Murió la madre de mi hijo menor y su familia (una parte de su familia en la que yo no entraba) decidió incinerarla. Tampoco reclamé el derecho a decidir nada: hacía tiempo que nuestra relación se había agriado definitivamente. Lo importante ya no eran los pretextos sino el rencor. Denuncias, abogados, mediaciones frustradas… Los últimos dos años en que un cáncer de estómago la mantuvo entrando y saliendo de los hospitales no fueron la excepción: hasta el último día defendimos nuestras atalayas, construidas en una década de agravios mutuos.
Cuando supe, casi por azar, cuál era la razón de sus ingresos, intenté un armisticio. Fue una tregua unilateral, que me obligó a peregrinar con mi hijo por salas de cuidados intensivos y, luego, paliativos, sin saber muy bien cómo acabaría todo.
Nunca tuve una idea clara del fin: llegaban noticias, pero dispersas, y yo me limitaba a plegarme a ese eco del curso de las cosas: ahora toca hacer esto, luego esto otro… Mi docilidad me ahorraba la tarea de pensar en ellas.
Hasta que me tocó preparar al niño. Semanas antes, los médicos me entregaron una especie de protocolo psicológico, orientaciones según la edad del menor que recibe la noticia. Las que correspondían a sus 11 años recomendaban ser lo más explícito posible: usar la palabra «muerte», dejar claro su carácter irrevocable.
Nada me preparaba a mí, sin embargo, para esa visión del infierno que fue la cara de D. tras comprender, por encima de los inevitables circunloquios, el significado de lo que yo intentaba decirle. Su gemido, tocando fondo. Su llanto, salido directamente de las tripas.
Seis días después, de madrugada, llegó el mensaje que avisaba del fallecimiento. Lo abrí desde la cama y tuve apenas hora y media para sopesar consecuencias, mientras mi hijo dormía a mi lado. Recuerdo que dudé si darle su desayuno, sabiendo que después vendría la peor de nuestras conversaciones. Nueva incredulidad, nuevo llanto, nuevo grito sin respuesta: “¿Por qué?”.
Los protocolos también recomendaban que el niño pudiera despedirse del cadáver. El maquillaje no había podido borrarle el rictus de disgusto ni las huellas del sufrimiento: un último reproche.
Pasó los últimos meses resistiéndose a la idea de morir, a pesar de que todos los diagnósticos fueron concluyentes. Tampoco respondió mis mensajes con dudas sobre la enfermedad o cuestiones prácticas sobre nuestro hijo y su futuro. Era como si estuviese pasando una temporada en algún lugar remoto, desde donde regresaría pronto a su vida normal. Lo intentó incluso, pero menos de 48 horas después tuvieron que llamar a una ambulancia porque ya solo podía estar bajo vigilancia médica y con dosis cada vez mayores de morfina.
“Es una reacción común”, me dijo la enfermera-jefe del hospital, tratando de aliviar mi confusión. Porque además del dolor y la culpa, yo cargaba con una gran dosis de desconcierto.
Poco después estamos, mi hijo y yo, pegados a la caja transparente donde reposa su madre con un vestido floreado sobre una capa de hielo invisible. Un empleado de la funeraria saca unos momentos el cadáver para que los allegados puedan tocarlo.
Me mantengo a distancia, pero D. palpa las mejillas y las manos de su madre con una familiaridad desoladora. Después de su llanto, las preguntas: ¿por qué está tan fría?, ¿dónde están sus pies? (ocultos bajo un embalaje blanco que incorporaba el ataúd) o ¿ahora qué toca hacer? (como si yo supiera).
La familia, alrededor, devastada. Sobre todo la madre de la difunta, el centro de ese racimo de cinco hijos, nacidos en Surinam pero criados en Holanda desde la adolescencia. Hay en su desconsuelo los signos de una profunda incredulidad, la incomprensión del árbol que ha recibido un rayo. Varias personas se esfuerzan por sostenerla, sostener ese único y larguísimo sollozo. Aunque nos cuesta comunicarnos, siempre hemos simpatizado en la lengua universal de los gestos afables y las sonrisas.
D. habla con sus abuelos en holandés, idioma que su madre se ocupó de enseñarle. Pero con ella también se comunicaba en español, un territorio seguro, el lazo invisible que unía a unos padres cada vez más separados. Fue en esa lengua que, ya muerta, le envió un SMS desolador, pidiéndole explicaciones por su partida.
Los abuelos han pasado meses viviendo prácticamente en el hospital. Los he visto marchitarse, un poco más tristes y ajados cada vez que iba a buscar al niño. Para colmo, el virus: sus restricciones, la inseguridad añadida.
A mí, que siempre he practicado la técnica estoica de amasar la desgracia, de imaginar lo peor antes de que suceda, me han empezado a asaltar tics nerviosos. Antes de saber que todo terminaría de la peor manera, pude presentirlo en una mirada llorosa de esos ancianos el día que llegaron a cuidar de la enferma.
A ella le costó soportar su nueva dependencia. Había abandonado Holanda para olvidar un amor frustrado y empezar de cero en una ciudad con mejor clima y nuevos amigos.
Era una mujer bendecida por la alegría y la ingenuidad, que creía en todas esas causas sociales sobre las que yo ironizaba. Había estado varios meses como cooperante de Médicos sin Fronteras en Sudán para ayudar a gente casi desahuciada, años después alojó en su casa a una refugiada de la guerra de Siria.
De pronto la desahuciada era ella, la guerra estaba dentro de su cuerpo y ahora dependía de su familia, devuelta a todo aquello de lo que alguna vez quiso escapar.
Al día siguiente del velatorio volvimos a la funeraria para una rápida despedida del cuerpo y luego bajamos al salón de la ceremonia pública, con el ataúd ya cerrado. Además de familiares llegados de Holanda, Surinam y Filipinas sorteando los vetos de la pandemia, están en la sala casi todos los compañeros de escuela de mi hijo con sus respectivos padres.
Trato de contenerme, pero la música, las fotos y los discursos de los allegados me hacen flaquear. D. se asombra: es la primera vez que me ve llorar. Él también llora en silencio cuando ve pasar las fotos por las pantallas del salón. Me pregunto si habré hecho bien. Protocolos aparte, ¿a qué edad se puede asegurar que “todo esto” no deja una marca imborrable, traumática?
Hasta ahora me he limitado a cumplir lo dispuesto por la familia de la difunta desde un discreto segundo plano. Pero dudo, me atormento, apenas consigo dormir. Al final de la ceremonia, mi hijo ha agradecido a sus amigos por acompañarlo, demostrando una entereza que yo no había previsto. De golpe es mucho más maduro, pero a un precio que ningún niño tendría que pagar nunca.
Desde uno de los últimos bancos escucho los discursos de los allegados: su hermana mayor que habla hasta que se le rompe la voz, un par de amigas cercanas, una especie de novio…
Reconozco a esa persona de la que hablan, pero como si fuera alguien que conocí hace mucho. Conmigo ya no era ella, podría decirse. Quedan algunos trazos de su perfil, como cuando se dice “un dibujo a grandes rasgos”. La silueta, digamos, pero sin matices. O, al menos, mis matices, mis sombras.
Qué rara cualidad tiene siempre la imagen que dejamos para los otros, ese yo troceado, desposeído, fantasmal. Y qué frágil y maleable parece ahora esa condición que un pasado compartido con alguien nos siembra dentro. Las imágenes que otros escogen para resumir lo que somos son siempre verdades a medias. Al final, la crónica no depende de la memoria, sino de la manera en que esta se amolda a ciertos sentimientos.
Entre las fotos que pasan por las pantallas de la sala, la familia ha tenido la delicadeza de incluir una de cuando éramos novios, hace más de diez años. Fue un viaje que hicimos juntos a Polonia: se casaban unos amigos suyos. Nos vemos más jóvenes y felices, yo con la misma camisa negra, por cierto, que hoy me he puesto rápido, casi sin pensar, para la ceremonia. Pero ninguno de los dos, ella muerta y yo vivo, somos ya esas personas de la foto.
Poco después, nos avisan de que debemos salir hacia el crematorio. D. insiste en ir en el primer coche tras el que lleva el ataúd. Será el comienzo de una serie de pequeñas obsesiones o caprichos del duelo.
Durante el breve trayecto, converso con el chofer sobre nimiedades: me cuenta que tiene otro trabajo, que este es un extra de fin de semana, que pagan bien por conducir coches fúnebres. Es demasiado parlanchín, pero ahora lo agradezco.
Llegamos a Montjuïc, la “montaña de las tumbas”, como la llama Joan Margarit en un poema. Nos congregamos en un salón de mármol para la última despedida. Ponemos rosas, rojas y blancas, sobre el féretro barnizado. De pronto, la base del féretro se convierte en un ascensor (un descensor, más bien) y el ataúd cubierto de flores se hunde bajo tierra de manera automática en menos de un minuto.
El súbito mecanismo me ha tomado por sorpresa. D. vuelve a llorar, desconsolado. Salimos entonces al patio de hormigón y gravilla, con pretensiones de jardín zen. Dentro, dos adultos de la familia se han quedado a presenciar la cremación. Yo busco una breve esquina de sol: no hace frío pero el niño está temblando. Nos vamos.
En mi cabeza, hay dos ideas que se alternan desde ayer: preparar a mi hijo para la aceptación de lo inevitable (como recomiendan los psicólogos) y proponerle un consuelo metafísico, explicarle con palabras llanas en qué consiste la inmortalidad del alma.
Él, sin embargo, insiste en mantenerse vinculado al cuerpo. La metafísica no es cosa de niños. Su idea del ritual post mortem, estimulada por el manga o las series de anime, tiene más que ver con tumbas, lugares a los que ir a rendir homenaje. No lo puede expresar con claridad, pero la cremación lo solivianta. Al ver la urna con las cenizas, sin embargo, no puede evitar la curiosidad: la necesidad del cuerpo ausente se traslada al recipiente.
Tal vez eso sea el cuerpo, le digo, un recipiente de algo superior sobre lo cual la muerte no tiene dominio. Mi cita disfrazada de Dylan Thomas no lo impresiona. No sé dónde ha oído hablar de un dije, un colgante concebido para contener una muestra minúscula de los restos del difunto.
Desde Holanda, la tía le encarga uno, que tarda semanas en llegar. Es un pequeño tubo de acero, con su minúscula tapa de rosca, y viene con un embudo y un pegamento especial para sellarlo luego de introducir parte de los restos.
Una mañana de domingo me dedico a la tarea de abrir la urna que me ha sido confiada temporalmente (al parecer, por vetos aduanales). Bajo la primera tapa hay una ficha con un número de siete cifras. Sobre la segunda, el nombre de la difunta y la fecha de su muerte.
Dentro, una arenilla gris, con varios granos más gruesos: fragmentos de hueso. Esa segunda gravilla se resiste a pasar por el finísimo embudo. Cuando creo que he terminado de llenarlo (lo minúsculo del recipiente no me permite ver bien lo que estoy haciendo) unto la rosca con el pegamento y cierro el dije.
Durante un par de semanas, mi hijo no se separa de él. Temo (tememos) que la cadena se rompa, que se pierda esa urna minúscula, elevada a la categoría de fetiche. En última instancia, me digo, podríamos comprar otra y volver a rellenarla. D. insiste, además, en tenerla todo el tiempo en la boca: chupete necrológico.
Días después me entero que ha vencido al pegamento y la ha desenroscado para que sus amigos del cole, curiosos como cualquier niño, vean lo que hay dentro. La asociación del dije abierto y la necesidad de succión me hace temer por una variante incestuosa de antropofagia, así que vuelvo a rellenar el minúsculo tubo plateado (otra mañana revolviendo cenizas, otro embudo) y trato de sellarlo, sin éxito. Las instrucciones son escasas, el pegamento llamado “universal” no parece ser muy efectivo con una mini rosca de metal.
Durante el mes siguiente contemplo el mundo como desde una barrera. Manejo la culpa, trato de no dejarme caer. Consolar a un niño sin madre es un esfuerzo agotador y debo ocuparme, además, de una multitud de gestiones prácticas: conseguir dinero, mudarme a un apartamento más grande, lidiar con la burocracia para solicitar una pensión, tratar de que mi frágil vida privada no se derrumbe.
Trato también de decidir qué hacer con la urna: mi hijo no quiere dispersar las cenizas sino enterrarlas, pero el único lugar donde eso es legal y posible (una especie de paraíso natural en las afueras de la ciudad) tiene un precio prohibitivo. La urna, entonces, acaba dentro del closet del nuevo cuarto de mi hijo, junto a un montón de ropa sin planchar.
Un día de estos, me digo, haré en casa un despojo, o un concierto para tingshas, esos crótalos tibetanos que “limpian” los espacios de energías densas y ayudan a que las almas de los difuntos abandonen en paz el hogar.
Varios meses después, el dije termina también colgado de una lámpara en su mesita de noche, junto a una foto en la que D., con cuatro años y una camiseta del Barça, se esfuerza por abrazar los muslos de su madre, envuelta en un vestido blanco.
Es una foto hermosa, hecha por un profesional. Ella esboza una sonrisa desconfiada a la cámara. Él tiene el orgullo infantil de una posesión irrevocable.
© Imagen de portada: cortesía del autor.
Selfie de pandemia
Quienes ya escribíamos diarios antes de la pandemia hemos sentido, por supuesto, la tentación de volver a hacerlo. Pero la he resistido, y solo me permití la columna de ‘Hypermedia Magazine’: “Poesía en cuarentena”. La costumbre de traducir un poema cada día ya la tenía; solo traté de que ahora viniera al caso.