Disculpas a ustedes, escritores, los convertidos, no heredarán el reino

¡Viva la Revolución! ¡Sí!

¡Nueva constitución! ¡Sí! 

¡Abajo el imperialismo! ¡Sí!

¡Aunque tengamos que volver a las cavernas! ¡Sí! 

¡Los diez millones de que van, van! ¡Sí! 

¡Socialismo o muerte! ¡Sí!

¡Vamos con todo! ¡Sí!, ¡sí!, ¡sí!

Y yo dije sí a mi ingreso involuntario y luego dije sí de manera involuntaria. Y entregaría mis manos, mi corazón y el hígado. Sí. Y entregué mi antebrazo a la inyección fatídica del doctor Yunier. Sí. Y perdí mi sentido de orientación. Sí. Y mi padre se perdió. Sí. Y sus compañeros revolucionarios dudaron. Sí. Y ya no hubo remedio. Sí, sí, sí. 

Y creció el descontento. Sí. Y el temor a la muerte. Sí. Y el pueblo salió a las calles. Sí. Y el presidente a la orden de combate dijo sí. ¡Contra el enemigo tuyo, mío, de ellos, de ellas, de ellxs! ¡Sí! ¡Contra el enemigo de mi enemigo! ¡Sí! ¡Sí! Contra el enemigo de todos mis enemigos del mundo ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Un mundo donde no cabe otra realidad que la del noticiero nacional. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Un mundo donde no exista vida ni muerte. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Un mundo donde no hay hambre ni comida. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! 

Un mundo donde no hay enfermos ni medicina. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Un mundo donde no hay analfabetos ni escuelas. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Un mundo para alienados. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Sus compañeros revolucionarios dudaron. Sí. Y ya no hubo remedio.

Y fuimos todos felices. La culpa de todo la tiene la peste. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Me he desvelado con la cabeza llena de consignas. ¿Qué hora será?

Recordé un detalle importante. Mis padres tuvieron una discusión con el doctor Yunier. Mis pulmones bien tratados en casa, después de 72 horas en el Hospital Faustino Pérez, habían empeorado. Puede que a causa de la inyección con antisicóticos que me provocó la soñolencia.

Para rematar, mi padre se dio cuenta de que cambiaron mis rayos X. Con una frialdad tremenda, el médico Yunier rayó el plástico del revelado: G-29…, G-2…, ¿qué significaban aquellas letras?

Es como si me hubieran anestesiado. Me pusieron a un recluso en el cuarto. Llegó de noche y se acostó con la misma ropa y los zapatos de la calle. Tenía los ojos amarillos y la mirada ladina. Fingía estar enfermo y las enfermeras lo consentían. Se sacó del bolsillo un bulbo de medicina. Parecía algún tipo de antibiótico. Las camas se fueron vaciando y él se cambió para aproximarse a la mía. Su presencia comenzó a inquietarme. Hablaba de temas violentos y desagradables. ¿Por qué habré hecho silencio?

Mis padres repitieron la historia de iatrogenia tantas veces que los venció el cansancio. Pasaron todas esas horas sin poder dormir. El ejército de batas blancas tenía la misión no de salvarme, sino de proteger el mito. El agente encubierto, el recluso, además de intimidar, monitoreaba la situación. En las manos del jefe de la Sala-R algunos aseguraban haber visto la cabeza de Fidel Castro muerto.

En las manos del jefe de la Sala-R algunos aseguraban haber visto la cabeza de Fidel Castro muerto.

El mito que debía representar negaba su condición de tirano y lo elevaba a la categoría de santo. Para lograrlo, Fidel Castro absorbió el alma de su pueblo. La mordida de su alter ego fiel los convirtió en zombis. La sombra se hizo luz en los ojos de la cabeza de Fidel Castro muerto. Fidel Castro con la mirada de mármol.

Los enfermos y los acompañantes convertidos en enfermeros temían ahora ser convertidos en piedra. Por esa razón, el pueblo no veló su cuerpo. Le faltaba la cabeza, especialmente los ojos. 

No sé si todo esto no era más que delirios de otros pacientes contagiados con la peste durante mi tiempo en el hospital. Juro que lo escuché así.

¿Quién que no sea Perseo, tendrá ahora la cabeza de Fidel Castro? 

Fidel Castro nunca abandonó sus hábitos verde olivo, en franca negación del animal político. 

El color de la sangre de los intelectuales en la isla no era ni verde ni rojo, sino blanco. Y de blanco intelectual inundaron el mundo de sus semejantes. Las lenguas se trastocaron y esparcieron el mito: el affaire entre un santo tirano y su intelectualidad convertida.

La furia de sangre blanca es la paz.

“En este país no hay animales salvajes”, dijo Virgilio Piñera, escritor maldito. De los que andaba por ahí sin “un hueco para respirar”.

“El invicto comandante en jefe”.

El ‘affaire’ entre un santo tirano y su intelectualidad convertida.

“Los que no pudieron con Fidel Castro ni en la vida ni en la muerte”.

“Fidel”.

Sigue adelante, adelante,
sigue adelante, Fidel,
que este pueblo justo y fiel, 
te lo agradece bastante.
No vaciles un instante, 
en tu meta señalada,
hay limpieza en tu mirada, 
en tu palabra firmeza, 
te dio la naturaleza,
idea privilegiada. 

La escritura en décimas de mi abuela también se había convertido. 

Fidel: la obsesión de los pueblos. 

En 1987, más de una década después del arrepentimiento público del poeta Heberto Padilla y del silencio de sus contemporáneos de la UNEAC, en Ciudad México, con réplica en Río de Janeiro, la crítica se sacudió los mocos con el poemario patriotero Policrítica en la hora de los chacales de Julio Cortázar.

Como si la Revolución cubana fuese una obra de arte, muchos escritores cubanos y no cubanos sacrificaron su esencia en franca religiosidad ante la figura del líder.

—No se me dan bien las iglesias —afirmó Heberto Padilla después de arder en su hoguera contrarrevolucionaria. 

Rafael Alcides, el poeta del insilio, en el documental Nadie, espetó: 

—Quiere decir que la prueba de ser revolucionario es que tú aguantes patadas por el culo. Ningún hombre digno se deja dar patadas por el culo, ni aun no teniendo razón.

Como si la Revolución cubana fuese una obra de arte.

Fidel Castro midió a todos, civiles o militares, dirigentes o artistas, maestros de escuelas o intelectuales, desde la altura de la Sierra Maestra. Todo se reducía al tamaño simbólico de sus testículos. Intimidaba a los intelectuales y artistas de Cuba, como un matón de barrio. Y como buen matón ante a un pueblo desarmado, implantó el terror revolucionario.

Todos estaban condenados. 

Dos armas tiene el escritor: la palabra y el silencio. El silencio era usado por Fidel Castro como señal de aprobación. Examinaba escrito por escrito para potenciar su política y luego, junto a sus autores, si fuera el caso, eran lanzados al basurero de los miserables gusanos.

Estoy segura de que al menos no estoy en el vestíbulo del infierno. Ese lugar dantesco reservado para los incapaces de tomar decisiones, de hacer algo por sí mismos. Prefiero el círculo de los herejes, aunque tenga que arder en el fuego de mi propia pasión.

A un creyente lo atormentan la culpa, el arrepentimiento y la duda. En una tierra diseñada para la fe, es inevitable que uno prefiera el olvido a la aceptación del pecado. Imagino que estar al lado de Fidel Castro provocara tal confusión, dada la imposibilidad de confesarse.

Debió ser difícil también separar al escritor del creyente. Al ciudadano del héroe. Al civil del militar. Todos los símbolos fueron atravesados por uno solo: la Revolución.

El Ministerio de la Contrarrevolución puso en una tarja: “Disculpas a ustedes, escritores, los convertidos, no heredarán el reino”.

Si al menos yo pudiera creer en otra cosa que no fuera en mí misma. A Rafael Alcides se le iluminaban los ojos cuando narraba su reencuentro con Heberto Padilla en Madrid, la borrachera y el abrazo postrero: nosotros, los del año 1959. 

Ningún hombre digno se deja dar patadas por el culo.

El año 1959 fue real para ellos. A mí me llegó en forma de ficción, como un cuento de héroes o villanos, mártires o traidores. Orgullo o deshonra.

Desde que llegué aquí no puedo dejar de sentir que escribo epitafios, un testamento, o una despedida. La batalla está perdida de antemano. Podría pasar el resto de mis días sin hablar, sin que me nombren. Nadie tendrá que salvar mi alma, la vida en sí misma es un infierno. ¿Cómo estará Misu, el gato negro con quien comparto la casa con Miguel? ¿Y Miguel?

Yo estaba en Matanzas. Miguel fue quien me manejó hasta allí. Las fronteras entre las provincias estaban cerradas a causa del incremento de los contagios. Mi padre se auxilió de Miguel para buscar mi medicina en La Habana. Es lo último que recuerdo de ellos.

Como una asesina en serie reconstruyo cada fragmento de aquellos días, para no sentirme una prófuga, “exilada del mundo”, o una sombra redundante. 

A Miguel:

Yo te odiaba por haberme dejado en aquel hospital
Y te perdoné…
y me perdoné.

Todos los símbolos fueron atravesados por uno solo: la Revolución.

A Misu, un gato negro:

El gato negro que duerme cada noche en mi casa, 
no sabe que le dedico un poema ni que pienso en él.
Viajó desde New York hasta La Habana.
Conoció la libertad en una isla llena de reclusos 
                                              (relatividad de gato). 
Lo encuentro en la esquina de mi cuarto.
Estira las patas en el sofá de la sala,
hace guardia frente al refrigerador,
atraviesa la cola en el umbral de la puerta,
camina con elegancia por encima de mi cama,
y se acuesta a tomar el sol en la ventana de la cocina. 
Huye de los relámpagos y los truenos hacia cualquier rincón.
En el suelo deja a una lagartija muerta como ofrenda
     (esa lagartija muerta bien podría ser yo, qué pena con el gato, nadie podrá
                           alimentarlo, matándome se habría suicidado).
Regresa al mismo lugar de ayer, aunque esté lleno de trastos y no quepa.
Me pasa la lengua por el brazo para decir que tiene hambre,
hace malabares para indicar que tiene sed de agua fresca,
Araña los muebles, anuncia otras inconformidades. 
Trato de descifrarlo y lo nombro,
siempre maúlla, responde en diferentes tonos.
Me observa, lo sabe todo de mí
                            (o yo creo que lo sabe, es el gato según yo).
Yo no puedo hacer otra cosa que aceptar
nuestra condición de mascotas. 

En Yo zombi, crónicas del dolor, el personaje cada vez más siente y padece su condición animal. Sus salidas podrían definirse como una “cacería humana”. ¿Es su desprecio a la sociedad el que lo hace comer gente? Yo no me comería a mi gato negro, pero sí como cerdos blancos. Qué repugnancia pensarlos vivos y luego defecados…, triturados por mis ácidos gástricos.

¿Por qué no siento rabia ni deseos de arañarle la cara a alguien?

¿Por qué quiero a mi gato y me como a los cerdos? Los cerdos son buenos e inteligentes. No puedo ser buena si como cerdos buenos e inteligentes. ¿Cuál es mi enfermedad? Necesito respuesta. Nadie puede escucharme.

¿Por qué ya no escucho las voces de antes? ¿Por qué solo aparecen estas fiebres? ¿Por qué no siento rabia ni deseos de arañarle la cara a alguien como la mujer joven en el Hospital Faustino Pérez de Matanzas?

Los tomates engordan cuando escuchan música clásica. Hay flores que solo huelen de noche, otras que solo viven veinticuatro horas. Y cerdos en jaulas para matar el hambre de los hombres… y que no terminen tragándose entre sí.

Uno debería creer que el mundo es de cristal, tan duro como frágil. Escucho los pasos de mi padre por un suelo empedrado. Tiene la mirada fija y el propósito caprichoso de no dejarse engañar, solo quiere regresar a casa y dormir en su cama. 

He borrado varias veces la palabra anhelo. Dicho así, pareciera sencillo.  


© Imagen de portada: ‘Nadie’ (fotograma), de Miguel Coyula, 2017.




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El país del sí

Lynn Cruz

Hablo desde un lugar que, de no ser porque me aseguraron que íbamos a estar bien, diría que es lo más parecido a una tumba.