugar más maravilloso: un pueblecito de granito situado al abrigo de las colinas, con hierba de páramos, y más allá una masa de mar…
Ahora todo es Aulaga, que brilla de flores y, luego hay brezo y, luego centenares de dedaleras. Creo que es el mejor lugar donde he vivido.

La aulaga y la dedalera son flores resistentes, sobre todo la aulaga, que puede crecer en diferentes entornos y tiene propiedades medicinales, además de su hermosura en color y su efecto en el paisaje, como si fuera una cortina colorida, vibrante. Eso denota el efecto del paisaje sobre Lawrence.

Sin embargo, no todo resultó placentero. Durante aquellos meses, K se ponía celosa cuando su esposo y su amigo se iban a caminar y se perdían por largas horas. A veces, había odio por parte de Lawrence contra Frieda, que se acrecentaba en golpes e injurias. Más tarde se olvidaba, como si no hubiera ocurrido ningún incidente.

La verdad era que L se hallaba bajo el dominio de aquella mujer, que dejó su matrimonio y sus tres hijos para fugarse con él. Dependía de ella, cual un asidero en que se apoyaba.

Emma María Frieda ya había cometido adulterio antes con otros hombres, mientras estaba casada con el profesor universitario de lenguas y filólogo Ernest Weekley, del que Lawrence fuera alumno. También ella le sería infiel.

Sucedía algo extraño en aquella relación, Lawrence, en algún momento, confesaría su homosexualidad. Quizás la fortaleza, la masculinidad del carácter de la alemana, fueron el gancho que lo atrajo.

K no apreciaba los puntos de vistas de Lawrence con respecto a la sexualidad femenina, el modo en que los hombres no debían dejarse domeñar por las mujeres. Sin embargo, existían cosas y sensaciones que los atravesaban, un flujo amable, como el titilar de una estrella. Fueron amigos. Luego, enemigos, denigrándose por correspondencia. Al final, regresó la calma, aquel flujo, la sensación de placidez.

Entre K y M, se dice que al principio hubo un sexo tierno, luego ninguno. La neozelandesa fue un ave migratoria que abandonó su familia y su país a los 19 años, y nunca regresó. Dejó atrás a una comunidad de mujeres aferradas al matrimonio, al aburrimiento sin expectativas. Desde muy joven estudió violoncelo, creyó que podía tener una carrera de músico profesional, aunque posteriormente declinó el esfuerzo y optó por literatura.

Se consideraba escritora, después mujer. La bohemia, promiscua, tuberculosa, contagiada de gonorrea, la que abortó un nonato y su madre la desheredó en vida, podía relatar cuentos, donde los personajes intimaban, aunque no podían acercarse.

Entre líneas leíamos que no eran en realidad lo que proyectaban. Daba la impresión que no sucedía nada; contrariamente, aparecía una marea, arrastrando la grisura, para mostrar lo que permanecía oculto.

Hacía retratos de la sociedad, y en algunos cuentos caracterizó al círculo literario, mostrando a personajes casi caricaturescos. En Preludio hay similitud con su propia familia. Ya en los últimos años, su escritura da un giro y vuelve a sus orígenes, a su infancia en Wellington.

Antón Chejov fue su dios y su influencia. Todos los escritores tienen modelos, ninguno se hace ni surge de la nada. Su cuento La niña que estaba cansada, tiene puntos de contacto con Spat´khochetsia, del autor ruso. En ambas se expone la violencia doméstica infantil, y ocurre un asesinato. Aunque no fueron contados con la misma estructura, sucede lo mismo.

Después del fallecimiento de la autora y con la posterior edición de su libro En una pensión alemana (cuentos de su primera juventud, de los que no estaba orgullosa), donde aparece La Niña…, surge un debate de si es o no un plagio; o quizás haya sido un ejercicio escritural.

De Mansfield, me atrae la manera sutil de aludir los detalles, la luz que va aflorando del interior al exterior, tanto en los personajes como en el contexto. No es solamente la acción de representar, sino la exploración. Sus personajes están vivos, quizás demasiado.

En Felicidad, la protagonista experimenta una satisfacción inesperada, piensa que lo ha conseguido todo. Un matrimonio estable, una niña encantadora, una casa perfecta. Al final del cuento, descubrirá una falla, un punto negro en el supuesto equilibrio.

John Middleton Murry, fue director y editor de revistas literarias, crítico y ensayista. Al morir Katherine, difundió su legado con las publicaciones de sus cuentos, poemas y cartas.

Se afirma que hizo cambios estructurales en su obra y vivió del éxito de su esposa. No fue un santo. Convenientemente, residió lejos de ella, pues su trabajo estaba en Londres. Durante sus períodos de separación, en que K se hallaba enferma, habitando en países de climas más cálidos, él zorreaba con otras mujeres. Era un tipo muy metido en sí mismo, propenso a los cambios, igualmente sus ideas políticas sufrieron mutaciones.

En los años que duró su matrimonio con Murry, aun cuando ella quería ser independiente, necesitaba de su protección. Una trinchera para resistir su fragilidad. Algo con que no contó la mayoría de las veces.

A K le molestaba su condescendencia, la mirada superficial y ausencia de crítica sobre su obra. Cuando le pedía opinión, alegaba que todo lo ella que escribía le parecía genial y así le tapaba la boca.

Si hablamos de Lawrence, observamos que en su escritura persiste una delicadeza, la inquietud por lo femenino. Probablemente haya sido un rasgo suyo que le interesó trazar en varias de sus novelas.

En El amante de Lady Chatterley y en Mujeres enamoradas se siente ese destilar, acechan las expectativas, para dar paso a procesos aparejados al desencanto. Mientras que, al mismo tiempo, hay una vitalidad que arrasa. La mujer en sí es la rueda que gira y no se estanca; aunque se trabe por momentos, luego recupera su engranaje.

El escritor inglés, originario de Nottinghamshire, un pueblito minero, tenía el don de atrapar la lírica del paisaje, mostrando refinamiento y belleza e igualmente plasmando la sordidez en los entornos miserables.

Es un voyeur que cuenta las secretas pulsiones de los cuerpos, el ardor mental, primigenio. Con frecuencia sufrió rechazos por parte de las editoriales, que lo censuraban, tildándolo de pornógrafo. Además, la mayoría del tiempo pedía dinero prestado para sobrevivir. Él y Frieda viajaban mucho, buscando sitios pagables para su flaco bolsillo.

Sus personajes son complejos, fascinantes y llenos de contrastes. Por eso son tan adaptables para el cine y las series. Pienso ahora mismo en las disímiles adaptaciones que se han realizado de El amante de Lady Chatterley. El último de estos largometrajes, es el más gráfico en sus escenas carnales.

Indudablemente, Katherine fue un modelo de personaje para D.H. Lawrence. Tenía una personalidad muy particular, irónica, divertida y malhablada. Pero muy trabajadora en sus libros.

Virginia Woolf alababa más sus cartas que sus narraciones. Decía que en ellas estaba lo mejor de K, en las que abundaban interesantes observaciones, un sentido del humor corrosivo y hasta la burla de sí misma.

Las revelaciones de su soledad, el abandono del esposo, y la carga de sus enfermedades, las registraba en su diario personal. En sus páginas había una urgencia por desarrollarse como escritora y aún más por vivir.

Katherine murió en enero de 1923. Lawrence, en marzo de 1930. Ambos en Francia, con siete años de diferencia. Todavía estuvieron unidos por la tuberculosis.

Ninguno tuvo lujos, a pesar del talento. Todos vivieron una vida nómada, la permanencia efímera en diversos lugares. Que no es más que la cultura de la adaptación.

Esta existencia, pintoresca, de dar tumbos de un lado para el otro, no es triste ni tampoco negativa. Creo que mucho peor es nacer y vivir en una ruina circular, donde la prioridad de comer sustituye a las palabras. Y esto lo digo en el caso de los escritores.

Y vuelvo a este grupo de amigos, una vez más. Miro las fotografías en que los cuatro posan juntos, en aparente quietud. Pero una imagen nunca ha sido una fuente honrada para expresar la felicidad. Es solamente el milagro técnico del lente captando el instante, la memoria ofrecida en la cartulina. Es también el engaño, lo que no se ve, aquello que palpita en el interior y sólo el alma conoce.





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La Rusia que ha forjado Putin

Por Alexander Gabuev

Moscú, Occidente y la convivencia sin ilusiones.