La vista prodigiosa de Inocencio Cueto

1

Cuando los barbudos llegaron al tope de la Sierra Maestra, hacía cuarenta y cuatro años que Inocencio Cueto ―Mirón― campeaba en ella. Los más viejos recordaban el relato que el propio Inocencio les hiciera, a su llegada, el otoño de 1912.

Subí, como todas las madrugás, la loma de Santa Fe ―a un lao de Camajuaní, en el medio de la Isla― pa cuidal la siembra que nos daba de comel a mí y a mi mujel; pero la muy bandolera, cuando calculaba que yo había llegao al topito, metía en el bohío a un mayoralito jaquetón, llamao Socorro Helnández, y se ponían a hacel bellaquerías. Yo no sabía lo de la fuelza de mis ojos ―esta mirá prodigiosa que me tiene asombrao a mí mesmo― hasta una de aquellas mañanas en que se me ocurrió miral fijamente pal caserío, a un costao de la loma donde yo tenía mi sitio. 

Primerito, bajé la mirá hasta el sembrao de mi compadre Lolo, como a 200 varas de’onde yo estaba. Como esa vez me dio la corazoná ―como ya dije― de miral con fijeza, con una fijeza exagerá, vi las hojas del platanal de Lolo, una por una, como si las tuviera al laíto, y hasta vi al compadre, en medio de los plátanos, llevando un racimo hasta su yegua lunanca, amarrá en la celca, del lao de allá.

Eché a rodal la vista más lejos entoavía y era como si yo mesmito fuera por el trillo. Llegué con mis ojos hasta los primeros bohíos de la sitiería, como a media legua de distancia de’onde yo estaba. Vi el bajareque de los Alonso, la casa colorá de Villo Vildósola, las cualterías donde viven Chito Rojas, Pedro el Parío y la viuda de Pancho Portal. 

Aunque muchas veces yo había mirao pal caserío, esa vez yo pude detallal cosas que, estoy segurito, más naide ―en toíto el mundo― pué vel a tanta distancia. Yo no sé si era por lo de la fijeza, pero vi, clarito, la ropa tendía de Chito Rojas; el tinajón, a través de la ventana abielta de Pedro el Parío; a la viuda de Pancho Portal dando paletás a una camisa del hijo; y to era como si estuviera pegaíto a ello. 

Yo no sabía lo de la fuelza de mis ojos, esta mirá prodigiosa que me tiene asombrao a mí mesmo.

Por el camino bajaba el mayoralito con su jipi y su guayaberita. Le vi quitalse el jipi frente a una casa y entral. Entonces fue cuando reparé que era en la mía. “¿Qué querrá este chulampín en mi bohío?”, me pregunté. Miré cómo mi mujel asomó las manos por las ventanas pa’ cerrarlas. 

¡Pegué a bajal a to lo que daba la potranca! Como mi casa está casi a una legua de donde yo miraba y como la bajá de la loma tiene sus peligros, me demoré media hora en llegal. Le pegué una patá a la puelta y mi mujel y el mayoralito estaban en plena bellaquería. 

Se me subió la sangre pa’ la cabeza y principié a entrarle a machetazos al tal Socorro que na’ má tuvo tiempo pa paralse en el medio del cualto. Mi mujel, mientras yo dejaba tiesito al chulampín, atinó a grital: “¿Quién te lo ha dicho, lnocencio?” “¡Estos malditos ojos, en los que Dios, pa’ mi desgracia, ha puesto más vista que en tos los demás ojos de la tierra!”

Eso le dije, en veldá, pa’ mantenel el pensamiento ajeno a la mano que macheteaba. Dispué saqué del pantalón del mayoralito lo que tenía de dinero ―que eran como cuatro pesos: dos machos y otros dos en menudo―; limpié el machete ensangrentao en la sábana donde se acababa de ensucial mi honra; envolví en la mesma sábana a mi mujel y me la eché al hombro hasta el bohío de los suegros, media legua más abajo. 

Yo sabía que estaban allí, polque volví a concentral la mirá y vi a mi suegra dando de bebel de una taza al baldao de mi suegro, en el portal. Como yo iba a pie y con la carga de la mujel a cuestas, demoré más de dos horas en llegal, las que entretuve en miral fijamente pa’ la casa de los padres de la muy bandolera. 

Es veldá que las vueltas del camino pusieron pedazos de otras casas, lomitas, matas y yelbas entre mis ojos y el bohío de los viejos, pero hubo momentos en que los pude vel bastante claros: a la vieja, salil y entral y, al viejo, arrastral su pie baldao por el portal, agacharse a recoger una cosa de la tierra y volvel al sillón.

¿Qué querrá este chulampín en mi bohío?, me pregunté.

Cuando me vieron llegal, ya yo estaba al pie del portal. Lo atravesé. Pasé por el lao al suegro, quien se quedó pasmao cuando vio la sábana ensangrentá y oyó los sollozos de la hija desde adentro del bulto. 

Sin entral, tiré el faldo con la mujel adentro en el medio de la sala ―los pellejos al aire― y, dirigiéndome a mi suegro, le dije, mientras le echaba encima las monedas que había sacado del pantalón del mayoralito: “Aquí le devuelvo a su hija pa’ siempre y aquí tiene el primer dinero que se ha ganao como puta”. 

Dispué di media vuelta y empecé a caminal y a miral pa’ lante, pa’ trás, pa’ los laos, a to lo que daban mis ojos. Gracias a ellos, vi la gualdia rural acelcalse en muchas ocasiones adonde yo estaba, pero como yo sabía que faltaban horas pa’ que ellos me vieran, siempre pude escapal. 

Como yo tenía que confial en mis ojos pa’ podel huil, la fuga fue demorá. Yo siempre subía pa’rriba de las lomas, a dominal los llanos y los caminos y las carreteras y hasta los trillos. Cuando llegué aquí, al cocorotico de la Sierra, había recorrío más de media Isla y habían pasao ocho meses desde el encuentro con el difunto Socorro Hernández.


2

Esto contó Inocencio Cueto cuando arribó a la Sierra ―huyendo de la justicia―, el otoño de 1912. Después se olvidó ―o quiso olvidarse― de su relato. Ya era conocido por “Mirón” y para un vecino, Armenio Viñas, Inocencio era “el hombre de mejol vista que ha parío madre”.

Inocencio Cueto no volvió a bajar de la Sierra Maestra. Casi en el mismo pico del Turquino ―donde apenas habían llegado tres exploradores, veinte años atrás, con un busto de Martí a lomo de burro, y cuatro o cinco estudiantes diez años después―, Mirón fabricó su bohío, tiró una cerca de ítamo real ―que tuvo tiempo de crecer y hasta de secarse― y se entregó a la tierra: al cultivo de frutos menores.

¡Estos malditos ojos, en los que Dios, pa’ mi desgracia, ha puesto más vista que en tos los demás ojos de la tierra!

El gigantesco alcance de su mirada se había perfeccionado en la inmensidad de su ámbito y llegó la fecha en que no hubo movimiento en varias leguas a la redonda que no fuera captado ―si se lo proponía― por Inocencio Cueto.

Por ese tiempo, sus ojos resistían la comparación de un lente astronómico. El año 26 ―aún lo recuerdan algunos viejos― Cueto estuvo dos días con dos noches mirando al cielo, dirección noroeste. Al cabo, dijo a sus vecinos:

―Pa’ La Habana va una turboná de las bravas…

Cuando las noticias de los desmanes del ciclón subieron hasta la Sierra, muchos recordaron que “Inocencio lo vio venil”. Algunos incrédulos lo atribuyeron a conocimientos del sol, de la luna y de las nubes, y hasta estuvo presente la opinión que daba a Inocencio atributos de brujería y santería.

Fue necesario que Mirón reuniera o todos para decirles que había visto bichos en los caballos y en el ganado de Julio Paz ―cuyos potreros distaban tres leguas del lugar― y que ya los bichos habían llegado hasta los animales de los Solana, una legua abajo. 

También fue necesario que algunos le hicieran caso y protegieran y salvaran sus animales y que otros ―los más incrédulos― perdieran sus reses, para que ninguno volviera a dudar de la vista prodigiosa de Inocencio Cueto.


3

Los barbudos llegaron o finales del año 56 ―Inocencio los vio desde que iniciaran la ascensión―. Enseguida supieron la vida y milagros de cada familia de la Sierra Maestra. Desde entonces, la ley del más fuerte ―como en la jungla― regiría los destinos de estas familias guajiras: de sus hombres se formarían los soldados del Ejército Rebelde, de sus siembras y de sus crías se alimentarían los alzados, de sus hijas harían guerrilleras y madres. 

Pasé por el lao al suegro, quien se quedó pasmao cuando vio la sábana ensangrentá y oyó los sollozos de la hija.

Estos ingenuos campesinos ignoraban que la llegada de esos doce barbudos ―los mismos que viera venir Inocencio― representaría un cambio total en sus vidas. Principalmente, en la de Inocencio Cueto.

Un día, Mirón les dijo a los barbudos ―así habría de comenzar su vertiginosa carrera militar― que se acercaban seis soldados armados. Estos fueron “esperados”, desarmados y fusilados. Entonces, el Comandante hizo cabo a Inocencio.

A la semana, Cueto vio “un aparato parecío a un caballito del diablo, pero más grande, que se va a aparecel por atrás de esa nube”. 

Al rato, los barbudos ―prevenidos y emboscados― divisaron y tumbaron un helicóptero del ejército. Ahí mismo, el cabo Mirón se convirtió en el teniente Cueto.

El grado de capitán le llegó a Mirón el día en que, personalmente, le dijo al Comandante:

―Ese hombrecito que usté ha puesto en su escolta y que llegó antiel y que parece que es amigo viejo suyo, yo lo vi desde aquí arribita cuando hablaba con unos soldados dos leguas más abajo, unos días antes de subil…

El Comandante hizo detener al nuevo escolta y ―aunque se ignoran los medios― le hizo confesar el plan trazado por el ejército para asesinarlo. Con la confesión, el traidor se ganó el fusilamiento y, de paso, ganó para Inocencio el grado de capitán.

Cuando las noticias de los desmanes del ciclón subieron hasta la Sierra, muchos recordaron que “Inocencio lo vio venil”. 

El capitán Cueto, aunque disfrutaba de la tranquilidad antibélica que se respiraba junto al Comandante, tenía que pasarse días enteros dando vueltas a la Comandancia. Allí se le veía, con sus ojos arrugados de tanto mirar, escudriñando arriba, abajo, a un lado, al otro. El Comandante se confiaba más a las miradas descomunales del anciano que a las “miratelescópicas” de su escolta.


4

Un día, el Comandante amaneció de buen humor y cargó con Inocencio desde la mañana. Hizo que Mirón lo acompañara al río para su baño semanal. Lo sentó junto a él mientras dictaba unas declaraciones para la prensa extranjera. Lo llevó a presenciar un juicio sumarísimo ―ya esto entraba en el capítulo del entretenimiento― y la ejecución de un barbudo que, por robarse una vaca sin permiso del Comandante, fue castigado con la Ley de la Sierra. 

Lo situó a su diestra en la bien servida mesa de vino (un “clarete” Saint Emilión, regalo de un terrateniente de la zona), carne guisada ―de la vaca que se robara el ejecutado―, arroz blanco, plátanos maduros fritos, cascos de guayaba, quesos y café. Le dio a fumar un H. Uppman número 4. Y se lo llevó con él ―ya entrada la noche― al pico más alto de la Sierra.

Allí, en el mirador más elevado de la Isla, sin más testigos que los inmensos árboles ―siempre húmedos― y el busto triste de José Martí, el Comandante señaló hacia el oriente ―la delatora luna del trópico en disposición de colaborar con la mirada de Inocencio Cueto― y así le habló a Mirón:

Con la confesión, el traidor se ganó el fusilamiento y, de paso, ganó para Inocencio el grado de capitán.

―Inocencio, yo quiero que tú te olvides de occidente y concentres tu poderosa vista hacia el oriente. Estrictamente, hacia el lugar que te estoy señalando.

Mirón Cueto acomodó las posaderas sobre una piedra, engurruñó la pellejera limítrofe a sus ojos y así se mantuvo ―como una estaca― por espacio de una, dos, tres, cuatro horas.

El Comandante agotó varios habanos. Dejó que Inocencio mirara sin interrumpirlo. Le abandonó por algunas horas. Regresó. Se mantuvo en silencio junto a Cueto. Hasta que comenzó a amanecer.

Para esa hora, Inocencio había terminado de mirar. Asombrosamente, la luz debilitaba su vista. Respiró profundo, se encogió de hombros y habló:

―Mira, Comandante, he visto infinidá de barquitos, de pejes, de cayos, de islotes, de islas y hasta he visto tierras firmes. He visto que mientras más estiraba la vista, cambiaban las caras, las ropas de la gente y hasta las folmas de los balquitos…

El Comandante ―acaso la persona que más creía en las cosas que Inocencio Cueto decía ver― sostuvo a Mirón por sus poderosos hombros:

―Pero, ¿no viste nada más, Inocencio…? Yo sé que tu vista domina todos los espacios, pero yo siempre he pensado que tú, si te lo proponías, podías ver más allá del tiempo… ¿No viste venir nada de allá, del oriente…?

Inocencio cruzó la tosquedad de dos de sus dedos sobre la boca y besó groseramente:

En el mirador más elevado de la Isla, sin más testigos que los inmensos árboles y el busto triste de José Martí, el Comandante señaló hacia el oriente.

―¡Por la memoria de mi madre que no vi más ná que lo que te dije, Comandante!


5

Desde aquella mañana, Inocencio anduvo como encogido. El Comandante comenzó a subestimar la vista de su capitán. Este, a su vez, despreocupó su mirada en la custodia: solamente dio cuenta de cosas que veía a unas pocas leguas. Todos atribuían su abandono visual al maltrato del Comandante.

Así las cosas, llegó el día de la victoria. Todos se dispusieron a bajar, exhibir sus barbas a lo largo del país y disfrutar la gloria conquistada en escaramuzas periodísticas y radiales.

―¡Te llegó tu momento, Inocencio! ―dijo uno de los comandantes.

El capitán Cueto no habló. Trató de pasar inadvertido cuando el Comandante fijaba compromisos. Bajó con los vencedores hasta una de las estribaciones cercanas y allí se despidió del Comandante:

―He mirao bien y no hay ningún peligro hasta La’bana. Yo, Comandante, me quedo aquí: en mi mirador del Pico.

Inocencio Cueto regresó a su bohío esa misma noche. Se cortó la cabellera de dos años y se afeitó. Por último, tiró al pozo el uniforme verde olivo con los galones de capitán.


6

A las cinco de la mañana, cuando las familias vecinas se levantaban para la faena diaria, Inocencio llevaba dos horas limpiando su sitio de bejucos y yerbas parasitarias, y disponiéndose al cultivo de frutos menores y a la cría de gallinas, como había hecho desde su arribo a la Sierra hasta que llegaron los barbudos.

Tiró al pozo el uniforme verde olivo con los galones de capitán.

La voz se corrió en unas horas. Por la tarde, eran más de veinte los visitantes que tenía ―y que esperaba desde horas antes― el excapitán Inocencio Cueto.

―¿Cómo es que no has bajao, Mirón…? Tú eres la confianza del Comandante.

Inocencio se mantuvo callado, sereno, doblado sobre su tierra. Otro habló:

―¿Qué pasó entre el Comandante y tú la noche que él te subió a que miraras pal otro lao?

Mirón, sin responder, dejaba semillas de calabazas y gotas de sudor en el surco abierto. Un tercero insistió:

―¿Es veldá lo que se corrió de que te había fallao la vista?

Cueto, impasible, tapaba con su guataca la calabaza y el sudor. Pero ya fueron varias las voces que lo asaltaron:

―¿O es que viste más de la cuenta, Mirón…?

Inocencio Cueto se estiró desde su tierra. Llevó la guataca al hombro. Dio la espalda a sus vecinos. Dijo, a la vez que se alejaba hacia su bohío:

―Ná, que me pasó lo mismito que el día en que machetié al mayoralito: que tuve la desgracia de miral demasiado.


7

Inocencio Cueto fue detenido el día 19 de marzo de 1962, mientras dormía, por una patrulla de soldados soviéticos y fusilado esa misma tarde al pie de su bohío, acusado de colaborar con los nuevos rebeldes.


* Tomado del libro Militantes del odio y otros relatos de la Revolución cubana. Editorial AIP, 104 Beacom Blvd, Miami, Florida, Estados Unidos, 1965 (segunda edición).




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Sobre ‘Gimnasio’ de Juan Abreu

Mariano Dupont

Juan Abreu es un enemigo declaradomilitante, de la vulgaridad e imbecilidadde la sociedad contemporánea, contra las que hay que escribir.