Tuve un amigo (vive actualmente en el cantón de Mont-Louis, en los Pirineos Orientales, luego de fugaces asentamientos en Italia) que adquirió en La Habana costumbres muy extrañas. Si fuera por la índole de su temperamento y los detalles de su educación, no me sumergiría en interrogaciones que se afincan en el pretérito y tienen relación con su proceder. Pero siempre imaginé que había algo más. Algo relacionado con la naturaleza fosca y nocturna de la ciudad, caminada por él con una suerte de pasión de naturalista, como Darwin recorriendo el mundo y añadiendo criaturas raras a su colección.
La presencia hoy, en mi mente, de este amigo ya más francés que habanero, se debe a una vieja y célebre película de Alain Resnais: Hiroshima mon amour, estrenada en 1959 si no recuerdo mal. La vimos juntos antes de empezar el tercer año (de puro milagro, pues estábamos en la temporada post-Mariel y los fanatismos florecían por doquier) en la Facultad de Filología de la Universidad de La Habana. Y mi amigo quedó literalmente prendado del rostro, la voz, el cuerpo y la mirada de esa joven actriz (Emmanuelle Riva) que, según The New York Times, acaba de fallecer a los 89 años.
Resulta que Emmanuelle Riva (en Hiroshima mon amour ella es una joven francesa que visita Japón con intenciones de hacer un docudrama acerca de la paz mundial) fue famosa en su día por su arte y su belleza, y luego, al cabo de medio siglo, reaparece, sin belleza ostensible y con una lucidez vigorosamente sedimentada, en otra película: Amour (2012), dirigida por el incomparable (y tenebroso y muy gótico) Michael Haneke.
Sin prestar atención a consideraciones disuasorias, mi amigo se dedicó a recorrer las calles de La Habana en busca de su Emmanuelle Riva. Me hizo saber que iba a hacerlo y lo hizo. Estábamos a punto de entregarnos, sin ganas y con una clara visión pesimista del mundo, a los trabajos preliminares de nuestras respectivas tesis de grado (yo, sobre Jorge Luis Borges; él, sobre la novela De sobremesa, de José Asunción Silva). Avaro del tiempo, mi amigo salía a caminar todas las mañanas. Por las tardes visitaba, moroso pero tenaz, la Biblioteca Nacional o la de la Facultad. Por las noches leía y escuchaba sus casetes de jazz.
Un buen día, tras citarnos en Coppelia (los helados eran todavía buenos allí), me dijo que creía haber visto, en la entrada de una ciudadela del barrio de Luyanó, a su Emmanuelle. “¿Pero la viste de lejos o de cerca?”, intenté especificar. “De lejos, por eso tendré que regresar”, contestó. “Puedo acompañarte”, murmuré. “Ni lo pienses, iré yo solo”, confirmó. “Sin embargo, no estaría mal… ese barrio es candela”, añadí. “¿Por fin tienes que repetir el año?”, indagó inesperadamente. Me habían expulsado de la Facultad unos meses atrás, mientras los actos de repudio arreciaban. (Ahora que escribo esto, me pregunto si necesitaré poner una nota al pie, para explicar ciertas cosas.) “Tengo que repetirlo, pero nada más que dos asignaturas”, dije medio esquivo, removiendo el helado.
Pasaron dos semanas sin que viera a mi amigo. Yo me mantenía en casa, disfrutando de aquel extraño permiso académico y leyendo los cuentos de Borges, mientras retornaba a mi novia de hacía un año. Era suficiente para ocupar mi tiempo. Cuando nos reencontramos, vi que en su rostro ciertos cambios se denotaban como breves luces en movimiento. Traía un libro en la mano, aun cuando usaba una mochila.
“¿Qué lees?”, dije al verlo. “El túnel, de Sábato”, se emocionó. ¡Cuántos peligros trae la literatura a nuestras vidas! Y cuántos dulces desvelos. “¿Conociste por fin a Emmanuelle?”, susurré. Estábamos entrando en la clase de Filosofía Marxista, y en pocos minutos acabaríamos drogados por la avalancha de las utopías.
“La conocí, sí”, respondió y evadió mi mirada para, un segundo después, clavarme los ojos, que entrecerró apretando la boca. “Es ciega”, agregó en voz baja, con un silbido. “¿Ciega, cómo ciega?, ¿ciega ciega?”, dije. “Ciega total”, confirmó. “¿Entraste a la ciudadela?”, indagué. “No, llegué ahí al atardecer y la vi acercarse a la entrada y la esperé… entonces me dio por seguirla… manejaba un bastón retráctil y se movía como ondulando… pasé por su lado justo antes de llegar a la esquina, donde hay una señal de PARE, y le pregunté si podía ayudarla, y vi que su boca sonreía, aunque no podía verle los ojos tras aquellas gafas impenetrables… es muy joven, muy blanca y delgada en el estilo de Emmanuelle Riva, aunque sus labios son más gruesos”, me contó mi amigo.
Tengo la impresión de que, por aquellos días, cuando ya él se encontraba regularmente con ella (su nombre era Lucía y, en efecto, vivía sola, con un perro, en uno de los cuartos traseros de la ciudadela), la ciudad empezaba a adentrarse en una nueva capa de negrura interior. Me refiero a una oscuridad que puede palparse, incluso, en días muy soleados. Una oscuridad que sale del padecimiento (un padecimiento sobre otro y sobre otro y sobre otro) y se incrusta en las paredes, las molduras, las columnas y los techos.
La misma oscuridad que, como un hollín, vería yo una mañana, en un callejón muy seminal (los tiradores se apostaban allí para ser avistados consensuadamente o no), mientras intentaba acercarme al malecón. Algunos balseros probaban suerte (me refiero a los sucesos posteriores a agosto de 1994) en medio de una costa despejada, traslúcida, y en el callejón, que comunicaba la calle San Lázaro con la avenida, podías ver, entre charcos de agua y basuras, todo tipo de documentos.
Según mi amigo, Lucía trabajaba para un puesto de venta de artesanías. Al parecer era hábil con sus manos y procuraba ganarse su dinero con el propósito de mantener una independencia más o menos real, más o menos eficaz. Conocía muy bien la ciudad. Mi amigo la veía casi todos los días y hasta la ayudaba en eso de llevar los encargos de los artesanos, y era ella quien sabía por cuáles calles tomar y qué atajos resultaban más despejados.
Y me cuenta que una noche, al despedirse, un golpe de viento cerró la puerta del cuartico antes de que él pudiera volver a abrirla, y se percató de que, acto seguido, Lucía se echaba en la cama, vestida (daba por sentado que él ya se había marchado), como si un gran cansancio estuviera lacerándola. Se mantenía así, quieta, hasta que se despojaba de las gafas. Y entonces mi amigo tuvo dos revelaciones: pudo ver cómo eran sus ojos (cerúleos, pero nublados por una especie de velo iridiscente), y cómo era su sexo, envuelto en una fina y húmeda pelambre dorada (el calor de aquellos meses se hacía insoportable).
En el relato del denso y taciturno caminar por las calles dos veces por semana (cuando mi amigo terminaba sus clases en la Alianza Francesa), se percibía un agotamiento tan hondo y penoso como debió de serlo el esfuerzo real de ir al puesto de los artesanos con los encargos y regresar a la ciudadela.
Quiero detenerme un instante en este asunto porque en él hay una idea perturbadora: mi amigo observa que caminar con Lucía por las calles de la ciudad tendía a transformar el paisaje en algo de donde escapaba un aroma (estoy usando la misma metáfora que él usó) tan raro como repulsivo.
Sin embargo, poco de esa sensación dejaba alguna huella comprobable en su cada vez más intenso vínculo con Lucía/Emmanuelle, que muy pronto se afrancesó en términos prácticos. Hizo que ella “viera” con él, todas las veces que pudo, Hiroshima mon amour, y tuvo éxito en el anhelo de que aprendiera algunas frases (de la película) que él le hacía repetir cuidadosamente, enfrascado en la fonética.
“Cuando vas con ella por Guasabacoa, o bajas por Reforma hasta Arango, te das cuenta de que hay sitios donde los muertos todavía piden ayuda a los vivos, sin comprender el estado en que se encuentran”, me comentó una tarde mi amigo, a la salida de una clase de Lingüística. Temí por él.
“Deja a esa mujer”, dije. “Es ciega y comprende el amor de una forma tan ancestral que se aproxima a lo siniestro”, murmuró. “Vas a enloquecer”, advertí. “Me deja bañarla, ¿te imaginas?”, exclamó. “Cualquier mujer normal te dejaría bañarla”, dije. Me miró como compadeciéndose de mi llaneza, mi trivialidad o mi insipidez.