Cristián Gómez Olivares

Advertencia

Pedazos del Muro de Berlín al alcance
de la mano, máscaras antigases, todas 
las fotografías de nuestros antepasados,
las semillas para tu jardín al lado de las primeras
ediciones que son al mismo tiempo el mapa
y el tesoro, pavos reales dispuestos a cualquier cosa 
con tal de desplegar sus alas, centinelas y adolescentes 
asistiendo a una fiesta de graduación en la que ambos 
recibirán el mismo título: alegría de haber nacido 
antes de que todas las fotografías fueran sepias, los animales 
gozan de buena salud según los veterinarios de las aldeas 
sin habitantes ni cementerios donde enterrarlos, la historia se olvida
como si esta vez el resultado no le interesara a nadie, grandes
como las esperanzas depositadas en ellas son las alamedas
a punto de abrirse, cuántas no fueron las tardes que pasamos
contemplándolas desde un bar cuyo nombre era ese número
que en una próxima vida nos traería buena suerte, los judíos
que no sabían que lo eran fueron los primeros en caer a manos
de los que supieron esconderlo, regatear por unas baratijas
es el deporte extremo que se practica en esta feria. Perdonen
que me haya ido por las ramas de las que algunos de nosotros
preferiríamos colgarnos, perdón por el catálogo de nombres
y la ausencia de apellidos, la hegemonía cultural es una tesis
que no vale la pena de ser discutida mientras sigan apareciendo
perros colgando del alumbrado público con un letrero que dice: 
el cine mudo no ha muerto. Los espectadores abandonan la sala 
con las manos en la nuca.      



Mateo 27:46-50

Cada mañana me levanto 
para irme a comprar un café
al negocio de la esquina. La esquina 
es una forma de decir, porque tengo
que manejar más o menos dos kilómetros
para pedirlo. No es que no quiera caminar,
pero no hay aceras. “El negocio de la esquina” 
tampoco le hace honor a esa cadena de cafeterías 
que se encuentran a todo lo largo de este estado. Al llegar
a Indiana cambian de nombre. Pero no de dueño.
La chica que atiende ya me conoce, y me trae
de inmediato lo mismo de siempre. Después 
me devuelvo a la casa, porque toda la pega
la hago sentado frente al computador. La escena
se repite desde hace años. La chica ya no es tan joven
y el otro día por primera vez me preguntó mi nombre.
Por primera vez le pregunté el suyo. Y ahí me contó
que iba a entrar a la universidad, que se iba a vivir
a Colorado y que ese era su último día trabajando
en ese lugar. Iba a pagarle pero me dijo no se preocupe,
este lo pago yo. Le agradecí, le deseé mucha suerte y nos 
despedimos. Mientras manejaba de vuelta,
el camino me pareció largo, lleno de semáforos 
que no había visto nunca, atestado de conductores 
intentando llegar a alguna parte. Dejé el auto estacionado  
y me senté como siempre delante de la pantalla.  
Cada mañana me levanto para ir a comprar un café.



Extravíos

Todavía sigue en pie 
el hotel de París donde Vallejo 
vivió una temporada con Georgette.
Las arañas de rincón representan la nostalgia de infinito. 
Mis amigas ya son abuelas, pero mis amigos 
siguen haciendo el mismo tipo de comentarios 
que hacían después de levantarse del suelo, 
jurando que no volverían a tomar. 
La nieve cubre nuevamente la cordillera, 
y me pareció que a alguien podría interesarle:
los gatos se escuchan por la noche
cuando uno espera la llegada de los malandras
de los que es imposible seguir culpando al régimen.
Los fuegos artificiales ya no son juegos de niños.
La medicina es un campo minado, pero el paisaje no
tiene la culpa de los adjetivos que sus fanáticos
le cuelgan, tal vez lo que quiero decir no sea más 
que esto: haría falta un soneto a la luna, 
un auto de fe para enjuiciar a los que intentan
respirar bajo el agua, a los intentan apoyarse en el viento,
permítanme elogiar a los que ven en el humo de las fábricas 
el nombre de los que las mantienen funcionando: 
las espléndidas ciudades son una farsa
cuando solo se respira con los pies.
Hay que pagar el arriendo, hay que dejar
escrita la tragedia de estas hojas.
La gramática no guarda ninguna relación
con que nos hayamos quedado mirando
las estrellas. Los que saben lo que quieren
van al quiosco y lo piden con buenas
o malas palabras, los que a orillas del mar
dejan que las olas toquen sus pies
y los que conducen mirando por el espejo
retrovisor para entrar a su manera en el porvenir
aparecen en una añeja fotografía
asaltando el Palacio de Invierno: la compré
en una feria de antigüedades que es donde se
consiguen ese tipo de documentos.
También encontré: el acta de matrimonio
del modernismo con las vanguardias,
la dirección del Zambo Verástegui en el cielo
y la receta para transformar 
el agua en vino tinto. Pero créanme:
a nadie he lavado los pies
después de escuchar mi condena.  
Ni he tirado del mantel con los cubiertos encima.
Ni me dejé castigar por los que deberían haberme castigado.
Porque mojé las estampillas y envié las cartas.
Y ante la llama encendida recordé que toda ley es severa.
Y solo piedra entre las ruinas, jeroglíficos
en lugar de señales de tránsito:
banderas negras flameando de noche. 
Pedí tregua y me dieron agua.
Pedí agua y se ofendieron.
Pido perdón pero no me escuchan.
La cordillera permanece impertérrita. 
Con un poco más de nieve o con un poco menos.
La cordillera de Los Andes permanece impertérrita.  



Alea jacta est

Eres como un sitio arqueológico recién descubierto: 
todas las conversaciones están intervenidas, todas 
las habitaciones de hotel están reservadas, todos tuvieron
una oportunidad y la desperdiciaron, todos sabían 
lo que tenían que hacer y no lo hicieron: la teología negativa 
y los códigos de barras, la fijación del dólar en treinta y nueve 
antes de la crisis de mil novecientos ochenta y dos 
y la independencia de las colonias europeas a mediados 
del siglo veinte nos obligan a especular sobre una fecha 
que tal vez no sea muy exacta, pero aun así nos sirve –como una 
de esas aplicaciones que descargamos en nuestros teléfonos– 
para explicarnos el retorno de los autos descapotables
y los condominios construidos en la precordillera,
la utilización de bombas de racimos contra blancos civiles  
y la negociación colectiva como una moneda de cambio:
eres como un sitio arqueológico recién descubierto
por turistas que ahora quieren bautizarlo con su nombre.



Queda

Nada de lo que digan los sumos sacerdotes
que predican sentados en las mesas del Lagar
podría hacernos cambiar de opinión 
en torno a los corderos que colgaban de los parrones 
y cuyos frutos saciaron nuestra sed 
después de cuarenta días
en el desierto santiaguino de los noventa, 
los estudiantes de antropología definen el tiempo 
tomando notas que después habrán de convertirse
en los volúmenes que nos pesan en la espalda 
cuando los cargamos desde la oficina a la biblioteca  
para devolverlos una vez que los leímos con la misma 
devoción que los galgos le dedican 
a la caza de la liebre: corren detrás de ella
persiguiéndola por la llanura, 
no es una pista de carreras
sino el descampado donde los arcabuces 
pueden interrumpir el silencio
con absoluta impunidad, se les felicita
a los aprendices cuando al final
de la ballesta tienen marcado el objetivo:
se cansará en algún minuto de correr,
alguno de los perros será más rápido
y la cena de esa noche comienza
a prepararse. Nada de lo que digan 
los comensales podría modificar
lo acontecido: la presa no es un símbolo
de nada. Deja de hacerte ilusiones
y siéntate a comer. 



Visto y vivido

Maneja la tesis de que es inmortal.
Trabaja veinticuatro horas al día
salvo las dos que está durmiendo. 
Se sabe de memoria las capitales del mundo  
y los presidentes que han sido derrocados 
por las garras del imperialismo. Está imbuida 
de fervor revolucionario a pesar de

presentar su renuncia
en las escaleras de la facultad que la vio

nacer, recuerda cuando estuvo a punto de partir
para salvar a los compañeros nicaragüenses 

y escucha a Carlos Fonseca 
hablándole en clave desde Moscú, 

por eso insiste en memorizar el alfabeto
cirílico y subdesarrollado que tiene que compartir

con los cabezaduras de sus colegas y de sus estudiantes
que no la han visto trabajar veinticuatro horas al día
            salvo las dos que está durmiendo, a su tía que vive sola

y diabética en Miami
            la llama cada vez que se encuentra

sentada en frente del televisor con una copa en la mano
mientras comentan la última enfermedad de sus parientes

y las benadrilinas que deberían tomar, 
basta con vivir en Cuba

para aprender medicina por la calle, 
el palacio de las blanquísimas mofetas  

es el pan nuestro de cada día
para los que se levantan y se acuestan con el sol: 

el parque Lenin se confunde con el parque de la Libertad, 
la basura se arroja donde piden por favor que no se arroje.

Yo la vi caminando de la mano de su padre  
cuando todavía era posible ver a Martí 
cayendo cada día de su caballo, cuando el sol 
estaba en lo más alto del cielo porque en ese lugar                   
el sol siempre está en lo más alto del cielo. 
Yo la vi sentarse a la mesa lo que no significa
sentarse a comer: de la mano de su padre
se sube al tren para ir a la escuela. Los libros 
que lleva bajo el brazo están empapados con la lluvia
y apenas se pueden leer. Sin embargo, las leyes
de la historia son inexorables, se repite a sí misma
bajo el aguacero. Sin embargo, hay que llegar
a fin de mes su tía le repite del otro lado de la línea.



Escrito en Chicago

No todas las ballenas están varadas.
Así como terminamos por acostumbrarnos
al canto de las torcazas desde el tendido eléctrico, 
así también las nubes seguirán su propio rumbo.
No todas las micros amarillas han dejado de circular.
No todos los teléfonos están intervenidos.
Así como los White Trash han mejorado sus tenidas
de domingo, así los neonazis de Sudamérica
han aprendido que dos pasos adelante siempre
conllevan uno atrás (este artículo necesita de otras fuentes). 
Así como los pasillos del supermercado están
distribuidos de acuerdo a un orden secreto
que aparece en los Protocolos de los Sabios de Sión,
así la forma de celebrar ciertas anotaciones
son un mensaje en clave accesible solo para iniciados.
No todos los fumadores desarrollan enfisemas. 
No todas las murallas de Jericó se han caído.
Unos niños patean una pelota en el patio de su casa.
Los semáforos cambian de luz después de setenta segundos.
Simone de Beauvoir tenía treinta y nueve años
cuando se enamoró de Nelson Algren.  
Algren tenía treinta y ocho. 



Extremely White People

Una profesora de lenguas clásicas recita a Kavafis
en su idioma original. Las ninfas del bosque
trabajan para la forestal Mininco. La casa cuesta 
lo mismo que financiar la colegiatura
de una prole que brilla por su ausencia. Las palabras
del opresor no pueden ser las mismas con las que nos
deseamos feliz cumpleaños cada vez que volvemos
a reunirnos. Una polera que diga. Esperando 
a los bárbaros es un poema que no podría
ser escuchado con mayor atención que en esta
fiesta: un ejemplo perfecto de la distancia
que separa a las palabras de la realidad.

Cómo te lo explico: cada uno de nosotros

tiene que elegir el ojo de la aguja
por el cual atravesará hacia el cielo.

Cada uno de nosotros

ha admirado la altura de estos árboles
sin admitir la belleza

de la hierba que crece a ras del piso.

Es ella la que tiene que lidiar
con las hormigas marchando en fila.

Es ella la que tiene que lidiar
con nuestros pasos que vienen

a segarla. A impedir que siga creciendo
porque entonces habría que utilizar

otro tipo de adjetivos. Sin embargo
aquí en el bosque los atentados incendiarios

suelen atribuírseles a los únicos
que sabrían vivir de él y así lo habían 

hecho hasta la llegada del cóndor y el huemul:
el escudo patrio deberían ser los camellos

encargados de la salvación de nuestras almas.

Los profesores reunidos en torno a una mesa
sobre la cual no se discute ninguna teoría literaria

sino un sinfín de recetas de cocina para combatir
la pobreza en el tercer mundo, el anhelado ahínco 
que demuestran las aspirantes a reina de la primavera

y el enconado empeño de las aves por volar, sí: 
el empeño de las aves por volar completa 
el menú de las conversaciones.

En el intermedio, algunos se rascan la cabeza.

Otros se desvisten para prestar más atención.
La gran mayoría disfruta el aire libre. Uno que otro
alza su copa para celebrar este momento.

Yo que no soy blanco escucho en silencio 
sus palabras.



Me puedo abrochar los cordones en el camino

Los americanos serían más felices si vivieran 
lejos de América. Pero los estadounidenses 

serían muchísimo más felices. Los norteamericanos 
serían más felices si vivieran en otro lugar.

Pero los estadounidenses serían muchísimo más felices. 
Cuando me toque una roja voy a aprovechar 

de abrocharme los zapatos. Las cámaras de control 

de tránsito me tendrán bajo sospecha por hundir 
la cabeza durante un minuto. La radio anuncia 

el tiempo pero basta con mirar hacia afuera 
para saber que hemos sido derrotados 

por una concepción errónea de El arte de la guerra
véase Gramsci, Antonio: “El viejo mundo 

se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese 
claroscuro surgen los monstruos”. La cita es falsa, 

pero no importa. Todo el mundo está sentado 
tomándose un café, todo el mundo está delante

de un teclado intentando cambiar el mundo. 
Afuera está lloviendo pero adentro también 

está lloviendo. Abro un mensaje que viene 
guardado en una botella: me dicen 

que un pariente lejano de África ha decidido
convertirme en su heredero. Le entrego 

de inmediato el número de mi cuenta (vivo
en la tierra de las oportunidades. La tierra 

de los libres, el hogar de los valientes). 
La segunda enmienda te permite llevar armas 

de alto calibre cuando vayas a comprar 
al supermercado. Votar en elecciones 

democráticas que en lugar de un solo partido
tienen dos. Ver fuegos artificiales un día 

de verano cuando en realidad debería 
ser invierno. 

            Y viceversa.



Postal

Voy al correo con un montón de libros.
Para un amigo, allá en Chile. Pero antes
tengo que pasar por la basura, llevo en la mano
una bolsa abultada de papeles, recibos antiguos,
concentraciones de notas que ya nadie necesita,
folletos de toda índole. Tengo que arrojarla 
en el contenedor que después se recicla. 
Cuando llego al basurero, arrojo en su interior
el montón de libros con mi nombre en sus portadas
y me quedo con la bolsa de papeles y me dirijo
hacia el correo. A mi amigo, allá en Chile, 
voy a enviarle esas boletas vencidas, esas
recetas médicas que han contribuido a la salud
de nuestra familia y las fotocopias de nuestros
pasaportes hechas picadillo. Él comprenderá.

Él sabrá comprender.



Orígenes agrícolas del verso

Los poemas de Shady Hill están llenos de esposas
cuyos maridos siempre están en viaje de negocios. 
Prefieren las batas de levantarse para que el hombre

que ocupa sus camas pase menos trabajo desvistiéndolas.
El cocktail party ofrecido por la esposa del profesor
recién mudados a la casa con cinco dormitorios 

y ochocientos metros cuadrados de terreno  
se supone que debiera empezar a las cinco
para terminar un poco después de las nueve

y permitirle así a las parejas que todavía
se hablan antes de dormirse, un rato de 
esparcimiento frente a la pantalla del

televisor o del teléfono. Pero los poemas
de Bullet Park están llenos de maridos
tirándose a sus secretarias que ocupan

pequeños departamentos del Lower East
Side antes de que todo pareciera un restorán 
con las sillas volteadas hacia arriba y pagar el

arriendo fuera un tema del que mejor no se habla
en la mesa los domingos: taquígrafas pertenecientes
al sindicato cuyas compras navideñas cuentan con un

generoso descuento si están con las cuotas al día.
Todo bar que se precie tiene detrás de la barra
alguien que recuerda tu nombre y ha visto

un par de peleas por el precio de un escocés 
y un aire de soterrada melancolía debido a esas
luces que no alumbran. Los poemas de East Coker 

y los poemas de Burnt Norton están llenos de hijos
que abandonan la universidad para tomar un trabajo
en los grandes almacenes de Boston donde el santo grial 

está escondido y los caballeros de la Mesa Redonda
siguen a la espera del rey. Los libreros que solo venden poesía
son los responsables de salvar al mundo. Honor y gloria

a los libreros que solo venden poesía. Los poemas
del paradero veinte de La Florida están enterrados
en un cajón de mi escritorio. Allí están a la espera

de los arqueólogos del futuro. El olor a humedad, 
el moho y las páginas carcomidas son una forma
de escritura. Al tomarlas se partirán en dos: 

donde termina el surco comienza el verso.



Altura

Vivo en mil novecientos setenta y tres.
Aviones pasan por el aire

para acariciarlo como mi madre
cuando me peina. Sueño

con desiertos pero tengo cinco años.
El pasaje donde vivimos

tiene solo una salida. Al fondo
hay un portón donde sigue

ladrando un perro. No vayas
hasta el fondo. Busca la pelota

que se te perdió jugando con tu hermano.
Vivo en mil novecientos setenta y tres

me escondo debajo de la cama.
Una vez me oriné en la casa 

de una vecina. Mis amigos del pasaje
me golpeaban. La casa tenía cemento

de barro. El suelo no era todo de cemento.
Vivo en mil novecientos setenta y tres

pero nunca tendremos una mascota.
Afuera está la calle y mi hermano 

es muy grande (tiene siete años.
Mi mamá también es muy grande,

le llega al hombro a mi papá.
El chancho de plástico maneja

un auto que era de mi hermano.
Todos dormimos en la misma pieza.

Mi madre lava la ropa en la batea. 
Cepilla con fuerza las camisas.

Los cuellos y los puños son los más
difíciles, me dice arrodillada al frente

de una tabla de madera donde apoya
los pantalones y los calzoncillos. 

Le prometo que cuando grande voy
a comprarle una lavadora. Se hacen

globos de aire en el agua. Carlos duerme
en el camarote, yo en la de abajo.

Discuto con mi amigo y mi madre le da
la razón a mi amigo. Pero si yo soy 

tu hijo. Pero él tenía la razón.
Mi mamá es muy alta (le llega

hasta el hombro a mi papá.
Mi hermano siempre se saca

buenas notas. Yo tengo que ser
como mi hermano, cuando sea

grande voy a ir al mismo colegio:
voy a ir con su uniforme. Dicen

que me escondía debajo de la cama
cuando los aviones pasaban acariciando

el cielo como mi madre cuando me peina. 
Pero mil novecientos setenta y tres.

No es un año ni una fecha. El piso 
era de madera hasta donde alcanzara

el presupuesto. Es un poste de electricidad.
El muro de una casa. Una dirección

que podría ir a visitar. Todavía sigue allí.
Siempre será ese mismo día.

Cada vez que abro la puerta
se escucha a los perros ladrar. 

Cada vez que tomo la mano de mi hija.
Cada vez que hablo con mi mujer.

Veo los autos pasar por la calle.
Sé que vienen por nosotros.

Mirar a los dos lados antes de cruzar.
Pero mejor que no. Pasa gente caminando.

Antes no había portón. Ahora pusieron un portón.
De madera barnizada. Cada vecino tiene una llave.

Yo voy a pararme afuera esperando que me abran.
Santa Elena con General Gana. No vayas para el fondo.

Mi papá se llama Iván. Mi padre se llama padre.
Sé que vienen por nosotros. ¿Soy yo no más

el que escucha clarito ladrando a los perros?
Pásenme una cama porque tengo que empezar a hablar.

Ojalá me abrieran la puerta. Todas las casas
estaban pareadas. La de nosotros era la blanca.

Cada vez que la cierran es mil novecientos setenta y tres.
Cada vez que pasan por el aire, acariciándolo

como mi madre cuando me peina. Sé que tenía
abuelos. Sé que tenía primos. Con casas

que tenían suelo en vez de cemento, el barro
solo se usaba en el campo. El piso estaba

en el comedor donde teníamos que sentarnos
a la mesa. Mi madre siempre estaba en la cocina.

Era muy alta y me hacía dormir. ¿Pueden escuchar esos ladridos?
¿podrían abrirme por favor?, ¿podrían decirle a mi hermano

que estamos en mil novecientos setenta y tres,
que todavía no se ha muerto, que no quiero

que se muera? Díganle que mi madre
es muy alta y se puso a gritar. Díganle 

que mi padre se llama Iván después de todo.
Sé que vienen por nosotros. Acariciándolo.

Tal y como se los dije.



© Imagen de portada : Cristián Gómez Olivares.




Sobre el autor:
Cristián Gómez Olivares. (Santiago de Chile, 1971). Poeta y traductor. Ha publicado, entre otros títulos, Alfabeto para nadie (Ediciones Fuga, 2008), La casa de Trotsky (La isla de Siltolá ediciones, 2011), La nieve es nuestra (Ediciones Liliputienses, 2012, Ediciones Luces de Gálibo, 2015), El libro rojo (Edixiones Mantra, 2019) y El hombre de acero (Ediciones Liliputienses, 2022). Tradujo los libros Cosmopolita (Ediciones Liliputienses, 2014) y Ciudad modelo (Ediciones Liliputienses, 2018), de Donna Stonecipher; la antología Yo solía decir su nombre (Editorial Aparte, 2022), de Carl Phillips; y compiló y tradujo Feliz año nuevo (Ediciones Luces de Gálibo, 2017), de Mónica de La Torre. Junto a esta última, publicó la antología Malditos latinos, malditos sudacas. Poesía hispanoamericana made in USA (Ediciones El Billar de Lucrecia, 2009). Fue miembro del International Writing Program, de la Universidad de Iowa, y Writer in Residence en el Banff Center for the Arts, en Alberta, Canadá. Profesor de literatura latinoamericana en Case Western Reserve University, en Cleveland, Estados Unidos, donde también reside. Codirige, junto a Edgardo Mantra, la editorial de poesía en traducción 51GLO V51NT1Dó5, de México. Es Associate Editor de Cardboard House Press. 


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Magali Alabau

Magali Alabau

Magali Alabau. Poeta. Nació en Cuba y reside en Nueva York desde 1968. Estudió teatro. Ha publicado entre 1986 y 2016 nueve poemarios.






 

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