El país del sí

Admito que no me será fácil hacerles entender cómo me siento. En especial, porque mi condición es totalmente anómala. Por suerte no soy la única. Hablo desde un lugar que, de no ser porque me aseguraron que íbamos a estar bien, diría que es lo más parecido a una tumba. Sé que esto último podría sonar a lugar común, o al comienzo manido de una historia barata. 

Para que comprendan mejor mi situación, imaginen a un cuerpo tirado en la tierra, boca arriba y con poca luz. ¿Tengo o no razones para creer que estoy en una tumba? Pero una tumba ruidosa. Más de lo que cualquier ser humano podría imaginar. 

A mi alrededor, todos hablan al mismo tiempo, pero nadie puede escucharse. Como un despropósito. De vez en cuando se apagan las voces y solo se escucha un sonido monótono. Como el de una máquina. Hasta que regresa el silencio. El mismo silencio que caracteriza a los cementerios. Entonces puedo sentir la naturaleza de las cosas. 

Si fuera un lugar destinado a los vivos, para empezar, creería que el hecho de desintegrarme es contra natura. Lo cierto es que, con los días, ha cambiado mi forma de percibir la realidad. Como si ya hubiese aprendido a estar en armonía. 

En efecto, la descomposición, incluso de la carne humana, es un acto natural. Además, antes de llegar aquí me advirtieron que todo esto podría pasarme. Yo diría que tengo casi un noventa por ciento de mi cuerpo transformado. 

Es extraño, porque aún respiro, el corazón me late y puedo abrir los ojos. No veo más que la luz que entra por una hendija, pero dada mi condición, lo importante es que aún pueda ver. Llegar a este estado en tan breve tiempo, imagino, se deba a la situación de habitabilidad. 

El mismo silencio que caracteriza a los cementerios.

Al no tener ni piso, ni techo seguro, el lugar es muy húmedo. Para rematar, ha llovido unas tres veces desde que estoy aquí y aunque no me quejo del drenaje, el agua cae directamente en la tierra. Al final paso varios días con todo mi cuerpo húmedo. Me he llenado de ampollas. Tengo algunas en los codos que, incluso, han comenzado a supurar un pus de color verdoso. 

Esta no parece una descomposición trivial. Es como si estuviera en la fase final de algo. Si pudieran ver cómo se ha encogido la piel de mis uñas. Lo bueno es que ahora parecen más largas. Debo añadir que el resto de mi piel también ha cambiado de coloración. Lo veo mejor en mis piernas y brazos. 

Cuando me toco la cara, se siente áspera. Sin embargo, tengo la absoluta certeza de encontrarme en el estado más natural desde que tengo conciencia. Tan es así que todo me parece disfrutable. Que el cuerpo sea capaz de expresar la podredumbre del alma humana es, además de un acto de venganza natural, una revelación poética. 

Mi carne en combustión tiene un aroma pestilente, pero al mismo tiempo afrutado. De no vivir esta experiencia, habría pensado que unos apestaríamos más que otros, en dependencia de la inclinación hacia el mal. Lo curioso es que, a esta hora, y al menos aquí, todos apestemos por igual. Sin discriminar acciones. Como si todo esfuerzo por santificarse, en el minuto último, se desvaneciera. 

¿Qué dirían la iglesia y sus feligreses? Que el camino recurrente para llegar al bien fue simplificado en una separación radical entre el cuerpo (diablo) y el alma (dios).

Si en el deseo de la carne está el pecado, entonces al salvar lo intangible, enigmático… trascendental, el alma, no habrá que ocuparse de algo que está predestinado al fracaso: el cuerpo. 

Es como si estuviera en la fase final de algo.

Pues bien, yo ahora siento todo lo contrario. Me he aferrado a mi cuerpo. No me importan nada más que mis nuevas sensaciones. Debo tener una apariencia horrible, pero viéndolo de una forma pragmática, me quita preocupaciones. Mi apariencia ya no me provoca vanidad. ¿Ven? Todo esto es poesía. 

¿A dónde van a parar las almas? ¿Por qué se preservan entonces los restos de las gentes? Una noche tuve una visión tremenda del holocausto. Montañas de huesos, como basura acumulada. Yo también tuve permiso para matar. Y maté. Y me maté. 



La peste

Todo comenzó cuando una nueva peste azotó al planeta. Todo comenzó cuando la peste trajo un comunicado de muerte. En el fondo, yo sabía que la peste me había elegido como testigo del horror. 

Sin embargo, durante el primer año mi familia y yo estuvimos a salvo. Nos aseguramos de cerrar las puertas, ventanas, bocas, fosas nasales, los ojos, oídos, y de lavarnos cada cierto tiempo las manos. Las manos se volvieron los tentáculos de un monstruo, portadoras de la peste. Cambiamos nuestros hábitos. 

En las bodegas de racionamiento escaseaba la carne, pero el jabón comenzó a comercializarse muy barato. Las publicidades resaltaban el valor de usarlo bastante y frotar bien las manos. Uno de los anuncios que se hizo muy notable fue el de: “La casa es el lugar más seguro”. 

Pero llegó el momento en que todas esas acciones se volvieron rutina. Debido al abandono creciente, además, se incrementaron los derrumbes. La precariedad hizo que me olvidara de la peste y fue justo de ese olvido, paradójicamente, del que se aprovechó la peste. 

La peste es un estado de ánimo. No puedes ignorarla, ella está ahí, simplemente. La peste es la conciencia de la degradación del alma. Puede que indirectamente sea la causa de mi situación actual, pero no piensen que expreso todo esto como si fuera una nota antes de un suicidio, o mucho menos un testamento. No se trata de eso. 

Una noche tuve una visión tremenda del holocausto. Montañas de huesos, como basura acumulada.

Quiero seguir viviendo. Simplemente no tengo idea de cuánto tiempo más podré soportar aspirando azufre, pero tampoco me importa. Estoy viva a causa de mi voluntad. Estoy viva porque necesito contar mi historia. Puede que otro propósito de la peste es que sea yo la mensajera. Cabría preguntarse, ¿por qué yo? Jesucristo fue crucificado antes de su resurrección. 

Desde que era pequeña mis amigos podían cometer faltas sin que fueran percibidas, yo no. En mi familia ha habido de todo, especialmente en la parte materna hay cierta predisposición a la beatería. Mi vida ha sido realmente dolorosa porque los acontecimientos más significativos están relacionados a la muerte. 

En este lugar el silencio dura poco. De repente comienzan unas sacudidas como de ropa en una lavadora. Como si después del terremoto todo fuera a quedar más limpio. Y vuelven a escucharse las voces. Algunas parecen recitar poemas, no sé si es un delirio, pero creo escuchar en medio del griterío, la música estridente, pregones con nuevas letras dedicadas a la importancia del cloro, los fragmentos de un poema: 

Oficio despedidor de horas

Margarita García Alonso

He escrito poemas en un papelucho, 
he garabateado en el borde,
más estrellas que todas las de la Vía Láctea
y sigo
como ciega en la noche en que murió mi padre…

Gritos de estupor por no poder soportar el olor de su cuerpo. Yo no me quejo, solo escucho poemas.



Canto LXXXI 

Ezra Pound

Lo que tú bien amas permanece
el resto no es nada, 
lo que tú bien amas no te será arrebatado
lo que tú bien amas es tu verdadera herencia… 

Nunca antes me sentí tan libre. Nadie me ve, no porque sea imposible, sino por una especie de acuerdo oficial: estamos en aislamiento.



Cuba 

Ares Marrero

Oleaje de melena larga
desconsuelo, 
de la niña que fui, 
de la que aún llevo
desesperada, triste
en su cobija de lágrimas. 
Aullido feroz de realidad, ¡el sueño! 


Hago silencio. La peste ha puesto en evidencia el azar. Obviamente, si no existiera el azar, no habría poesía. Recuerdo que mi abuela Chela decía “que vivió dos dictaduras donde ponían bombas al azar, sin embargo, ella sobrevivió”. 

La precariedad hizo que me olvidara de la peste.

O lo que sucedió con la peste medieval. Aún después de asistir a las personas infectadas, muchas cuidadoras de enfermos no se contagiaron. 

La primera vez que yo escuché la palabra cuarentena fue cuando mi madre me contó que se embarazó de mí durante el período de cuarentena por el nacimiento de mi hermano. Mi madre debía hacer reposo sexual. Todo el planeta reposa ahora a causa de la peste. 

Hace algún tiempo leí sobre una manada de elefantes que entró en un viñedo vacío. Los elefantes bebieron todo el vino de las despensas hasta embriagarse y se quedaron dormidos encima de las uvas. El articulista opinó que se trataba de una desviación en el carácter de los elefantes, como una rara anomalía en reacción al cambio. Yo lo percibí como un hecho mágico. 

En mi zona, por ejemplo, llegamos a ver a una pareja de gatos teniendo sexo en plena calle y luz del día, un hecho no común entre los felinos. Cuando los inviernos llegaron a ser de un solo día, mientras exhalaba el aire purificado de la calle, volví a ver el humo frío de mi época de pionera ecologista. En mi edificio todo parecía idéntico. Pero solo se trataba de apariencias.



Distanciamiento social

Manolito vivía en el garaje. La mugre teñía de gris tanto su barba como los cabellos encanecidos. Daba salticos apurados, como un conejo. En sus manos sostenía una cuchara que chocaba contra el metal de un jarro oxidado. Era como una protesta discreta al salir a almorzar en el comedor para ancianos solos. 

Su ropaje también estaba sucio y los zapatos, rotos. Nunca vi a Manolito en otro contexto. Supimos que estaba muerto a causa del olor. Era un olor ligeramente distinto al mío, como en otra fase, sin dulzor. 

Estoy viva a causa de mi voluntad. Estoy viva porque necesito contar mi historia. 

La entrada del edificio se llenó de peritos y personal forense. Entonces Dalia Sosa llamó a mi casa (ambas vivíamos en la planta baja, próximas al garaje) para preguntar si yo sabía algo de Manolo, el único hijo de Manolito. Le respondí que no. 

Como yo era relativamente nueva en el edificio, Dalia Sosa me contó que Manolito y Manolo se peleaban a golpes. Dalia Sosa era la vecina combativa que espiaba a Manolito. Una anciana mojigata, con las cejas tatuadas y pelo escaso. Usaba un andador para caminar. Era una figura polémica, para algunos una santa; para otros, como Manolito, el diablo. En mi caso, añadiría pobre diabla. 

Sin dar más explicaciones: muerte súbita. Fue el diagnóstico de medicina legal. Me llené de dudas, me preguntaba si lo de Manolito también tenía que ver con la peste. Ahora todo debía relacionarse con ella. ¿Cómo habrán sido sus últimos minutos completamente solo? 

Justo debajo del piso de mi cuarto perdió su último aliento de vida sin auxilio y en la más absoluta pobreza. Todos éramos absolutamente indiferentes, excepto al olor que emanaba de su cuerpo, como si ese cuerpo putrefacto nos enviara un mensaje: no me ven. 

Manolo se instaló en el garaje, justo después de enterrar a Manolito. Es evidente que Manolo no pudo escapar del destino de su padre marginalizado por sus ideas, hasta que Manolito eligió la locura para escapar del mundo. Resulta confuso que Manolo sea el hijo y Manolito el padre, o más bien, es consecuente. 

Manolo, por oposición, tiene una apariencia extremadamente cuidada. Pero se siente que algo no anda bien con él tampoco. Sale al pasillo en short, siempre con el mismo short verde olivo y sin camisa. Pareciera que se trata de un acto exhibicionista. Parte de su higiene la hace de manera pública. 

Si no existiera el azar, no habría poesía.

Su comportamiento enfurecido, mientras se corta las uñas en la entrada del garaje, constituye un raro activismo. Tal vez trata de llamar la atención sobre el hecho de vivir en una pocilga. A veces, al entrar en el garaje para estacionar, yo podía ver parte de su casa. Apenas tenía luz y los objetos estaban amontonados unos encima de los otros. Como el garaje apenas se limpiaba, solo se respiraba hollín. 

Manolo siempre me saludaba y conversaba conmigo. No era una actitud frecuente en él, nunca lo vi hablar con alguien más. Puede que notara que yo tampoco andaba bien. 

Me regaló una medalla que ganó en una competencia de natación siendo un adolescente. Gradualmente dejó de hablarme. Actuaba cada vez más extraño. Como si no pudiera lidiar con la nueva situación. Como si su mente exacerbara el miedo. Hasta que un día desapareció.

En medio de la peste también, y con tan solo un mes de diferencia, Dalia Sosa comenzó a apestar. Fue una muerte horrible. Su lengua se salió completa a causa del ahorcamiento. 

El asesino pegó la lengua de Dalia Sosa al auricular del teléfono. No era en vano que, al marcar su número, daba siempre ocupado. Es extraño porque Dalia Sosa tiene un hijo, Camilo, que solía visitarla. 

De repente todo parecía más anómalo. No me extrañaría que, en una de sus broncas por el nieto descarriado, Camilo perdiera la paciencia con su madre. Pudo ser él. Un mantecoso despreciable. Mal hablado y violento.

—¡Vieja, cállate ya, te dije que no quiero oír más esa pinga, apaga el televisor! 

El Ministerio de la Contrarrevolución también se ocupa de las revoluciones.

Dalia Sosa lo chantajeaba diciendo que él no lo había comprado. Camilo tenía celos de su hermana por comprar cachivaches baratos para su madre en la zona franca. Era la que mantenía a Dalia Sosa desde Paraná. 

Camilo es un chofer de ministerios. Fue rodando por todos, hasta que finalmente terminó manejándole a la presidenta del Ministerio de la Contrarrevolución.   



El Ministerio de la Distopía

El Ministerio de la Contrarrevolución reúne a los comunicadores con los escritores y actores, hasta quedar convertidos en una sola entidad. O sea, la labor de este Ministerio fue desaparecer la profesión de periodismo y reducirla a un acto consciente de representación. Incluye la radio y la televisión que tiene solo dos canales por donde pasan una programación variada y rica en cultura general. Allí, la información interna actualizada se desecha, incluso, antes de que llegara la peste. 

El Ministerio de la Contrarrevolución también se ocupa de las revoluciones y es dirigido por una mujer de piel blanca y cabellos teñidos de negro: Giselle Rodríguez. Tengo entendido que es graduada de Artes y Letras. No solo hizo sus pininos en literatura, sino que ganó premios internacionales de poesía, pero sin duda, su máxima aspiración era llegar al poder. Gisselle Rodríguez es toda una mujer piñeriana, que combina la intelectual con la chusma. 

Desde hacía mucho tiempo yo había decidido no militar en ninguna institución. No obstante, desde la creación del Ministerio de la Contrarrevolución, las cosas estaban cambiando. Antes, por ejemplo, curiosamente yo me sentía más libre, ahora debía aclarar mi situación legal. 

Cuando Rodríguez me vio, lo primero que me dijo fue “que creía que yo estaba muerta o me había ido a vivir a otro país”. Entonces entendí que mi presencia en el nuevo Ministerio no era grata. Rodríguez me hizo varias preguntas de tipo burocrático, respecto al origen de mis fondos, por ejemplo, si podía declararlos en el Banco Nacional. 

El banco es un camino confortablemente democrático para llegar a la dictadura del dinero. 

El problema, o uno de ellos, era ese, mi no-existencia en el banco, uno de los lugares en los que prefiero ser declarada persona non grata, si es que tal categoría existe allí. El banco es un camino confortablemente democrático (no discrimina credos, orientación política o sexual) para llegar a la dictadura del dinero. 

En un tono más agresivo y como si me leyera el pensamiento, Rodríguez me dijo: 

—¿De dónde tú saliste? ¿Tú no pasaste el curso?

Otra razón de peso. Tampoco soy egresada del nuevo curso de periodista-literato-actor, ni siquiera estaba al tanto de que la ficción estuviera descartada “por considerarse una amenaza contra la verdad que defiende el Ministerio de la Contrarrevolución” y toda la coletilla que sigue, y que además me resultó archiconocida. 

Salí de allí aplastada, a punto de pasar desde un perfil, digamos que bajo, a la categoría de antisistema u outsider. No es que me causara indignación, simplemente no era mi verdad la que se defendía en este caso, sino la del nuevo Ministerio. Eso es lo que me enojaba. 

La estrategia era exactamente la misma, transformarme en una nueva plaga altamente contagiosa y letal, ahora contra el periodismo, las artes y las letras. Calumniarme hasta quedar completamente invisibilizada y sin voz. En aquel momento llegué a sentirme de la misma forma que ahora. Claro, aquella muerte fue peor, al menos mi descomposición es notable. 

Empieza a calentar el sol. Me han salido más ampollas en los muslos y en las piernas. Son unas burbujas enormes, como si todo el cuerpo estuviese quemado. 

Tengo ganas de levantarme y salir a caminar. Tampoco estoy segura de que alguien haya podido salir de aquí. Los médicos dijeron “que esto sería transitorio…, solo por unos días”, como si no tuviera importancia, “que solo se trataba de descartar el contagio”.


© Imagen de portada: Fotograma de ‘Corazón azul’.




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El hombre de los pezones tatuados

Abel Fernández-Larrea

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