(Tomado de Desnudo de una actriz. Ingrid González: la viuda de Reinaldo Arenas. Hypermedia, 2016).
Sin pertenencia a ningún sitio, me fijo en un pequeño anuncio en el periódico de la Academia Municipal de Arte Dramático. Pocas veces me habían llevado al teatro. Aunque vi en el Teatro Nacional el Don Juan Tenorio interpretado por Otto Sirgo, en puesta de Gaspar Pumarejo para las socias del Hogar Club, y entonces sentí que, sin saber bien qué era eso que estaba presenciando, yo quería subir y «hacer algo allá arriba». Varios de mis conocidos estudiaban teatro en grupos privados, y aunque yo demostraba aptitudes, mi mamá repetía que no podía costear la matricula.
Había dejado los estudios de Comercio dentro de mi propia escuela presbiteriana porque ella no podía seguir pagándolos. A dos cuadras de mi casa, una señora llevaba una pequeña academia en la que te graduabas con titulo de Taquigrafía y Mecanografía emitido por la Escuela de Periodismo «Manuel Márquez Sterling», a la que estaba vinculada. En seis meses aprobé con sobresaliente su curso. Intenté ser secretaria y asistía las convocatorias de las muchas oficinas de la calle Obispo. Pero cuando me presentaba, los nervios no me dejaban tomar dictado. Se me olvidaban los símbolos, no mecanografiaba bien. Y mi madre se dio por vencida conmigo.
«Bueno, ve al examen», dijo mi madre. No más llegar, me convencí de que había arribado a mi ambiente. El profesor Ramón Valenzuela ordenando: «Súbete ahí». Alejada del mundo y en un escenario, allí quería estar. Me entregaron para examinar un monólogo en un estilo muy arriba, muy alegre, de los hermanos Álvarez Quintero. Regresé a casa y anuncié: «Aprobé». Mi mamá soltó a abuela: «Ya tú sabes, ahora hay que vestirla y calzarla». Abuela cocía requetebién, y con distintas telas fui reuniendo un vestuario hasta para las escenas que me orientaban hacer.
Entré a finales de ese 1956 y encontré a profesores como el director Mario Rodríguez Alemán, de Teatro Griego; Rine Leal, de Teatro Norteamericano; José Antonio Escarpenter, de Teatro Cubano; la doctora Coralia de Céspedes, de Fonética; Roberto García York, de Voz y Dicción. Sobre las cinco de la tarde empezaban las clases. La ruta 23 me dejaba en diez minutos en El Vedado.
José Antonio Escarpenter fue el primero allí en hacer por conquistarme. Salí incluso con él. Me fue a buscar en su auto a Luyanó, lo cual para mí era una heroicidad, y mi abuela —que lo conoció—, contentísima. Escarpenter me llevó a una playa y el mismo carácter de pichón de español que lo hacía apasionado en las clases, lo volvía algo agresivo en lo personal y me ponía muy nerviosa. Enseguida le demostré que no quería saber de él en ese aspecto. Fue el actor Jorge Losada el que me llamó a capítulo: «Ponte para las cosas». «¿Qué quieres decir con eso?», pregunté. «Hay un maestro enamoradísimo de ti». «Ah, Escarpenter», dije. «No, Rine Leal».
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Desde un inicio Rine Leal me empezó a enamorar. Despedía seguridad, una gente dulce, con más experiencia en cómo tratar a las mujeres. Me acompañaba primero a tomar el ómnibus. Empezó después a ensayar escenas en la azotea de su apartamento de C número 69 esquina a 5a. La primera vez, pedí permiso para ir al baño y me puse a husmear. Vi la foto de su esposa Sara Calvo. Fue un golpetazo. No pude seguir ensayando. No me había engañado, no era nada mío todavía, pero ya flirteábamos. Se percató y me explicó que se estaba divorciando, lo cual supuse una mentira pero, luego averigüé con sus amistades, era verdad.
Rine usó al grupo grande que se reunía después de clases en la cafetería frente a la Academia de 23 y 4: Roberto Fandiño, Mequi Herrera, Ada Abdo, Esther Díaz Llanillo y Manuel Reguera Saumell (que iba menos), como pretexto para incluirme. Y sumó a más gente. Un día Rine sube las escaleras de la Academia acompañado y me presenta a Guillermo Cabrera Infante. Fue la vez en que Cabrera Infante conocería a Miriam Gómez: alta, de ojos claros y rasgados, flaquísima, sin senos ni caderas y una voz varonil, de contralto, a lo Greta Garbo. Le atrajo su personalidad de existencialista. Fui muchas veces al programa televisivo de Rine y Guillermo. Lo planeaban en diez minutos. El tema de presentación era el silbido de El puente sobre el río Kwai, y por coña le saqué la primera parte a una letra: «Ri-ne Le-aal y G. Ca-iín, esta-no-cheeen televisión», pero no la seguí. Rine me hizo cantársela a Guillermo.
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Vine a sentirme bien con un hombre con Rine Leal. Cautivó a la adolescente que yo era, tanteando delicadamente mi psicología. Esperó a que cumpliera quince para acostarse conmigo. Salí de esa primera cita creyendo: «Me deshonraron». Sentí que era como un comienzo, pero nada extraordinario. Rine tuvo un orgasmo y yo me asusté mucho: «¡Dios mío, le pasó algo!», pensé.
Estelita estaba en mi casa cuando llegué como a las siete de la noche. Mi abuela la había mandado a buscar porque mi madre, que padecía del corazón, fingió un infarto. Como desaparecí ese día desde las diez de la mañana, y mi mamá sospechaba que yo andaba con Rine, sumó. Era verano, por eso oscurecía más tarde. Estelita me recibe en el portal: «Tu madre no se siente bien, y tú te perdiste…» «Estelita —la interrumpí—, me acosté con Rine». Ella dijo: «Yo me voy».
Volví a mi casa medio aturdida, pues Rine me había advertido que sangraría. Y no eché ni gota. Cuando se lo conté, creyó que no era señorita. Una actriz me explicaría luego que a las mujeres que han hecho mucha educación física —practiqué bastante deporte desde adolescente— y mucha danza, no es raro que les ocurra, pues nos vamos ampliando en elasticidad. Después nuestra relación fue muy buena. Formados a imagen y semejanza.
Llegó un momento en que mi familia permitió nuestro noviazgo. Mamá lo obligó a asistir un domingo por la noche al culto de la iglesia presbiteriana. Al terminarse, Rine saludó a mi mamá y a mi padrastro, y me dijo: «Vámonos». Fue la única vez. Antes se lo presenté a mis amigas, porque como él publicaba en la revista Carteles y salía en televisión, ellas alardeaban conmigo. Rine alquiló el apartamento 55 de O número 201, entre Humboldt y 25, para vivir solo. Acabé mudándome con él.