Nace el cine cubano… ¿Hembra o Varón? (Memorias I)

Cine cubano de los años 60 del siglo XX. Primeras películas de una cinematografía que apenas existía. Películas que se quisieron creativas e inclusive analíticas del proceso castrista, aunque ninguna pudo realmente: demasiado controladas para poder ser críticas.

Películas que se produjeron bajo el control absoluto de Alfredo Guevara… ¿Alfredo qué? Alfredo L. Guevara Valdés… Nada que ver con el Ché. ¿Y quién fue Alfredo L. Guevara Valdés?

No ché… Bueno, sí sé… Guevara Valdés fue el encargado por Fidel Castro de crear en cine la imagen más “fidelista” del castrismo.

Había nacido en la ciudad de Matanzas, el 31 de diciembre de 1925, en una modesta familia de padre ingeniero de ferrocarril y de madre ocupada en los trabajos domésticos. Típica clase media de provincia, sin aspiraciones políticas o intelectuales.

A finales de los años 40 era ya un destacado estudiante de Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana. Alguna vez declaró, sin ironía: “Escogí Filosofía porque la mayoría de los estudiantes eran mujeres. Era más fácil llegar a presidente de esa facultad”. Es decir, lo que realmente escogió fue la política.




Guevara se convirtió muy pronto en candidato a la Secretaría General de la FEU, la Federación Estudiantil Universitaria. Fidel Castro Ruz, estudiante de Derecho, también aspiraba al puesto. Pero Guevara ganó la elección y Castro se preguntó: “¿Cómo es posible que me haya vencido un hombre con frenillo, al que no se le entiende cuando habla en público?”.

“Es que los comunistas lo apoyan”, le explicaron.

La importancia del respaldo comunista era cierta, pensó Castro, pero no lo explicaba todo. Guevara era brillante. Informaciones, ambas, que Fidel incorporó como esenciales.




En abril de 1948, Castro y Guevara viajaron juntos a Bogotá, Colombia, a participar en las actividades estudiantiles organizadas por la izquierda latinoamericana contra la Conferencia Panamericana, programada por Washington.

Guevara fue enviado por las juventudes comunistas cubanas, mientras que Castro se agenció el viaje ¡con los peronistas argentinos!

Para Washington, se trataba de encuadrar a los jóvenes latinoamericanos en favor del Plan Marshall: la nueva división de Europa entre países comunistas y países democráticos. Para la izquierda latinoamericana, se trataba de todo lo contrario.

Durante la Conferencia, Jorge Gaitán, popular político Liberal, fue asesinado, provocando un enorme estallido popular en el que Fidel Castro no pudo controlar su impaciencia “y salió a la calle y atacó una estación de policía junto a una turba de manifestantes”, cuenta Tad Szulc en su biografía Fidel, un retrato crítico.




Allí se procuró su primera arma “revolucionaria”: una escopeta de gases lacrimógenos. ¡Algo era algo! Mientras tanto, Guevara no se había movido de la pensión en que vivían. Castro comprobará más tarde que Alfredo había seguido las órdenes que le habían hecho llegar desde La Habana y no pudo menos que constatar su disciplina. Anotarla en su memoria, para el futuro.




Un tiempo más tarde, Guevara organizaba la delegación cubana al Congreso de las Juventudes, programado en Praga por la Internacional Comunista. Castro se enteró y le pidió que invitase a su hermano Raúl. “Es bueno que vaya conociendo gente”, le dijo.

Guevara invitó a Raúl a un viaje que incluyó Moscú, para deleite del joven Castro. Fue entonces que comenzó una amistad que duró toda su vida, complementando la admiración que Alfredo ya sentía por la impetuosidad desbordada del hermano mayor.

Regresando con Alfredo de la URSS, Raúl Castro comenzaría otra amistad que en el futuro tendría repercusiones esenciales para la Revolución Castrista. Con Nikolai Leonov, un ruso que viajaba con los jóvenes de regreso del Congreso.




Leonov era el nuevo jefe para todas las Américas de la KGB, los servicios secretos de la Unión Soviética, aunque los muchachos no lo sabían todavía. Venía a México en barco, cuando muy bien hubiese podido viajar mucho más rápido en avión. Para él era importante conocer a estos jóvenes latinoamericanos que podían muy bien serle útiles en un futuro.

Leonov sabía quién era Alfredo Guevara, pero de Raúl sólo tenía la noticia vaga de que era hermano de un líder estudiantil cubano. Años más tarde, Raúl Castro recurrirá a Leonov para resolver un problema muy grave.




Eran por entonces las semanas finales de 1959, primer año de la Revolución. Fidel se encontraba en Houston tratando de asegurar el suministro de petróleo a la Isla y no estaba teniendo mucho éxito, ni con los petroleros tejanos ni con el presidente Eisenhower. Invitado a Nueva York por la Asociación Norteamericana de Prensa, Fidel había intentado hablar con el presidente estadounidense. Sin éxito.

Un día, Castro y su comitiva de guerrilleros se aparecieron en la Casa Blanca. Sin avisar. Dwight Eisenhower había sido el comandante supremo de las fuerzas aliadas en Europa, el brillante organizador, con Churchill, de la invasión de Normandía. Para la sociedad estadounidense, un héroe de la II Guerra Mundial, ahora presidente de la nación más poderosa del planeta.

Vestidos con uniformes militares de a diario, los visitantes pidieron hablar con él. Ante el pueblo cubano, ellos también se sentían “héroes por la libertad”. Pero Eisenhower alegó que no tenían cita previa, que su presencia en el país era por estricta invitación privada, y los dejó con el vicepresidente Richard Nixon.




Acto seguido se fue a jugar golf… ¡Allá va eso!

Cuando Raúl se enteró en La Habana, pensó en Leonov. “Es bueno que vaya conociendo gente”, le había dicho Fidel a Alfredo.

Raúl Castro sabía que Anastas Mikoyan, viceprimer ministro ruso, estaba de visita en México. Tal vez “su amigo” podía conseguir que Mikoyan viniese a Cuba. Era su manera de “resolver” el problema del petróleo.

Y Raúl contactó a Leonov, sin consultarlo antes con su hermano. Y, cuando Fidel lo supo, se enfureció y exigió que Raúl viniese a Houston. ¡Inmediatamente!

Los hermanos se encerraron en la habitación del hotel y no salieron en toda la noche. ¡Los gritos se escuchaban desde el pasillo!

A la mañana siguiente, Raúl regresó a Cuba. Fidel no quería que la Isla quedase sin un “Castro” en el control. Fue la primera vez que Raúl Castro viajó a Estados Unidos.

Y Mikoyan vino a La Habana. Y los rusos ofrecieron el petróleo, a cambio de azúcar. Pero las petroleras estadounidenses se negaron a procesarlo, alegando razones técnicas.




Fidel Castro les dio un ultimátum. Las amenazó con nacionalizarlas, si no lo hacían. En respuesta, Eisenhower suspendió las relaciones diplomáticas y decretó un embargo a todo comercio entre EE. UU. y la Isla, a excepción de alimentos y medicinas.

Una muy fuerte limitación comercial a un país que había prosperado como república gracias a su relación abierta con el libre mercado de los Estados Unidos. Y, además, ¡dio la orden a la CIA de organizar una Invasión a Cuba reclutando 1500 exiliados del castrismo!

Había comenzado el conflicto que apenas tres años más tarde llevaría al mundo al borde de la guerra nuclear. Pero aquel conflicto tenía antecedentes. Antecedentes “discretos”, claro. Más bien, secretos…

En la Sierra Maestra, en el verano de 1958. Seis meses antes del triunfo. Castro organizó una reunión con Carlos Rafael Rodríguez, alto dirigente del PSP (Partido Socialista Popular, comunista) y le pidió que al triunfo de la Revolución, cuando las leyes que planeaba provocasen una posible renuncia masiva de los empleados del Estado, el PSP tuviese a sus miembros listos para reemplazarlos. Y así evitar una parálisis en la administración pública. Fidel Castro sabía lo que venía.

En una entrevista con periodistas mexicanos al final de su vida, Alfredo Guevara declaró:

“Muchos de los errores que se cometieron a inicios de la Revolución son responsabilidad de los miembros del PSP, que no tenían más méritos que el de ser confiables… Eran unos incapaces… Sin la más mínima creatividad… Gente limpia y abnegada, pero deformada por el estalinismo”.

Esos, a los que Guevara llamara “incapaces”, controlarán la administración pública a partir de finales de 1959, consiguiendo una toma de control total de las empresas del país. Grandes y pequeñas. Todas, sin excepción, en cuando Fidel Castro nacionalizó la economía privada e impuso su socialismo.

Pero el nuevo sistema no pudo ofrecer suficiente comida. No porque ahora diese de comer a más gente, sino por su incapacidad de producir por lo menos al mismo volumen que antes. Al desaparecer la propiedad privada, había desaparecido la competencia y el aliciente personal para esforzarse. Lo que era de todos no era de nadie.

Presionados los obreros para que, más que trabajar, hiciesen constantes manifestaciones políticas orquestadas por el régimen.

Castro ganó total poder sobre el funcionamiento del país, pero la economía perdió su individualidad y su creatividad. El ojo del amo dejó de engordar al caballo. Y el control del Caballo nos cambió la vaca por a chiva. Zoológico personal de una economía a la buena de Dios. Es decir, de Fidel.

Y el “esfuerzo colectivo” fue una motivación tan abstracta que sólo funcionaba cuando una amenaza extranjera tocaba el resorte del “orgullo nacional”. Y comenzó el caos, que será el tema de La muerte de un burócrata, una de las primeras películas del ICAIC.

Caos que dura, cáncer que no termina, y que nada tiene que ver con el embargo decretado por los EE. UU., tragedia que ni remotamente abordó la película. Ya que hacerlo hubiese implicado contestar el nuevo orden y las películas del ICAIC eran producidas para afincar, no para analizar (y mucho menos criticar) las decisiones del Comandante en Jefe.

Si en su entrevista con los mexicanos Alfredo vio claro cómo el “estalinismo” desvirtuaba lo que creía de positivo en el marxismo-leninismo, ¿cómo fue que no vio que el “fidelismo” era igual de destructivo?

El amor es ciego, decía la canción.

A principios de enero de 1959, con la Revolución triunfando, a su paso por la ciudad de Matanzas, antes de su entrada triunfal en La Habana, Fidel Castro había pedido a su hermana Lidia que le localizase a Alfredo Guevara, que ya tenía que estar con su familia de regreso de su exilio en México.

Con alta experiencia en organización de eventos, Guevara era el comunista disciplinado y políticamente independiente que Fidel necesitaba. Lo necesitaba con urgencia para que le organizase cuanto antes reuniones secretas con otros miembros del Movimiento 26 de Julio. Reuniones de las que nadie fuera del grupo podía enterarse.

Alfredo fue a las antiguas oficinas del SIM, el servicio de inteligencia militar de Batista y, con el acuerdo de Castro, extrajo los expedientes de las personas que estarían presentes en las reuniones. Incluyendo, por supuesto, el suyo propio. Y los destruyó. Cualquier información que hubiese habido en aquellos archivos sobre Alfredo Guevara, desapareció para siempre. Movimiento brillante, una vez más.




Y las reuniones se llevaron a cabo en la casa del Ché en la playa de Tarará, alejados de la ciudad. A finales de enero y principios de febrero de 1959, justo al comienzo de la Revolución. Reuniones de las que ni Manuel Urrutia, presidente de la República, ni José Miró Cardona, primer ministro, tuvieron conocimiento siquiera.

Allí se escribieron leyes que Castro no quería que se hiciesen públicas todavía. Reuniones donde, en secreto, se escribió un texto derogando la Constitución de 1940, una constitución que Castro había prometido más de una vez ¡restablecer!

Alfredo Guevara no sólo organizó las reuniones, sino que también participó en la escritura de algunas de aquellas leyes clandestinas, al tiempo que aprovechaba para informar a Fidel de su deseo de crear un organismo de producción de películas.




Durante su exilio en México, Guevara había trabajado para el productor de cine Manuel Barbachano Ponce y allí le había surgido la idea. Producir películas de máxima calidad que ayudasen a los cubanos (y al mundo) a conocer las ideas de la Revolución. Es decir, las ideas de Fidel Castro.

Fidel leyó el borrador de ley que Alfredo ya tenía escrita. Vio enseguida la importancia que tendría el cine como medio de propaganda y dio su acuerdo.




Con la ley 169, publicada el 20 de marzo de 1959, apenas 79 días después del triunfo, el Gobierno Revolucionario creó el ICAIC, a instancias de Alfredo Guevara. Con él mismo como presidente, ¡no faltaría más!, y con Tomás Gutiérrez Alea, cineasta educado en Italia, y Guillermo Cabrera Infante, importante crítico de cine, como consejeros/asesores ejecutivos de la presidencia. Un ecumenismo que pronto se demostrará muy frágil.




“Del Arte e Industria” se leía en el nombre del organismo. No es que en Cuba nunca se hubiese hecho cine. Desde los años 1910 ya se había intentado hacer películas, a veces hasta con ínfulas de arte. Pero, ¿industria…?

El ICAIC fue la primera institución cultural fundada por la Revolución. Ni tres meses habían pasado después del triunfo de los rebeldes en la Sierra Maestra. Castro prometió el equivalente de un millón de dólares para habilitar el ICAIC y comprar equipos. Para la época, ¡un montón de dinero!

Guevara enseguida pensó en una “Ciudad del Cine”, para cuyo diseño contrató a Frank Martínez, joven y prometedor arquitecto.

Una cinecittà cubana, al otro lado del túnel de la bahía. Martínez, Guevara, Canel y Cabrera Infante “imaginando” el futuro.




Pero Castro no pudo darle el dinero todavía. ¡No lo tenía! Como tampoco ejercía total control sobre la presidencia, ni era todavía primer ministro, Castro tuvo que esperar a encontrar un renglón apropiado en el próximo presupuesto de la nación.

Por el momento, el ICAIC sólo obtuvo una cantidad modesta para alquilar apenas seis oficinas en el 5º piso del edificio Atlantic, en El Vedado. Y pagar los exiguos salarios de siete personas.




El resto de los candidatos a trabajar en cine fueron agrupados temporalmente en la Sección de Cultura de la Fuerzas Armadas Revolucionarias. Una sección que ya había producido dos primeros documentales propagandísticos.

Esta tierra nuestra, sobre la necesidad de una reforma agraria en el país y La vivienda, sobre lo imperativo de una residencia asequible a todos. Pero el verdadero disparo de arrancada del cine fidelista fue el 26 de julio de 1959, sexto aniversario del ataque de Castro al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba.

Cientos de campesinos fueron traídos de la Sierra Maestra a La Habana, a participar en una enorme concentración en la “batistiana” Plaza Cívica, ahora rebautizada como Plaza de la Revolución. Los campesinos se alojaron en las casas de los habaneros que ofrecieron sus hogares de forma espontánea.

Dirigida por Julio G. Espinosa, Sexto Aniversario fue la filmación inicial del ICAIC. Es un documental sobre la primera concentración popular del Castrismo en el poder, apenas siete meses después de la llegada de los “barbudos” a La Habana. Una película de 20 minutos divulgando en Cuba (y en el mundo) el pensamiento del comandante en Jefe, tal como Alfredo le había prometido a Fidel.

Es el momento clave en que Castro proclama una reforma agraria mucho más radical que la anunciada en la Sierra Maestra, para sorpresa de los cubanos, del gobierno norteamericano, y del mundo.

Por primera vez se le vio hacer preguntas desde la tribuna, que eran respondidas con un sí o un no por la muchedumbre. Un diálogo directo con su pueblo.

Se necesitaron múltiples equipos para filmar un acontecimiento tan amplio. Motivo perfecto para incorporar a los candidatos mantenidos hasta entonces en la Sección de Cultura del Ejército Rebelde.

Esta “inesperada” reforma agraria tan radical agravó las críticas a la Revolución y el ICAIC adquirió para Castro una nueva e inmediata utilidad imprescindible. Ahora sí que llegó lo que faltaba del dinero prometido y Alfredo Guevara tomó posesión, finalmente, de todos los pisos del edificio Atlantic.

Y de mediocre colmena de oficinas grises, el séptimo piso, su piso, fue reconvertido en elegante lugar ejecutivo. Con sus paredes adornadas con obras de conocidos pintores cubanos y con butacones de elegante cuero negro y estilizadas sillas Barcelona, destacándose contra el piso de mármol y el blanco puro de las paredes.

Y, claro, ¿por qué no?, reduciendo 3 pulgadas de alto a cada ventana, con el objetivo de hacer exactamente cuadrado cada marco de cada ventana de cada piso. Puro placer estético.

Declaró Guevara: “La rentabilidad de una película dejará de ser un fin en sí mismo… El éxito será juzgado por su acierto artístico… El conformismo será su enemigo”.

Palabras mayores para un cine de propaganda que no tenía ni cámaras siquiera.

Ya con el dinero de Castro en la mano, Guevara envió una delegación a EE. UU. a comprar equipos, haciéndose acompañar de un “barbudo” como referencia a una Sierra Maestra a la que nunca subió. Y apenas pudo disimular su enfado en el aeropuerto, ya que el consulado de EE. UU. le había negado la visa para que él también pudiese viajar a Estados Unidos.

En Hollywood, el ICAIC adquirió cuanto Epstein y Alea consideraron necesario para comenzar la producción de películas.

¡Hasta un back-projector compraron! Un equipo para proyectar fondos detrás de los actores, ya para entonces obsoleto por el auge de los rodajes en locaciones naturales de las películas de la Nueva Ola francesa y del Nuevo Cine italiano, tan de moda en aquel momento.

Pero con equipos o sin equipos, la historia del país ya comenzaba a torcerse. El 19 de octubre de aquel primer año de Fidel Castro en el poder, el comandante Huber Matos renuncia a la capitanía de la provincia de Camagüey, pidiendo la autorización de retirarse a su vida previa de maestro rural.

Matos alegó la inesperada presencia de comunistas en puestos importantes. “Presencia cada día en aumento”, escribió en su carta de renuncia, y con la que no estaba de acuerdo. Catorce de sus oficiales renunciaron junto a él.

Castro envió a Camilo Cienfuegos, jefe del ejército, a controlar el descontento. Camilo tomó a su amigo Huber bajo custodia, pero había puntos en el razonamiento de Matos con los que Cienfuegos pareció coincidir.

La orden de colocar a los comunistas en cuarteles de Camagüey había venido de Raúl Castro, jefe militar de Santiago de Cuba, y no de Camilo, que era jefe nacional del ejército. Evidente violación de la cadena de mando.

Al anochecer del 28 de octubre de 1959, Camilo abordó una pequeña avioneta Cessna para regresar a su cuartel general en La Habana, pero nunca llegó.

Para distraer, Castro paralizó durante siete días todas las actividades del país, para que los cubanos “buscasen a Camilo”. Una puesta en escena que ni el propio ICAIC hubiese podido conseguir mejor.

Y nunca más se supo de Cienfuegos. Castro decidió que cada año, en el aniversario de su desaparición, los cubanos fuesen hasta el mar a “tirarle flores a Camilo”.

Con su jefe “desaparecido”, el Ejército Rebelde fue disuelto, para dar lugar al Ministerio de las Fuerzas Armadas con Raúl Castro al frente, en calidad de ministro.

Los dos centros de poder, las fuerzas armadas y el gobierno, bajo el control personal de los hermanos Castro, ¡finalmente! Y a Matos, como escarmiento, le impusieron 20 años de cárcel. Condena que cumplió hasta el último día.

Mientras tanto, como si nada de esto tuviese que ver con él, Alfredo se deleitaba con los equipos que le llegaban de Hollywood. Ese Hollywood que tanto criticaba y que tanto hubiese querido visitar. Y cuyos jefes de estudio, los llamados mogols, eran, sin darse cuenta, su modelo.

Su encomienda era otra, parecía decir con una actitud aparentemente alejada de los dramas de una política ya abiertamente procomunista. Política con la que estaba de acuerdo, por supuesto, y con la que había colaborado desde un primer instante, en secreto. Por el momento se dejaba fotografiar ante el voluminoso e inútil back-projector, mientras exhibía un nuevo estilo de vestir: la chaqueta sobre los hombros.

Para unos, un intento de “capa española”. Para otros, un gesto de desafío en un régimen de militares donde la “hombría manifiesta” era condición imprescindible.

En menos de un mes, Guevara comenzó el rodaje de Historias de la Revolución, primera película de argumento rodada por el ICAIC. Una película dirigida por Tomas Gutiérrez Alea, un cineasta que al igual que Julio García Espinosa contaba con estudios en el Centro Experimental de Roma. Ambos de probada confianza política. El ICAIC los continuará utilizando para sus proyectos más importantes. Guevara no se atreve a confiar en los más jóvenes.

La intención de Alfredo era homenajear a la Revolución con un film de calidad, una obra de “arte cinematográfico”, tal como anunciaba el nombre del ICAIC. Al tiempo que intentaba “entretener” a la población, tal como había prometido a Fidel. Entretenimiento propagandístico, o propaganda entretenida, como se prefiera… Pero propaganda al fin. Y “artística”, además. La cuadratura del círculo.

A Guevara siempre le costó aceptar que el ICAIC fuese una organización de propaganda. La Revolución decía la verdad sobre el país. Era la verdad, no propaganda, la que solamente se podían expresar ahora, gracias a la Revolución. Eso decía… Y tal vez, inclusive, eso pensaba.

Fue el momento en que Castro creó las milicias armadas en todo el país, sabiendo muy bien que el descontento aumentaba. La euforia de los primeros meses se había disipado.

Se crearon los Comités de Defensa de la Revolución para mantener el control. En cada ciudad. En cada cuadra. En todas partes.

Es también la época en que Castro organiza un programa de alfabetización campesina, que era una forma indirecta de “formar” en el marxismo-leninismo a los propios jóvenes citadinos que lo ejecutaban.

Y es el momento en que Alfredo crea las unidades de Cine Móvil, camiones que se adentraban en las montañas a mostrarles cine por primera vez a los campesinos. Cine escogido por el ICAIC, claro. Para entretener y “orientar”.

En junio de 1960, Guevara comienza la publicación de Cine cubano, dirigida por él mismo. Una revista para definir las posiciones del ICAIC y publicitar las películas.

En esa época los “liberales” dentro de la Revolución lo acusaron de aumentar su control sobre la exhibición de películas para acrecentar su capacidad de censura política.

Con el objetivo de acallarles, Guevara decide contratar a Manuel Fernández para dirigir la Comisión Revisora, una oficina ahora en manos del ICAIC que, desde la época del dictador Batista, se ocupaba de clasificar las películas por edades, para su exhibición.

Fernández era un respetado dirigente del catolicismo cubano, todavía director de la revista Cine Guía, la mejor en una Cuba a punto de desaparecer.

Guevara se consigue un contacto en la revista y va a verle una noche a su oficina en el edificio del Arzobispado, detrás de la Catedral de La Habana. Sin que nadie se entere. Y le ofrece el puesto… Y Fernández lo acepta.

Con un católico íntegro al frente de la “clasificación” de películas, Guevara consigue acallar a sus críticos. Una vez más su sinuosa capacidad para la intriga le había dado resultados. Todo parecía no poder irle mejor, pero en el país ya comenzaba a sentirse la distancia cada día mayor entre las ilusiones primeras y la realidad, con conflictos graves entre los grupos revolucionarios.

“Al hablar de conspiraciones, tengo que hablar de Edith García Buchaca”, siguió diciendo Alfredo en aquella entrevista al final de su vida. “Era la directora de la Comisión de Cultura del PSP (comunista) y a la vez secretaria general del Consejo Nacional de Cultura… Y se había planteado ‘tomar’ el ICAIC”.

“Edith vino al ICAIC y nos dijo: ‘Como ustedes saben, Fidel nos está pasando el poder’, lo cual era mentira porque yo estaba cerca de Fidel y de Celia Sánchez y no sabían nada de esto”, recordó Guevara. “Ella siguió hablando y me dijo que debía aceptar la presencia de un comisario político… Yo no puedo juzgarme ahora, debo de haber estado desconcertado… Le pedí un tiempo para pensar qué decisión tomar, si iba a renunciar o iba a aceptar al comisario político”.

“Del ICAIC salí para la calle 11, en El Vedado, donde Fidel vivía con Celia Sánchez, y en el momento que llego a la casa, Fidel no estaba, pero hablo con Celia y le cuento… Ella empezó a gritar y a decir malas palabras, ¡porque Celia era muy fuerte! Y me dijo que eso estaba pasando en todo el país… ‘Nos tienen tomados los teléfonos’, me dijo, ‘¡incluso el de aquí de la casa!’”. En ese momento, me di cuenta de que lo que se conoció después como “microfracción” estaba andado ya…

“Cuando al cabo de los días, García Buchaca regresó a otra reunión, le dije que había decidido renunciar, pero no ante ella, sino ante Fidel, a quien le iba a explicar lo que ella decía acerca del traspaso de poder al PSP… En ese momento empezó a recoger velas, que si esto, que si lo otro… Ella se fue y yo regresé a mi despacho y decidí que todos los que se me habían colado en el ICAIC se iban de allí… Iba a dejar sólo a los que considerara que eran cineastas o tenían potencial para serlo”.

El incidente hizo evidente el resentimiento que los miembros del antiguo partido comunista (PSP) seguían teniendo contra Guevara, desde 1956, año en que Alfredo los había abandonado cuando la denuncia de Joseph Stalin por Nikita Jrushchov. Fue el momento en que tomó la decisión de colaborar exclusivamente con Fidel Castro, algo que los comunistas no harán más que a mediados de 1958, unos pocos meses antes del triunfo de Castro.

Sin embargo, en un futuro cercano, Guevara terminará concertándose con García Buchaca para destruir a Carlos Franqui, en ocasión del “affaire PM”.

Franqui había fundado el periódico Revolución en la clandestinidad y luego Radio Rebelde en la Sierra Maestra, y con Guevara y García Buchaca era el otro candidato para el puesto de Ministro de Cultura, posición no creada todavía. Y lo sacaron de la foto…

Pero, vayamos por pasos… Lo que entonces comenzó fue “El caso Ricardo Vigón”.

(Continuará).





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Todos los peores humanos (III)

Por Phil Elwood

Cómo fabriqué noticias para dictadores, magnates y políticos.