Fefita y el muro de Berlín

Por aquellos días yo visitaba a Fefita. Negra de cincuenta con tetas pellejudas y culo blindado. JAAD, el visitador, arrastrando los pies, las ideas, y un montón de papeles donde iba garabateando mi novela pornográfica.

Fefita me esperaba en el solar y éramos felices. Cuando nos cansábamos de templar, entonces le hablaba de literatura. Nunca se había leído un libro. Todo le parecía aburrido, demasiado lindo y falso.

Fefita colaba café y preparaba el almuerzo. Me sentaba a ver su culo mientras saltaba al compás de mis palabras sobre las palabras.

Le llené la cabeza de personajes, de peripecias, de las aventuras de JAAD que siempre terminaban siendo inverosímiles y tristes, aunque todo lo que yo escribía había sucedido realmente.

Fefita se divertía con mis cochinadas. Le hablé de Bukowski, de Lino Novás Calvo, de Henry Miller, y de Pedro Juan Gutiérrez, que por entonces era un periodista que intentaba unos cuentos espantosos y se aparecía en mi casa para que yo se los corrigiera.

Durante un tiempo la ayudé con el negocio clandestino de la pasta de diente. Un tipo del barrio se robaba la mercancía de la fábrica y ella la vendía por los alrededores de la terminal de trenes. Así nos buscábamos unos pesos.

Todo el mundo se había acostumbrado a robar. Robar para comer. El gobierno nos había convertido en una pandilla de facinerosos que se creen héroes por tener cuatro pesos en el bolsillo. Y vendimos perfumes a sobreprecio, leche en polvo, latas de carne rusa, y todo lo que apareciera.

Y de vez en cuando le llenaba las nalgas de leche. Me gusta ver mi leche sobre las nalgas grandes y gordas de cualquier mujer. Pero si es negra, mejor. A ella le encantaba y me lo pedía. Una y otra vez. Hasta que me quedaba seco y entonces me decía:

—Tú tranquilo, papito. Ahora mismo te preparo un bistecito.

Media hora después tenía que darle otra vez mi hueso largo y duro. 

Claro, yo tenía un hueso largo y duro en la cintura. Y fuerza. Y me movía como una batidora americana. Después, los años fueron cayéndome encima. Se me encogió la picha y se convirtió en un trapito de cocina. Ya ni puedo moverme.

Pero, yo estaba contándoles otra historia. En una época donde era pobre y feliz. Y estaba Fefita y su culo prieto. Y sus grandes mamadas.

—Pónmela aquí, papi, en la boquita. Dale el biberón a tu vieja negra. Malcríame, papi.

La gente oía nuestros escándalos día y noche.

—¡Cállense, pervertidos!

—¡Fefita, asaltacunas! ¡Vieja descará!

—¡Fefita, te gustan los blanquitos sucios! ¡Cochina!

Yo había cumplido los veinticuatro y era un andrajoso. Zapatos agujereados. Ropa vieja. Piojos. Por la noche trabajaba de custodio y por el día de limpiapisos en un edificio en la calle Reina. Pasaban las semanas y me ponía flaco con aquel portafolio lleno de papeles donde guardaba el manuscrito de mi novela pornográfica.

—Deja que la gente diga lo que le dé la gana, papito. Tú vas a ser un escritor famoso. Vas a tener muchas mujeres y voy a ser tu querida y vamos a gozar mucho con tus blanquitas.

—Sí, Fefita. Nos vamos a buscar una blanca que esté bien buena pa´ vivir los tres juntos. Y vamos a salir de esta miseria.

El cuarto de Fefita era un cucurucho. Paredes con huecos, techo con filtraciones, cocina de luz brillante, y no teníamos baño. Meábamos y cagábamos en un cubo.

A la hora de bañarnos, teníamos que usar la pocilga colectiva y muchas veces había que hacer cola en el pasillo del solar.

Fefita había perdido a su hijo de dieciocho en el mar. De vez en cuando me enseñaba la única foto que tenía de él. Su padre se fue en el ochenta, cuando Mariel, “y el muy hijo de puta no escribió nunca una carta”.

Fefita recordaba y se echaba a llorar. Muchas veces llegué cuando ella no me esperaba. La encontraba sentada en su banquito medio podrido, sudando por el calor y llorosa, sin deseos de cocinar ni de vivir.

—Fue una locura. Pero hizo bien —decía mirando la foto—. En este país no hay futuro pa´ ningún joven.

—No hay futuro ni país, Fefita. Somos un error.

Salíamos a dar una vuelta por el barrio. Yo la embullaba.

—Vamos, negra, de todas formas hay que seguir viviendo. Recuerda lo que dijo Virgilio Piñera: Me están matando pero estoy gozando.

Ella se reía. Me enseñaba sus tetazas. Movía su culazo. Me decía que si hubiera conocido a esa pájara le hubiera quitado su mariconería.

Y a veces iba. Y a veces no podía sacarla ni a la esquina. Se acostaba en nuestro colchón percudido de churre y tristeza y esperaba la muerte.

—No te pongas así, negrona.

—Estamos muertos, papito, y tenemos que seguir esperando la muerte.

La gente del solar armaba sus broncas. Ponían música. Jugaban dominó, hablaban de pelota. Fefita y yo, en el fin del universo, desnudos y descojonados.

Cuando salíamos del cuartucho, todo el mundo se nos quedaba mirando. Los blancos escupían y los negros me miraban de reojo. Las mujeres cantaban cualquier estupidez, tiraban sus indirectas. Pero, Fefita y yo, pavoneándonos por Gloria, Corrales, Apodaca, hasta por Egido, y dándonos buenos besos y abrazándonos como novios recién casados. Así, nos quitábamos la modorra.

—Vamos pa´l puerto, papito.

Le gustaba el olor a petróleo. Veíamos los barcos. Yo le decía que cerrara los ojos y se imaginara una bahía llena de gaviotas. Me paraba en el muro y abría los brazos y comenzaba a gritar:

Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna suelta.
Me acostumbro al hedor del puerto,
¡País mío, tan joven, no sabes definir!
La eterna miseria que es el acto de recordar,
¡Pueblo mío, tan joven, no sabes ordenar!
La vida del embudo y encima la nata de la rabia,
¡Nadie puede salir! ¡Nadie puede salir!
Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste,
¿Qué puede el sol en un pueblo tan triste?

Ella se ponía nerviosa. Me mandaba a callar.

—Por tu madre, papito, que ahí viene un fiana.

Y entonces se acordaba de mis cuentos sobre Virgilio Piñera. Comenzaba a temblar y a soltar plumas.

—Tengo miedo, mucho miedo —decía.

El policía nos miraba como si fuéramos par de locos y cruzaba la calle. Y éramos par de locos.

Si no teníamos dinero para comprar ron, preparábamos agua con azúcar y nos íbamos a la terminal. Nos sentábamos a ver los trenes.

Parecíamos unos fiñes viendo pitar a las locomotoras. En la cafetería de la terminal vendían pan con pasta, a peseta, mosqueado, agrio y duro. Eso comíamos. Después, ella hablaba de El Verraco, un pueblecito en Santiago de Cuba, donde había nacido.

—Cualquier día cojo un tren y me voy pa´allá. La Habana se está convirtiendo en un manicomio.

Y así fue. En aquella época La Habana se llenó de locos y mendigos, de putas y policías. Cuando llegó la noticia de que el comunismo se había caído en la Unión Soviética, la gente salió a la calle a esperar.

Se perdió la poca comida que había. Todo el mundo se puso famélico. Éramos cadáveres con la mueca de muerte en la cara. Y de horror. En cualquier esquina aparecían grupos de dos o tres policías vestidos de civil, por si alguien se atrevía a gritar contra el gobierno.

Fefita y yo nos levantábamos ilusionados y nos acostábamos todavía más ilusionados.

—Cualquier día esto se cae, Fefita.

Y seguíamos templando con el estómago vacío. Hasta el pan con pasta se perdió de la terminal. No había qué comprar, aunque tuvieras dinero. Muchas veces comíamos solamente arroz. Fefita guardaba la raspa y la desayunábamos al día siguiente, con agua. El azúcar era un lujo.

—No importa, Fefita, esto se cae. Cualquier día esto se cae, y tú te vas pa´ tu pueblo y yo puedo escribir lo que me salga de los cojones.

En el televisor apareció Fidel. Serio, ojeroso, había envejecido en unas semanas: Primero se hunde la isla en el mar. Socialismo o Muerte, dijo para terminar el discurso.

Lucía desesperado, intuía que le quedaban horas en el poder.

Me enteraba de las noticias por mi padre. Tenía una radio con onda corta y escuchábamos Radio Martí. Uno por uno fueron cayendo los países comunistas. Cuando cayó Checoslovaquia, me acordé de Milan Kundera. Fefita se acordaba de su hijo.

—Ya tú ves, se ahogó y mira. Este tipo se va a caer y yo me quedé sin hijo.

Y fueron pasando los días. Y fue pasando la esperanza. Y no escribí ni una línea más de mi novela pornográfica.

Un fin de semana dejé de ir a casa de Fefita. Me enfermé. No tenía fuerzas para caminar hasta Jesús María. Tres días acostado tomando una sopa que era agua caliente y oyendo las noticias. Enfermo del cuerpo y la cabeza. Enfermo de historia. Enfermo de miedo.

La gente esperaba algo grande, la gente hablaba por primera vez de libertad. Y nunca podremos saber cuándo este pueblo va a tirarse a la calle a despedazarse como bestias. Nos habían enseñado a ser un perro obediente con el rabo entre las patas. Un perro rabioso que se estaba quedando sin amo.

El lunes amanecí mejor. Fui hasta el solar. Me encontré con un mulato que vivía por allí.

—Oye, blanco, ¿dónde coño tú vives? —me preguntó.

—¿Qué pasa, acere? ¿Pa´ qué tú lo quieres saber?

—Blanquito, no te hagas el peligroso. Te pregunté porque Fefita se partió y nadie sabía dónde avisarte.

—¿Que Fefita se partió…?

—Sí, consorte. Fefita se partió. Un infarto.

Fui hasta el cuarto. Cerrado con un sello de la Reforma Urbana. Los vecinos me contaron. Alguien me dio agua y café. Me quedé hasta por la tarde merodeando por el solar.

Había muerto el sábado por la tarde. La enterraron ese mismo día porque no había familiares. Murió mientras dormía. Una vieja me dio el portafolio con mis papeles y me dijo:

—La encontraron con esto. Parece que se murió mientras estaba leyendo.

Por la noche fui a la terminal. Había pan con pasta, pero no tenía hambre y la cola era interminable. Tres tipos se entraron a golpes y empujaron a una embarazada que estuvo a punto de vomitar el feto.

Me senté a ver las locomotoras. Estáticas. Inservibles. Todos los viajes estaban suspendidos hasta nuevo aviso.

La gente seguía diciendo que el gobierno se iba a caer de un momento a otro. Cuando me acosté, pensé que Fefita debía estar viva para seguir templando y ver el final de aquella historia que ya iba entonces para treinta años.

Entonces, sólo treinta años. Ahora parece una minucia.

Y en la ciudad apareció aquella consigna socarrona. Los muros, las vallas, las fachadas, las guaguas, en cualquier lugar aparecía aquel “31 y Pa´lante”, y la gente se reía esperando el final.

Y yo escribí, sin miedo al ridículo ni a la represión, debajo de una de las tantas pancartas: “Te amo, Fefita. Las ideologías mueren, el amor es inmortal”.

El tiempo ha pasado.

Yo sigo vagando por las calles de La Habana.

Ya no tengo zapatos agujereados ni apesto ni tengo piojos. Dentro de poco seré un viejo. Ya no soy ni tan pobre ni tan feliz.

Ahora puedo lucir una incipiente calva, una boca desdentada, y una piltrafa entre las piernas.

El gobierno sigue ahí. La gente se resignó a vivir con hambre y sin libertad.

Diez años después, Fefita es un montón de cenizas, como el Muro de Berlín.

Recuerdo a Fefita. Extraño con cojones a Fefita.

Fefita con sus tetas pellejudas y su culo blindado. Negra de cincuenta que ahora podría ser mi abuela.

Paso por Jesús María, Los Sitios, o San Leopoldo. Todos los barrios se parecen. Fefita es un fantasma meando y cagando en un cubo.

Pienso que algún día tengo que volver a escribir mi novela pornográfica. Mientras tanto, escribo sobre la pancarta que anuncia la consigna política de turno: “Los amigos se van del país o se mueren”.

Mi memoria se está convirtiendo en un cementerio.




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Por ahora, solamente le puedo confirmar que necesitamos todos los dólares que podamos conseguir”, dijo el coronel Antonio de la Guardia.